lunes, 28 de agosto de 2006

Ni un plano de más ni de menos

Pasaje a la India es una película que -–afortunadamente–- expresa conscientemente lo que significa. Está hecha por un director en plena madurez creativa que se despidió del cine con ella, después de haber pasado por una fecunda etapa de desarrollo y otra (a veces inevitable) de atrofia creativa. Pasaje a la India posee la lucidez de quien ha pasado por todo ello y ha sabido extraer lo mejor de ambas fases. A esta película no le falta ni le sobra nada; y de paso contiene una lección magistral de montaje que podría emplearse como “libro de texto” en cualquier escuela de cine: la descripción, sintética y eficaz; los personajes, trazados mediante simples gestos o acciones reveladoras; breves insertos significativos; secuencias de montaje cuidadosamente planificadas y ejecutadas... Y también planos increíblemente bellos de nulo valor narrativo pero intercalados de forma dosificada, nunca más tiempo del debido. En definitiva: ambigüedad narrativa calculada y perfección sublime en el estilo; dos elementos ideales para adaptar al cine la novela y el estilo mismo de su autor, E. M. Forster.

A mí me da la impresión que Pasaje a la India se acerca como pocas al canon de la narración cinematográfica: un estilo idealmente equilibrado entre el best-seller de aceptación mayoritaria y la exigencia de detalle del cine más intimista. Un equilibrio formal que pocos están en condiciones de formular pero la mayoría de los espectadores se sienten capaces de reconocer de forma intuitiva en una película. Pasaje a la India delimita perfectamente sus escenas, las abre y las cierra con un plano lleno de sentido, cuidadosamente elegido entre muchos; los diálogos y la acción fluyen con una naturalidad que esconde precisamente el esfuerzo de preparación realizado tras la cámara, con la misma falsa espontaneidad que nuestros ancestros cinematográficos del Hollywood de mediados del siglo XX llamaban «desnudar el dispositivo». Es decir, empleando recursos de artificio y presentándolos en la pantalla convenientemente disfrazados, de manera que transmitan su efecto narrativo o emotivo pero no su presencia misma al espectador, que lo toma como la manera «natural» de mostrar la realidad dramáticamente. Pasaje a la India es una película ideal para comenzar a interesarse por el cine y su tramoya; y en ella parece como si David Lean hubiera tratado de ofrecer el equivalente cinematográfico al estilo de Graham Greene, poseedor de una de las escrituras narrativas más depuradas que conozco.

Para el espectador, la primera ventaja (la misma que se produce en la novela original) es la figura del narrador, en este caso narradora: Adela (una joven Judy Davis) es una mujer que va a casarse con un magistrado colonial destinado en la India; en vísperas de la boda se dirige allí con su futura suegra –-la señora Moore (Peggy Ashcroft)-- para conocer el país en el que presumiblemente tendrá que pasar un tiempo indeterminado. Adela tiene los mismos conocimientos de la India colonial que la mayoría de los espectadores: muy pocos, muy típicos o muy distorsionados por el prejuicio o la ignorancia. Aun así, Adela tampoco va a dejar que sea la imagen de la India que trae desde Inglaterra la que predomine a la hora de desenvolverse allí; al contrario, aborda las novedades y los choques culturales con un ingenuo sentido común que la hará parecer rara entre los suyos; pero también con una inconsciente audacia que tendrá graves consecuencias para los hindúes que la rodean. Porque Adela quiere conocer “la India auténtica”, poder conversar con la gente del país, algo que a los ingleses, confinados en sus urbanizaciones (réplicas de las que dejaron en Inglaterra), ni se les pasa por la cabeza. Así que Adela conoce a Aziz, un joven médico musulmán que todavía no ha descubierto por sí mismo el desprecio de los ingleses hacia su pueblo, y al profesor Godbhole, un genuino representante de lo que para nosotros es la filosofía oriental (conexión cósmica, aceptación del destino y esas cosas...). El señor Fielding, director del Liceo local, es el encargado de organizar una velada para que los tres se conozcan. A partir de ese instante se desencadena toda una serie de malentendidos y de sucesos aparentemente intrascendentes que acabarán de forma impensable. Pero el interés no reside tanto en ver cómo de una cosa se pasa a la otra sino cómo Lean es capaz de detenerse en los elementos cotidianos de provocan esos imperceptibles cambios, resaltarlos narrativamente y sin estridencias, y permitir de paso que nos formemos nuestro propio juicio. Empezando por el del cuello de la camisa de Aziz, quien se lo ofrece a Fielding antes de que lleguen las invitadas inglesas, asegurándole que es uno de repuesto cuando en realidad le está ofreciendo el suyo; de manera que cuando Ronny, el prometido de Adela, le eche en cara que se mezcle con los hindúes, le argumente que no saben ni llevar el cuello abrochado (cuando nosotros sabemos perfectamente por qué es así). Y terminando con el malentendido que prácticamente obliga a Aziz a organizar la excursión a las cuevas de Marabar, una atracción local que por supuesto los ingleses desconocen. Lo increíble es que si encima uno lee la novela se da cuenta de que Forster había bajado a esos mismos detalles para retratar a sus personajes, de modo que el mérito de Lean es haber sabido trasladarlo a imágenes, no la caracterización en sí. De estos pequeños desencuentros, en cualquier caso, se deduce el encorsetamiento de una sociedad segregada en castas sociales que no podían, querían ni sabían entenderse.

