domingo, 22 de julio de 2012

La distopía plausible (Hijos de los hombres)

Basada en la novela de Phyllis Dorothy James (escrita en 1992), Hijos de los hombres (2006) de Alfonso Cuarón, presenta, por primera vez, una hecatombe social ciertamente verosímil, compatible con una definición laxa del género de ciencia ficción y a la vez firmemente anclada una hipotética ficción anticipatoria con importantes conexiones con el mundo real, tal y como lo conocemos ahora. Es como si al escenario propuesto por Blade runner (1982) para 2019 le extirpáramos toda la parafernalia tecnológica de vehículos voladores, tribus post-punk y decorados lovecraftianos y dejáramos únicamente su argumento basado en la polémica (que en nuestra era postDolly actual apenas se comienza a plantear) sobre la clonación humana y sus implicaciones éticas y jurídicas. Mejor aún: Hijos de los hombres es una especie de equivalente distópico de la anticipación socio-técnica que propone la novela de Julio Verne La vuelta al mundo en 80 días (1873), escrupulosamente basada en datos reales sobre disponibilidad de transportes y tiempos de viaje de la época. El relato de Verne proponía una ficción posible con una audaz y creativa manipulación de realidades de su tiempo, dotando a la novela de un valor extraliterario e intemporal que la película de Cuarón --que parte también de problemáticas y situaciones con la que convivimos actualmente-- muestra con gran aplomo y verismo.

Imaginemos un mundo en el que de pronto, por causas desconocidas, aunque la ciencia lo investiga rodeada de un gran secretismo, las mujeres no se quedan embarazadas. El filme comienza cuando se cumplen 18 años del nacimiento del último bebé; desde entonces la población envejece sin esperanza, en menos de 100 años la humanidad se habrá extinguido de forma natural y silenciosa, sin necesidad de ningún holocausto nuclear o bacteriológico inducido. En estas circunstancias, podría pensarse que el caos y la violencia --al estilo Mad Max (1979, 1981, 1985) y tantas y tantas distopías de entretenimiento proporcionadas por el cine comercial-- se apoderarán del planeta; pero no, las cosas parecen funcionar como siempre: la gente trabaja, se desplaza, hace sus compras... Quizá sumidas en un ambiente de violencia más acuciante, pero la película sugiere que existen otros motivos aparte de la falta de nacimientos. El mundo --un rótulo informa del momento exacto en el que comienza el filme: Londres, el 16 de noviembre de 2027-- es una proyección inmimente del que conocemos hoy: tecnología ubicua, relaciones atomizadas, conflictos políticos y sociales enquistados, soledades adosadas... A este panorama se le añade la extraña sensación de arrastrar una existencia en la que los recuerdos son algo difuso (como las canciones de finales del siglo XX que puntúan la banda sonora), una innombrada desesperación ante la imposibilidad de dejar un legado, de la amarga lucidez que otorga saberse la última generación de humanos sobre el planeta. La eutanasia es, en este contexto, un cóctel de fármacos que se anuncia como cualquier dentífrico. El suicidio es, además de una muerte limpia que facilita la labor de los políticos, un acto de responsabilidad social.



Pero además de este panorama tan distópico, Hijos de los hombres introduce otro elemento desestabilizador, mucho más visible en nuestra realidad cotidiana, y aunque sólo se muestra en sus más perversas consecuencias (un poco al estilo de Robocop (1987) de Paul Verhoeven) cualquier espectador atento se siente interpelado por las imágenes: en el año 2027, las desigualdades por razón de nacimiento en Occidente se han convertido en algo estructural. Las diferencias son tan abisales entre países pobres y ricos que las fronteras de éstos últimos --la película habla de un asedio a Seattle y de fronteras cerradas a cal y canto en Gran Bretaña-- han sido blindadas sin ningún rubor para poder repartir mejor un bienestar preocupantemente decreciente. La democracia es, más que nunca, un discurso formal y legalista, una chárara hueca y sin contenido. Los emigrantes ilegales son capturados como animales en plena calle, en los transportes, en sus casas, y después hacinados en jaulas donde esperan la deportación a eufemísticos campos de «refugiados». El centro de la ciudad ofrece apenas un espejismo de seguridad, mientras que el extrarradio está claramente inspirado en la novela 1984 (1948) de George Orwell. La película explota con total crudeza --y naturalidad para los protagonistas-- los contrastes que ponen en evidencia un discurso (de menor intensidad y más matizado, es cierto) que se está abriendo paso en nuestras sociedades. Es cuestión de tiempo alcanzar el estado de cosas que propone el filme de Cuarón.

