domingo, 31 de mayo de 2009

Notable esfuerzo de adaptación (Millenium 1: Los hombres que no amaban a las mujeres)

El estreno de Millenium 1: Los hombres que no amaban a las mujeres (2009) me ofrece una inmejorable excusa para explayarme en el tema de las adaptaciones cinematográficas. Es un debate que se monta cada tanto en tertulias nocturnas, generalmente con una copa en la mano y otras más en el cuerpo, y que suele terminar en una ronda de momentos antológicos y preferencias personales por parte de cada uno de los componentes. Para acabar de redondear la cosa, justo antes de ir a ver la película, en el Club de Lectura, surgió nuevamente el problema de los criterios que deben guiar la adaptación cinematográfica de un original literario. Entremos directamente en materia:

1. No es posible que una adaptación cinematográfica alcance el nivel de detalle de una obra literaria. El lenguaje del cine está escasamente articulado y carece por completo de capacidad de abstracción, por lo que las ideas, pensamientos, opiniones y juicios se expresan mediante escenas, situaciones o diálogos que sirven de vehículo a la significación, que culmina en la mente del espectador. El documental clásico, por ejemplo, debe prescindir de la acción para exponer sus razonamientos, de manera que, mientras la voz en off explica la decadencia del imperio romano las imágenes muestran pinturas y objetos de la época, generalmente tomadas en museos. El resultadzzzzzzzzzzzz... Afortunadamente el documental más actual ha traspasado sin complejos esa frontera y mezcla realidad y ficción sin que eso implique devaluación de los contenidos, la crítica o los argumentos. En cambio, los pocos filmes de ficción que optan por expresar conceptos directamente mediante imágenes (en una arriesgada apuesta) suelen fracasar, pues resultan tan artificiales o pedantes como los documentales clásiczzzzzzzzzzzzz. La adaptación de Millenium 1: Los hombres que no amaban a las mujeres es capaz de transmitir lo esencial de la trama novelesca, modificando el orden de los acontecimientos por estrictas razones de comprensión y funcionalidad. Su alto nivel es comparable a la que realizó Jean-Jacques Annaud --con guión de Andrew Birkin, Gérard Brach, Howard Franklin y Alain Godard-- en El nombre de la rosa (1986), renunciando sin complejos a verter todo elemento histórico o digresivo (nuevo clímax incluido) y potenciando la trama policíaca.

1½. El cine necesita entrar en materia rapidito: establecer los ejes temporal y espacial, presentar a los protagonistas, explicar sus objetivos y, finalmente, poner en marcha la acción. En una película esto suele ocupar apenas diez minutos, salvo que, por necesidades de la narración, alguno de estos elementos se escamotee sistemáticamente. En este sentido, Millenium 1: Los hombres que no amaban a las mujeres posee un arranque ejemplar: la acumulación de informaciones previas no colapsa al espectador, sin dar la sensación de acelerar innecesariamente el ritmo ni de querer abarcarlo todo. Otro factor que ayuda es que la inmensa mayoría de los espectadores ya ha leído el libro (si hubiera pedido que levantaran la mano en la sala quienes no conocían la novela no habría contado más de cinco).

2. En la ficción literaria los personajes pueden tener la profundidad y matices que quiera su autor, en cambio, en el cine de ficción, se definen tan solo por lo que hacen, lo que dicen o cómo visten. No esperemos el mismo nivel de complejidad porque entonces el metraje se multiplica por nueve. El principal hallazgo de la novela es sin duda Lisbeth Salander, un personaje antológico que se incorpora a la galería de arquetipos de la ficción (subcategoría de hackers informáticos pendientes de socializar), por lo que no descartemos nuevos productos literarios y cinematográficos que se apunten al carro con un burdo «Guardar como...» de esta mujer. Igual que en la hexalogía de las galaxias Darth Vader eclipsó al buenín de Luke Skywalker y acabó siendo el protagonista indiscutible de la saga, la Salander arrebata el protagonismo, debido a su novedad y radicalidad, que inicialmente uno espera recaiga en el periodista Mikael Blomkvist (un personaje mucho más habitual en el género).