Visto hoy en día, el argumento de Pasaje a la India parece una crítica política al colonialismo (en la época de la novela, los años veinte del siglo XX, la India seguía siendo parte del imperio británico), enfocada desde el lado humano si se quiere; cuando en realidad es un feroz ataque a las acartonadas costumbres inglesas: llenas de esnobismo y elitismo, y hechas con toneladas de presunción y arrogancia. Cada encuentro entre ingleses e indios está lleno de tópicos y pautado por una etiqueta social que hoy día nos resulta risible, mojigata y pacata; de absurdos planteamientos sobre la “actitud conveniente” que un inglés debía adoptar ante un hindú y viceversa. Sus encuentros por tanto resultan necesariamente tensos y cualquier frase fuera del guión (al que muchas veces ambos se aferran para no sentir el vacío de la ignorancia bajo sus pies) implica un malentendido. Forster odiaba por encima de todo el convencionalismo que llenaba las relaciones sociales de los ingleses, un tema al que dedicó como mínimo tres novelas más: La mansión, Una habitación con vistas y Maurice.

Sin embargo, Adela y su inminente suegra parecen dispuestas a romper el cristal invisible que les separa de los hindúes, pero no como parte de un plan consciente que consistiera en dinamitar el estado de las cosas existente, sino porque (y esto es lo más triste, puesto que a los ojos del resto de ingleses ambas son unas ignorantes que desconocen cómo hay que comportarse fuera de la metrópoli, en especial en la India) creen que su bondad y su interés sinceros no podrán ser malinterpretados. Pues sí lo son, empezando por las personas a las que dirigen sus atenciones, especialmente el pobre Aziz, que de pronto se ve tratado como un igual, o al menos sin condescendencia, sin que para el resto del mundo esa consideración tenga relevancia. El interés de Adela por conocer la «auténtica cultura» de la India es simplemente una forma de escapar del mundo aburridamente inesperado que encuentra, agravado por la perspectiva de ser la esposa de un gris funcionario de justicia. La señora Moore, por su parte, tiene una motivación muy diferente a la de Adela: su experiencia vital le ha demostrado que hay muchas cosas de su propio mundo que le parecen injustas o directamente reprobables, y no puede evitar rechazar algunas de ellas. Su trato con Aziz es el mejor ejemplo: simpatizan enseguida y se dan cuenta de que su amor por la familia y las cosas sencillas están por encima de sus diferencias culturales; casual o curiosamente, todos sus encuentros se producen en soledad, como si el auténtico conocimiento mutuo sólo pudiera darse cuando no se trata de momentos condicionados por el comportamiento social. Puede que sea cierto.

