jueves, 28 de julio de 2011

Reescribiendo la historia del capitalismo contemporáneo (La doctrina del shock)

Naomi Klein no es precisamente una outsider, pero a sus textos y conferencias se les aplica --por una parte de los poderes políticos y económicos-- el mismo ninguneo y desdén que a cualquier miembro no reconocido de una elite. En la práctica es como si fuera una antisistema. Esto también vale para las adaptaciones cinematográficas de sus obras. Otra cosa muy diferente --y esto es un problema que afecta al impacto que puedan tener sus textos-- es que los argumentos de la señora Klein dejen amplio margen para cuestionar algunos esquemas causa/efecto. Por estas y otras razones La doctrina del shock (2009) de Mat Whitecross y Michael Winterbottom, por el hecho mismo de ser un documental basado en una obra de Klein, se estrellará contra el muro de autocomplacencia e incredulidad de los que creen --sinceramente o por conveniencia-- que el mercado puede y debe regularse solito y que el empobrecimiento del planeta es una mentira igual de incómoda que el calentamiento global. En Camino a Guantánamo (2006) Winterbottom y Whitecross ajustaron cuentas con el lado oscuro de la política-de-la-seguridad-por-nuestro-propio-bien de la era Bush Jr.; ahora tratan de lograr algo parecido con esa aparente gestión sin ideología --inocua en cualquier caso-- tras la que se agazapa un capitalismo salvajemente globalizado.

Se nota --y mucho-- la base literaria de La doctrina del shock (2007), porque en realidad todo el filme es un discurso --interpretado a una velocidad considerable-- que reordena una determinada secuencia de acontecimientos de la política mundial desde 1973 hasta 2009, encadenando causas y consecuencias dentro de un esquema --el que propone Klein como hipótesis principal-- que reescribe la historia de la economía política contemporánea. La película no describe un giro copernicano ni mucho menos, pero sí da a entender que existe una conspiración en la sombra que trata de arrastrar a las democracias occidentales hacia los principios del capitalismo global en versión Escuela de Chicago. Para ello, documenta diferentes experimentos llevados a cabo por los discípulos de Milton Friedman en algunos países: Chile, Gran Bretaña, Rusia, los países del bloque soviético europeo y culminando con el preocupante proceso de descapitalización de sectores relacionados con derechos básicos del estado del bienestar (incluida la defensa militar en EE UU). Experimentos de economía de laboratorio que tienen en común la existencia previa de derrumbes intitucionales o graves crisis sociales, que si bien en un principio fueron provocados --caso del Chile con Pinochet y la CIA-- después, con la lección aprendida, aprovechaba desastres de todo tipo para justificar y/o naturalizar la necesidad de grandes recortes sociales y reformas desreguladoras del mercado. De ahí el título del filme: uso lucrativo de shocks sociales.



El principal obstáculo de este esquema causal --en el libro y en la película-- es que no se puede demostrar que se trate de decisiones conscientes y explícitas, pues sólo se pueden constatar sus efectos. Lo que sí queda claro es que los gurús de Chicago son buitres al acecho de gobiernos con problemas que arremeten contra todo lo existente con tal de que les dejen la legislación que ellos necesitan para ejercer su versión personal de lo que debe ser un «libre mercado». No descubrimos nada, en todo caso, Klein, Winterbottom y Whitecross ofrecen una secuencia de acontecimientos que permite aclarar el paisaje, apuntando contra ciertos personajes y previniendo en contra de otros. Pienso que habría resultado más efectivo, de cara a la audiencia no especializada, profundizar en las consecuencias (perfectamente documentables con cifras y casos concretos) económicas y sociales de la implantación de la políticas ultraneoliberales de la Escuela de Chicago, porque la historia reciente suministra suficiente apoyos empíricos que corroboran que el objetivo no declarado ni admitido es aumentar los beneficios y las prebendas de las elites económicas a costa del empobrecimiento general y el aumento escandaloso de las diferencias entre ricos y pobres. Bastaría con un simple gráfico que mostrara la diferente presión fiscal para las rentas del trabajo y las del capital.