3. Es imposible que la historia se presente de la misma manera y con idéntico énfasis en el libro y en pantalla. Renunciemos desde ahora y para siempre a esperar que nos conmueva de la misma forma la descripción de alguno de nuestros momentos favoritos del libro, porque se produce mediante palabras. Sin embargo, dispongámonos a disfrutar con las indudables mejoras introducidas en el argumento, o con la versión en imágenes de los momentos cenitales de la novela. No nos engañemos: en la novela de Stieg Larsson se podrían eliminar sin problemas algunos pasajes, como el excurso sobre el nazismo sueco, o las cien páginas que tarda en cerrar las tramas secundarias, una vez despachado el enigma principal. La película ventila esa centena en menos de diez segundos sin que se resienta el conjunto ni echemos nada en falta. Es fácil distinguir una mala adaptación de una buena: en la primera asistimos a un eterno rosario de llegadas en coche, personajes recibiendo al protagonista en la puerta, encuentros, saludos y frases hechas... Afortunadamente, Millenium 1: Los hombres que no amaban a las mujeres (un mérito que atribuyo a Niels Arden Opley, el director) cae en el segundo grupo: los saltos entre escenas, especialmente al principio, cuando más falta hace, nos llevan directamente a lo que importa, incluso arrancan en plena conversación, sin esos diálogos previos que no aportan nada, ni siquiera verosimilitud. Echemos mano del archivo y comprobemos cuánto cine de intriga recurre a semejante tipo de narración estereotipada y caduca.



Esto me lleva directamente a la gran paradoja final: si todos hemos devorado la novela (en mi caso la primera parte, pero para la gran mayoría también la segunda y a la espera de la salida inminente de la tercera) la intriga no nos ofrece sorpresa alguna, y si ésta se modificara nos escandalizaría; de modo que lo único que nos queda es contraponer la trama novelesca con la cinematográfica. Quienes más disfrutarán de la película --y de la trilogía-- son los que no han leído el libro de Larsson ni piensan hacerlo, que encontrarán una trama original bien metida en un filme entretenido. A la inmensa mayoría restante nos proporciona material para el debate cine/literatura durante la copa de después. Hagamos la prueba cuando se estrene la segunda parte, a ver quién sale más entusiasmado: los que conocen el libro o los que no.

sábado, 23 de mayo de 2009

Aristotélicos «cinéfalos»

El excelente texto de Javier Martín sobre cine español en El País ha levantado ampollas. No tanto por el diagnóstico general (de sobras conocido), sino por algunas declaraciones que en él se transcriben.

De entre las diversas reacciones, los señores moderadores de El País no consideraron oportuno publicar la mía, así que me la publico yo mismo (corregida y ampliada):

La sobreproducción es el verdadero mal del cine español, un enfermo mantenido artificialmente con vida a base de dinero público. El gremio confunde semejante nivel de actividad con el mejor de los mundos posibles, cuando en realidad están viviendo en Disneylandia, con sus alfombritas rojas, sus promociones pactadas en los medios, sus making-off y la necesidad de expresar los significados ocultos y paradójicos de sus respectivas aportaciones al filme. Ante cualquier amenaza a semejante paraíso se agita el fantasma de la piratería que trata de destruir la Cultura y bla, bla, bla... En los cines autonómicos el panorama es igual de desolador: una producción al servicio de la normalización lingüística o de la fabricación de identidades colectivas de nuevo cuño.

Señora ministra y demás expertos: menos culpabilizar al público, menos debates estériles sobre la calidad y el talento (EE UU estrena muchos bodrios y nadie se queja) y más encarar los errores propios y los inducidos
.


Las cifras de 2006, 2007 y 2008 ofrecen suficiente perspectiva como para aceptar que los males del cine español surgen de la conjunción de dos factores: una política de subvenciones (algunas de ellas por decreto) mal gestionada, iniciada por Pilar Miró en los ochenta, y un preocupante divorcio entre cineastas y público. Está claro que las subvenciones deben existir, pues la salud del cine español depende en parte del apoyo institucional (el mercado libre en cuestiones de creación cultural equivale a una condena a muerte); sin embargo los criterios para otorgarlas deben actualizarse. Los productores reclaman que el importe de las ayudas se vincule a los rendimientos de otros canales más rentables (o a todos ellos si es posible), y no sólo a la taquilla, claramente descendente. Por ejemplo, si las ayudas se vincularan a rendimientos de distribución en streaming veríamos cómo el peso de la promoción de los estrenos recaería en este canal. Ya no aparecerían los actores en los late-show de turno invitando al público a ir a ver su película (con mayor o menor gracia, con mayor o menor patetismo, con mayor o menor descaro), sino ensalzando las bondades del nuevo sistema: tan fácil, tan cómodo, tan barato, tan legal, tan moderno... Este cambio de estrategia demostraría que el empeño en mantener el modelo de negocio actual no es simple capricho, sino el perverso resultado de unas leyes esclerotizadas. En cualquier sector de la economía, los empresarios sólo modifican sus prácticas cuando el mercado se hunde por completo o las leyes les obligan, mientras eso no sucede se enrocan y echan mano de cualquier argumento que se adapte a sus necesidades (cambio de costumbres, la piratería, competencia desleal, falta de apoyo, inadecuada promoción...). Por ese lado no esperemos cambios mientras no suceda una de las dos cosas.