Además del choque cultural está el choque sexual: aquí Lean, que al fin y al cabo pertenece a la misma generación posvictoriana de Forster, opta por una escena que no deje lugar a dudas sin tener que entrar en detalles explícitos; y es que ambos demuestran en sus respectivos libros y películas que es mejor sugerir de forma elegante, sin nombrar directamente el asunto. En este caso, Adela descubre sin querer las ruinas de un templo en el que le llama poderosamente la atención la sensualidad de determinadas esculturas, las posturas extremas que expresan el deseo en toda su extensión; en las antípodas de la contención emocional defendida por la cultura anglosajona. El montaje y la música elegidos por Lean para esta escena ilustran a la perfección (sin barroquismos ni recreaciones innecesarias) cómo todos esos mensajes juntos, digeridos sin explicaciones ni nociones previas, provocan en Adela esa reacción de angustia y de pudor a duras penas ocultado. Al fin y al cabo la educación puritana que ha recibido sigue actuando sobre su comportamiento, y a pesar de su vago deseo de romper barreras y moldes en el trato, su reacción consiste en reafirmarse en una posiciones en las que realmente hace tiempo ha dejado de creer.
Entre ambos mundos, el inglés y el hindú, se encuentra la aparente alternativa que representa Fielding (interpretado por James Fox), el personaje que sin duda inspira mayor simpatía y con el que uno se identifica gracias a los indudables principios de progresismo en su actitud. Fielding puede comportarse con franqueza entre indios, moverse entre ellos e ir a sus casas, porque, en primer lugar, es un hombre y eso lo hace todo menos escandaloso; y en segundo lugar porque sus propios compatriotas le consideran un excéntrico, precisamente porque hace todas esas cosas que ellos rehúsan hacer. Este hombre es el único inglés que abandona por voluntad propia los espacios a los que le confina su origen y su estatus, incluyendo el club de campo, el espacio vedado a los no ingleses y donde aquéllos se sienten seguros, recreando de forma patética sus aspiraciones de señorío, el mismo que no pudieron culminar en Inglaterra porque sus posibilidades económicas no se lo permitieron. Y es que no hay que olvidar que las colonias fueron, desde el principio de su existencia misma, una especie de segunda oportunidad para todos aquellos que fracasaban en sus intentos de ascender en la escala social, económica y política, lo mismo que fueron una oportunidad de poner tierra de por medio a los delincuentes y de trabajo para los desheredados. El resultado es que en las colonias se reproducía una fotocopia de la sociedad de la metrópoli, pero compuesta por segundones en todos los niveles. El que propuso esa imagen –-no recuerdo quién fue-- me parece que no iba del todo desencaminado.

Pero Pasaje a la India va más allá de presentar un desencuentro cultural y social, sino que se sirve de un episodio lleno de pequeñas casualidades e imprevistos para rematar la historia y mostrar a cada personaje puesto al límite, en la encrucijada de tener que escoger entre un bando u otro, presentado con una maestría narrativa cinematográfica de primer orden. El episodio en cuestión cuenta cómo Aziz, al tomar un comentario de Adela al pie de la letra e invitarla a ella y a la señora Moore a visitar las cuevas de Marabar, Aziz se embarca en algo mucho más peligroso de lo que a simple vista parece un reto económico para él y su familia. Desde un principio todo parece conjurarse para que Aziz y Adela suban a las cuevas con la única compañía del guía, algo impensable en una inglesa soltera. Por el camino han quedado Fielding y Godbhole (que pierden el tren) y la propia señora Moore (que se siente indispuesta después de visitar la primera cueva). Las cuevas resultan un enigma, igual que lo que sucederá más adelante: se trata de unas galerías excavadas en la roca que llevan a una sala circular en las que la oscuridad es total. Una vez allí, con la sala abarrotada de gente, el guía grita unas palabras que, tras unos tensos segundos de silencio, son devueltas amplificadas hasta el infinito. El caso es que Aziz y Adela suben a las cuevas más alejadas, bajo un sol abrasador y un silencio que revela que se sienten conscientes el uno del otro, o al menos eso es lo que determinados planos dan a entender (Aziz dando la mano a Adela para ayudarla, el calor, la lejanía del campamento...). Además son planos sin sonido ambiente, montados de una forma ambigua que presagia que algo va a suceder, aunque nadie sabe a ciencia cierta qué. Y sucede que al llegar Adela entra en una cueva sin que Aziz, que se había retirado a fumar un cigarrillo, de nervioso que estaba de estar a solas con una inglesa, sepa cuál. Aziz entra en una cueva sin que se sepa (ni él ni nosotros) si es la misma en la que Adela está experimentando en ese mismo momento un rugido telúrico que tampoco sabemos si es de la cueva o surge del interior de su mente. En el siguiente plano vemos a alguien que desciende a toda prisa por la ladera y sube a un coche. Aziz lo observa desde arriba y no parece demasiado intranquilo. Nosotros sí, porque no sabemos qué pasa. Al regreso de la excursión Aziz es detenido en la estación, sospechoso de haber intentado violar a Adela.

