martes, 27 de abril de 2010

Burton cumple su parte del contrato (Alicia en el país de las maravillas)

Antes de entrar en materia, un poco de contexto de visionado: fui a ver Alicia en el país de las maravillas (2010) en 2D después de leer que así había sido rodada y que el dimensionado informático posterior poco aporta a la espectacularidad que se espera del 3D; y encima hasta pierde un 30% de luminosidad. La fui a ver con mi hija y toda la sobrinada (mayoritariamente femenina, entre 8 y 11 años) porque yo les había estado bombardeando previamente durante semanas a base de avances en YouTube, concursos e informaciones variadas, con el objetivo de crear el clima adecuado. Por los nervios en el vestíbulo y en la sala, debo decir que objetivo cumplido. La expectación de pequeños y adultos acompañantes era alta, sobre todo teniendo en cuenta que Charlie y la fábrica de chocolate (2005) es uno de nuestros títulos clave intergeneracionales.

Visto lo visto, creo que Burton ha salido airoso de su alianza con Disney. Me da igual quién impusiera el tono obvio y admonitorio del prólogo y el epílogo, si fue cosa de Burton para agradar a los que ponían la pasta y la marca, o los de Disney para evitar que la historia se les escapase por la senda de lo tenebroso. Estos detalles carecen de importancia, porque Alicia en el país de las maravillas es un película que cumple con los requisitos de la ficción preadolescente actual: espectacularidad digital, universo no realista vinculado a lo fantástico, una lógica propia, adaptada a las necesidades del relato; un poco de desafío al poder y sentimentalismo en pequeñas dosis. El resultado es bastante «peterpanesco», una especie de Nunca Jamás en la que se refugian los niños que necesitan compensar su infancia a base de imaginación. El país maravilloso de los libros de Lewis Carroll, en la película de Burton es un lugar creado por Alicia en la niñez --ya lejana-- y al que regresa a punto de acceder a la vida adulta, para encontrarlo hecho un desastre: sus viejos amigos --el sombrerero (me encanta Depp y su capacidad para atreverse con todo tipo de papeles, conservando intacto su lado infantil), la liebre, la oruga-oráculo, Chesire, el conejo blanco..., todos ellos convenientemente tuneados por Burton-- han envejecido, están tristes y desamparados ante la tiranía de la Reina Roja. Quizá sea el reencuentro con unos personajes de nuestra propia infancia el principal atractivo que los de mi generación hemos encontrado en el filme, una especie de curiosidad por saber en qué los ha convertido el director y en cómo reaccionaremos ante los cambios que el tiempo ha operado en ellos y en nuestra manera de verlos. Es posible que, sin darnos cuenta, proporcionemos a nuestros hijos unos personajes cruciales en su formación cinematográfica, los cuales, a su vez, deberán revisar en el futuro, ves a saber de qué forma y por qué medio.



Así pues, Alicia regresa a su mundo imaginario atrapada en un dilema crucial: aceptar un matrimonio de conveniencia con un hombre rico o la fidelidad a los principios de libertad e independencia que le inculcó su difunto padre. Alicia deberá aprender en este último viaje --y de paso enseñar a sus viejos amigos-- que a veces es necesario tomar partido para que las cosas cambien, o simplemente puedan seguir su curso. Por el camino, comprende que su infancia es un territorio que debe ser abandonado para siempre, más bien preparado para ser almacenado con esmero en ese rincón de la memoria adonde sólo acudimos cuando la nostalgia, el desasosiego y el dolor nos obligan a combatirlos con recuerdos felices, inamovibles en su pureza y su significado. Derrotando al monstruo cual Juana de Arco devolverá el esplendor y la justicia a su paraíso, y así --al igual que Wendy-- podrá enfrentarse al reto inevitable de crecer.

