lunes, 22 de junio de 2009

Disney abre franquicia en Europa (Kika superbruja y el libro de los hechizos)

¿Quién le iba a decir a Pilar Bardem que acabaría interpretando a la bruja Surulanda en una película de Disney? La verdad es que la estrategia de la compañía infantil por excelencia es inteligente: existen numerosos autores infantiles y juveniles europeos que merecen ser adaptados al cine, pero también es una evidencia que el público estadounidense reacciona mal ante los productos importados (y si no que se lo digan a Spielberg, que estrenará primero en Europa su trilogía tintinesca y lograr así un poco de repercusión que anime a sus compatriotas a ver un filme de un superhéroe europeo); de manera que Disney opta por poner parte del dinero, deja que los europeos pongan los equipos técnicos y artísticos y le den su toque continental. Los europeos, por su parte, encargados de poder comercializar su película bajo la marca Disney, garantía de una distribución cuasi planetaria. Todos ganan sobre el papel.



Sobre la pantalla la cosa cambia un poco: Kika superbruja y el libro de los hechizos (2009) es la típica historia fantástica que trata de entretener y ofrecer de paso una bonita enseñanza socializadora (nada nuevo por otro lado: la conveniencia de jugar con los hijos cuando éstos aún sienten la necesidad de hacerlo). El planteamiento resulta atractivo a priori: criatura digital con puntito humorístico, actriz infantil con pinta de buena niña, espabilada y sensible, y un grupo de chicos y chicas que, a pesar de sus diferencias, se une contra el malvado de turno (el torpe Hieronymus). Aunque el resultado es una película que apuesta todo al encanto y buen oficio de los personajes fantásticos (sin que ninguno acabe de conseguirlo) y renuncia a los elementos más eficaces del género en versión made in USA (ritmo trepidante, acción a raudales y determinados lugares comunes del género juvenil). Sin personajes extraordinarios, y con un argumento demasiado lineal (Pixar nos tiene acostumbrados a mayores niveles de sutileza) y simplón, no nos debe extrañar que la película no acabe de cuajar. En ese sentido, Kika superbruja y el libro de los hechizos está sorprendentemente cerca de esos otros filmes de acción de Disney que producen en EE UU, sólo que con un humor y una pedagogía más cercanas.

Lilli (Kika en la traducción española, Tina en la catalana) es un personaje de la literatura infantil creado por el escritor alemán Ludger Jochmann (más conocido como Knister), del que ya se han publicado al menos dieciocho libros y está a punto de estrenarse una serie de dibujos animados. Semejante mercado potencial, por muy localizado que esté, no podía quedarse sin su correspondiente adaptación cinematográfica (para 2010 se prepara una secuela). El único problema es que el producto ha sido fabricado con la dosis justa de oficio y un tanto escasa de encanto.

martes, 9 de junio de 2009

Tarde y bien (Gran Torino)

Tarde y bien por mí, que me he demorado en ir a verla pero ha valido la pena. Tarde y bien por Clint Eastwood con quien me he reconciliado (parcialmente) desde Sin perdón (1992), el último filme suyo que vi en una sala de cine. Tarde y bien, finalmente, por Harry Callahan --el personaje de ficción por el que la mayoría le recordará-- pues aunque Gran Torino (2008) no la protagoniza el mítico policía sucio, fuerte y ejecutor, todos vemos en ella una especie de despedida del actor que lo ha encarnado. Como director, hasta que el cuerpo aguante, igual que John Huston; y cada título que consiga terminar a partir de ahora será recibido con enorme veneración y expectación por crítica y público. Clint Eastwood ejerce, hoy por hoy, de leyenda viva del Gran Hollywood.