La parte final de la película es el desarrollo del juicio, en el que el incidente de las cuevas es desmenuzado desde varios puntos de vista, llenando las deliberadas lagunas que Lean dejó abiertas en la narración. Lo que parecía ser un intenso episodio humano, una experiencia que abría la posibilidad a acceder a una revelación trascendental, se convierte en un drama de lo más prosaico, sin posibilidad alguna de matices. En el juicio, además, afloran los prejuicios de los ingleses y las intenciones de los hindúes, que pretenden convertir el proceso en un asunto político y recabar apoyos para su causa independentista. La declaración de Adela resulta crucial para el veredicto final, a costa de dar la razón a todos los ingleses, que ven confirmadas sus ideas, y en la que admite implícitamente que no es posible salirse de las normas establecidas, aunque sólo sea porque la sociedad colonial está atravesada por una cruel relación de dominación que no puede obviarse, especialmente en situaciones límite. Adela es víctima de su ingenuidad, y en cierto modo Aziz también. En un mundo así no hay lugar para las buenas intenciones.

Mientras esta relación de poder siga vigente, el futuro y las posibilidades de entendimiento entre colonizadores y colonizados son escasas o prácticamente nulas; y si existen, se hallan en manos de personas como Fielding y –-a pesar de todo-- Aziz: seres no lastrados por el convencionalismo que, a pesar de tener esquemas mentales heredados del pasado, están dispuestos a admitir que la experiencia y el trato diario les demuestren lo contrario; y lo que es mejor, dispuestos a revisar sus opiniones y sus sentimientos, porque los que hasta ahora exhibían no eran todo lo buenos e infalibles que les habían inculcado.



El colonialismo ha sido durante décadas la época histórica ideal para ambientar películas de acción y aventuras en las que predominaba el puro entretenimiento. Sin embargo, de forma inadvertida o deliberadamente manipulada, quedaban también retratadas en ellas todos estos aspectos relativos a las relaciones de poder, las jerarquías, etc... Son elementos implícitos que se reconocen mucho más fácilmente cuando uno ya ha disfrutado del argumento y se dedica a observar el mundo y los valores que transmiten estas películas. La mayoría del cine clásico hollywoodense producido entre 1930 y 1960 entra sin problemas en esta definición, como Tres lanceros bengalíes, Gunga Din o Las cuatro plumas (cuya versión de 1939 por cierto a mí me encanta). Aun así hay títulos que han optado por poner en primer plano las contradicciones del colonialismo, aunque en la práctica su crítica se limite a denunciar ciertas actitudes racistas, sin llegar casi nunca a la base económica y política del problema: la explotación de los recursos y la subordinación de los poderes locales. Como ejemplo de esa crítica de primer nivel estaría Cazador blanco, corazón negro de Clint Eastwood; aunque si hay quien busca una denuncia de mayor calado que vea La batalla de Argel, la película que sin duda define el cine político, acerca del dilema moral que plantean los métodos terroristas en la lucha por la independencia.
Por último, dado el encanto especial de sus historias, vale la pena mencionar el resto de películas basadas en novelas de Forster, que ciertamente debe buena parte de su vigencia actual (murió en 1970) al éxito comercial y popular de las adaptaciones cinematográficas de sus textos. Empezando por Una habitación con vistas, que revela su profundo conocimiento de la psicología humana (aún más que en Pasaje a la India); siguiendo con Regreso a Howards End (con su sutil denuncia del control de los afectos en beneficio de un absurdo sentido del deber como causa del fracaso vital); y finalmente Maurice, sobre la moral sexual de la Inglaterra victoriana. Forster tenía sin duda una envidiable capacidad de observación y de análisis para lo cotidiano.


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