Aun así, los inmigrantes ilegales, a pesar de las humillaciones de que son objeto, se arriesgan a cruzar las fronteras de los paises ricos porque, exactamente como ahora, no tienen nada que perder, excepto la vida. La legislación les niega prácticamente el estatus de persona, y por eso en los transportes públicos se insta a los viajeros a denunciar a cualquier vecino, compañero o familiar sospechoso. Las zonas rurales son lugares peligrosos donde todo tipo de bandas campa a sus anchas (lo comprobamos en un falso plano secuencia espectacular, técnicamente manipulado, en el interior de un vehículo). Anarquistas, bandidos, paramilitares... grupos desperdigados que defienden la autodestrucción, la expiación de los pecados o cosas aún más lunáticas. Algunos iluminados todavía creen en la igualdad de derechos humanos, haciendo de ella una causa revolucionaria, son los denominados peces; a quienes los informativos oficiales tachan sin más de grupo terrorista (una forma magistral de mostrar la distancia entre realidad y discurso televisivo, perfectamente extrapolable a la actualidad). Quizá sea éste uno de los elementos más distópicos y preocupantes de toda la película...

En este mundo condenado a la extinción por un perverso y desconocido virus, la violencia y el pesimismo han pasado a formar parte de la filosofía de la vida. Lo extraño es que la gente no se haya lanzado todavía al saqueo y a la autodestrucción más desesperada, como mostraba Saramago en Ensayo sobre la ceguera (1995) a partir de un desencadenante todavía más nimio e inocuo. La inercia de la vida en sociedad, y quizá la esperanza de una vacuna --ya lejana, han pasado dieciocho años desde el último nacimiento-- que consiga que las mujeres vuelvan a parir, son el combustible que alimenta una precaria y tensa calma global. La existencia de chivos expiatorios (los inmigrantes), por descontado, ayuda a hacer más llevadera la espera.



Hijos de los hombres está rodada a base de tomas largas, casi siempre cámara al hombro, algunas revelando que detrás de su aparente simplicidad se esconden numerosos retos técnicos y artísticos: desde el percutante plano inicial (ofreciendo una síntesis magistral de información y arranque narrativo), las diversas secuencias de tensión, diálogos... hasta culminar en uno magistral, de casi diez minutos, rodado en plena batalla campal, con una increíble acumulación de movimientos, entradas y salidas que proporcionan una sensación de realismo abrumadora. Un despliegue cinematográfico y narrativo que recuerda mucho a La chaqueta metálica (1987) de Kubrick.

El filme narra el creciente proceso de involucración personal del protagonista (Theo, interpretado por Clive Owen) en defensa de una reivindicación en la que aparentemente ya no cree ni tiene esperanzas. Serán el desarrollo de los acontecimientos, los imprevistos y las decepciones los que acabarán por involucrarlo de tal manera que acabará entregando, dejando atrás a amigos y enemigos, lo único valioso que posee. Un final triste en lo personal pero esperanzador en lo social.

En el momento de mayor desesperación y destrucción, el llanto de un bebé es capaz de detener un combate y, como si fuera una película de Eisenstein, logra que toda violencia cese, que los soldados se arrodillen y abran paso a una madre con su hijo en brazos... Es el primer ser humano que nace en dieciocho años, así que no nos parece la típica vuelta de tuerca dramática, sino un momento de fortísima carga simbólica. Pero enseguida la realidad se impone de nuevo: las balas silban, las paredes estallan, los hombres mueren... Aunque esos minutos han sido suficientes para que una madre, su bebé y Theo, hayan salvado sus vidas gracias a algo tan frágil como unas lágrimas de hambre y miedo. Sólo una mujer podía concebir un momento cenital como éste.




http://sesiondiscontinua.blogspot.com.es/2012/07/la-distopia-plausible-hijos-de-los.html

lunes, 16 de julio de 2012

Para el verano...

Imagina el lecho seco de un río. Cada día pasas por allí y dejas algo, o caen una ramas; el viento desplaza unas hojas... Otro día lanzas una piedra que rebota y hace que otras se desplacen levemente. De pronto llega el deshielo y el agua lo cambia todo: remueve lo liviano, se adapta a lo pesado, pero consigue su objetivo: derribar o sortear los más diversos obstáculos. En los lugares más alejados del curso principal se forman pequeños remansos. A pesar de todas las dificultades, el agua, poco a poco, se va abriendo paso. Entonces apareces de nuevo y empiezas a retirar lo que sobra, los estorbos secundarios, todo aquello que provoca meandros innecesarios: piedras, embudos de hojas, extraños objetos... No paras hasta conseguir un único cauce que fluya constante en el que no falte ni sobre nada.

Así es exactamente mi forma de escribir: el lecho seco es mi bloc de notas, que utilizo como repositorio, una especie de prolongación de mis sentidos y de mi memoria sentimental. Constantemente anoto frases, palabras, expresiones, diálogos, impresiones, puntos de partida, paradojas, finales... Un buen día me da por releerlo: reordeno algunos párrafos, añado cosas, incluyo ideas que rondan por mi cabeza... y de pronto siento que fluye la narración, el caudal que dará sentido a todo esto que no era más que una desordenada sucesión de palabras. Empiezo a cubrir huecos argumentales, a hilvanar causas y consecuencias, a encajar momentos que se me antojan perfectos. El cauce se va pareciendo por momentos a un canal bien trazado.

