martes, 30 de septiembre de 2008

Estimable Allen sepultado en tópicos (Vicky Cristina Barcelona)

A los que les sorprende o no les gusta la imagen turística y/o tópica de Barcelona en Vicky Cristina Barcelona (2008) únicamente les diré dos cosas: la primera es que a los neoyorquinos nos les gustó su ciudad tal y como la retrató Allen en Manhattan (1979), por razones muy parecidas a las que ahora argumentan los barceloneses, lo cual no ha impedido que a quienes no somos de Nueva York nos parezca una película fantástica (incluso romántica). La segunda es que ya va siendo hora de abandonar toda esperanza en lo que se refiere a la capacidad del cine de ficción para retratar con rigor y autenticidad lugares, culturas y sociedades ajenas, pasadas o presentes. Es una causa perdida a la que no vale la pena dedicar ni la mitad de las líneas de este párrafo.

Una vez matado el tema de la autenticidad diré que me parece sorprendente lo poco que ha evolucionado el tema de España en la cultura estadounidense desde Hemingway. Es como si éste hubiera dejado establecido en sus libros unos temas, unos motivos, unos arquetipos y, lo que es peor, un prurito étnico y clasista insufribles. Hemingway descubrió España cuando era muy joven y enseguida quedó fascinado por su despreocupado modo de vida (por aquel entonces no teníamos nada que envidiar a los Estados Juntitos en cuanto a puritanismo, aunque él sólo viera en nuestras manifestaciones cutre-católicas una intensa expresión del auténtico pueblo español). En realidad, yo creo que estaba encantado con lo barata que, para un escritor joven (sin prestigio, sin ingresos) resultaba la vida aquí. Así que, buena vida, contactos con la aristocracia local, colorismo, tipismo, nuevas costumbres... una infinidad de temas que explican sus constantes viajes a España.



Casi cien años después desembarca Allen en Barcelona y parece que Fiesta (1926) sea su guía de viaje. Pero eso no es lo peor, lo peor es el tufo decimonónico que desprenden los personajes y el planteamiento inicial: dos muchachas llegan a Barcelona y se alojan en casa de unos pastosos amigos (estadounidenses, por supuesto) que las introducen en la variopinta élite local barcelonesa, para que así puedan disfrutar de lo mejor y más étnico de la ciudad. Con esos mimbres no me extraña que Cristina y Vicky hagan el recorrido sentimental que muestra la película; me sorprendería que ningún turista de su mismo nivel de renta deje de hacerlo. Allen retrata el mundo ajeno a los EE UU con la misma fascinación ingenua de Washington Irving en los Cuentos de la Alhambra (1832) o de Merimée en Carmen (1845). Y no sólo eso, también insiste en la tozuda caracterización de los personajes del drama: españoles creativos, temperamentales, neuróticos con tendencia a la violencia, pero tan apasionados...; anglosajones de profesiones liberales, analíticos, contenidos, sosillos, pero tan majos ellos... Pero como detrás hay un gran negocio (para Allen, para Barcelona, para la misma industria del cine), pues todo se puede dejar en segundo plano, porque ha venido a rodar a Catalunya. ¿Quién le iba a decir a Allen que acabaría regalando una de sus puyas más sutiles al nacionalismo catalán: "Estoy haciendo un máster en identidad catalana" "¿Y qué piensas hacer con eso?".

Vicky Cristina Barcelona parte de una situación muy semejante a la de Melinda y Melinda (2004): dos mujeres de caracteres complementarios e ideas opuestas sobre la vida y el amor encaran una serie de situaciones que las llevarán más lejos de lo que ellas hubieran imaginado: hasta la contradicción flagrante. En Melinda y Melinda se trataba de un enfrentamiento maniqueo entre el drama y la comedia; en esta de ahora son los diferentes puntos de vista acerca de lo que haya de ser el amor, la pasión y esas relaciones tan intensas e irreales que incluso nos permiten dejar de interrogarnos por nuestros sentimientos. Y al igual que en Match point (2005) Allen introduce un leitmotiv para puntuar el argumento: la verdadera relación romántica es incompleta por definición. O dicho de forma menos estética: sólo deseamos aquello que no podemos obtener. Yo me pregunto si no habremos esperado demasiado de esta película, precisamente porque la ha rodado en Barcelona y recurriendo a una serie de tópicos trasnochados sobre España, el estilo de vida mediterráneo y el turismo clasista más rancio, tan atractivo como irreal, tan eficaz como falso. Lo primero es propio del cine de Woody Allen, lo segundo no.

