jueves, 29 de marzo de 2012

Segundas oportunidades (Intocable)

Me gusta el cine de Eric Toledano y Olivier Nakache por lo que tiene de directo, sencillo y aferrado a realidades cotidianas. Y también por su capacidad para extraer de ellas historias eficaces desde el punto de vista de la narración y de las reacciones del espectador. Estaban en mi mapa desde Aquellos días felices (2006), una sentida y divertida crónica de las colonias escolares noventeras, con su mezcla de transición a la adolescencia, recuerdo entrañable y contrastes no tan acusados entre monitores y alumnos. Ahora le toca el turno a una historia más adulta, la relación entre un tetrapléjico millonario y un senegalés exconvicto que, contra todo pronóstico, se convierte en su cuidador personal.

Intocable (2011) no es un nuevo Mar adentro (2004) ni una variante sensible de Million dolar baby (2004), ni una variación mejorada del Boudu salvado de las aguas (1932) de Renoir, a pesar de que el punto de partida argumental haga pensar que sí. Tampoco es una reflexión sobre el sentido de la vida cuando eres un discapacitado sensorial extremo, ni sobre las bondades del arte, el culto a la belleza y la introspección como bálsamos contra la inmovilidad forzosa. De hecho, el tetrapléjico millonario (Philippe, interpretado por François Cluzet), condenado a una existencia vegetativa debido a su tetraplejia, cree que unos cuidados médicos de alta gama y una adecuada estimulación artística son suficientes para sobrellevar su carga. Hasta que aparece Driss (Omar Sy, en el papel de su vida, que marcará sin duda su carrera como actor), un emigrante senegalés de familia desestructurada recién salido de la cárcel, para trastocar su previsible y ordenado mundo.



No es la primera vez que un filme aprovecha los contrastes sociales para montar una fábula sobre las cosas auténticas que se pierden los ricos, el mérito de Intocable es que no ha aprovechado --como hace la mayoría-- para colar moralinas populistas ni enfatizar el drama barato. De lo que casi ninguna película se ocupa es de los beneficiosos efectos de un ambiente adinerado en obreros con precondiciones para el aprendizaje. De nuevo, Toledano y Nakache aciertan al mostrar los progresos de Driss como una maduración a través del trabajo, la responsabilidad y, por qué no decirlo, la oportunidad de moverse en un ambiente ultrapastoso que le abre las puertas de lugares exclusivos en los que puede exhibir su naturalidad y escandalizar con su pragmatismo (a veces cruel, a veces realista, siempre divertido). Ya reflexioné --a raíz de Un verano en la Provenza (2007), también francesa-- acerca del enorme esfuerzo que requiere recuperar para la sociedad a un ser humano; entonces olvidé mencionar la satisfacción que, en cambio, produce la recreación cinematográfica de ese proceso cuando no se pierde de vista la realidad ni la perspectiva humana.



La película ofrece un repertorio tronchante de situaciones cómicas (basadas en el contraste entre el ambiente refinado, pedante y mojigato de Philippe y el comportamiento franco y directo de Driss) y réplicas geniales del senegalés, algunas totalmente inconvenientes por su sinceridad demoledora. La seriedad, el dolor, la tristeza, la impotencia, también el drama, todos ellos encuentran su lugar en un momento u otro, sin que resulte forzado, y eso hace que la película bascule con maestría entre el humor y una calculada intensidad, verosímil y entrañable. Pero sobre todo me quedo con la escena en que Driss, por primera vez, toca a Philippe no con intenciones terapéuticas (cada mañana debe masajear su cuerpo y "vaciarle el culo") sino para mitigar su sufrimiento: a partir de ese instante, en el que intercambian sin saberlo alegrías y preocupaciones, su relación deja de ser meramente laboral para convertirse en una amistad vital. El contacto entre seres humanos, viene a decir la escena, y creo que el filme entero, es el catalizador más importante de las relaciones humanas, y no es que crea que lo estamos perdiendo, porque nos tocamos bastante, pero debería ser más espontáneo y desprovisto de significaciones convencionales. Así que, como decía Sabina, «que se toque la gente....» después de disfrutar de Intocable.




