lunes, 30 de noviembre de 2009

Cuaderno de notas de la sencillez y la intensidad (Yuki & Nina)

Yuki & Nina (2009) se anuncia como la sensación de la temporada gracias a la simplicidad de su historia y la forma elegida para ponerla en imágenes. Desde Kramer contra Kramer (1979) hemos asistido a infinitas separaciones, divorcios y desencuentros de pareja con menores interpuestos, y en todos ellos se exhiben --con más o menos fortuna, con más o menos énfasis-- diversos grados de sentimentalismo y verosimilitud. Mi teoría de la intensidad explica que hoy día Kramer contra Kramer parezca un filme machista y un drama burdo, basto, sin apenas matices. Ahora, con cientos de horas de cine acumuladas en la retina, se lleva un enfoque más elaborado de la narración, hecho con una sencillez cuidadosamente diseñada que haga creer que nos hallamos ante un trozo de realidad sin domesticar. Yuki & Nina se anuncia como un hallazgo feliz en este sentido; pero en mi opinión hace falta algo más que largos planos y exposición de sentimientos a flor de piel.



No basta el relato de un rodaje sin apenas medios, ni un guión escrito a medias por correo electrónico entre París y Tokio, ni supuestos descubrimientos de actrices infantiles, ni el plus de creatividad que puedan aportar actores metidos a directores... En otras palabras, los típicos detalles a destacar en cualquier filme independiente hecho con el objetivo descaradamente declarado de poner el acento en el lado humano de las cosas. A mí, en cambio, Yuki & Nina me parece que no pasa de ser la típica película rodada durante un verano, montada sin apenas manipulación para preservar el valor que contienen sus escenas, a las que se añaden sin más unas gotas de fantasía, sentimiento y universo infantil. El filme acumula mucho material sensible pero está sin perfilar, sin pulir, sin modular, sin dosificar; los directores -Nobuhiro Suwa e Hippolyte Girardot-- se limitan a encadenar probables momentos intensos, pero sin construir previamente unos personajes ni presentarlos en escenas significativas. Entran al drama sin transición, exigiendo lo mismo del espectador, y eso se paga en forma de distanciamiento. Las supuestas virtudes de la sencillez, de la recreación documental de la ficción, de la cámara plantada frente a los acontecimientos, no bastan. Todo el conjunto parece más bien el cuaderno de notas de algo que parece el borrador de un guión que, en lugar de escribirse, ha sido filmado a medida que se concebía.

Sin una necesaria y renovada emoción, una historia mil veces vista es poco probable que conmueva. En Yuki & Nina asoman todas esas cosas que esperamos de un drama sensible y enternecedor, pero ninguna de ellas está lo suficientemente trabajada como para hacernos olvidar que estamos ante vidas ajenas convenientemente revestidas de narración.

viernes, 20 de noviembre de 2009

El canon del humor masculino (El gran Lebowski)

No he conocido a ninguna mujer --eso no significa que lo descarte definitivamente-- a la que le guste El gran Lebowski de los hermanos Coen, y creo que es porque absolutamente todo en esta película está atravesado por una perspectiva ultramasculina de las cosas: los personajes femeninos (en realidad uno solo, interpretado por Julianne Moore), la caracterización de la amistad masculina, el patetismo surreal de los malos, la actitud despreocupada y absurda de su protagonista... Pero especialmente su sentido del humor, capaz de revelar un mundo hecho de detalles nimios y chorradas en el que tantos hombres nos sentimos cómodos. Y por si fuera poco, una ironía socarrona e inmisericorde con el trío protagonista que apunta más allá de lo mostrado. El gran Lebowski es una virguería mental que no facilita la conexión empática con el público mayoritario (ni siquiera con el que disfruta con filmes de tiradetes al estilo de Clerks), pero cuando alguien consigue traspasar esa frontera se convierte automáticamente en rendido fan. El problema es que declararse admirador irredento de El gran Lebowski le aparta a uno de la manada, le marca como un ser especial (no quiero decir raro) que se parte de risa en situaciones y con comentarios de lo más idiota.