Este mismo enredo, ambientado en Manhattan, aderezado con algunas réplicas marca de la casa y una pizca de drama calculado no habría sido la mejor película de Allen (ni siquiera su mejor película europea), pero sí un aceptable "Guardar como..." de Melinda y Melinda, que sin ser nada del otro mundo se dejaba ver. Y apuesto a que al público europeo (y al barcelonés en particular) no le quedaría esa sensación de folclorada (la más chirriante: el "concierto" de un guitarrista flamenco en el jardín de su casa --aquí no hay teatros por lo visto-- frente a un reducidísimo público que escucha arrobado su música sentado en el suelo y meciendo suvemente sus copas de vino. Después de una velada como esa no me extraña que Vicky se entregue como lo hace a Juan Antonio (Bardem). Precisamente son las broncas entre éste y Cruz las que proporcionan los momentos más entretenidos del filme, sin duda por su desparpajo, en las antípodas de la frialdad y corrección de los anglosajones.

De las actrices protagonistas --habían coincidido en El truco final (El prestigio) (2007), de Christopher Nolan-- destaco a Rebecca Hall (Vicky), desbordante de morbo y sensualidad, precisamente porque es involuntario, además de llevar todo el peso del drama. En cambio Johansson (Cristina) ofrece una correcta réplica como mujer voluptuosa (de hecho no tiene que hacer mucho, excepto vestir de manera cuidadosamente informal), lo justo para definir a su personaje. Vicky es el prototipo de mujer protagonista en los filmes de Allen: siempre a vueltas con la belleza, la vida y, sobre todo, la pasión amorosa, hartas de leer sobre ella en libros y nunca experimentándola en carne propia, excepto durante breves y calculados instantes, razón por la cual los mitifican o los malinterpretan. En definitiva, un argumento ambicioso y mejor de lo habitual eclipsado por las toneladas de tópicos que reúne.

Cuando llegué a casa resultó que en la tele estaban dando Todo lo demás (2003), la última aparición del personaje de Woody, con todos sus tics y temas recurrentes, atravesada por seres desequilibrados que presumen de coherencia y planos-secuencia repletos de acción y diálogos mezclados con (aparente) descuido. Me di cuenta de que al verla por primera vez fui incapaz de valorar un filme que al menos ofrece impagables fogonazos del mejor Allen cómico; me quedé entonces con el tema del descenso imparable por la suave pendiente de la decadencia bajo (aparente) control. Al menos me consolé pensando que nunca es tarde para volver a disfrutar de una película de Woody Allen. Hay donde escoger.

martes, 23 de septiembre de 2008

«Que se toque la gente» (Un verano en la Provenza)

Queda claro después de ver Un verano en la Provenza (2007) que hace falta invertir una gran cantidad de energía personal en recuperar humana y socialmente a un auténtico gilipollas que ejerce su papel con total convicción; si a eso añadimos que existe un alto riesgo de que esa energía se dilapide es seguro que casi nadie se molestará en intentarlo. Esta película demuestra (quizá inadvertidamente) que hace falta energía y una improbable conjunción de circunstancias favorables: que tengas una madre que se adaptaría incluso a la vida en Plutón, que la chica que te gusta esté lo bastante zumbada como para acompañarte en un verano sin alicientes, que tu hermano sea una persona aún más incompleta que tú, que tu padre sea un troglodita y un tirano, pero sobre todo que encuentres un mundo --las zonas rurales escasamente pobladas en este caso-- que acabe moldeando tu personalidad con sus rutinas informales y sencillas, y finalmente te convierta en un ser humano aceptable. Demasiados requisitos para ser cierto.