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lunes, 12 de marzo de 2012

Antología de primeras escenas: 3. Cyrano de Bergerac

1. Reservoir dogs
2. Arizona baby

La primera escena de Cyrano de Bergerac (1990) de Jean-Paul Rappeneau es un prólogo ejemplar de veinte minutos que alcanza, de forma brillante y modélica, todos los objetivos que se exige a cualquier arranque de ficción narrativa. En primer lugar, sin duda lo más importante y complicado, logra que el espectador asuma como algo «natural» que los actores se expresen empleando versos rimados (respetando el original teatral de Edmond Rostand). Precisamente aquí se encuentra la principal diferencia --y originalidad-- respecto a otras adaptaciones al cine de textos teatrales: trasladar a la pantalla un espectáculo concebido para el escenario, no los meros sucesos que describe el argumento; convertir en imágenes la historia del caballero Cyrano (1619-1655), conservando al máximo los elementos formales de la obra (estrenada en París en 1897): el esquema narrativo que abarca cada uno de los actos y el valor literario de sus diálogos en verso. De ambos retos la película de Rappeneau sale airosa: los guionistas (y también los dobladores, en este caso españoles, a quienes supuso una ardua tarea de adaptación/traducción), consiguen un texto verosímil y fluido a pesar de los condicionamientos poéticos, interpretado con naturalidad, sin el empaque teatral un tanto acartonado de, por ejemplo, otras adaptaciones shakespearianas --Enrique V (1946), Hamlet (1948), Ricardo III (1956)-- de Laurence Olivier. En el filme de Rappeneau los intérpretes consiguen que unos alejandrinos suenen como habla natural, sirviendo tanto para conversaciones cultas, populares, momentos de acción (el duelo con espadas está resuelto con una perfección formal que lo hace difícilmente superable) o románticos, expresando humor, ternura o tristeza sin pérdida de intensidad. Hay que señalar, una vez más, que buena parte de este mérito se debe a la alargada sombra de Jean-Claude Carrière (coautor con Rappeneau de la adaptación), probablemente el mejor guionista francés de todos los tiempos.



La película comienza en el mismo lugar que la obra de teatro: un abarrotado Hôtel de Bourgogne (uno de los tres teatros más importantes de París en el siglo XVII) en el que se recrea con notable fidelidad la inefable combinación de ambiente festivo, juerguista, zafio, pícaro, literario y de refinado estilo caballeresco que era en aquella época el espectáculo teatral. Tras introducir al espectador en la escena, a través de los ojos de un niño, que observa fascinado todo lo que le rodea, conocemos a los principales personajes: Ragueneau, el pastelero-poeta, admirador del arte y el desparpajo de Cyrano; la bella Roxanne, prima del protagonista; el conde de Guiche, el noble que la protege y enamorado de ella en secreto; el vizconde de Valvert, pretendiente actual de Roxanne. Un primer clímax se produce tras la entrada en escena del protagonista, admirablemente encarnado por Dépardieu --para mí el mejor trabajo de su carrera--, rigurosamente basada en los mismos elementos definitorios del original literario: culto, leído, locuaz, sensible, sarcástico, hábil en el manejo de la espada, moral libertina, ética igualitarista, crítico con el poder y defensor a ultranza de sus opiniones, de la belleza y de la literatura (romántica). Su interpretación ágil y nada teatral compatibiliza perfectamente --y probablemente se aproxima como pocas-- las exigencias de la ficción cinematográfica contemporánea con la mitología impuesta por el estilo neorromántico de Rostand. Veinte años después, el Cyrano de Dépardieu se puede apreciar y disfrutar como un personaje actual: el típico chulo que se mueve en ambientes bohemios (la única diferencia es que en 1640 iban armados y ahora visten trajes llamativos) sin renunciar a sus pasiones artísticas e ideales amorosos.