Pero eso no es todo, El gran Lebowski --igual que Muerte entre las flores lo es de La llave de cristal (1931) de Dashiell Hammet-- es una variación deformada (en este caso hasta la parodia) de El sueño eterno (1939) de Raymond Chandler: un millonario en silla de ruedas, con una esposa ligera de cascos recurre a Jeffrey Lebowski (interpretado por Jeff Bridges) para pagar el rescate de un oscuro caso de secuestro. La mayoría de los personajes principales poseen algo más que simples semejanzas con coronel Sternwood, su hija Carmen y el mismísimo Philip Marlowe, del que Lebowski es un clarísimo contratipo. A pesar de lo estrambótico y absurdo de la sucesión de escenas y diálogos, el filme mantiene un orden firmemente anclado en la lógica de los acontecimientos y, al igual que en el estilo narrativo de Chandler, aunque todos los sucesos poseen un motivo verosímil y los objetivos y actos de los personajes resultan coherentes, en el fondo ambas cosas nunca se revelan por completo ni de forma inequívoca. Los giros y las sorpresas argumentales se suceden dentro de una lógica causal plausible, pero no está del todo claro cómo se ha resuelto el suceso que provoca el siguiente.

Jeffrey Lebowski --más conocido como «El Nota»-- y sus compañeros de equipo de bolos Walter --un zumbado ex-combatiente de Vietnam que se considera especialmente dotado para detectar injusticias y conspiraciones por todas partes, magistralmente interpretado por John Goodman-- y Donny (Steve Buscemi), se ven envueltos en la penosa entrega del rescate del falso secuestro de la mujer del otro Gran Lebowski (el millonario) por tres alemanes nihilistas; un rescate que también codician Maude (la hija del millonario) y el antiguo agente de la secuestrada (Ben Gazzara), un magnate del porno. Si a uno le dieran a leer una sinopsis de El gran Lebowski no entendería qué tiene de especial ni de divertido (ni siquiera como enredo estrambótico), porque su auténtico valor reside en la interpretación y la habilidad de los Coen para hacer entrañables unos tipos lunáticos. Sus diálogos, leídos sobre el papel, nos parecerían idioteces sin sentido, pero puestas en boca de los actores cambian por completo de significado. Por ejemplo, la escena en que aparece por vez primera el protagonista es magistral y, aunque carece de diálogo, resulta suficiente para proporcionarnos una idea exacta de su carácter y su estilo de vida: El Nota camina por un supermercado desierto a las tantas de la noche; va en ropa interior y bata de estar por casa, luce melena y barba descuidadas y sucias. De pronto, coge un cartón de leche y, tras asegurarse de que nadie le ve, lo abre y se lo bebe. Plano siguiente: la cajera lo mira estupefacta mientras El Nota, con el bigote lleno de gotitas blancas, extiende un cheque por ¡69 centavos! para pagar otro cartón de leche idéntico al que se acaba de beber. A eso se le llama economía y eficacia narrativas. Ha quedado claro que El Nota es un impresentable que vive en un cuelgue perenne.