Eric Guirado afirma que ha conseguido con Un verano en la Provenza --su segundo largometraje-- dar salida a una serie de ideas que llevaba madurando hace años, desde sus tiempos como documentalista de oficios rurales al borde de la extinción; en este sentido se nota que conoce perfectamente el terreno que pisa. Donde resbala un poco es en la superposición de la necesaria capa de ficción que sirva de hilo conductor al retrato de ese mundo (Antoine, acompañado de la encantadora Claire, una chica que a sus 26 años aún prepara la selectividad, se hace cargo a regañadientes del colmado ambulante de su padre, víctima de una crisis cardiaca). Un punto de partida tan convencional no es el problema, pues el argumento podría ser muy diferente y la película funcionaría como lo hace; lo que defrauda es que todo el enredo y la evolución de los personajes son demasiado previsibles: sabemos de antemano cuál será el proceso y las fases por las que pasará Antoine (al principio hace su trabajo de mala gana, y eso se refleja en la tirantez con sus clientes; luego Claire le dará un empujoncito creativo (y algo más), y por último --como también era de esperar-- el día a día en el trato con la gente acaba transformándole). El resultado no es ninguna sorpresa: Antoine y, por extensión, su desestructurada familia salen modificados de la experiencia. Todo se ve venir menos el final, un auténtico coitus interruptus, tan radical que los créditos deben asumir la tarea de cerrar mínimamente las diferentes tramas. Aquí Guirado confunde un final abierto para evitar caer en tópicos románticos y buenistas con un final inexistente que despista y deja mal sabor de boca.

Lo mejor de la historia es la forma en que Guirado da cuenta de la transformación interior del protagonista: ésta se hace evidente en cuanto empieza a tocar a la gente. Antoine, a fuerza de tratar con sus clientes, acaba estableciendo vínculos afectivos con ellos, algo para lo que parecía incapacitado. Así, agarra del brazo a una viejecita mientras la acompaña a su casa con la compra; o abraza al viejito solitario después de arreglarle el gallinero y compartir con él una copita de aguardiente. Todos esos momentos provocan que Antoine deje de ser un atontado que resbala por la vida sin más contactos que los estrictamente necesarios (los visuales). «Que se toque la gente» (Sabina dixit) sería la conclusión que uno saca de todo esto, tomada como un imperativo y no como mero deseo bienintencionado; una práctica que no hay que perder ante la amenaza de la profecía Huxley-Houellebecq (el que quiera saber más que lea sus libros).

En definitiva, no se trata de una película especialmente emotiva, aunque tampoco resulta cargante; simplemente se deja ver, y precisamente su previsibilidad permite reflexionar acerca de estos y otros temas mientras se disfruta de ella: las relaciones familiares, el despiste generacional, el deseo inalcanzable viviendo justo al lado, la generosidad como opción por defecto... Una película mejor hecha y más absorbente lo hubiera impedido.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Bonito cine terapéutico (¡Mamma mia!)

Como a estas alturas todo el mundo sabe, el musical Mamma mia! fue escrito por Catherine Johnson tomando como base argumental las canciones más conocidas y exitosas de ABBA, las cuales ya eran --allá por 1999, año de su estreno en Londres-- un indiscutible éxito planetario. Quienes padezcan fobia, alergia, intolerancia, prejuicios (motivados o no) a las canciones del grupo sueco y/o, en términos generales, odian que la gente sea feliz, que se abstengan de ver la versión cinematográfica, incluso que se ahorren esta lectura porque nada de lo que viene a continuación puede interesarles lo más mínimo. Deben ir a verla y continuar leyendo quienes, por encima de todo, esperan pasar un buen --ojo: "buen", no "agradable"-- rato en el cine y salir así de contento [extensión de brazos] después de haber visto una película rodada con ese único propósito.

No pienso adoptar el papel de cinéfilo repelente que reniega de las películas que exhiben sentimientos en estado puro (a pesar de saber que no existen y de que es necesario maquillarlos para una película); ni pienso renegar de los filmes obvios y previsibles que expresan lo que significan (me paso la vida suspirando porque lo hagan), ni de los que hacen de sus carencias virtudes, exhibiéndolas sin complejos. No pienso hacerlo porque todo esto lo hace (y muy bien, por cierto) ¡Mamma mia! (2008).

