lunes, 16 de octubre de 2006

Regreso al manantial del éxito (Llamando a las puertas del cielo)

Puede que supiera exactamente qué tipo de película iba a ver, puede que estuviera bajo la influencia de París, Texas (1984), puede que ya haya visto demasiadas veces ciertos sentimientos expresados intensamente en la pantalla. El caso es que Llamando a las puertas del cielo (2005) no me conmovió aunque sí me gustó. No me defraudó, pero sí me dejó frío. Y creo que no debería ser así.

Wim Wenders y Sam Shepard se reunieron en 1984 para rodar París, Texas, una historia que arrasó en Cannes y que sorprendió a todos por la sinceridad de la narración y la verosimilitud de los personajes. Shepard puso el guión, muy del estilo de sus narraciones cortas, y Wenders el punto de vista del europeo que rueda en EE UU: una fotografía y una localización de exteriores que catapultaron la película, haciendo que lo ya visto demasiadas veces pareciera nuevo e incluso más conmovedor. No me extenderé más en los paralelismos entre París, Texas y esta nueva película del mismo tándem creativo, porque ya me ocupé de la primera en un texto (entre analítico y evocador) que expresa todo lo que debería decir aquí. Después de leerlo, uno se dará cuenta de que todo en Llamando a las puertas del cielo se conjura para invocar el espíritu de aquel éxito de hace dieciocho años: de nuevo el paisaje desértico del medio oeste, la fluidez de una narración que esconde mucho más que lo que muestra (el auténtico secreto del maestro Wenders sin duda alguna); sólo que esta vez añadiendo la presencia de Jessica Lange (compañera sentimental de Shepard desde hace años) y de Sarah Polley (el descubrimiento de Isabel Coixet, que garantiza intensidad dramática sin estridencias ni chirridos). Es decir, una película hecha en armonía, con medios técnicos y artísticos, con un buen guión (la historia de un actor acabado que trata de recuperar un pasado dilapidado sin saber cómo, exactamente igual que su presente), con unos actores que saben que tendrán reservada al menos una escena clave para lucimiento personal (especialmente Lange), porque les dirige un auténtico referente en este tipo de cine intimista. Todo cuadra a la perfección.

Llamando a las puertas del cielo plantea, una vez más en la filmografía del director alemán, la recuperación de una vida que se ha dejado escapar por ineptitud propia; sólo que esta vez Wenders y Shepard han sabido rodear de más matices y personajes todo el drama, no tan linealmente como en París, Texas. El resultado ofrece momentos sorprendentes e intensos; lo que me mosquea es que no haya llegado a conmoverme ninguno de ellos. Debo ser yo, que estoy demasiado blindado a ciertos excesos del sentimiento y ya no sé reaccionar cuando la dosis se emplea en su justa medida.

viernes, 13 de octubre de 2006

Reflexiones sobre el placer y otros destrozos colaterales (Las partículas elementales)

Las novelas de Michel Houellebecq no resultan agradables para una inmensa mayoría de lectores, y sin embargo quienes las admiramos encontramos sus textos atravesados por una especie de lucidez que circula bajo todas las miserias y egoísmos que retrata en sus personajes. Tampoco son agradables algunas películas de Percy Adlon --Sugarbaby (1985)--, o de Todd Solondz --Happiness (1998)--, y hasta la mismísima American beauty (1999) de Sam Mendes resultaba incómoda por las implicaciones morales que retrataba, pero eso no le impidió ser un éxito de público, que aceptó sin problemas la crítica social que contenía. Por este lado, no vale despreciar de entrada el filme por su supuesta crudeza. Por mi parte, debo reconocer que el tema me ha dado que pensar, ya que tres de sus novelas (Las partículas elementales, Plataforma y La posibilidad de una isla) caracterizan lo que considero una distopía social cada vez más extendida, debido entre otras cosas a una compleja serie de factores que resulta difícil no detectar en gentes de toda edad y condición: complejos sexuales mal digeridos, atomización/anulación de las relaciones afectivas, deseo de extensión de la juventud y la belleza física a toda costa y, por encima de todo, una especie de innata incapacidad humana para escapar de la dictadura que supone el principio narcisista del placer, aplicado curiosamente en un mundo que presume de tenerlo bajo control pero que lo explota cada vez más en todos los órdenes de la vida.

El texto de Houellebecq, adaptado al cine por el mismo Oskar Roehler y su productor, cuenta la historia de dos hermanastros que, a pesar de partir de caracteres e ideas opuestos respecto al sexo, tienen en común una sorprendente incapacidad para practicarlo. Uno desde la frialdad de los laboratorios de investigación genética, en los que el sexo se encuentra únicamente bajo el microscopio, y el otro en el frustrante mundo de la educación secundaria, donde la sexualidad está constantemente expuesta a la vista (pero prohibida para cualquier otro sentido) en el narcisismo hedonista de las adolescentes. Michel y Bruno comparten también su incapacidad para expresar sentimientos con naturalidad, pero mientras uno pasa la vida en ausencia total de relaciones, el otro trata desesperadamente de obtenerlas, aunque sea pagando.

De la novela y de la película se desprende que las carencias afectivas de la edad adulta (criados ambos hermanos por sus abuelas ante la deliberada dimisión de responsabilidades de su madre y unos padres inexistentes) tienen su explicación primera (que no única) en la infancia; pero lo curioso del caso (y esto es lo que me ha descuadrado durante mucho tiempo) es que el escritor propone, para evitar sufrimientos y soledades como las que retrata, el advenimiento de una nueva humanidad modificada genéticamente que delegue la reproducción de la especie en los laboratorios y se abandone sin trabas y sin traumas al disfrute de todos los placeres sensuales. Y mientras esa nueva humanidad llega, como se empeña en conseguir Michel, Houellebecq considera que no estaría de más tratar de, como hace Bruno, desestigmatizar todas esas parafilias sexuales que actualmente se practican a escondidas, pagando un peaje social y económico importantes. Houellebecq construye sus historias a partir de protagonistas con graves carencias afectivas, pero no se preocupa en absoluto de teorizar sobre quienes han crecido en un ambiente equilibrado y feliz. ¿Qué pasa con estos? ¿Son dignos de perpetuar la especie por el método tradicional o deben renunciar igualmente a semejante empeño de mejora? ¿La única manera de instaurar el sexo libre y universal es desmontando la institución familiar? Demasiadas preguntas que ni la novela ni la película responden, pero que desde luego aciertan a plantear y para que los que se sientan involucrados en la solución reflexionen. Para empezar, yo recomiendo una lectura atenta de Un mundo feliz de Huxley. Al fin y al cabo, los libros de Houellebecq son una profundización de muchas de las implicaciones ocultas e imprevistas de este clásico de la literatura.

Todo esto aparece sin tapujos en la película de Roehler, aunque sin llegar a los matices del texto literario, inevitablemente mucho más crudo, y sin tergiversar o atenuar lo esencial del mensaje a transmitir. A estas alturas ya no debería sorprendernos que una adaptación cinematográfica decepcione a quienes han leído el libro y deje prácticamente indiferentes a quienes no lo han hecho. No se trata de un demérito de la película ni del director, es un efecto colateral inevitable. El mundo miserable de Bruno y el asexuado y cargante de Michel ofrecen el desolador panorama de una sociedad atrapada en sus propias contradicciones. Las partículas elementales (2006) es una buena forma de acercarse al universo literario de Houellebecq; en cambio quienes esperen escándalo gratuito al estilo Calixto Bieito (que acaba de adaptar Plataforma al teatro) quedarán defraudados.