sábado, 19 de diciembre de 2009

Paradojas de la vida y del amor (y del cine también) (2)

Paradojas de la vida y del amor (y del cine también) (1)

Retomo mi reflexión sobre sentimentalismo romántico y cine, tomando como base el texto de Pilar Aguilar ¿Somos las mujeres de cine? Prácticas de análisis fílmico (Oviedo, 2004), del cual están extraídas la mayoría de conceptos que me han servido de punto de partida.

Para empezar, debemos asumir que la imagen audiovisual posee una grave limitación como lenguaje formal: carecer de capacidad de abstracción. La empatía y el recurso al simbolismo más o menos complejo son los vehículos dramáticos empleados habitualmente para transmitir sensaciones y experiencias, más allá de la acción que se limita a recoger la cámara. Siempre se cita como ejemplo de cine malo el que muestra a los actores reflexionando en voz alta sobre sensaciones y sentimientos en lugar de presentar escenas que pongan en imágenes esas mismas reflexiones. En el otro lado, se alaba la capacidad de determinados cineastas para ilustrar dramáticamente cosas como la impotencia, la solidaridad, la aceptación, el deber... El efecto colateral más importante de esta forma de hacer cine es que, en la práctica, se prioriza lo emotivo y lo afectivo; mientras que lo racional queda reservado para las vanguardias y los cines experimentales. De entrada, esto explica por qué el cine romántico tiene más éxito que, por ejemplo, el cine político: no es solamente que haya menos gente dispuesta a enfrentarse a sutiles reflexiones sobre el mundo y la sociedad (que la hay), sino que la imagen cinematográfica le habla al cuerpo antes que a la mente (aunque por fortuna la mezcla de hechos más punto de vista personal puesta de moda por Michael Moore está corrigiendo este desfase con éxito).

En segundo lugar, el cine es un arte narrativo, y eso implica que para crear significado necesita ordenar sucesos en forma de causas, consecuencias y motivaciones. Además, posee un imperativo de economía narrativa (basado en la atención limitada del espectador) que le obliga a eliminar tiempos muertos y a sintetizar al máximo (en una película, «cada minuto cuenta»). Ese imperativo requiere simplificar y esquematizar acciones y diálogos, enfatizando en cada ocasión el elemento cuyo significado se desea potenciar. En la práctica, esto provoca que se acabe echando mano de los recursos más eficaces probados en filmes precedentes, por comodidad, por facilidad, por seguridad, contribuyendo a crear una galería de «arquetipos cinematográficos», utilísimos para la narración, pero inevitablemente distorsionadores del mundo que retratan. Esto no es una limitación, sino una perversión de su uso por motivos imprevistos y/o no específicamente deseados.



Dicho esto es necesario puntualizar que no se puede culpar a la narración cinematográfica de los errores, distorsiones, lagunas, omisiones, mentiras y exageraciones en la representación cinematográfica; en todo caso habrá que condenar a quienes lo emplean para transmitir ideas prejuiciosas sobre el mundo. Está claro que tras la narración cinematográfica existen dos «discursos ideológicos»: uno oculto y otro implícito; ambos son igualmente nefastos, pero mientras el primero es responsabilidad del equipo artístico de la película (no de la narración cinematográfica como instancia teórica), el segundo --más peligroso-- va incorporado «de serie», aceptando ciertas deformidades como si tuvieran una causa natural. Entre los principales discursos implícitos del cine se encuentran el machismo, el clasismo y el sentimentalismo romántico, pero eso no significa que no existan herramientas para desmontar esas mismas distorsiones (de eso trata la tercera parte de este texto). Tratar de contrarrestar esos discursos estereotipados no es una prioridad para Aguilar, más interesada en denunciar incorrecciones políticas que en contextualizar adecuadamente películas malas.

El objetivo del cine de ficción es el entretenimiento (en segundo plano quedan la concienciación, la denuncia y/o la pedagogía), y aunque en ese empeño haga uso de una imagen distorsionada del mundo (por ejemplo, de las relaciones entre hombres y mujeres) eso no demuestra que detrás haya un objetivo sistemático y no declarado de engañar o manipular al espectador. Los efectos perversos de una narración manipulada se encuentran más bien en su sobreabundancia, repetición y ubicuidad, y no tanto en las limitadas intenciones de cada cineasta individual. El análisis fílmico más tradicional trata de poner en evidencia el discurso oculto en forma de ideología, y el resultado final suele consistir (cuando la película resulta falsa o engañosa) en un memorial de agravios contra los riesgos de una narración cinematográfica no tutelada por expertos. En realidad las falsedades y engaños se encuentran en la diégesis construida alrededor de --entre otros-- el género romántico, cuyos devastadores efectos repasaba en el post anterior; el director, en cambio, bastante tiene con entretener, hacer su trabajo y, a ser posible, ganar dinero. ¿No tendrá algo que ver la escasez (hasta épocas recientes) de mujeres cineastas con el sesgo machista de la narración cinematográfica? ¿Estamos hablando de ontología de los lenguajes audiovisuales o ante un problema social con causas históricas concretas y discernibles?