Sigue pendiente el reto de una adaptación que incorpore las innumerables y sutiles paradojas lógicas que llenan los dos libros de Alicia, una ciencia que Carroll dominaba a la perfección; así que sigamos esperando y conformándonos con Alicia anotada (1960), la completísima edición de ambas obras que hizo el matemático Martin Gardner.

Aparte de esto, no hay nada sorprendente ni rompedor en esta versión de Alicia: emoción, lagrimitas, detallitos marca de la casa Burton, itinerario moral y ético, confianza en el provenir, agradecimiento por el pasado... En cuatro palabras: socialización a la occidental. El problema es que decepcionará a los burtonianos más ortodoxos, y a los que confían exclusivamente en Disney para la formación cinematográfica y sentimental de sus hijos, también les parecerá una traición, algo fuera de sitio. Finalmente, a los que esperaban una revolución formal y de contenidos, una especie de revisión de un clásico animado en versión «de autor» (algo parecido a lo que sucedió cuando Pixar se hizo cargo de las producciones animadas de Disney), les parecerá que no hay para tanto. Quizá no llegue al nivel de Charlie y la fábrica de chocolate en cuanto a encanto de los personajes y audacia para colar una moralina crítica y personal sobre la educación que procuran los padres a sus hijos, pero consigue encantar a los «ya-no-tan-pequeños». La recomiendo porque mantiene lo básico del estilo de Burton sin destrozar el clásico Disney, incluso lo hace más humano, más acorde con nuestra complejidad de adultos. Y porque añade realismo y temporalidad a un ensueño infantil sin necesidad de desvirtuarlo.

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lunes, 19 de abril de 2010

Mi gran restaurante griego (Soul kitchen)

La breve filmografía de Fatih Akin hasta ahora ha alternado ficciones furiosas --Contra la pared (2004)-- con documentales de tinte sociocultural --Cruzando el puente. Los sonidos de Estambul (2006)-- que beben de sus orígenes turcos. Quizás como contrapeso a tanta trascendencia, ha decidido lanzarse a la comedia con un guión que venía puliendo desde hace siete años. Se ha tomado su tiempo y, teniendo en cuenta que la comedia no es un género fácil, Akin ha conseguido salir airoso del reto.

Soul kitchen (2009) es un enredo coral con grandes dosis de humor costumbrista, muy parecido al que suele practicar el cine español, con dos diferencias fundamentales: no recurre a rostros televisivos (potencialmente más atractivos de cara a la taquilla) ni tira de tópicos (ni de personajes ni de situaciones). En cambio, igual que se hace con los champiñones, ha decidido saltear el argumento con una comicidad amable y pequeñas dosis de sentimentalismo, un ingrediente que posee un efecto positivo más que garantizado sobre la impresión final del espectador.



Zinos es el dueño de un restaurante (más bien una casa de comidas para trabajadores) que se encuentra de pronto entre una novia que se va a trabajar a China, un hermano en régimen abierto carcelario al que debe contratar para encubrir sus trapicheos, un chef que se niega a cocinar para gente que no valore su arte y un despiadado broker inmobiliario que le presiona para que venda el local. En medio de ese cuadrilátero Zinos se provoca una hernia discal, un doloroso contratiempo que habría dado para un drama, pero que Akin convierte en catalizador de algunas escenas muy divertidas, algunas de ellas ya disparatadas de por sí. Soul kitchen está narrada con un humor basado en situaciones sencillas (quizá alguna demasiado vistas) que resulta efectivo por dos motivos: 1) el guión despliega con maestría un enredo capaz de integrar todos esos gags, de manera que no parezcan forzados ni fuera de lugar; y 2) todos los personajes (protagonistas y secundarios) están perfectamente definidos mediante carácter, objetivos y reacciones (lo contrario de lo que hacen las malas comedias por falta de tiempo, ganas y/o inteligencia).

