lunes, 18 de septiembre de 2006

Auténtico cine político y humano (El viento que agita la cebada)

No es la primera vez que lo digo, pero viendo El viento que agita la cebada (2006) vuelvo a sentir la necesidad de ponerlo por escrito: hace falta un director como Ken Loach en España, de la misma manera que hace falta un auténtico cine político que se acerque a los temas polémicos y conflictivos de nuestra historia reciente, los mismos sobre los que periodistas y políticos pasan en silencio con sorprendente consenso cómplice. Lo más parecido que se ha dado aquí es La pelota vasca (2003) de Julio Medem y, coincidiendo con el estreno de Ken Loach, Salvador (2006) de Manuel Huerga. Pero (y esto me aventuro a decirlo sin haber visto esta última) se trata de episodios que tratan de reivindicar básicamente el lado humano de un conflicto y retratar la injusticia existente en un orden político sobre el que ya existe un contexto general de condena. De nada vale hacer hincapié en determinados aspectos de una lucha reivindicativa con nula o escasa repercusión en el presente, si acaso tan sólo para reparar parcialmente una visión cercenada o desconocida del pasado, pero en absoluto una aportación a un debate en el que se cuestionen elementos de nuestra actualidad democrática. Por lo menos Medem se atrevió, aunque fuera desde un punto de vista y una opción estética muy personales, con un problema actual y de solución pendiente donde toda la sociedad tiene algo que decir como es el conflicto vasco. En cambio, las aproximaciones al franquismo siempre se hacen de aspectos en los que la democracia ha reparado o modificado sustancialmente y para bien el panorama; lo que nunca se hace es mostrar aquellos elementos del franquismo que siguen activos en la actualidad, denunciando los errores y omisiones de un sistema político imperfecto. Lo que yo echo de menos es una película sobre los GAL, sobre el lado oscuro de la transición a la democracia, sobre los conflictos internos de la lucha clandestina antifranquista, sobre la pérdida de contenido social en la política, sobre los conflictos de clase y nación...

Eso es precisamente lo que hace Ken Loach, abordar temas que remueven conciencias: desde aquella lejana Agenda oculta (1990), hasta esta última, en la que su mirada se dirige hacia los inicios del conflicto anglo-irlandés, pasando por los estragos sociales de la etapa económica tatcheriana --Lloviendo piedras (1993), Mi nombre es Joe (1998)--; la guerra civil española --Tierra y libertad (1995), que produjo un encendido debate entre nosotros a pesar de que nadie pareció sorprenderse de que nuestra cinematografía hubiera sido incapaz de producir un título semejante--; o la emigración y la intolerancia religiosa --Sólo un beso (2004)--. Pero no solamente eso, sino que Loach lo hace combinando la crudeza de ciertas situaciones personales con una didáctica intención expositiva (aunque sea barriendo para casa, todo hay que decirlo), de manera que no todo quede en el simple drama de unos personajes que quedan reivindicados en el presente gracias a unos principios de progreso. Esa vertiente histórica, inevitablemente sintetizada, es lo que le falta al cine español y lo que mejor hace Loach.

En El viento que agita la cebada Loach vuelve a recurrir al estilo y al tratamiento que ya empleó para la guerra civil española en Tierra y libertad: a partir de unos protagonistas escogidos muestra su itinerario a través de un conflicto político en el que cada personaje representa una de las fuerzas en conflicto, y expone sus puntos de vistas en escenas de asambleas y debates claramente ficticios (pues hay un orden expositivo y una claridad argumental que no se suele dar en estos foros) que tratan de transmitir al espectador las causas, consecuencias y motivaciones individuales ante los acontecimientos. En Tierra y libertad esa escena crucial se producía a cuenta de las expropiaciones de tierras y el establecimiento de colectividades autogestionadas y que enfrentó a comunistas y anarquistas desde un principio. En El viento que agita la cebada se trata de los enfrentamientos entre quienes deseaban una independencia total del Reino Unido (para los que el acuerdo de 1921 no era suficiente); los que asumían la utilidad de dicho tratado y se esfuerzan por recuperar la dignidad de las instituciones irlandesas; y finalmente los que, además de la independencia total, se decantan hacia un nacionalismo de izquierdas de tinte social (y que será el germen del IRA clandestino que prolongó la lucha terrorista hasta finales del siglo XX). En estas escenas Loach siempre deja caer una cierta amargura por los fracasos continuos de una ideología igualitarista, incapaz de abrirse paso en todo el siglo XX; pero no me parecen por ello ni utópicas ni resentidas sus películas, sino crónicas que pretenden dejar constancia de que el intento se produjo.

