domingo, 25 de noviembre de 2007

Asuntos de mujer... embarazada (La camarera)

Aviso a los lectores (no a las lectoras): La camarera (2007) es una inmersión integral en el universo femenino, así que no esperen encontrar las cosas donde solemos dejarlas los hombres. La camarera es una película diferente y especial: en primer lugar porque es la última que rodó su directora antes de morir asesinada, y eso --admitámoslo, el mundo es así-- es un factor que aumenta sus posibilidades de distribución. También es una película escrita mientras Adrienne Shelly --la guionista y directora-- estaba embarazada de su hija, a la cual le hubiera gustado transmitir su pasión por la repostería. Y sólo en último lugar, La camarera es una película entretenida y a ratos lúcida, pero de una lucidez universal, apta para hombres y mujeres.

Shelly es el resultado de lo mejor que tiene EE UU, la sociedad civil de la costa Este: nacida en Long Island, estudió en Boston y enseguida se introdujo en los ambientes de la vanguardia teatral y cinematográfica de Nueva York. Sus textos, cortometrajes y documentales siempre giran alrededor de la condición femenina, no sólo desde el punto de vista de la reivindicación, sino de la singularidad... Amiga de Hal Hartley, fue éste quien le proporcionó sus primeros papeles destacables como actriz. Su penúltima aparición en pantalla había sido Factótum (2005), con Matt Dillon. Pero no olvidemos que el tema de Shelly es la feminidad, y La camarera es el canon de los filmes sobre la preñez, escritos por preñadas y dirigidos por madres. Y aunque la historia, los personajes y el ambiente se parecen mucho a The good girl (2002) --el único filme dramático protagonizado hasta la fecha por Jennifer Aniston, única razón por la que fui a verlo-- no tiene nada que ver con esta en cuanto a desarrollo.



La camarera no es la crónica en femenino de unas expectativas vitales que se desvanecen definitivamente por culpa de la combinación de los dos factores que más abruman a las mujeres: una cierta edad y la evidencia de un matrimonio fracasado; en la película de Shelly, esto es sólo el punto de partida, al que hay que añadir un tercer ingrediente también exclusivamente femenino: el cortocircuito mental que supone un embarazo inesperado. A partir de ahí, asistimos a un proceso de maduración en el que se cruzan algunos de esos mitos femeninos que tanto nos cuesta valorar a los hombres: el primero y más universal es el encarnado por el Dr. Pommater --interpretado por Nathan Fillion, el capitán Mal de Serenity (2005)--, el nuevo ginecólogo de cabecera de la protagonista, el típico hombre guapo que no es consciente de serlo con un puntito de torpeza encantadora, algo que por lo visto resulta irresistible para ellas. Arquetipo que es el reverso de la versión masculina: heroína femenina de cuerpo y rostro perfectos que sabe encontrar el equilibrio entre la comprensión de nuestros egoísmos y una sensualidad que no llega al nivel de buscona ni se queda en la mojigatería (si es que somos tan básicos que lo queremos todo...). Hasta culminar en la escena del parto, donde la simple aparición del bebé basta para desencadenar la fuerza y la determinación interiores que, por lo visto, provocan la maternidad en las mujeres y a los hombres nos deja con la boca abierta.

La camarera es auténtico cine estadounidense, equiparable a cualquier producto europeo independiente y de bajo presupuesto, ese que habla de un país que ni por casualidad asoma en los filmes de Hollywood: comunidades pequeñas, vidas reales, gente contradictoria, problemas cotidianos. La protagonista es Jenna --Keri Russell, conocida gracias a la serie de TV Felicity (1998-2002)--, una camarera dotada de una enorme imaginación para inventar pasteles, en los que vuelca lo mejor y lo peor de su existencia (atención a los nombres que les pone). Ella y sus compañeras-amigas de trabajo representan cada una diferentes formas de encarar el amor desde el punto de vista femenino: uno esencialmente práctico (Becky está casada con un inválido y busca consuelo entre las fuertes manos de su jefe, también casado por supuesto), otro auténticamente idealista y extraterrestre (Dawn --interpretada por la misma Shelly-- es una mujer que se marchita en soledad porque no tiene novio que finalmente encuentra un amor ridículo y grotesco que sin embargo acaba transformando a todos, incluso a ella misma). Y por último Jenna, el ejemplo perfecto de ese material sin brillo en que se transforma el amor tras el primer fogonazo: casada con, y embarazada de, un cafre celoso y maltratador, encuentra en el guapito ginecólogo un mundo olvidado y oculto por toneladas de rutina: el valor de una vida independiente.