La escena arranca con una representación teatral que posee un morbo añadido: Cyrano ha prohibido al actor de moda Montfleury que subiera a los escenarios durante un mes, debido a su pésimo nivel interpretativo, pero el estreno de esa noche no respeta ese plazo. Al evento asiste también su prima Roxanne --de la que Cyrano está enamorado en secreto y no se atreve a confesárselo debido a su complejo de narizotas-- que puede ver (y disfrutar) el desparpajo que despliega su primo, impidiendo el inicio de la obra, aunque eso suponga enfrentarse a toda la platea. No obstante, su verborrea, entre crítica y divertida, y sus réplicas ocurrentes y veloces consiguen poner al público de su parte. Al final la trifulca desemboca en un duelo con el vizconde de Valvert, quien, por quedar bien ante el conde de Guiche se enfrenta a Cyrano con evidente torpeza. El enfrentamiento verbal --calcado del texto original-- resulta cómico y dramático a la vez, cuidadosamente coreografiado en un decorado abarrotado de figurantes, como esas escaramuzas sin violencia de sábado por la noche entre jóvenes, que empiezan como una broma --Cyrano puntúa cada puya y cada mandoble con un ocurrente pareado improvisado-- y acaban en tragedia. Actores, diálogos, ritmo, montaje... todo encaja a la perfección en esta larga y magistral primera escena de Cyrano de Bergerac.

Desde el punto de vista argumental, Cyrano de Bergerac mantiene intacto su valor como adaptación literaria modélica; en cambio, su argumento de comedia romántica, es del todo punto insostenible. Se puede disfrutar de él como una buena actualización de un producto del pasado, sin relación ni provecho más allá de los méritos formales y artísticos (insuperados). Probablemente, a finales del siglo XIX, Rostand hiciera suspirar a mujeres de toda edad y condición, incluso derretiría a algunos ilustres caballeros con desarrollados sentimientos románticos no declarados o no admitidos, pero desde luego la audaz sustitución que propone Cyrano al enamorado Christian carece de una mínima base real; es infantil e inmadura. Aunque hay que admitir que el final es coherente con esta impostura: la infelicidad total de todos los afectados por culpa de sus altas expectativas y la obligación sentimental de un ideal amoroso absoluto (sin duda esto no entraba en los planes de Rostand, que aspiraba básicamente a emocionar; esta lectura más relativista se desprende de un contexto actual menos dado a idealismos en materia de amores y desamores). Curioso este Cyrano de Rappeneau, reducido hoy día a un improbable descubrimiento por parte de ingenuas audiencias adolescentes o para deleite formal de adultos descreídos...




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lunes, 5 de marzo de 2012

El imperio de la mirada en plano sostenido (Shame)

Steve McQueen es, probablemente, un gran videoartista y, con toda seguridad, un gran fotógrafo, pero le hace falta rodearse de un mejor equipo de guionistas. Es urgente que saque a sus historias de esa fascinación formal --casi siempre original, como en Hunger (2008)-- que las pone en marcha y las hace atractivas de entrada, pero avanzan a base de tópicos y arquetipos (algunos banales, otros peligrosamente retrógrados, la mayoría manidos) hasta convertirlas en una experiencia decepcionante. Shame (2011) es una película casi calcada a Drive (2011) en aciertos y errores: para empezar, casualmente, ambas tienen como coprotagonista a Carey Mulligan, han sido recibidas por la crítica con grandes honores debido a sus atrevidas apuestas formales (en el caso de Shame, además, por un contenido temático a priori de alto voltaje), están protagonizadas por actores atractivos y de enigmática mirada y, finalmente, proponen una interesante variante a esa narrativa cinematográfica contemporánea que solemos confundir con una vanguardia transgresora: compuesta a partes desiguales de anécdotas argumentales mínimas, escasos personajes, ambientes urbanos consolidados, diálogos ambiguos y/o cuidadosamente diseñados, retrato parcial y enfatizado de determinados aspectos y/o patologías sociales... En definitiva, el retrato de un mundo hecho de soledades adosadas que, a pesar de asomar con asiduidad a la pantalla, resulta atractivo cinematográficamente a costa de perder eficacia ante el espectador (demasiado acostumbrado a estas alturas a los apocalipsis y las anomias imprevisibles). Drive y Shame son, además de una ficción, metonimias de un universo ultracomplejo que renunciamos a mirar con perspectiva; nos conformamos con los fragmentos que seleccionan para nosotros algunos cineastas «arriesgados» (estas comillas deberían doler) con un criterio básico de efectividad sensorial. Desde la butaca, nos basta con asistir a la denuncia sin consecuencias de las contradicciones de nuestro mundo, casi siempre en dramas desplegados a base de paradojas, ambivalencias y sacudidas vitales que sólo determinadas existencias al límite pueden proporcionar. Pura cháchara, simple virtuosismo de la imagen.