Para contar esta historia Loach y su guionista preferido Paul Laverty se sirven de dos hermanos, cuyas trayectorias ideológicas acaban tomando caminos opuestos y llegan a afectar a su relación: uno se convierte en defensor del tratado y otro independentista y socialista radical. Es un punto de partida argumental muy trillado, pero el auténtico valor de la película está en su habilidad para mostrar el proceso imparable de violencia y embrutecimiento que supone toda lucha armada, de cómo las convicciones personales se ven cortocircuitadas por acontecimientos que superan los planteamientos iniciales (aunque la narración comienza en 1920, sin mencionar la proclamación unilateral de independencia y la creación de un parlamento irlandés). Así, ya no bastará con matar ingleses y robarles las armas, sino que habrá que administrar justicia entre los propios miembros. Esas escenas son sin duda las más duras de toda la película, y como dice Damien, uno de los hermanos protagonistas, antes de ejecutar a sangre fría a un delator de 17 años: "espero que esta Irlanda valga la pena".

No es solamente la brutalidad del ejército inglés, que también la muestra Loach, sino cómo ésta se contagia inevitablemente a los irlandeses, y de las consecuencias familiares y personales que acarrea. Por debajo de los acontecimientos políticos están las terribles consecuencias sobre padres, madres, hermanos y novias, en una dinámica en la que se pierde rápidamente toda perspectiva y de la que es muy difícil salir, si no es muriendo o matando. Queda claro, una vez más, que el mayor error en todo conflicto armado es que los civiles tomen las armas, puesto que ese hecho afecta a la cohesión básica de la sociedad y luego el desarme se convierte en una penosa tarea.

Lo que más me reconforta es la existencia de esta voz crítica que es el cine de Ken Loach. Por supuesto que sus películas no ofrecen soluciones ni son perfectas en sus planteamientos, pero por lo menos dan la sensación de que la democracia inglesa no está en el mejor de los mundos posibles. Que el espectador tome conciencia de los problemas que la acechan es lo mínimo que puede conseguir el cine. Para que cambie de opinión o se movilice hacen falta más cosas que exceden el ámbito cinematográfico.

viernes, 15 de septiembre de 2006

De la sensibilidad y otras mixturas (La joven del agua)

Shyamalan ha consolidado su prestigio de cineasta solvente en la industria y ya puede permitirse el lujo de rodar historias con sus temas y obsesiones personales. Esto no quiere decir que sus anteriores películas tengan que ser vistas como intentos fallidos o coartados por terceros de sus auténticas aspiraciones artísticas, ni como anticipaciones subliminales de lo que ahora ha llegado con La joven del agua (2006). Todos esos chamanes cinematográficos pueden desgastarse tratando de encontrar paralelismos y coherencias temáticas en personajes, escenas o momentos de su filmografía anterior para que el resultado sea justamente lo que ellos han dictaminado de antemano, que eso no aportará ni quitará nada al placer que produce ver el cine de Shyamalan. En ese sentido su labor es una pérdida de tiempo. En lugar de esa búsqueda inútil de la trascendencia significativa basta decir que el momento de Shyamalan ha llegado, igual que le llegó a Almodóvar en su día y decidió tirar por el género que más le gustaba, el drama total y exagerado. A algunos que disfrutaron con esas primeras comedias petardas del manchego y luego les defraudó el giro temático posterior les pasó lo mismo que a los fans iniciales de Shyamalan ahora: puede que no les guste el tono lírico que adquieren sus películas, pero esto es lo que hay. Lo importante es que el nivel de buen cine se mantenga.

Lo mejor de La joven del agua es la sorpresa que provoca su resistencia al encasillamiento: de entrada parece un cuento fantástico que estará salpicado de pequeños sobresaltos marca de la casa, pero en el segundo tercio de película se ve claro que no va a ser así. El mundo fantástico se apodera del espectador igual que lo va haciendo de los protagonistas, aunque Shyamalan se preocupa de que los puentes con la realidad permanezcan tendidos constantemente, y para ello emplea sin dudarlo el humor y la parodia. De esta forma uno no se encuentra ante el típico cuento con moraleja que pretende redescubrir la magia que llevamos dentro, apostar por la bondad del ser humano y bla, bla, bla... El mejor ejemplo de esa lucidez narrativa y argumental es sin duda el personaje del crítico de cine, mientras que el papel del escritor que interpreta el propio Shyamalan representa el lado emocional del cineasta, ese hacia el que quiere que tienda su cine. Entre ambos se abre toda una galería de seres muy bien retratados y zarandeados por Cleveland (un Paul Giamatti espléndido) entre su deseo de creer y un escepticismo pragmático que les impide entregarse sin trabas a la fantasía.