El segundo gran problema es más grave, porque es de tipo social: del divorcio entre cineastas (directores, guionistas, productores) y público, el costumbrismo coral (instalado en la ficción española con sorprendente fuerza y unanimidad) me parece una de las principales causas. Una y otra vez los argumentos se despliegan en tramas paralelas que tratan de abarcar todas las tipologías sociales, convencidos como están sus responsables de que si a) no aparecen ancianos, jóvenes, divorciados, solteros, casados, adolescentes y chicas de buen ver; y b) no se ventilan temas de la actualidad (maltrato, mobbing, enfermedades mediáticas), pues nadie conectará con sus historias. Yo creo que este sendero ha sido transitado lo suficiente como para darse cuenta de que su eficacia está agotada ni es la razón que hace que el público se enganche. En cambio, las películas estadounidenses (y especialmente las series), son cada vez más experimentales; su audacia narrativa y temática, la presunción de que al otro lado de la pantalla hay una audiencia inteligente, son las claves de su incontestable triunfo.

Pero el grueso de mi andanada lo reservo para Albert Serra: sus declaraciones en el texto de El País («A mí me importan los espectadores bien poco. A mí me interesa la posteridad; que hoy vaya más o menos público al cine, o que haya crisis, como director me da igual. No voy a mover ni un ápice de mi criterio artístico en función del gusto del espectador») me parecen indignantes.

El señor Serra rueda películas como si el arte fuera una actividad que le mantiene alejado de la chusma, pero eso no le impide aceptar los entresijos de la industria cinematográfica, sabiendo que lo que hay en juego es un negocio. Si tanto desprecia al público y su único propósito es la posteridad, ¿por qué no cede sus largometrajes directamente a un museo, en lugar de molestarse en enumerar (como hace en la web de su productora) los premios que reciben sus filmes en festivales de todo el mundo? ¿A qué clase de inmortalidad sin público aspira? La defensa a ultranza de las convicciones artísticas no se mantiene a costa (ni en contra) de la opinión del público; de la misma manera que concebir filmes teniendo en cuenta (entre otras cosas) a quienes va dirigido no significa ser un vendido. La actitud de Serra bascula entre el clasismo más rancio, lleno de presunción o vanidad infundada y ridícula, y una ingenuidad que raya el patetismo. El comentario de uno de los lectores lo resumía con soberana sencillez: qué bien nos iría a todos en nuestros negocios si despreciáramos de esa manera la voz de los clientes. Con todo mi respeto, señor Serra: coincido en que el cine es un arte, ¡¡¡PERO SE GESTIONA EN EL CONTEXTO DE UNA INDUSTRIAAAAAA!!! Y el público son sus clientes, le guste o no.



Recuerdo una escena de la película Galileo (1968) de Liliana Cavani en la que clérigos y profesores (aristotélicos hasta la médula) se negaban a mirar por el telescopio porque ese instrumento imponía una evidencia demoledora a sus heredadas ideas sobre el cosmos. No aceptaban que nadie cuestionara lo que Aristóteles había establecido hacía siglos acerca de la inmutabilidad de las esferas de los planetas y que tanto les había costado cuadrar con la Biblia. No temían tanto la visión de los cuatro satélites de Júpiter descubiertos por Galileo, como al hecho mismo de que mirar suponía una concesión indigna. Tan enfatuados estaban de su superioridad que se permitían el lujo de despreciar la realidad. Igual que Albert Serra y una parte del cine español.

