domingo, 21 de mayo de 2006

Una sesión de cine y punto (El código da Vinci)

No es la primera vez que sucede ni será la última: un libro triunfa gracias a una polémica teoría de la historia y a su audacia para presentar de forma amena unos contenidos normalmente apartados de los grandes foros académicos. La gente lee el libro, hay quien disfruta, hay quien se siente espoleado para documentarse más sobre el tema y hay quien obtiene nuevas lecturas para sus viajes en metro. Luego llega la inevitable adaptación al cine y se monta el gran cirio, porque como asume el Vaticano, la gente no lee, pero sí ve películas; y ya tenemos la ofensiva de la iglesia ante el salto a la fama de sectas esotéricas hasta ahora relegadas e ignoradas, abandonando los inofensivos magacines de televisiones locales y ocupando el prime time de las grandes cadenas. Los programas estrella admiten en sus debates a invitados que en otros tiempos y contextos les parecerían unos auténticos iluminados; pero el tema está en la calle y hay que adaptarse a la audiencia.

El código da Vinci (2006) levanta una polvareda que muchos pensábamos ya estaba más que barrida y superada gracias al progreso de la humanidad, pero está visto que la religión sigue siendo un potente catalizador sociocultural. De lo contrario el tema central del libro de Dan Brown y la película de Ron Howard, con su coherente teoría acerca del lado más doméstico de la figura de Jesús, no habrían desbordado todas las previsiones. Los frikis del esoterismo y los obsesionados con las inacabables teorías conspirativas están de enhorabuena, porque El código da Vinci les proporciona material de primera calidad. Y esto es lo que de verdad me sorprende: el tirón que todavía provoca este tema en todos los ámbitos, desde el más popular hasta el académico y el político, como si no fuera bastante la evidencia de un culto católico imparablemente regresivo en todos sus aspectos. ¿A qué viene realmente tanto debate? ¿hablamos de religión o de poder? ¿hablamos de religión o de filosofías de la vida? ¿Acaso hay quien todavía cree que un libro y una película van a revelarle un secreto que ha sido incapaz de salir a la luz en dos milenios? El único consuelo que me queda es comprobar que de algo han servido las últimas décadas invertidas en tolerancia y estabilidad, probablemente la razón por la que el estreno de la película no se ha convertido en la versión occidental de Los versos satánicos de Salman Rhusdie. Algo es algo.

Una vez extirpada la capa sociológica y mediática, ocupémonos de El código da Vinci la película, la obra de ficción cinematográfica que nos arrastra a mis hermanas, sus maridos y a mí al cine. En primer lugar, hay que reconocer que la teoría que sostiene toda la trama está muy bien engarzada, y ese mérito hay que apuntárselo sin duda a Dan Brown; en cualquier caso la adaptación cinematográfica la respeta y la explota en general de forma adecuada. Otra cosa es el entretenimiento y la acción que la acompañan: no he leído el libro, pero desde luego quienes lo han hecho me dicen que contiene sus buenas dosis, las imprescindibles en todo best-seller. Pues bien, en la película la acción no aparece por ningún lado, la narración se decanta desde buen comienzo por un tono trascendente, de revelación sobrenatural diferida que se supone nos escandalizará o trastocará toda nuestra concepción del mundo, y de ahí no sale. Es más, las escenas en las que se va desvelando la trama oculta del cristianismo primitivo parecen más bien un documental de National Geographic y no una obra de ficción. Quitando el impacto sociológico, la historia da muy poco de sí.

Y terminemos por los aspectos que más podrían haber contribuido a mejorar todo este despropósito: en primer lugar la elección de los actores protagonistas es de lo más desafortunada; ni Hanks ni Tatou hacen una interpretación que como mínimo nos implique; o puede que los guionistas hayan convertido los personajes principales de la novela en meros vehículos de exposición de lo que consideraban realmente importante para la película: la existencia de un auténtico golpe de estado en los albores de la era cristiana. Igual creían que la gente acudiría al cine a que le explicaran una nueva versión de la historia de Occidente. Más bien no. La gente quería pasar un buen rato, y si de paso le proporcionan un buen motivo para la charla de después pues bienvenido sea El código da Vinci.

Las fustigadoras críticas y risas durante el estreno mundial en Cannes me parecen la típica pataleta de unos críticos pedantes que ven cómo un tema "popular" les roba las portadas de las secciones de los medios que ellos suelen copar con sus "descubrimientos" a los no iniciados. Lo malo es que del otro lado está un Tom Hanks que dirá lo que quiera para defenderla, pero desde luego El código da Vinci es cualquier cosa menos una película de palomitas, si acaso una simple sesión de cine que sirve para que la familia o los amigos se reunan y luego pasen a otra cosa.

martes, 9 de mayo de 2006

El hedor de las palomitas

Ya me viene molestando un tanto ese desprecio implícito hacia el cine de mero entretenimiento y mero negocio. Esto viene a cuento del artículo 'Imágenes en exposición' de Ángel Quintana en el suplemento Culturas de La Vanguardia del día 26/04/2006, en el que exponía una visionaria teoría acerca de las nuevas vías de difusión que exploran determinados cineastas minoritarios; o dicho de otra manera, de escasa audiencia en las salas cinematográficas. Directores como Kiarostami, Ackerman o Egoyan prefieren las galerías o los centros de arte contemporáneo para presentar sus proyectos, en lugar de someterlos al juicio de los consumidores de a pie. También dicho en otras palabras: es mucho más fácil convencer al comisario de un centro de cultura contemporánea, comprometido de antemano con las vanguardias artísticas de todo tipo, que a un montón de productores y distribuidores preocupados básicamente por la taquilla.