Cuando un fan irredento de El gran Lebowski se cruza con otro fan irredento de El gran Lebowski, surge de inmediato una corriente de empatía: ambos se atropellan en la descripción de detalles desopilantes y absurdos a más no poder. Cuando yo soy uno de esos fans siempre menciono la escena en la que Lebowski denuncia a la policía el robo de su coche, el mismo en el que llevaba el dinero del rescate con el que planeaba quedarse. Uno de los policías le pregunta qué llevaba en el maletín que había en el vehículo: «papeles de trabajo», «¿Y a qué se dedica?», «actualmente estoy en paro». Todo ello mientras el teléfono celular --modelo del 98, así que más que móvil es portable-- no deja de sonar desde la escena anterior. Es el propietario del dinero que llama para saber por qué no se ha entregado el rescate y Lebowski sabe que descolgar equivale a la muerte. A continuación menciono el cameo inefable de un ultragay John Turturro y el ataque de histeria de John Goodman en casa del niño que supuestamente ha robado el rescate (y cuyo padre vive en un pulmón de acero en el comedor de casa): «¿Son estos tus putos deberes?». Y termino indefectiblemente con mi momento favorito: Lebowski y Walter van a la costa para depositar en el mar las cenizas de su amigo Donny, las cuales llevan en un bote de comida porque se han negado a pagar una urna en la funeraria. Walter se adelanta y -- en pleno ataque de trascendencia-- trata de pronunciar unas palabras intensas e inspiradoras. Tras una sarta de patochadas sin sentido, Walter abre el bote y, como el viento sopla tierra adentro, todas las cenizas acaban en su cara y en la de su amigo, situado justo detrás. Esa simple contingencia --que cualquiera con dos dedos de frente podría haber previsto-- transforma lo que amenazaba con convertirse en un momento emotivo en algo ridículo, grotesco y patético. El Nota ya no puede más, explota y le dice a su amigo algo que es casi una filosofía de la vida: «¡Todo lo que haces lo conviertes en una puta parodia!». Luego se abraza a él y juntos lloran la pérdida de Donny. Para mí se trata de un momento cenital comparable al final de Casablanca, la escena del avión en Con la muerte en los talones o el monólogo de Rutger Hauer en Blade runner; posee la dosis justa de intensidad dramática, pero mostrada con el estilo que emplearía una persona incapaz de expresar sus sentimientos, con un humor demoledoramente real que apenas levanta polvo del suelo pero que expresa mucho más de lo que significa. Todo en El gran Lebowski es una parodia, involuntaria a veces, retorcida otras, desternillante casi siempre, pero una parodia. El mérito indiscutible de los Coen es que parece casual, pillada por los pelos, en lugar de estar milimétricamente diseñada. Es como si pretendieran narrar una historia seria, en plan detective aficionado que se ve envuelto en una serie de sucesos inexplicables pero que aun así acaba resolviendo, y en su lugar nos encontramos a un imprevisible metepatas al que todo le sale al revés, dice las mayores inconveniencias, no percibe los indicios que le avisan del peligro, ni sabe ser pícaro ni espabilado, y por eso lo único que recibe son decepciones y hostias por todas partes.

Uno de los efectos más curiosos que ha provocado el filme es que hombres de todo el mundo han tomado a «El Nota» como ejemplo a seguir de actitud vital, gracias a su capacidad para rehuir el trabajo y las responsabilidades, sobrevivir sin un duro, hacer el vago todo el día, dedicarse exclusivamente a los bolos y de paso dejar embarazada a la única chica se le pone por delante. Para una buena parte de la humanidad masculina eso es un planazo en toda regla, así que no debe extrañarnos que por todo internet hayan florecido foros y grupos de admiradores, incluso una religión: el «dudeísmo», con su iglesia oficial y todo. Lebowski es un clásico cinematográfico, pero también una leyenda sociológica y una filosofía de la vida perfectamente compatible con el Comic-Con.



El humor de los hermanos Marx (antes de que Irving Thalberg los reciclara en algo más familiar y amable envolviendo sus sarcasmos de objetivos buenistas y plúmbeos números musicales) es probablemente uno de los escasos precedentes de humor altamente testosterónico, básicamente debido al carácter misántropo de su principal creador de gags, Groucho Marx, y también el de Buster Keaton, en cuyas películas las mujeres no quedan muy bien paradas. También el grupo Monty Phyton, compuesto por cinco hombres, inevitablemente destila un sentido del humor y de la existencia masculinos, así que no debe extrañar que en ninguno de sus filmes destaque ningún personaje femenino (a no ser que sea uno de ellos disfrazado). Aparte de estos tres casos de misoginia creativa, hoy día el humor masculino está cómodamente instalado en el género de universitarios garrulos en celo al estilo Porky's, Despedida de soltero, la trilogía American pie o Resacón en Las Vegas, aunque en estas dos últimas el humor sea mucho más transgenérico, signo de la corrección política imperante. Y poco más: quizá Pulp fiction sea uno de los pocos títulos equiparables al de los Coen por su capacidad de convertir algo esencialmente masculino en buen cine, con esa calculada mezcla de violencia desbocada que sin embargo provoca la risa. La diferencia es que con el filme de Tarantino existe un consenso mayor entre sexos acerca de sus bondades argumentales y estilísticas, y por eso sí que conozco mujeres que la adoran. Pero con El gran Lebowski no hay manera.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Mateo Gil leyó El cine según Hitchcock