Secuela (31/05/2009): La reacción del gremio no se ha hecho esperar, y 87 cineastas españoles han enviado una Puntualización a El País en la que se palpa su cabreo por el texto de Javier Martín. El argumento central es de sobras conocido (la posición de oligopolio del cine estadounidense en el mercado español); pero no está solo en manos de políticos, cineastas ni periodistas arreglarlo, depende en parte del público. Como esto no basta para expresar su malestar apuntan contra la prensa en general, a la que acusan de excesivamente subvencionada a base de publicidad institucional. En el enorme cúmulo de factores que concurren en su diagnóstico de una «situación que tiene razones históricas, sociológicas, económicas, de comercio exterior, sin duda políticas y, por qué no reconocerlo, también culturales que obligan a un análisis más en profundidad» lo único que echo de menos es un poco de autocrítica: ¿acaso ellos no tienen responsabilidad alguna? Piden una oportunidad para explicar su versión; creía que sus películas ya son suficientemente elocuentes.

lunes, 11 de mayo de 2009

La revancha de Billy Ray (Hannah Montana. La película)

Cuando circulas ante un tráfico contracorriente que supera todo lo imaginable es mejor poner cara de circunstancias y dejarse arrastar. Yo lo hice con Hannah Montana. La película (2009) y me encontré metido en una sala de cine abrumadoramente femenina, compuesta de madres profesionales, hijas preadolescentes y algún grupo de jovencitas despistadas. Apenas tres o cuatro padres y un hermano pequeño por imperativo fraternal. El ambiente previo era un ensayo general de lo que será la pauta social a partir de los quince: un inmenso prolegómeno y un comentario inacabable de cada anécdota hasta alcanzar el nivel molecular. Comprendí que semejante actitud no es innata, sino que se hereda: a edades iguales, madres e hijas se comportan igual, lo único que cambia es el contenido de determinadas conversaciones. Mientras el eterno femenino se despliega y abarca cada vez más ámbitos, el universo adolescente masculino agoniza con sus dos únicos temas: el fútbol y la tecnología. Los niños crecen encerrados con estos dos juguetes y sólo el descubrimiento del sexo opuesto en un momento muy concreto de sus vidas les une en algo remotamente parecido al bloque compacto que forma la amistad entre las chicas. Vaya por delante que se trata de una opinión muy personal provocada por una curiosa experiencia vital, la cual no pretendo establecer como válida en todo tiempo y lugar.



Todo esto viene a cuento de una película que es apenas un apéndice de la inmensa maquinaria de mercadotecnia en que se ha convertido Hannah Montana. Las adolescentes de medio mundo aspiran a imitar un modelo de éxito social y mediático que mantiene intactas las relaciones familiares, el trato con las amigas del colegio y, por si fuera poco, permite llevar una vida "normal". Aviso de nuevo: no es mi intención desmontarlo --cualquier modelo debe ser inalcanzable por definición--, sino extraer determinadas perplejidades, fruto de su perfección y eficacia.

El argumento de la película estira hasta las dos horas el mismo esquema que los episodios de la serie de televisión: un problema inicial que Hannah complica por querer actuar de acuerdo con una ética superficial, falsa y consumista, resuelto con una "sincera" catarsis ante su audiencia de rendidos fans, defendiendo la familia, la honestidad y la autenticidad, y abjurando de la sociedad de consumo. En otras palabras: lo contrario de lo que predica durante 23 horas y 50 minutos Disney Channel. De hecho, lo contrario de lo que predica durante 23 horas y 50 minutos cualquier canal de televisión infantil/juvenil. Hannah Montana (2006-2009), como toda serie dirigida a este segmento de la audiencia, vende austeridad para desenvolverse en un mundo en el que, curiosamente, triunfan quienes hacen caso omiso de estos consejos. O por decirlo de una forma cruda y políticamente incorrecta: lo importante es el interior, no el aspecto externo, por eso todos los protagonistas de series juveniles están tan delgados y son tan guapos. Sería mucho más coherente ahorrarse tanta pedagogía de tocador y apostar por una televisión hecha exclusivamente de "modélica gente guapa" y evitarnos la legión anual de anoréxicas decepcionadas (un buen nombre para un grupo punk, por cierto).

Billy Ray Cyrus --el papá de Hannah en la serie y también en la vida real-- es quien se lleva el gato al agua en este invento. Para empezar, ha demostrado tener una gran visión para los negocios: ha producido la película y ha jugado en casa, ambientando la acción en Tennessee y reivindicando el country, un estilo musical que refleja la América más profunda y auténtica (y con el que alcanzó una cierta fama durante los ochenta). Una atractiva coreografía en plan macarena en una de las canciones acaba de redondear un producto perfectamente exportable y popularizable.