No creo que haya que rechazar todo el cine machista, racista, homófobo y demás incorrecciones políticas sin tener en cuenta otros méritos (si ese debe ser el criterio para seleccionar buenas películas más vale que nos entretengamos con otra cosa), el problema --insisto-- está en los que hacen uso de esas visiones deformantes. Son las ideologías las que adoptan unas formas narrativas para expresarse, y no al revés. El machismo en el cine [incluido el pornográfico] abusa de modos, maneras, tiempos y ritmos que responden a los lugares comunes y las obsesiones de la genitalidad viril: mujeres felices y satisfechas con la sexualidad masculina y sin sexualidad propia. Yo no lo habría dicho de una forma tan pedantemente freudiana como Aguilar, pero estoy de acuerdo en lo fundamental.

(continuará)

http://sesiondiscontinua.blogspot.com/2009/12/paradojas-de-la-vida-y-del-amor-y-del_19.html

domingo, 6 de diciembre de 2009

Paradojas de la vida y del amor (y del cine también) (1)

El otro día cayeron en mis manos unos materiales editados por el Ministerio de Igualdad sobre audiovisuales y sexismo relacionado con la violencia de género. En uno de ellos encontré una interesante «Lluvia de conceptos» en la que se exponían algunas verdades que, a pesar de estar tan interiorizadas en nuestra cultura, resulta sorprendente que nadie las haya expuesto con tanta rotundidad. Se describen actitudes y lugares tan, tan, comunes que todos --en algún momento de nuestras vidas-- nos hemos autoconvencido de que son verdades absolutas, cuando en realidad son simples supersticiones. Este chirimiri conceptual debería formar parte de la labor desmitificadora que los progenitores debemos a nuestros adolescentes como parte de su educación sentimental. Sé que parece un largo rodeo pero es necesario para llegar donde quiero; así que ten paciencia:

1. La espera del príncipe azul es un mito que alienta en las mujeres una actitud pasiva y la esperanza de un rescate completamente irreal. Hay quilómetros enteros de páginas dedicados a esta inmensa falacia sentimental. Y lo más grave: la programación infantil --especialmente Disney, cuyas princesas son un producto clave en su mercadotecnia-- entre los 6 y 10 años sigue anclada (aunque sea con ironía distante a veces) en esta leyenda urbana.

2. La extendida creencia de que sólo hay en el mundo una persona que encaja perfectamente contigo, a cuya búsqueda hay que dedicarse por entero sin perder la esperanza de dar con ella. Resulta curioso que, a pesar de que tanta gente la encuentra entre el grupo de amigos de la juventud, nadie se haya cuestionado su certeza; se sigue formulando como si esa búsqueda se hiciera en realidad sobre el total de la población del planeta. Pero ahí no acaba la cosa: si no la encuentras o la pierdes equivale a quedar incompleto de por vida porque no hay recambio posible. Aparte de la presión abrumadora que eso supone es intolerable que alguien se sienta incompleto por no tener pareja. Directamente relacionado con el mito de la media naranja está la estúpida creencia que afirma que la atracción sexual sólo se siente por esa única persona. El que piense que el deseo sexual está vinculado al amor o es fruto de una relación estable sí es un ser humano incompleto.

3. El erróneo convencimiento de que el objetivo vital de las mujeres es la búsqueda de la media naranja y su necesaria culminación en el matrimonio, que es, además, la experiencia más significativa en la vida de toda mujer. El cine sin duda ha contribuido a universalizar esta gravísima distorsión mental de nuestra cultura; tanto que incluso hay hombres que la comparten.