Después de las evidencias que presenta el filme (donde también cabrían Islandia, Irlanda, Grecia, Portugal y --probablemente--España) no entiendo cómo puede haber gente que vote a las derechas sin pertenecer a la elite económica a la que representan. Al problema de desenmascarar al poderoso, prometeica tarea en la que se ha embarcado Klein, y también los directores de La doctrina del shock, hay que sumar la ímproba labor de quitar la venda a esas clases medias atrapadas en la bruma del precio, en la ¿eficacia? del voto de castigo a las izquierdas mediante el voto a la opción contraria o en el egoísmo enquistado del que no tiene prácticamente nada y quiere que su patrimonio de supervivencia sea gestionado con la misma ligereza fiscal que la de los multimillonarios (como si las rebajas fiscales constantes y el mantenimiento del estado de bienestar no fueran las dos caras de la misma moneda). El intervencionismo estatal debería limitarse --según esta gente-- a que en la Operación Salida no hubiera obras en las carreteras, carriles infinitos en las autopistas --sin peaje-- y eliminación de limitación de velocidad. Con estas medidas, los atascos --el único y verdadero problema de la sociedad occidental-- no se producirían. Lo peligroso de esta actitud es lo extendida que está: resultará letal combinada con el inmenso poder de una elite a la que se la suda el resto del planeta (medio ambiente, habitantes y todo lo que se le ponga por delante de su interés).

Klein realiza un grande y sincero esfuerzo por difundir sus ideas, tratando de que calen en la sociedad civil y favorezcan un cambio de rumbo político. Todo vale en este empeño: libros, declaraciones, conferencias, entrevistas... su público es esa otra clase media más socializada con El Sistema que aún cree que el cambio es posible. No desde arriba, pero sí con información y análisis (nunca se ven políticos ni empresarios de primera fila, a no ser que traten de obtener un rédito intangible). Capaces de detectar los errores, la corrupción y las mentiras del poder, y también de realizar un análisis certero, lo único que le falta a Klein y a sus seguidores es encontrar la grieta que permita introducir actitudes y prácticas que incomoden a los poderosos hasta el punto de forzar un cambio real. Todo lo demás es proselitismo o demagogia. Y es que, de un tiempo a esta parte, se extiende la sensación de que no son suficientes las reformas legislativas que se llevan a cabo siguiendo los «conductos reglamentarios», porque resultan extremadamente lentas e ineficaces. Es necesario encontrar --tiene que existir, hay que encontrarla; de lo contrario mandémoslo todo a la mierda-- una grieta que permita apalancar reformas estructurales y cambios en los conceptos de compromiso público, modelo de crecimiento, democracia interna, igualdad de oportunidades, sostenibilidad y responsabilidad social, porque tal y como los manejamos ahora NO SIRVEN PARA NADA.

La doctrina del shock no es mejor ni peor que cualquier documental crítico con el poder, pero hace bien en atrevese a levantar otra realidad y provocar un primer nivel de movilización: el cabreo documentado.

jueves, 21 de julio de 2011

La generación que aún no sabía que lo era (Los amigos de Peter)

Jugaré una vez más el comodín de pertenencia a la generación de la que quiero hablar: recuerdo perfectamente que la persona que me hizo notar que Los amigos de Peter de Kenneth Branagh era una película generacional no pertenecía a la generación ochentera (que es la que retrata el filme), sino que era más joven y probablemente ahora esté buscando algún otro título que refleje el espíritu de su propia generación, la noventera. También recuerdo que esa misma persona supo ver todo aquello porque el argumento tocaba directamente un tema que le resultaba muy cercano: un grupo de universitarios que se dedica a cantar y bailar en pequeñas fiestas privadas se reúne diez años después de no verse. En el momento del estreno, hacía apenas tres años que los ochenta habían quedado definitivamente empaquetados para la historia y el cine ya nos ofrecía un primer informe de daños generacional. En eso nos dimos prisa, aunque no tanta como los que vinieron después...

Todo esto viene al caso porque Los amigos de Peter me reveló dos cosas: que yo pertenecía a una generación --la ochentera-- y que el tiempo que uno dispone para expresarse como tal (la juventud) se terminaba. Era hora de componer con todas esas vivencias un relato, y esta película hizo que de repente me sintiera mayor, que comenzara --casi de forma instintiva-- un balance interior que culminó años después con una lúcida entrada sobre mi generación en la Frikipedia. De paso, descubrí el subidón interior que puede provocar la nostalgia de una juventud definitivamente perdida, aunque feliz en lo básico, convenientemente dosificada. Todo esto lo explota muy bien la película de Branagh.