A la salida del cine las mamás hacían fotos a sus niñas y a las amiguitas que las habían acompañado: lo importante no era la película, ni el hecho mismo de ir al cine, lo realmente importante es que --sea lo que sea-- lo han hecho juntas. Sus madres, como buenas profesionales, saben que eso es lo que hay que inmortalizar. No se trata de un tópico ni de una predicción apocalíptica: el futuro es mujer y, por obra y gracia de las técnicas de reproducción asistida y de estrenos como el de Hannah Montana. La película, como hombres estamos cada vez más fuera en la ecuación de la meiosis.

lunes, 4 de mayo de 2009

Mi eterno «Adiós, desde la butaca, a Audrey»

La vida no imita a la literatura mediocre ni al cine malo, imita al psicoanálisis barato. ¿Cómo explicar si no que un simple reportaje de quince minutos haya tenido una influencia tan desmesurada sobre mis gustos cinematográficos, mi carácter, incluso sobre mi libido? Yo sería hoy otra persona si no lo hubiera visto.

Pues sí, niños y niñas, la casualidad hizo no sólo que viera un (luego mítico) reportaje sobre Audrey Hepburn --se estaba emitiendo un ciclo de sus principales películas-- un jueves de tantos en aquel fantástico programa de actualidad cultural de La 2 llamado Fila 7, sino que además lo grabara en vídeo (por seguridad y debido a los incumplimientos de horarios siempre programaba mis grabaciones con unos márgenes previos y posteriores exageradísimos). Esa grabación se ha conservado hasta hoy gracias a sucesivos repicados (por eso las imágenes tienen tan mala calidad), pasando de una cinta a otra y finalmente al disco duro. Pero lo más importante es que siempre ha estado vigente en el trastero de mi cerebro; de manera que hoy, después de tantos años, he encontrado la tecnología y la plataforma adecuadas para compartirlo con todo el mundo:


Audrey era una chica cómica from Sesion discontinua on Vimeo.

El reportaje se nota improvisado, aprovechando las secuencias disponibles en la sala de montaje, con textos reiterativos y conceptos bastante inconexos y traídos por los pelos, pero algo debía haber en la combinación de todos esos elementos --y la posibilidad que tuve de verlo una y otra vez, no nos engañemos-- que provocaron, estoy convencido, que mis preferencias femeninas se adaptaran con pasmosa exactitud al patrón establecido por Audrey. Estoy seguro de que también influyó el momento en que me pilló (1984 ó 1985), en plena consolidación de mi incipiente cinefilia y la necesidad que siempre me ha caracterizado de recolectar modelos y fetiches para desmenuzarlos y exhibirlos; pero lo que todavía me sigue asombrando es su vigencia: aún me fascinan las mujeres-gacela al estilo Hepburn, y la mayoría de sus películas (lo cual no impide que algunas me parezcan aborrecibles, por muy perturbadora que luzca su protagonista, como Mansiones verdes o Una cara con Ángel) me siguen pareciendo encantadoras: Dos en la carretera, Desayuno con diamantes, Sabrina, Charada... Y lo más curioso: he conseguido que mi hija asuma que Audrey es un icono para mí y se preocupe de señalarme una foto suya cuando aparece en una revista, o pasan una de sus películas en la tele (una vez me llamó para decirme que estaban poniendo Desayuno con diamantes). Ya me la imagino de aquí a unos años obsequiándome con un libro donde otro fascinado autor/admirador vuelve a desmenuzar su asimétrica biografía, sabiendo que tendrá el éxito asegurado.

Por si todo esto no fuera suficiente, la canción elegida como banda sonora del reportaje --La vie en rose, en la versión interpretada por Grace Jones-- ha puesto música a mi imagen mental de Audrey, haciendo que la nostalgia de su juventud se exprese con más intensidad a través de sus ochenteras notas. Y para acabar de rematarlo, algunos fragmentos del guión de Gerardo Bellod (autor del reportaje), forman parte de los cimientos de mi sensibilidad (extra)cinematográfica. Ahí van unos cuantos: «Ella empezó a hacer papeles de cenicienta, con el pequeño detalle de que nadie recogía su zapato»; «Tuvo una especie de vicio, necesidad o costumbre de acercarse al mundo a través de un balcón o una ventana [...] era en la primera parte de sus películas; cuando llevaba una especie de modelo de pobre diseñado por la alta costura»; «En sus películas conserva un aspecto moderno aunque el tiempo pase».