Mateo Gil es coguionista, entre otros, de Tesis, Mar adentro y El método, todos ellos titulos cruciales del cine español más reciente. Colaborador habitual de Alejandro Amenábar, ambos forman un tándem creativo a la altura de los Berlanga-Azcona, Aguilar-Guridi o Albacete-Menkes, algo poco habitual en nuestra individualista-a-ultranza cinematografía. Hasta ahora sólo ha dirigido un largometraje --Nadie conoce a nadie (1999)--,un thriller comercial ambientado en la Semana Santa sevillana en el que resultan palpables las influencias del cine de Alfred Hitchcock: explotación dramática de localizaciones y eventos, recurso al suspense en estricto sentido, argumento basado en MacGuffin, tensión cuidadosamente dosificada, personajes esbozados y ajustados a su función en el relato... Puede que no sea un filme redondo, pero es innegable su perfección formal, un guión que merece ser desmenuzado en cualquier escuela de cine.


Última aparición pública de François Truffaut: debate en el programa Apostrophes comentando la obra de Alfred Hitchcock con Bernard Pivot y Roman Polanski (Abril de 1984).

Su estilo personal y su pulcritud expositiva --a pesar de la diferencia temporal, temática y de puntos de vista-- recuerdan inevitablemente al de Rafael Azcona, caracterizado por historias complejas y bien trabadas. Mateo Gil es, en mi opinión, el mejor guionista vivo del cine español y, por esa misma razón, el más desconocido e infravalorado. Lleva tiempo trabajando en una adaptación de Pedro Páramo, el complejo texto de Juan Rulfo, que sin duda supone todo un reto cinematográfico. Esperaremos impacientes.

Al contrario que la mayoría, que lo abandona cuando da el salto al largo, Mateo Gil regresa al cortometraje cuando tiene ideas que se adaptan mejor a este formato: a Luna (1996), coescrita con Amenábar y Nieves Herranz y Allanamiento de morada (1998), escrita y dirigida en solitario, le sucede ahora Dime que yo (2008). Un argumento brillante que arranca con un suceso --tan habitual como cotidiano-- al que Gil le da magistralmente la vuelta a base de diálogos milimétricos, divertidos, certeros, hasta convertirlo en una proposición universaloide de las relaciones urbanas contemporáneas. Dime que yo es todo lo que cabe esperar de un breve trozo de cine. Viva el cortometraje, la I+D de la narración cinematográfica.



François Truffaut opinaba que todo buen filme debía aunar una idea del mundo y otra sobre el cine (algo así como originalidad formal y transcedencia argumental). Hace tiempo que hemos comprendido que se trata de un criterio demasiado estricto para seleccionar buenas películas; sin embargo, precisamente por su rigor y su completitud, resulta extremadamente útil para etiquetar obras maestras. En el caso de Dime que yo hay que añadir --además de la contundencia argumental y dramática y el hallazgo del falso plano/contraplano-- una variable más: su brevedad. En una palabra: intensidad, el mineral más preciado de las artes narrativas, el cual ha conseguido desbancar a la inspiración, tan ensalzada por los artistas clásicos. Un desplazamiento al que sin duda han contribuido las posibilidades de difusión audiovisual en sitios como YouTube o Vimeo. Lo breve, si bueno, dos veces intenso.