Para empezar, el título lo dice todo sobre la valoración última del director acerca del tema elegido: una mirada moral sobre el sexo. La película muestra la metódica y aséptica existencia de un alto ejecutivo de Nueva York, adicto al porno y a las relaciones hasta que el amanecer nos separe, en la que irrumpe inesperadamente su conflictiva hermana, provocando de golpe que todas sus (aparentes) seguridades se vengan abajo. Precisamente la hermana, cuya sola presencia basta para desequilibrar a Brandon, es el personaje peor esbozado: no se insinúan las causas de su comportamiento, ni el origen de la mala relación con su hermano, simplemente está ahí para que se pueda cumplir el descenso a los infiernos del protagonista (que culmina en el mayor tópico del filme: luces de un rojo infernal iluminan los lavabos del bar gay donde acude de madrugada para tener sexo con desconocidos). Todo cuidadosamente fotografiado a la espera de la necesaria catarsis buenista --propia de nuestra moral judeo-cristiana-- y remonte tras un doloroso (y exagerado) proceso de curación/maduración.

McQueen posa su mirada sobre lo que considera una seria amenaza (la adicción al porno y/o al sexo son patologías documentadas) y construir una fábula moral sobre una sociedad en la que la sobreabundancia de mensajes sexuales puede dar lugar a saturación o, como en el caso de Brandon, a una mala decodificación de significados. No estoy en contra de películas que exageran los matices para argumentar su propia idea del mundo, al contrario, me parece totalmente legítimo y deseable; lo que me parece fatal es que se rueden dramas baratos en impecables envoltorios visuales. Pero aún me parece peor que la crítica muerda el anzuelo y las recomiende con entusiasmo por su modernidad transgresora, cuando en realidad no pasan de ser una sofisticada variante de la misma pedagogía que cualquier telefilme de sobremesa. Creo que si se opta por reflexionar acerca de los límites del mundo más vale que el argumento y la teoría que lo sostiene estén a la altura...

Una vez más, al igual que Drive, la factura técnica de Shame es impecable, incluso mejor: no se trata solo de jugar a mezclar géneros, ni a reciclar/reivindicar recursos de estilo pasados que moda; sino de una cuidadosa planificación visual, en la que destaco (y aplaudo) la preferencia por las tomas largas: la escena de sexo en el hotel, la cena en el restaurante o la discusión entre los hermanos en primerísimo plano; pero sobre todo el espectacular travelling lateral en que Brandon sale a correr por la noche y el montaje desordenado al que recurre el director para contar algo que ya sabemos cómo acabará (pero al menos así resulta más llevadero).

No comprendo esa manía de etiquetar como «obras maestras» (una denominación que habría que emplear cuidadosamente a partir de, al menos, cinco años desde el estreno) películas que básicamente lo único que hacen es anteponer un mosaico espectacular (reciclado u original, tanto da) para enmascarar argumentos banales, de trasfondo rancio o, directamente, manidos. En realidad, el mayor mérito de filmes así es demostrar la capacidad del cine para proponer estilos narrativos que estén a la altura de los registros literarios más actuales; Shame podría considerarse un buen relato breve, un experimento formal, pero nunca un «nuevo clásico». En todo caso, una extraña variante, que tiende a moda, del cine contemporáneo, aupada por críticos que, de pronto, sienten la necesidad de encontrar títulos cruciales y guiarnos en las pautas para su adecuado consumo. En esa exigente labor es normal que confundan la pirita con el oro.




http://sesiondiscontinua.blogspot.com/2012/03/el-imperio-de-la-mirada-en-plano.html