4. La creencia de que el enamoramiento (esos seis primeros meses de toda relación conocidos popularmente como «la fase sexo y hablar») es un sentimiento perpetuo cuando has encontrado a tu media naranja. El cine también ha abusado de esta mentira como criterio de sinceridad cuando se trata de decidir --hacia el final de la película-- si el otro o la otra eran o no «El Definitivo/La Definitiva». Resulta increíblemente absurdo que la apelación a una afectividad más allá de la racionalidad se considere la expresión más pura de los verdaderos sentimientos, algo así como si al dejar hablar al instinto tuviéramos garantizada la infalibilidad en dilemas amorosos.

5. La creencia de que los celos y el sufrimiento son, respectivamente, síntoma y prueba de un amor verdadero. En realidad los celos son una miserable estrategia de manipulación y de falsa sumisión, y el sufrimiento revestido de rito de paso hacia la felicidad una variante de esa idea de la existencia tan judeocristiana y tan caduca que equipara la vida con una carrera en la que hay que superar unas cuantas pruebas para merecer el premio final.

6. Creer, en definitiva, que nuestros sentimientos son absolutamente íntimos (instintivos y prerracionales), independientes de nuestra voluntad y conciencia, y que no están influidos por factores culturales, sexuales, sociales, económicos y/o de simple conveniencia. Esta es la auténtica piedra angular que sostiene el tinglado del amor romántico, de los géneros literario y cinematográfico a los que ha dado lugar y, desgraciadamente, la pauta social que rige la vida de una gran mayoría de seres humanos. No es necesario añadir nada más, todos conocemos casos de personas muy cercanas en las que hemos visto cumplirse esta decepción
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Más de uno y de una dirán que exagero, que estas cosas son para la gente con escasa autoestima, y sin embargo, a pesar de que en su fuero interno opinan lo contrario, pocos se atreven a exponerlas sin concesiones al sentimentalismo. No lo hacen porque entonces nos llaman lunáticos, raros o resentidos (especialmente esto último) y nos sueltan eso de que cada cual cuenta la feria según le va... La del calentamiento global no es la única verdad incómoda, y preferimos aferrarnos a mentiras (aparentemente) inocuas a tener que escuchar certezas sin encanto. Y ahí es donde el cine acude al rescate en forma de argumentos, modelos y razones para no perder la esperanza ni desear abandonar del rebaño:

1. La imagen audiovisual (especialmente la televisiva) modela nuestra representación mental del mundo. Si a eso le añadimos que el 80% del aprendizaje durante la infancia es imitativo, nos encontramos con un poder audiovisual inmenso que es necesario administrar con cautela (cosa que nunca se ha hecho y es dudoso que se haga).

2. El cine --por necesidades de economía narrativa-- ofrece un modelo preconcebido del mundo que deja bastante que desear: androcéntrico en exceso, lleno de ficciones protagonizadas por hombres, y por mujeres cuyos personajes sólo cobran sentido en su relación con él. Pero también defensor a ultranza de la propiedad privada, del libre mercado y de las jerarquías de todo tipo (y no parece haber mucha gente interesada en denunciar los efectos colaterales que eso provoca)
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Dado que el objetivo declarado del cine es obtener respuestas favorables del público, es lógico que prometa finales felices, amores románticos y que, ante la inseguridad generalizada de la población en estas cuestiones, recurra a la exaltación desmesurada de los sentimientos como garantía infalible para acertar siempre. Apelar a un supuesto dispositivo que funciona independientemente de nuestra voluntad es la mejor manera de demostrar que el amor es un sentimiento que no pasa (ni debería pasar, según ellos) por el cerebro.

Y ahora las paradojas y las perplejidades:

a) ¿Cómo es posible que haya tantas personas que opten por renunciar a la voluntad y la decisión consciente en estos temas? ¿Realmente somos tan idiotas o nos han/hemos vuelto así?

b) La enorme dependencia de los relatos cinematográficos --especialmente los de mayor aceptación entre públicos mayoritarios-- de conceptos e ideologías, no ya políticamente incorrectas o potencialmente peligrosas, sino absurdas, pasadas de moda, gazmoñas y rancias del romance. No me sorprende la amplitud de efectos secundarios que observamos a nuestro alrededor.

c) Pere Gimferrer tenía razón cuando escribió que el cine permanece anclado en Charles Dickens, mientras que la literatura ya ha superado a Proust, Joyce, Houellebecq, Nothomb o Fernández Mallo. Un desfase de decenios que permite que en pantalla aceptemos auténticas chorradas que, puestas por escrito, nos resultarían inaceptables.

d) Las escasísimas posibilidades de cualquier ficción cinematográfica de soportar un análisis sociológico medianamente riguroso
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(continuará)


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