Branagh comenzó de forma brillante y prometedora su filmografía. Su primera película --Enrique V (1989)-- es una novedosa versión de la misma obra con la que Laurence Olivier (sin duda su principal referencia artística por aquellos años) debutó en sus adaptaciones shakespearianas. Cuatro años después retomó este proyecto personal con Mucho ruido y pocas nueces (1993), pero antes llegaron Morir todavía (1991), un thriller menor junto con su pareja en la vida real --Emma Thompson-- y Los amigos de Peter (1992), que le confirmaron como actor/cineasta culto y moderno, un director todo terreno que aspiraba a convertirse en referente del cine contemporáneo de autor (a pesar de que por entonces esta etiqueta ya había perdido todo su significado). Tras otra adaptación de un clásico literario --Frankenstein de Mary Shelley (1994)-- culminó su particular trilogía shakesperiana con una versión casi literal de Hamlet (1997). A partir de ahí su carrera sufrió un vuelco inesperado: en primer lugar, su cine se resintió de la ruptura del tándem creativo/interpretativo que formaba con su esposa; sus películas dejaron de tener ese valor añadido que aporta siempre Emma Thompson; por otro lado, su nueva adaptación de un texto de Shakespeare (esta vez muy libre y con un género interpuesto: el musical) resultó un fracaso. Trabajos de amor perdidos (1999) supuso el inicio de una travesía del desierto creativo, puntuada tan sólo por apariciones en filmes menores, hasta que La huella (Sleuth) (2007), basada en una famosa pieza teatral ya versionada por Mankiewicz en 1972, le devolvió parte de su notoriedad perdida. Ese mismo año rodó una personal versión de La flauta mágica de Mozart que no provocó demasiadas reacciones favorables, para embarcarse a continuación en la enésima versión cinematográfica de un cómic Marvel: Thor (2011), un producto claramente comercial que, en todo caso, se distingue del resto por ciertas dosis de trascendencia isabelina que le ha añadido Branagh.

Cuando Branagh dirigió e interpretó Los amigos de Peter se encontraba en pleno apogeo de su creatividad, y la crítica encantada de ver confirmadas sus expectativas respecto a él. El público, por su parte, respondía favorablemente a su combinación de trasfondo culto expresado con un estilo directo, sencillo y sin pedanterías. La película arranca en 1982 con una actuación musical de los protagonistas, la última que hacen antes de lanzarse cada cual a sus proyectos personales. Diez años después, Peter, hijo de una acaudalada familia británica, tras la muerte de su madre, les invita a reunirse un fin de semana con el aparente objetivo de recordar los años de juventud. El grupo está compuesto por una previsible aunque variada tipología de personajes, cada cual encarnando una diferente actitud ante el pasado, el fracaso, el éxito o el arrepentimiento: la editora solterona, culta y mojigata; la (entonces) chica sexy aferrada ahora al efecto de su belleza en declive, únicamente capaz de atraer a hombres casados disfuncionales; la pareja que se consolidó en el grupo --ahora matrimonio-- que sigue componiendo junta y tiene un hijo; el guionista prometedor que abandonó un proyecto teatral junto a Peter por un trabajo bien pagado en una sitcom estadounidense, cuya protagonista es su propia esposa. De Peter, el anfitrión, apenas sabemos nada de su actividad en esos diez años: se limita a tratar de encajar las deformadas piezas en que se han convertido sus amigos, a reconstruir un bienestar amenazado por las constantes discusiones y revelaciones de cada cual.