A quienes decidan ir a ver La camarera yo les recomendaría que lo hicieran, o bien después de haber tomado una buena cena, o de haber reservado antes mesa en un restaurante donde hagan buenos postres, porque las escenas de la elaboración de los pasteles despiertan hambre, mucha hambre. Más consejos: si se va en pareja heterosexual, que él asuma que, o bien deberá dar por buenos actitudes y detalles cuyo sentido final se le escapan o, si es capaz de conectar con su lado femenino, pedirle a ella después que se los explique (que lo hará encantada y además revalorizará el concepto que tenga de la sensibilidad de él). A los grupos de amigos no les aconsejo nada porque ninguno irá a verla (en todo caso irán por separado arrastrados por su pareja); y a los grupos de amigas tampoco les puedo aconsejar nada porque son ellas quienes me deben hacer ver la gran cantidad de detallitos que, como hombre, se me han pasado por alto en esta crónica.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Catártica, sincera, bienintencionada, pero también populista (Leones por corderos)

Leones por corderos (2007) me ha hecho pasar la hora y media más corta de mis últimos años en un cine. De entrada, esto es un muy buen síntoma. La película de Redford deja claro desde el principio cuál es su propósito, y lo mantiene vivo hasta el último minuto. También --todo hay que decirlo-- es una película "de las de antes", es decir, rodada con algunos planteamientos --entre la reflexión, el ensayo, la denuncia y la crítica-- propios de una fábula a cuya moraleja final todos los acontecimientos del drama deben plegarse, incluso a costa de que personajes y situaciones parezcan demasiado arquetípicos. Luego está el trío estelar protagonista (Streep, Cruise y el propio Redford), que ejerce sin duda de locomotora que arrastra al público (sobre todo el de mediana edad) a las salas; después el estilo, muy parecido al de una adaptación teatral, rodada en primeros planos y en interiores en su práctica totalidad; y finalmente el montaje, la intersección de tres sucesos simultáneos --al más puro estilo Babel (2006)-- con un denominador común: la intervención estadounidense en Afganistán.



Leones por corderos reflexiona acerca de los gravísimos errores de la política antiterrorista de Bush, que ha provocado un divorcio entre políticos y votantes sin precedentes en su historia reciente. Redford quiere ajustar cuentas con su país sin tener que recurrir al panfleto subjetivo y efectista --al estilo Michael Moore en Fahrenheit 9/11 (2004)--, enfrentando los cuatro actores fundamentales del problema:

1) la actitud interesada y manipuladora de los políticos (republicanos, claro), cuya ambición personal les lleva a tratar de resolver un problema creando otro mayor.

2) el servilismo y el entreguismo de la prensa estadounidense (apoyando sin reservas la entrada en una guerra que a poco que hubieran analizado se mostraba como un enorme fraude), una de las causas de su actual descrédito social. Además, su obsesión por conseguir audiencia a toda costa y aumentar los ingresos por publicidad no contribuye a mejorar la situación.

3) el idealismo bienintencionado pero egoísta de los intelectuales izquierdosos (encarnados en la película y en la vida real por el propio Redford), cuya lúcida denuncia y obediencia crítica no les impide permanecer sentados en sus cómodos sillones sin traducir sus propuestas teóricas en activismo.

4) sacudir la conciencia de una juventud dividida entre el idealismo ingenuo y la ignorancia interesada, a quien Redford dirige sus mayores críticas.

De los cuatro el último es su principal preocupación, y para ello Redford no duda en adoptar un tono paternalista: les achaca su atrincheramiento en el consumismo, como si sus derechos, las condiciones del mercado y los recursos naturales que permiten su bienestar fueran algo garantizado de fábrica. Como padre debo admitir que, aunque la forma de plantearlo en el filme es un tanto anticuada (la conversación entre el estudiante díscolo pero brillante y el profesor veterano preocupado por su futuro), es totalmente cierta en el fondo. El único lunar en el guión quizá sea el homenaje a los combatientes estadounidenses que sacrifican sus vidas por una causa de dudosa justicia, probablemente la concesión más populista en un filme que no quiere dejar ningún aspecto del problema sin tratar.

Robert Redford --siete años sin ponerse tras la cámara-- se ha labrado una sólida fama de cineasta cuidadoso y progresista gracias a una selecta filmografía; una progresía cuanto menos incómoda para sus compatriotas y de la que su prestigio como actor/director le protege ante la crítica; como no lo hace en el caso de, por ejemplo, Woody Allen. Desde Europa esa misma crítica encaja más bien de un centrismo moderado que trata de salvar lo poco que queda del sueño americano después de que unos políticos mediocres hayan acabado con él. La película no escapa a esa norma sagrada --aunque no escrita-- de Hollywood según la cual por muy grave que sea la corrupción, siempre se trata de individuos infiltrados en lo más alto de las instituciones quienes engañan al honesto pueblo norteamericano; el sistema siempre debe quedar a salvo. Aun así, resulta consolador que alguien como Redford asuma un papel de conciencia crítica en un país obsesionado con ofrecer al exterior una imagen monolítica de su misión de guardián de la democracia mundial (que cada cual quite el porcentaje de IVA que considere necesario o directamente se parta de risa).