martes, 25 de marzo de 2008

Cosas raras (Horton)

Dirigida por un ex-animador de Pixar (Jimmy Hayward) y un antiguo colaborador de los Monty Python (Steve Martino) y basada en uno de los clásicos estadounidenses de la literatura infantil (Dr. Seuss), de quien Ron Howard adaptó su libro más conocido --El Grinch (2000), con el inefable Jim Carrey--, la cosa es que estas vacaciones de Pascua no había competencia en la cartelera por lo que a cine animado se refiere, de manera que no existía alternativa --o necesidad de escoger, que viene a ser lo mismo-- para llevar a los más pequeños al cine.

Horton (2008) es una película que toca todos los palos pero no se decide por ninguno, aunque es evidente que los padres estadounidenses no lo verán así, puesto que se trata de la adaptación de un libro muy popular entre ellos. Un europeo como yo --moldeado por el cine clásico de Disney y su evolución conceptual, estética y empresarial, Pixar-- no ve por ningún lado el encanto de los personajes, ni perdona el argumento absurdo porque no hay una buena idea detrás. Sólo veo el estilo más alocado de Robots (2005) y de Madagascar (2005) llenando un hueco necesario con diversión, golpes, carreras, histrionismo, malos malísimos y malos no tan malos que finalmente son redimidos, buenos modernillos y enrollados, conflictos de dudosa relevancia entre padre e hijo --en la misma línea de Chicken little (2005) pero curiosamente al revés-- y el consabido elogio de la autenticidad de sentimientos como fórmula mágica para resolver todos los problemas y salir de cualquier situación comprometida.

¿Y los peques, cómo se lo pasan? Tras el despiste inicial debido a lo surreal de la historia, se acaban acoplando sin problemas a la acción y reaccionan como se espera en los momentos clave. El resultado es una agradable tarde de cine; pero no es eso, no es eso...

domingo, 16 de marzo de 2008

¿Se puede escandalizar a base de cursilería? (Los perros dormidos mienten)

«He tenido una idea: haré un película partiendo de un suceso escandaloso que no pueda dejar indiferente al espectador. El sólo hecho de mencionarlo provocará todo tipo de reacciones extremas, aunque yo quiero que haga reir, porque voy a rodar una comedia. ¿En qué suceso podría estar basada una película así? ¡Ya lo tengo, la zoofilia! ¿Una mujer aficionada a los ásperos lametazos de su pequinés? No, el cine porno ya tiene bastante documentado el tema, aunque no haya profundizado lo suficiente sobre sus consecuencias en humanos y animales. Así que le daremos la vuelta: una universitaria que durante una aburrida tarde decide hacerle una felación a su perro. Lo hace sólo una vez, pero comete el error de confesárselo a su prometido y ya la tendremos liada. ¡Es perfecto!».

Este es el reto que se impone Los perros dormidos mienten (2006) de Bob Goldthwait. Su título original --Stay-- ofrece bastantes más pistas que el idiota título español acerca de por dónde va a transitar semejante enredo: la cursilería propia de la comedia romántica. La transgresión no es en absoluto una prioridad, y más cuando el supuesto nudo central del argumento tarda casi cuarenta minutos en aparecer. El tiempo que tarda el director en presentar unos personajes que no requerían tanto minutaje: rubita mona protagonista, novio adorable y enamorado, padres de ella extremadamente conservadores, hermano drogadicto y desestructurado y amigo del trabajo de ella con más que previsible futuro protagonismo (aunque vista calcetines blancos ¡qué horror!).

Cuando por fin el problema sale a la superficie parece que estamos en una versión más pasada de vueltas de Los padres de ella (2000), y que la unidad de espacio y tiempo dará lugar a una comedia en plan bola de nieve... Falsa impresión: el enredo se desvía hacia el esquema típico de ruptura con el novio y el descubrimiento de lo majo que es el amigo más amigo de ella (el de los calcetines blancos). La moraleja, como en todos los filme del género, es altamente conservadora: es mejor mentir un poco --que viene a ser lo mismo que no decir toda la verdad-- en las relaciones de pareja, puesto que es el lubricante que las hace funcionar. Toda la verdad y nada más que la verdad duele y puede provocar desastres.