La película es un homenaje personal de Akin al mundillo en el que se movió durante su juventud: los bares de moda, el ambiente nocturno --trabajó en varios locales mientras estudiaba en la universidad--, y a ciertos barrios de Hamburgo, la ciudad en la que sigue residiendo, hoy en plena transformación urbanística. De paso, se las apaña para colar una reivindicación nostálgica de esas personas entre las que uno se encuentra a gusto. Los que no conocemos Hamburgo nos conformamos con una comedia entretenida que hace bien su trabajo.

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jueves, 1 de abril de 2010

Impecable thriller al estilo clásico (El escritor)

La filmografía de Roman Polanski es una curiosa mezcla de evolución y supervivencia: desde los inicios ligados a las vanguardias artísticas --Dos hombres con un armario (1958), El cuchillo en el agua (1962)-- supo saltar a la autoría cinematográfica, como ordenaban los tiempos, y completar obras polémicas y muy personales --Repulsión (1965), El baile de los vampiros (1967), La semilla del diablo (1968)-- que mantienen su vigencia. Y de ahí reinventarse y dar un nuevo salto a los géneros comerciales --Chinatown (1974), Frenético (1988), Lunas de hiel (1992), hasta culminar con El pianista (2002) que le consagró en Hollywood-- conservando buena parte de lo mejor de su estilo. Ahora, en plena madurez artística, Polanski se dedica a hacer lo que sabe: películas que transmitan sus obsesiones personales y a cambio ofrecen al espectador entretenimiento sin complejos.



El escritor (2010) es una muy interesante aproximación --formal y argumental-- al thriller hitchcockiano más clásico; si además le añadimos su excelente factura técnica, contundencia narrativa, credibilidad interpretativa y tensión cuidadosamente dosificada, el espectador --sea fan o no de Polanski-- tiene garantizado un muy buen rato de cine. No falta ninguna de las convenciones propias del género: protagonista ajeno al ambiente en el que se sumerge (un escritor al que encargan la biografía de un importante político, claramente un sosias de Tony Blair), una intriga de alta política internacional acerca de «la inefable constelación de líderes que gobernaban el mundo hace unos años, sus patéticas decisiones, sus torpes declaraciones y el convencimiento íntimo de que el mundo se gobernaría mejor bajo el imperativo del miedo» (Sesión discontinua dixit). Yo creía que semejantes mimbres sólo darían para «sesudos ensayos y sangrantes parodias durante décadas», pero olvidé la capacidad del thriller para aportar su granito de arena. Y finalmente un MacGuffin que se ajusta perfectamente a su definición: ser banal pero eficaz. Poco importa que el argumento no se sostenga en un mundo en el que existen los móviles e Internet, ni que el enigma esté burdamente escondido; aunque para compensar estas inconsistencias nos ofrece un imaginativo uso de los navegadores para coche.

Una lectura superficial de El escritor destacaría su punto de vista crítico respecto a los desastres provocados por el trío de las Azores y bla, bla, bla... No creo que ese sea, ni mucho menos, el objetivo de Polanski. Ambientar la historia en acontecimientos recientes es una forma de aportar credibilidad y verosimilitud muy habitual en el thriller, pero desde luego Polanski no es Ken Loach ni El escritor trata de seguir la estela de Agenda oculta (1990). Una de las constantes temáticas de Polanski es el mal sobrevenido, las formas imprevistas que tiene de involucrar a individuos inocentes; en este sentido, el personaje interpretado por Ewan MacGregor me recuerda al Harrison Ford de Frenético, con la diferencia de que el primero pretendía recuperar su felicidad, y el segundo es un ingenuo que llega a pensar que puede enfrentarse a un poder que le supera.

Ritmo narrativo pausado, sin caer en la lentitud y el aburrimiento, tensión incremental convincente, desenlace al más puro estilo Hitchcock y plano final de impecable resolución. Un digno filme de género que envejecerá pronto, pero que hoy destaca por su uso clásico de recursos injustamente arrinconados.

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