Vale la pena ganar el tiempo que se tarda en verlo, y luego releer o descubrir el valioso libro-entrevista de Truffaut a Hitchcock --El cine según Hitchcock (1966)-- para comprender que en su interior palpita la idea del cine que asoma en innumerables obras maestras.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Lastre mortal (El imaginario del doctor Parnassus)

El imaginario del doctor Parnassus (2009) es un filme atravesado de principio a fin por la muerte de Heath Ledger, que trastocó no sólo el rodaje sino que obligó a un replanteamiento del guión. Gilliam apeló al dramatismo y al corporativismo actoral y convenció a Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell para que le sustituyeran. El resultado final es la obra póstuma de un actor antes que un mediocre filme de su director. Qué lejos en el recuerdo Los héores del tiempo (1981), que disfruté convencido de que se trataba de una prolongación del espíritu Monty Phyton; la confirmación de un estilo capaz de recrear nuevos mundos por completo llegó con Brazil (1984), una versión muy libre del clásico de George Orwell que superaba a la estricta y aburrida adaptación oficial de Michael Radford. Alcanzó la atrofia analógico-visual con Las aventuras del barón Munchausen (1988) y la paranoia futurible con Doce monos (1995), lo último que había visto de él. Mientras tanto, The man who killed Don Quixote (anunciada para 2011), acumula dosis de malditismo y signos de genialidad a partes iguales: falta de financiación, abandono del proyecto por parte de Johnny Depp, paralelismo histórico con Orson Welles (que también fracasó en su intento de adaptación del texto cervantino) y estreno de Lost in La Mancha (2002), curioso making of de un filme inacabado e inexistente hasta la fecha. Ahora le toca el turno --con su guionista de referencia Charles McKeown-- a la paranoia digital, donde puede dar rienda suelta a su mayor ansia: recrear paisajes imposibles y desafiar las leyes del mundo físico, o lo que es lo mismo, hacer cine como si describiera sus propias ensoñaciones. Lo malo es que, con el poder de la tecnología digital en sus manos, Gilliam se olvida de casi todo lo demás.



La historia, claramente inspirada en el mito de Fausto, añade al tema de la inmortalidad un mundo imaginario recreado a base de croma durante siete semanas en Vancouver (justo la parte que no pudo rodar Ledger). Personajes estrambóticos --el mejor, de largo, Tom Waits como Lucifer--, ambientes relacionados con la farándula, vestuario y ambientación marca de la casa... Sin duda el exceso narrativo y artístico es el tema de Terry Gilliam. La idea central resulta atractiva: el doctor Parnassus obtuvo la inmortalidad hace mil años a cambio de entregar a su hija al diablo cuando cumpliera 16 años. El temido momento se acerca y, su padre, desesperado, consigue un nuevo acuerdo. Esta vez, a cambio de salvar a su hija, deberá entregarle cinco almas. Y es entonces cuando aparece el misterioso y seductor Tony... Esto último, lo más interesante, ocupa algo menos del tercio final del filme; y es que la entrada en materia se demora en exceso, sin duda debido al deseo de Gilliam de incluir --a modo de homenaje-- la mayoría de las escenas rodadas por Ledger (estoy seguro que unas cuantas no habrían llegado al montaje final en condiciones normales). Con la trama principal en marcha, el ritmo mejora, el interés aumenta, y la virguería visual hacen el resto. Los únicos que no despegan son los personajes. Y así, sin que uno sepa cómo, todo el filme se despeña hacia su previsible final.

A los imprevistos del rodaje hay que añadir la ausencia de encanto en una historia que parece rodada sin apenas reparar en su contenido, concebida únicamente para desbordar al espectador por el lado de la fantasía. Cuando el espectador comprende que este objetivo no se va a conseguir, se distrae pensando que El imaginario del doctor Parnassus se recordará como el filme póstumo de Ledger en lugar de un pretendido retorno espectacular de Terry Gilliam. Es mejor que así sea, por el bien de todos.