Shyamalan desmonta también cualquier impresión primera cuando descubre todas las claves del argumento en el prólogo animado: no se va a tratar de una historia en la que éstas se nos irán desvelando a base de descubrimientos inesperados o revelaciones súbitas; al contrario, iremos comprobando que en este sentido no hay datos ocultos y que toda la información está sobre la pantalla desde un principio. El interés reside esta vez en descubrir quién será quién en esta historia que se nos ha adelantado, y cuyos detalles son revelados oportunamente y sin manipulación. Para rematar el edificio están todos esos planos, encuadres y movimientos de cámara que me recuerdan muchísimo al Hitchcock más clásico: cuando Cleveland intenta descubrir de qué va el libro del escritor sin despertar demasiadas sospechas; ciertos planos cenitales en las conversaciones entre Cleveland, el escritor y Story (Bryce Dallas Howard) en la ducha; pero sobre todo esa manera única que tiene Shyamalan de encuadrar haciendo que el espectador intuya inmediatamente que hay algo en la pantalla que nos va a estremecer o que un objeto que llevamos contemplado un rato de pronto va a adquirir un protagonismo inesperado. Hay que admitir que La joven del agua hace que mi interés por M. Night Shyamalan se prolongue durante una película más.

jueves, 7 de septiembre de 2006

Patrimonio cinematográficamente devaluado (Alatriste)

Arturo Pérez-Reverte será todo lo rarito que se quiera, pero con la serie literaria de Alatriste ha conseguido levantar un género de aventuras y entretenimiento dignísimos, y de paso hacer que numerosos lectores no sintiéramos vengüenza al leer sobre nuestra historia imperial sin renunciar a la épica, tan devaluada por el franquismo y ciertas perspectivas políticas llenas de mala conciencia y falso progresismo. La amenidad de las tramas, el lenguaje y la documentación perfectos, y la elección nada gratuita de una época de clara decadencia (ideal para despachar con nostalgia crítica y un cierto tono existencial acerca de un pasado que unos decenios antes era de puro esplendor) son algunos de los elementos que explican su éxito. Pero sin duda el mejor ingrediente que puede aportar un género es que sea crepuscular, y si no que se lo digan al western, y ahí Alatriste lo sabe explotar con maestría. Si con todos estos antecedentes no había motivo suficiente para una adaptación cinematográfica no sé qué es lo que hace falta.

Ahora viene cuando hablamos de la película. Sí, es cierto, no es obligatorio que transmita el espíritu de las novelas o de su protagonista, ni siquiera es necesario que sea fiel al argumento de las novelas. Lo importante es que sea una buena película, que entretenga y que, dado su tema, sea emocionante y amena. Pues lo siento por los que se han conformado con lo visto en Alatriste (2006), hayan leído o no los libros de Pérez-Reverte, porque es una pálida sombra de lo que podría haber sido, ya sea como adaptación fiel o como adaptación libre pero entretenida. Ni una cosa ni otra.

Estoy de acuerdo con los que opinan que está mal contada (la dedicatoria de Díaz Yanes a Ray Loriga imagino que es un agradecimiento por su ayuda en el guión) y mal montada; porque no veo claramente las causas y las consecuencias encadenando las diferentes escenas, algo imprescindible en una película de género (y Alatriste lo pretende ser, por ahí no paso). Después está el empeño en meter en un solo filme lo mejorcito de las seis tramas novelescas, que sinceramente creo que desborda la acción de la película (aunque lo entiendo porque es la mejor manera de dar una visión global del personaje protagonista); yo hubiera apostado por un único argumento parcial, sin cerrar tramas, como si se tratara de una primera incursión dentro de este género completamente nuevo, esperando que quizá el éxito inicial animara a rodar otras y así consolidar la serie en la pantalla, al estilo de una saga como las de Hollywood. Pero no. Lo que hay es una sucesión de escenas, unas mejores que otras, algunas muy bien resueltas, otras no tanto, que en la última hora se hacen ciertamente aburridas. Ni siquiera el épico final es capaz de mejorar la impresión última.

Los medios puestos a disposición de Díaz Yanes han sido impresionantes y adecuadamente empleados, desde los actores --debo decir que Mortensen me parece una elección muy acertada para el protagonista, tanto para el personaje como para la promoción internacional de la película, y su esfuerzo en doblarse a sí mismo, a pesar de las absurdas críticas de algunos iluminados, me parece que no sólo es loable sino que su voz gutural le cuadra muy bien a Alatriste--, hasta la ambientación, el vestuario, la fotografía y todas esas cosas. Tan sólo en un aspecto se ha renunciado en lo técnico y en lo presupuestario, y no entiendo por qué: la parafernalia digital, imprescindible para dar emoción y realismo a las escenas de batallas, o determinados encuadres. No sé si es una renuncia expresa de Díaz Yanes, en su preferencia por un cine analógico, o por una opción estética consecuente. En su lugar tenemos una película rodada exclusivamente en plano medio y primer plano que quizá pretenda ofrecer un punto de vista cercano a los personajes, pero que pierde sin duda en espectacularidad, algo a lo que ninguna película de género puede renunciar si busca el éxito.

Puede que esperara mucho de este Alatriste cinematográfico, tanto como lo que me proporcionaron las novelas, quizá por eso siento que el resultado ha quedado devaluado sin merecerlo.