Ni que decir tiene que es una alternativa de lo más prometedora, que abre una vía inexplorada e impensable para la realización cinematográfica. Porque estos montajes "de exposición" son igualmente cine, son también películas, parte de la filmografía de sus autores. Para empezar, quedan dinamitados los géneros, las duraciones estándar, el contexto de visionado... Todo absolutamente vale. Puede tratarse de tanteos narrativos, de pruebas de efecto, que sus creadores quieran foguear previamente a su inclusión en un largometraje convencional, igual que determinados cantantes presentan en concierto sus nuevas canciones antes de incluirlas en su nuevo disco (al menos eso sucedía en épocas anteriores a la debacle de la copia digital); o puede que sean montajes exclusivamente pensados para unos meses y un espacio dado. Todo vale. Quintana plantea incluso la cuestión de quién está más capacitado para valorar los logros de estas nuevas propuestas: si los críticos de cine o los de arte. La verdad es que debo decir que suscribo totalmente la primera parte del texto.

Lo que me vino a molestar es el tufillo clasista que hacia el final deja escapar el autor. Primero aparece el exacto diagnóstico de la evolución de la industria desde 1996: mutación de los cines en multisalas y fomento del cine comercialmente mayoritario ("mientras una nueva generación de cineastas no cesó de experimentar en las fronteras entre la ficción y lo real, los supermercados preferían enriquecerse con la venta de palomitas y la institución cine no se atrevía a que la obras fronterizas y más radicales estuvieran en sus secciones oficiales"). Nada que objetar; diagnóstico certero y verdadero. Sólo siete líneas más tarde asoma con toda su fuerza el prejuicio hacia esta otra forma de distribución: "en caso de sujetarse a los supuestos industriales, la hipotética exhibición de sus películas en los supermercados supondría la pérdida de su singularidad entre los blockbusters para adolescentes y el hedor a palomitas". Ahora ya se trata del hedor a palomitas, ya no es la mera anécdota sobre el negocio que hacen los cines con las palomitas más que con el importe de las entradas.

Por fin estoy donde quería llegar: ¿por qué el cine actual fabricado para los adolescentes es despreciable como género en conjunto? ¿Acaso la actual generación académica de críticos y ensayistas consagrados que copan las revistas cinematográficas no creció embobada por el cine de género estadounidense en programas dobles de serie B? ¿Es que han olvidado su fase de cinefilia precoz, la misma que hubieron de atravesar para llegar adonde están? A mí no me molestan las palomitas en las salas de cine, al contrario, su olor lo asocio al instante con una buena tarde de cine. Lo que me molesta son las películas tontas y garrulas; pero también me fastidian las películas pedantes y descaradamente elitistas. Y siguiendo por ese camino me revienta que el elogio de nuevas formas de exhibición tenga que hacerse a costa de los modelos mayoritarios (e iniciáticos en algunos pocos casos, no lo olvidemos) de exhibición y ocio cinematográficos. Seamos realistas: ¿cuántos cinéfilos han ganado para la causa Kiarostami, Ackerman o Egoyan juntos? Esta gente, en todo caso, son la estación de destino, nunca la de partida.

jueves, 4 de mayo de 2006

¿Cosas de mujeres? (La niñera mágica)

Emma Thompson cada vez se prodiga menos como actriz, o si se quiere ver por el lado positivo, escoge cada vez con mayor cuidado sus apariciones en pantalla. En plan comercial la vimos en la última entrega cinematográfica de Harry Potter en 2004; y en plan militancia en Imagining Argentina (2003). Por el camino ha quedado ese guión premiado con el Oscar por Sentido y sensibilidad (1995). Y es que esta mujer no es mala guionista; así que por aquí parece que se le abre una nueva carrera que añadir a su ficha de The Internet Movie Database.

Si en 1995 la autora adaptada fue Jane Austen esta vez es Christianna Brand, responsable de una serie de libros infantiles protagonizados por una niñera entre mágica y estrafalaria llamada Nanny McPhee. La niñera mágica (2005) va directa al grano: expone el problema y entra en materia sin esperar a presentar a los personajes; los vamos conociendo a medida que se desarrolla la trama. Tampoco hay demasiado tiempo para remachar las diferentes moralejas (la niñera avisa que enseñará cinco lecciones a los rebeldes niños protagonistas y luego se irá); no es una película obvia, pero tampoco hay que ser un lince para ir comprendiendo el significado de cada logro de la señorita McPhee, que se vuelve más atractiva a medida que va inculcando a los niños sus lecciones. A todo esto hay que añadir una escenografía muy imaginativa y un vesturario entre la fantasía y la realidad que hacen que toda la experiencia resulte muy agradable.

La niñera mágica me recuerda inevitablemente la serie de TV Supernanny (2005), esa otra mujer moderna y práctica que da consejos a los padres que se ven incapaces de meter en vereda a sus irreductibles hijos. Algo está pasando cuando hay tanta preocupación sobre el tema, y más cuando algunas de las lecciones de la película son tan obvias como irse a la cama cuando te lo mandan o poner límites a las actividades lúdicas.

Otro detalle que me hace pensar es cómo al final todas las mujeres que se meten a narrar (y en esto incluyo tanto al cine como a la literatura) acaban acercándose al mundo infantil; es algo que encuentro normal y que debería ser mucho más recurrente en la ficción masculina, pero el hecho de que siga siendo un tema de autoras antes que de autores me dice que no nos movemos demasiado de donde estamos. Eso sí, la película vale la pena.