Desde 1978 --año en que cayó por casa su LP The Album (1977)-- he sido un rendido fan de ABBA, cuyos indiscutibles méritos musicales he acabado reconociendo sin tapujos tras del sarampión de la treintena, cuando la música que te gustó de adolescente es imposible que te gustara entonces y te avergüenzas de confesarlo. Películas como La boda de Muriel (1994) y Las aventuras de Priscilla, reina del desierto (1994) prepararon el terreno al espectáculo musical (cuando no lo inspiraron directamente), aunque lo hicieran a costa de quedar asociada su música al petardeo y al ambiente de "drag-queeneo"; de paso, iniciaron la descongelación de mis prejuicios (y los de muchos otros). Ha sido necesario un cambio de milenio y el imparable éxito de público de la versión teatral para demostrar que --como decía Joaquín Luqui-- "ABBA es, ante todo, un estado de ánimo", y sus canciones un sinónimo de buen rollo contagioso, sin dobleces ni ironías ocultas o interpuestas.



¡Mamma mia! plantea un argumento sencillo con una intriga muy básica, lo desarrolla con auténtico ritmo (narrativo) sin perderse en florituras innecesarias y lo culmina con la dosis justa de sorpresa, emotividad y diversión. En él se integran las canciones de ABBA, aunque no en plan números musicales que suspenden momentáneamente la narración (que es lo que hace el musical clásico), sino como parte integrante de las escenas, de manera que la interpretación de la canción casi siempre las resuelve. Otro gran acierto es que, para la versión cinematográfica, su directora --Phyllida Lloyd-- no ha pretendido hacer experimentos raros, sino aprovechar lo que puede aportar el cine (en este caso unas localizaciones y una fotografía espectaculares) para mejorar lo que ya rozaba la perfección como libreto. Aquí no se trata de enlazar con tradiciones más experimentales al estilo Moulin Rouge! (2001) ni convertir --literalmente-- sus letras en el guión de la película, como sucede en Los paraguas de Cherburgo (1964), el musical más ñoño e insoportable de la historia, sino de soltar sin más a los actores para que, con una mínima coreografía y su propio sentido del ritmo, se lancen a versionar los éxitos de ABBA. A Meryl Streep la experiencia le sienta de maravilla: por una vez, los que a pesar de reconocer su talento como actriz seguimos sin soportarla podemos disfrutar de una interpretación suya; finalmente se la ve relajada actuando. A esta mujer le venía haciendo falta una buena... comedia. Colin Firth y Pierce Brosnan, por su parte, encuentran los límites físicos de su versatilidad actoral: al primero, aunque no se le ve cómodo cantando, no parece importarle si hace el ridículo o no, especialmente en el petardo número final (ojo al modelito que viste y cómo le sienta); a Brosnan, en cambio, se le nota incómodo, tieso, encarcarado. Puede que en una comedia no musical el ex-agente secreto diera la talla, pero aquí el género se le atraganta.

Momentos emotivos: todos los que queráis; yo destacaría la escena entre madre e hija mientras ésta se viste para la boda, momento totalmente femenino en el que las mamás de toda edad y condición se emocionan sin remedio (aunque la canción elegida --Slipping through my fingers-- habla originalmente de una niña pequeña en este caso está bien integrada en la escena). Momentos divertidos: todos los que queráis; me quedo con el hiper-optimista arranque con Honey, honey y la incipiente coreografía de Dancing queen. Momentos sensibles: todos los que queráis; yo me quedo con la interpretación de The winner takes it all de la Streep sin más armas que sus recursos de improvisación escénica, a medio camino de la boda de su hija y frente a un acartonado Brosnan que no sé por qué no lo sacan del plano (se le ve sufrir sin saber qué caras poner). Momentos decepcionantes: alguno hay; como la interpretación de Chiquitita o la de Money, money.