La primera paradoja de esta historia sobre ochenteros es que la acción no se desarrolla en los ochenta, sino en los noventa. En la película, igual que en la vida real, el pasado es ese lugar adonde no es posible regresar, y la nostalgia una droga cuyos efectos son lo más parecido a la experiencia de revivir tiempos pasados que es posible conseguir. En Los amigos de Peter no hay saltos atrás, ni repaso con los ojos del presente a anécdotas de juventud; la película se limita a retomar a los protagonistas una década después de su separación y son lo que son. Lo que fueron se deduce a través de sus palabras y sus actos. Por fortuna, Branagh no cae en la tentación de hacer un filme que mira hacia atrás; es más, aprovecha el salto temporal entre el prólogo y el inicio de filme para colar, junto con los créditos, una (ahora) nostálgica crónica de los ochenta acompañada por Everybody wants to rule the world de Tears for Fears. A esto hay que añadir el estilo de Branagh, claramente inspirado por el formalismo creativo de Orson Welles (el plano secuencia inicial, cámara al hombro, es un ejemplo perfecto), o su clara preferencia por las tomas largas, dejando a los actores llevar el peso de la escena, un recurso que Woody Allen popularizó en sus títulos de los ochenta. Y por supuesto, el reparto, de lo mejor que había en Gran Bretaña en aquel momento: además del propio Branagh y Emma Thompson, destacan Hugh Laurie (luego archifamoso Dr. House) y Stephen Fry.

Por eso quizá Los amigos de Peter resulta más convincente como ejemplo de cine generacional que --pongamos por caso-- otros títulos más combativos o descaradamente nostálgicos, como Rebelde sin causa (1955), American Graffiti (1973), Hair (1978), Solteros (1992) o Una casa de locos (2002). En los ochenta las obsesiones sobre el éxito como objetivo vital estaban más relacionadas con la paz interior, la estabilidad emocional y la coherencia como actitud, y en ese sentido el filme no sigue la estela del cine estadounidense, donde todo se mide por el rasero del triunfo laboral y económico. Las escaramuzas y los malentendidos en el grupo de amigos tienen más que ver con temas pendientes del pasado y la superación de errores que con el éxito social. Y para rellenar los huecos siempre quedará el humor británico, unas gotitas de tristeza y, de postre, una revelación inesperada y plausible, capaz de rematar una historia que podría haberse convertido en un congreso internacional de reconciliaciones.

Los amigos de Peter es un filme generacional del subgénero balance-vital-a-toro-pasado que expresa con sencillez, sinceridad y sin histrionismos la digestión de los excesos, patinazos y carencias que cada personaje aporta. La crónica de unos jóvenes (aún no ochenteros) que, como todos hacemos, pensaban que una vez llegado su momento, respecto a sus predecesores, resultarían únicos y diferentes en creatividad, autenticidad y rebeldía. Si la cosa no fuera así de irreal no podríamos evolucionar como especie.

viernes, 15 de julio de 2011

Vacaciones

El tiempo acaba imponiéndome una triste certeza: es poco probable que podamos transmitir las inquietudes y sentimientos más profundos a otra persona, cara a cara y en voz alta. Es necesario un clima, una preparación de los sentidos y de la situación que es difícil que suceda de forma natural y espontánea; y mucho menos que al otro lado encontremos una persona en nuestro mismo punto de disponibilidad. Aun así, se producen variables imprevistas que hacen que exista una predisposición mutua e inusual para expresar sentimientos íntimos, o por lo menos lo suficientemente estimulantes como para conseguir que casi se nos escapen a nuestro pesar. En realidad, las circunstancias ideales y propicias sólo se dan cinco o menos veces en una vida.

Lo normal es que al hablar no sepamos expresar los mismos matices que tan bien suenan en nuestro pensamiento, que no encontremos las palabras adecuadas, que no nos tomemos el tiempo necesario para expresarnos. El resultado es una desincronía que requiere multiples contrarréplicas que arruinan o desvirtúan el objetivo de comunión de pensamientos. La gente dirá que exagero, que es posible un nivel de confianza (aunque reducido a unas pocas personas) que permite la confidencia: noches fundacionales, coincidencias maravillosas, hitos generacionales, momentos perfectos... Y es cierto, existen privilegiadas relaciones de confianza, lo admito, pero no las aprovechamos como deberíamos. Reto a los convencidos de antemano a que revisen mentalmente sus vidas y sus relaciones a largo plazo, las veces que realmente podrían decir que han revelado algún pensamiento íntimo que les llevara rondando por la cabeza previamente, y no me refiero a nada que tenga que ver con la pareja o las relaciones personales, sino a ideas y pensamientos propios, de cualquier clase... No más de cinco, estoy seguro. La palabra hablada es imperfecta, no llega al fondo de las cuestiones porque no hay tiempo, no hay vocabulario, no hay orden, no hay sintonía mutua...