Pero son las palabras que resuenan en la escena final (muy bien escogida, por cierto, a pesar de que el galán sea el soso Ben Gazzara), de las que ignoro si su autor era consciente de estar verbalizando algo tan intangible como el fetichismo cinematográfico, las que mejor expresan las sensaciones que le asaltan a uno cuando es consciente del tiempo transcurrido y se abre paso una tristeza agridulce. En esos momentos privilegiados me doy cuenta de que mis actrices favoritas han envejecido y no basta que otras más jóvenes vengan a sustituirlas (tú siempre serás la primera Audrey). A continuación despierto en la oscuridad de la sala, viendo cómo otra película se me acaba, y las recito mentalmente: «Y, ahora, cuando se despide en su más pura tradición, volvemos a recordar las veces --las muchas veces-- que nos despedimos de ella, que dijimos adiós, desde la butaca, a Audrey».

Hoy, 4 de mayo de 2009, se cumplen 80 años del nacimiento de Audrey Hepburn.




http://sesiondiscontinua.blogspot.com.es/2009/05/mi-eterno-adios-desde-la-butaca-audrey.html


sábado, 2 de mayo de 2009

Fantasía y sensibilidad (Ponyo en el acantilado)

Dicen que si existen otros mundos es porque otros sistemas físicos son posibles. En el cine de animación sucede algo parecido: hay un creador que no compone sus películas en contra de las modas, ni investigando nuevos límites al género, sino construyendo un mundo que no se parece a nada conocido. Y desde los muchos años que lleva afianzado en él, nos ofrece unas películas irrepetibles en cuanto a diseño y tratamiento.

Cuatro años ha tardado Hayao Miyazaki en entregar su nuevo filme, Ponyo en el acantilado (2008), recreándose de nuevo en los temas que resultan característicos de su cine: la reivindicación y el respeto a la vejez, la preocupación por la naturaleza, la aspiración a un mundo menos materialista, el retrato sensible, delicado y completamente verosímil de la niñez (por su forma de hablar, de moverse, la descripción del mundo cotidiano en el que se mueven). Ponyo es una niña-pez que quiere convertirse en humana tras contactar con Sosuke, un niño que vive con sus padres en una pequeña localidad portuaria. Pero los padres de Ponyo --una diosa mitológica y una huraño profesor que quiere devolver al océano su antiguo esplendor-- se oponen porque no consideran a los seres humanos lo suficientemente cuidadosos con la vida marina. A partir de esa anécdota mínima se despliega la narración con el mismo esquema que Miyazaki viene empleando desde El viaje de Chihiro (2001): el mundo cotidiano de la infancia acaba cortocircuitando con un universo de fantasía desbordada (oculto para los adultos, aunque ejerciendo sin saberlo una poderosa influencia sobre sus vidas) que se revela de pronto en forma imparable e imprevisible.



Ya escribí a propósito de El Castillo ambulante (2004) sobre la obra de Miyazaki en general, así que ahora quiero profundizar en detalles más personales. Para empezar los variados y originales ingenios voladores que aparecen el casi todos sus filmes (el padre de Miyazaki diseñaba aviones); pero sobre todo su predilección por los paisajes urbanos total o parcialmente inundados (Ponyo en el acantilado no es una excepción), como si el agua fuera la materia elegida por la fantasía para hacerse visible. Y luego mis momentos favoritos, de un indefinible realismo: el tren que espera en vía muerta para arrancar, donde se refugia Niki camino de la ciudad en Niki, aprendiz de bruja (1989), un ambiente perfectamente recreado a través de los efectos sonoros; y el trayecto de Chihiro en el tren de vía sumergida de El viaje de Chihiro, una increíble combinación de paisaje inmóvil, desplazamiento silencioso y banda sonora que me produce una extraña sensación de tristeza y sosiego. No espero que a todo el mundo le provoque el mismo efecto pero ahí va:



La influencia de la obra y el estilo de Miyazaki alcanzan al mismísimo centro neurálgico de la creación animada mundial: los estudios Pixar, gracias a la admiración y veneración que siente John Lasseter hacia el director japonés. Por esa misma razón Walt Disney se encarga de las versiones inglesas de sus películas desde El castillo ambulante, reclutando a actores y actrices de primera fila y cuidando hasta el más mínimo detalle de la adaptación. La visita que Miyazaki hizo a Pixar para presentar la versión inglesa de El castillo ambulante fue todo un acontecimiento:



Ponyo en el acantilado no es, ni mucho menos, el tipo de película de animación que solemos llevar a ver a los pequeños; tampoco su mensaje educativo destaca entre otros títulos del género infantil. Lo que la hace diferente --como toda la obra de Miyazaki-- es su derroche de detalles y la inmersión en un universo que es necesario saber encontrar y con el que, a continuación, hay que conectar.