La filmografía de Eastwood abarca cuatro décadas casi completas (cinco si contamos su época de actor), un dato que demuestra --como mínimo-- su capacidad para conectar con el público desde los más diversos registros y géneros, algo ciertamente al alcance de muy pocos. Desde sus comienzos en el spaguetti western (el equivalente cinematográfico de las novelas de Marcial Lafuente Estefanía), pasando por su interesante debut como director --Escalofrío en la noche (1971)--, su triunfo y encasillamiento como intérprete de personajes duros y justos --la saga Harry (1971, 1973, 1976, 1988), Duro de pelar (1978), Firefox, el arma definitiva (1982), El sargento de hierro (1986)--, sus aportaciones al género que le catapultó a la fama --El jinete pálido (1986) y Sin perdón, un réquiem definitivo del western crepuscular--, para acabar desembocando en una etapa como director marcada por los éxitos de un cine de sentimientos en estado puro no siempre bien dosificados: Bird (1988), Poder absoluto (1996), Mystic river (2003), Million dolar baby (2004). Con todo, a pesar de tanta variedad y dispersión, hay un elemento crucial en el éxito del Eastwood director: su poderoso estilo, heredero directo del clasicismo del Hollywood de los años cuarenta, hecho de eficacia narrativa perfectamente adaptada a argumentos claros y directos en los que el espectador se posiciona automáticamente del lado que a él le interesa.



Gran Torino es una historia clásica filmada con el habitual rigor de Eastwood: sin escenas al margen de trama principal (tampoco está para grandes florituras físicas el hombre), inmediata entrada en materia, personajes presentados de forma directa y sencilla, acción que se acelera discretamente en el último tercio y conclusión semisorprendente. Lo que permanece intacto es el poso ideológico, el mismo que latía en su época de policía: la visión de un país corrompido por bandas, delincuentes y emigración extranjera. El mundo de Walt Kowalski --un antiguo trabajador de la Ford en Detroit-- se reduce a los restos de un estilo de vida que se consume igual que su generación: los amigos en el bar de siempre, la pasión por los arreglos domésticos y las visitas a las bien surtidas ferreterías, unas pocas relaciones humanas basadas en la rudeza, la franqueza y la simplicidad (las escenas en la barbería son las más divertidas); en definitiva, lo que durante décadas se ha considerado el auténtico espíritu norteamericano y hoy ha sido barrido por los devastadores efectos de la crisis y la evidencia de un mundo mestizo al que no todo el mundo se sabe adaptar.

El final es sin duda la parte más rancia del filme: sólo un gesto dramático permitirá que salgan indemnes los valores que defiende Kowalski y la esperanza para la nueva generación que los asume; y por eso es necesaria una inmolación que sirva para purgar los pecados del pasado y garantizar un futuro a los jóvenes. Es la típica moral conservadora que justifica los errores a cambio de un mal menor que compense las consecuencias que produjo. En eso Eastwood no ha cambiado: el mundo auténtico que ayudó a levantar su generación sigue vigente, y por eso los valores que lo sostienen merecen ser defendidos.

La película transcurre en un entorno urbano y social deprimente que revela un antiguo esplendor en el que se ha cebado la degradación económica: los trabajadores autóctonos de los años setenta del siglo pasado han abandonado el barrio donde vive Kowalski y en su lugar se han instalado emigrantes llegados de todas partes. Es el paisaje que ha dejado tras de sí la locura del fundamentalismo del mercado (Stiglitz dixit) y las deslocalizaciones decretadas tan a la ligera por neocons que no veían más allá de sus ganancias, arrasando el tejido productivo y social en buena parte de Estados Unidos. De ese país hoy deshecho hace poco levantaba acta de defunción Michael Moore a raíz del desplome de la General Motors. Moore puede ser un histriónico (y de hecho su populismo ingenuo y maniqueo se desborda hacia el final de un texto casi irreprochable), pero lo prefiero a una visión del mundo que antepone la jerarquía y la tradición al progreso y la diversidad. Me gusta el cine de Eastwood, lo que no me gusta tanto es la idea del mundo que asoma tras él.