La escritura, en cambio, no requiere de tanta concurrencia de elementos: basta la propia predisposición interior, orden en las ideas y comenzar a teclear. El lector, por su parte, se aviene a escuchar cuando decide ponerse a leer. Aunque sea de forma diferida, existe sincronización de almas y pensamientos, existe, en una palabra, comunicación. En eso la escritura supera a la palabra hablada. Escribo porque la escritura me permite expresarme sin demoras ni tener que buscar, propiciar o preparar el ambiente. Escribo porque no puedo esperar. Escribo porque necesito expresar con precisión las cadencias que impone mi pensamiento.


Quizá espero demasiado de la comunicación interpersonal y deba conformarme con ese sucedáneo que es la emoción silenciosa
, la certeza íntima experimentada por separado y en paralelo junto a otra persona sin necesidad de decir nada. El silencio intenso, puede que las lágrimas; pero no es suficiente...

Ha llegado el momento de salir de vacaciones. Aparte de este texto que me salió del tirón el otro día, no tengo recomendaciones muy distintas de otros años: desconexión, descanso, reflexión, curiosidad y un cuaderno siempre al lado por si hay alguna idea que anotar...

Las lecturas para estas vacaciones son 1Q84 de Murakami, con la que llevo bastante tiempo sin conseguir renunciar a ella, y los Cuentos de Hemingway (recurrir a ellos cada tanto es la mejor manera de recargar ideas y depurar el estilo).

En cuanto a películas, este verano tocará repasar estrenos y revisiones (que provocaron que revolviera un poco en mi cajón ochentero): Los amigos de Peter de Kenneth Branagh y La doctrina del shock de Matt Whitecross y Michael Winterbottom. Que las disfrutéis.

Termino con mis habituales píldoras audiovisuales previas a la partida: la primera es Puerto presente, de Macaco & Fito, una canción de la que no consigo despegarme; y The flood, el regreso de Take That, una canción ñoña cuyo vídeo promocional expresa a la perfección lo que comercialmente debe ser el regreso de un has been.





Prometo responder los comentarios a la vuelta, así que no dejéis de participar.

Nos leemos a la vuelta!!!!!

jueves, 14 de julio de 2011

Innecesario giro a los géneros (Cars 2)

Antes de empezar esta crónica estuve revisando lo que escribí a propósito del estreno de Cars (2006) y lo cierto es que pocas cosas han cambiado desde entonces. Lasseter es un extraordinario productor y aglutinador de talentos, pero como director no está a la altura del equipo de creadores que ha reunido en Pixar. A pesar de esta revelación menor, lo cierto es que el universo automovilístico propuesto por Lasseter es una original singularidad frente a los mundos de superhéroes, narraciones clásicas y animalitos que tradicionalmente propone el cine infantil. Esta será sin duda su aportación. El problema es que, o te encanta todo lo que tenga que ver con los coches (y esto vale sobre todo para la parte adulta de la audiencia), o no te rindes a los encantos de los personajes con ojos de parabrisas.

Cars 2 (2011) es una película que, para evitar un guión errático como el de la primera parte, se aferra al género de espías --más concretamente al jamesbondesco-- de manera que las escenas y los personajes vengan dados casi por decreto genérico. La acción trepidante, la espectacularidad --ligada no sólo a la velocidad, sino también a la tecnología-- y las necesarias dosis de intriga y tensión también son el producto de la propia estructura genérica de la historia. El único problema es que ha sido necesario convertir unos personajes, que representaban actitudes y retos de la vida infantil, en meros arquetipos funcionales del argumento. Una operación en la que se ha prescindido totalmente de la sutileza y de cualquier mensaje socializador característicos de este tipo de películas. Igual que en la primera parte, en Cars 2, la pedagogía se limita a cosas obvias como la amistad, la sinceridad y otros tópicos similares.