Así que ya sabéis: ineludible para los fans de ABBA, para los fans del espectáculo musical del mismo título, para los fans del cine musical y para los fans del buen cine de entretenimiento que obra milagros terapéuticos sobre nuestros niveles de optimismo vital.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Avanzada a su público (WALL·E. Batallón de limpieza)

Las películas no se avanzan a su tiempo, su estreno mismo desmiente esta incongruencia lógica; sin embargo, es posible que algunos filmes se avancen a su público, marcando un camino inesperado y nuevo al cual se amoldarán en el futuro la audiencia y las películas posteriores. Esto es lo que le sucede al cine de Andrew Stanton: sus filmes poseen un sutil equilibrio entre emoción, sensibilidad, humor e inteligencia todavía no igualado, una rara experiencia capaz de sincronizar durante unas horas la fantasía adulta con la infantil, estableciendo puentes entre ambas, afianzando vínculos entre generaciones. Todo un logro que desborda el simple objetivo de entretenimiento y demuestra que el cine puede hacer mejores a las personas. Para que esta introducción no parezca el típico piropo de advenedizo ahí va este enlace donde demuestro --a propósito del estreno de Hermano oso (2003), el mismo año que dirigió su último filme, Buscando a Nemo (2003)-- que mi admiración por este hombre viene de lejos (no tendrás que leer mucho, el comentario está al final del primer párrafo).

Su siguiente película se ha hecho esperar (hemos tenido que soportar en la pantalla a muchos imitadores) pero ha merecido la pena. Con WALL·E. Batallón de limpieza (2008) Pixar consolida su forma de trabajar con dos equipos creativos bien diferenciados, encargados de producir, paralela y alternativamente, sus películas: uno liderado por Brad Bird (más dado a la acción y al humor) y otro por el propio Stanton (más delicado, experimental y pedagógico). Gracias a ellos hemos disfrutado de una serie envidiable de clásicos Disney --Monstruos S.A. (2001), Buscando a Nemo (2003), Los Increíbles (2004), Ratatouille (2007) y ahora WALL·E. Batallón de limpieza-- que amenaza con dar un vuelco a la nómina de personajes y atracciones de sus parques temáticos (cada vez más pixarizados). Quién se lo iba a decir al tío Walt.



WALL·E. Batallón de limpieza propone un argumento muy cercano a esos filmes posapocalípticos a los que están acostumbrados los adolescentes y los geeks, pero sustituyendo la espectacularidad de los efectos por la intensidad de los detalles (la ternura de WALL·E, la forma en que EVE se entera de lo que WALL·E ha hecho por ella, el taller de robots locos, el capitán de la nave Axiom...). WALL·E es el último Waste Allocation Lift Loader, Earth-Class en funcionamiento en la Tierra, encargado de empacar la ingente cantidad de residuos que los humanos hemos generado sin control durante décadas (razón por la cual hemos abandonado el planeta para embarcarnos en confortables y aburridos cruceros que han atrofiado nuestro cuerpo). Todo es rutina y aburrimiento hasta que aterriza la sonda EVE (Extra-terrestrial Vegetation Evaluator) --con su irresistible belleza de líneas ipodianas-- en busca de algo que WALL·E acaba de encontrar sin conocer aún su valor. Con todos estos elementos Stanton levanta una historia entrañable, emotiva y divertida, sin necesidad de acción trepidante (aunque sí espectaculares imágenes), y de paso apalancar una serie de mensajes pedagógicos con la dosis justa de sutileza, de modo que no pasen inadvertidos pero tampoco resulten cargantes debido a su obviedad. La única duda que me queda es si van dirigidos a los mayores o a los pequeños, porque a éstos seguramente muchos se les pasarán por alto. Por último, señalar que los créditos finales son antológicos: además de servir de epílogo a la historia poseen tal acumulación de significados que renuncio a apuntarlos aquí, más vale quedarse a verlos y disfrutarlos sin más. Deberían crear un Oscar a los mejores créditos para poder homenajearlos como se merecen.

No termino sin colocar un detalle cinéfilo: tanto el robot protagonista como el mensaje ecológico me recuerdan mucho a Naves silenciosas (1972), dirigida por Douglas Trumbull y coescrita por Michael Cimino; ni el imprescindible comentario pedagógico: si vas a verla acompañado de menores de nueve años es necesario ponerles previamente al tanto del argumento, porque quizá no lo deduzcan únicamente con la larga y afásica introducción; además, es probable que debas realizar labor de apoyo narrativo durante toda la proyección, pues hay tal acumulación de detallitos marca de la casa que es una lástima que se pierdan. Al menos eso es lo que yo hice y no me fue mal: mi niña y yo salimos encantados y conmovidos.