Igual que la protagonista de la película, yo también tengo un secreto que confesar: fui a ver Los perros dormidos mienten convencido (por consejo de una amiga) de que era una comedia hilarante e irreverente, cuando en realidad es una comedia romántica que quiere transgredir a base de cursilería. Si has leído hasta aquí que no te pase como a mí: etiquetar de antemano un filme es muy útil, incluso necesario, pero una etiqueta equivocada puede defraudar incluso más que no llevar puesta ninguna al entrar en la sala. Si ves el avance --cosa que yo no hice-- no cometerás mi mismo error:

jueves, 13 de marzo de 2008

Intenso y vano deseo de espiritualidad idiota (Viaje a Darjeeling)

Como mínimo reconozco que me admira la facilidad de Wes Anderson para que su cine bascule constantemente entre un sutil humor socarrón y lo plúmbeo. Aunque parezca mentira, es un mérito nada despreciable, porque es difícil no caer en la parodia involuntaria o en el cine malo sin paliativos. Con él se cumple más que nunca ese topicazo que nos sueltan los colegas para explicarnos sus impresiones tras una película: "o la adoras o la odias; no hay término medio". Con Life aquatic (2004) experimenté la misma sensación, para en el último tercio acabar rindiéndome a las excelentísimas chorradas de Bill Murray y compañía. En el caso de Viaje a Darjeeling (2007) el estilo sigue exactamente la misma pauta: personajes mermados en lo psicológico, con dificultades para expresar sentimientos de forma natural, completa y concisa (ayuda mucho que sean actores conocidos gracias a la capacidad de Anderson para formar repartos llenos de nombres famosos: Anjelica Houston, Adrien Brody, Barbet Schroeder, Natalie Portman, Owen Wilson, el mismo Bill Murray). La diferencia --para bien-- con Life aquatic es que esta vez el argumento está mucho mejor trabado, adaptado con precisión en la estructura de la típica película-viaje por un país exótico (en la línea de filmes occidentales que explotan esa mística del viaje como forma de reencuentro/enriquecimiento interior, como reflexionaba en otro post) y que además tiene la ventaja de interesar, conmover y divertir. Desde antes de comenzar la proyección, sólo con leer la sinopsis argumental, uno está mental y cómodamente instalado en el camino que le permitirá entrar en la narración sin el estrés de los primeros minutos, cuando todo espectador experimenta la ansiedad de saber enseguida de qué va todo eso: la película cuenta el viaje en tren a través de la India de tres hermanos que desde hace un año no tienen contacto alguno.



El comienzo de Viaje a Darjeeling da la medida de lo que vendrá a continuación: Bill Murray, un típico hombre de negocios occidental, corre por el andén de una estación (estamos en la India) para alcanzar el tren que acaba de salir sin él. Está claro que no lo logrará porque su edad y el peso de su equipaje se lo impiden, pero en el momento en que Murray comienza a comprender esta insoslayable fatalidad, por su izquierda le rebasa Adrien Brody. Éste también lleva a cuestas su equipaje, pero como es más joven no tiene problemas para subir a la plataforma del último vagón. Entonces, se quita delicadamente las gafas de sol y observa a Murray desistir de su inútil intento de alcanzar el tren. La escena invita claramente a otorgarle una gran densidad significativa, pero su desarrollo, la ausencia de diálogo, los rostros, los gestos, la situación misma, desmienten o ahuyentan toda tentación de trascendencia. Así es el cine de Wes Anderson: está lleno de situaciones cotidianas de las que podríamos extraer un significado profundo, pero no vale la pena o somos incapaces de aprovecharlas o expresarlas debidamente. La vida es así y ya está. Al final de la película hay una escena casi idéntica pero con una variante crucial que no desvelaré: estamos ante un filme que es un itinerario.

Me han encantado los diálogos, dando siempre la impresión de que los personajes están a punto de revelar algo importante pero sin llegar a hacerlo porque sucesos nimios y tontos se interponen. Me ha dado que pensar el absurdo deseo de los tres hermanos por llenarse de espiritualidad durante y gracias al viaje, dar con verdades reveladas por medio de actos cotidianos, lo cual aporta grandes dosis de humor, pero también da la medida de ese anhelo de autenticidad que nos invade cuando traspasamos las fronteras de Occidente. Me ha llamado la atención la ausencia total de referencias a cómo financian tanto derroche los hermanos Whitman: nunca hablan de dinero, ni se les ve pagando nada; es un detalle omitido que me despista pero que encaja bien en la peripecia idiota del viaje. Y sobre todo la escena del taller mecánico: intensa, reveladora, crucial (como casi todos los flashbacks), insertada con maestría en el momento más adecuado de la historia, en medio de un conmovedor --por inesperado, dado el tono del filme-- incidente que nos hace sentir remordimientos cuando nos entra la risa en momentos más que inconvenientes.

Hago mención especial al falso corto que sirve de introducción al filme: Hotel Chevalier, protagonizado por el coguionista y coprotagonista Jason Schwartzman y una sensual Natalie Portman. En él se nos escamotean las claves de la extraña relación entre ambos, aunque al finalizar aún conservamos la esperanza de que éstas se nos revelarán más adelante. Recuerdo que estamos en una película de Wes Anderson.

No quiero terminar sin hacer otra mención especial (agachaos, que voy a ser pedante) extradiegética: al cine más cutre de Barcelona, premio que sin duda merece el Casablanca Gràcia, incluyendo a su taquillera borde en extremo y al local más dejado y menos acogedor. Que quede constancia.