Cars 2 no me ha decepcionado porque ya lo hizo Cars cinco años antes. Ahora ya sabemos que la saga continuará por el lado del humor, la parodia genérica y la acción con el único fin del entretenimiento; elementos que encajan mejor con el estilo del Lasseter director. A mí me parece bien siempre que exista el contrapeso de los demás pesos pesados de Pixar (Stanton, Bird, Docter).


http://sesiondiscontinua.blogspot.com/2011/07/innecesario-giro-los-generos-cars-2.html

lunes, 4 de julio de 2011

Plata transformada en bronce (Midnight in Paris)

Infringí una de mis normas sagradas y fui a ver Midnight in Paris (2011) en versión doblada tras haber decidido con anterioridad, por primera vez en más de una década, que no acudiría al estreno anual de Woody Allen. Hice un Edición-Deshacer de estas dos decisiones por una causa que merecía la pena: llevar a mi hija a su primera película de Woody Allen. El resultado, vista la escasa empatía entre ambas, tiene pinta de que será primera y última. No se lo reprocharé por varias razones: Allen es un cineasta fuera de su generación que no le habla de lo que le interesa y, aunque Midnight in Paris se vende como una comedia romántica y pudiera parecer que ahí existe un punto de contacto, lo cierto es que no cuenta las cosas como ella está acostumbrada. Y no me refiero a un cine obvio y genérico, sino uno en el que se marquen bien los hitos y los significados. Tanto da, el caso es que los adultos sabemos de qué va el cine de Allen y que el de ahora es un pálido reflejo de lo que fue, y era imposible que a su edad mi hija pudiera captar situaciones, nombres y gags de lector iniciado, por mucha labor de apoyo narrativo que yo le proporcionara. Quiero pensar que para ella el nombre de Woody Allen quedará asociado al cine que le gustaba a su padre (como John Ford ha quedado al mío). Con eso me basta.



Resulta paradójico que un cineasta como Allen, que ha retorcido tan creativamente la comedia y la narración cinematográficas, acabe rendido ante un cine tan secuencial, transparente y anticipatorio. No es que Midnight in Paris sea una mala película, que no lo es, pero es simplemente el filme que Allen --estoy persuadido-- siempre quiso rodar en París. Las imágenes iniciales, antes de que arranque la historia propiamente dicha, lo dice todo. Para este viejo narrador, después de Nueva York, sin duda está París, una ciudad en la que podría haber dejado florecer su personal visión de la naturaleza humana y del humor. Para rellenar esta declaración de amor a la ciudad, Allen recurre al episodio parisino-norteamericano por excelencia: cuando en la década de los 20 del siglo pasado infinidad de creadores (con el tiempo de primera fila, entonces no se sabía) se dejaron caer por París atraídos por la baratura del coste de la vida y la relajación de unas costumbres sexuales que contrastaban fuertemente con el puritanismo de su país de origen. Una época que figura en los libros de texto estadounidenses y que además forma parte de un legado cultural más amplio: Hemingway, Porter, Scott Fitzgerald, Stein... pero también (y esto es emanación achacable a las numerosas lecturas de Allen y a su idea del arte) Braque, Dalí, Buñuel, Belmonte, Eliot....

El enredo que sostiene el filme es mínimo, lo justo para encajar una serie de escenas que haga las delicias de ese público que suspira por un cine pausado, limpio, ordenado y parcialmente previsible. No son virtudes despreciables, ni mucho menos, pero no suficientes como para hacer olvidar que se trata del homenaje a una ciudad antes que una ficción. Como comedia romántica elude las escenas clave del género (desencuentro, ruptura, declaración, momentos perfectos de cualquier clase), algo que a lo que no renunciaba en --por ejemplo-- La rosa púrpura de El Cairo (1985), y lo fía todo a la eficacia del elemento fantástico, a los artistas que hace circular por la pantalla y a la comicidad que pueda extraer de ambos.

Hace tiempo que Allen escogió la vida antes que el arte, pero no nos lo dejaba tan claro desde Melinda y Melinda (2004). Tampoco es un secreto que el París de los años veinte es una de sus épocas favoritas por la inigualada acumulación de talento, fraternidad, diversión canalla y creatividad circulante. Ninguna de las dos cosas resultan nuevas en su cine más reciente, y aunque hay quien lo valora como el mejor Allen de los últimos años, lo cierto es que no pasa de ser el borrador de un enredo con más posibilidades de las que explora realmente.


http://sesiondiscontinua.blogspot.com/2011/07/plata-transformada-en-bronce-midnight.html