Finalmente, cuando el recorrido está completo lo repaso todo con la perspectiva del tiempo y la distancia: me dedico a pulir pequeños trechos donde parece que el agua se atasca más de lo imprescindible: quito adjetivos, simplifico frases, sustituyo palabras y limo toda clase de aristas hasta que tengo la certeza de que el conjunto está compuesto exclusivamente de suaves curvas bien peraltadas.

Así escribo. Así me sale lo que escribo. Así quiero que quede lo que escribo
.



Este verano ya tiene su libro: se titula «Atolones de pelusa» y lo he escrito yo. Incluye una selección de narraciones breves, algunas llevaban durmiendo en el disco duro más de una década, que han sufrido varios procesos de reescritura (algunos bastante severos). Y como en una parodia mediocre de Amélie Nothomb, sólo ha llegado a ver la luz una quinta parte del total.

Mi recomendación, por supuesto, es que lo compréis en papel o en eBook; pero sobre todo que lo leáis, preferiblemente en la playa, porque ahí es donde más receptivo está uno. Pero también para que otros os vean disfrutando con el libro de este debutante en la ficción.

Feliz verano!!!!!


lunes, 9 de julio de 2012

Amor ridículo, inconveniente, arrollador (La delicadeza)

David Foenkinos (n. 1974), escritor francés con una trayectoria literaria en fase de consolidación, se ha lanzado --junto con su hermano Stéphane-- a la adaptación de una de sus novelas: La delicadeza (2011). Es su primera incursión en el largometraje y hay que decir, para los que se cansan pronto de leer, que no lo ha hecho nada mal. El libro fue la sensación de la temporada en Francia hace dos años, llevándose todo tipo de premios y recibiendo toda clase de parabienes especializados y populares. Como no la he leído no sé si se debe a su calidad literaria o al acierto de haber tocado un punto débil de nuestra educación sentimental: la necesidad de comportarse con naturalidad, sacudirse la pulsión de la lujuria a primera vista y ser uno mismo, ser sensible, ser, en fin, delicado. O puede que el secreto de su éxito sea una combinación de ambas cosas; o de ninguna, y que la película haya explotado lagunas que el texto omitía. No sé. La película, eso es seguro, conmueve sin necesidad de cargar las tintas o de recurrir a la babosería propia del género.

Tras un cuarto de hora inicial bastante convencional y errático, quizá porque es la parte que ya conocemos por la sinopsis y nos resulta fácil adelantarnos a los acontecimientos y a la forma de presentarlos, tras desviar la atención del espectador con un interesante personaje-señuelo, entra en escena Marcus, la versión sueca del Smith Jerrod de Sexo en Nueva York (1998-2004), con la diferencia de que no es el típico tío bueno, sino una persona del montón (y no precisamente de los de la parte de arriba).

Cuando la trama principal finalmente arranca (con el episodio quizá más absurdo y difícil de encajar en el tono realista del resto de la historia) nos adentramos en un recorrido que la mayoría conocemos perfectamente (aunque sea parcialmente) y en el que detectamos sin esfuerzo las actitudes que sobran y las que suelen faltar. Con un énfasis en el montaje musical que recuerda bastante a Ally McBeal (1997-2002), la música se encarga de llegar donde no alcanza el despliegue narrativo, supliendo el análisis con estados de ánimo que apelan a lo instintivo. Así es difícil que nadie se quede atrás.



El último tercio de película --especialmente la última escena-- se beneficia de todos los aciertos previos: Nathalie (Audrey Tautou) siente que debe regresar a la parte de su pasado en la que fue feliz y enfrentar a Marcus con ella (recuerdos de infancia, su abuela, juegos, lugares, sensaciones). Para ella es una forma no sólo de cerrar definitivamente la parte de su vida que tiene que ver con François (su anterior marido fallecido), sino de poner a prueba a Marcus (y a ella misma). A esas alturas de película hemos aceptado que la delicadeza es una forma natural de comportarse (cuando en realidad es un valor en total regresión) que reporta evidentes beneficios.

Es más, como condición necesaria para entregarse, los hombres como Marcus están encantados de formar parte de semejante proceso, no sólo porque están convencidos de que saldrán airosos, sino porque les encanta comprobar que todavía hay mujeres que necesitan reconstruirse gracias a ellos. La delicadeza que propone el filme es precisamente la parte que queda al margen de la presión sexual habitual en el inicio de toda relación, un mundo en el que se ha eliminado sin esfuerzo la necesidad de un encuentro sexual como paso previo a la entrega sentimental, que es lo que propone la comedia romántica anglosajona. La delicadeza pone en primer plano lo que para el cine estadounidense queda reservado para después del primer revolcón: conocimiento mutuo a base de encanto, sensibilidad y unos cuantos toques de rareza, ridiculez e inconveniencia arrolladores. Esta inversión de términos es probablemente la clave del éxito de la película entre un público de mediana edad con mochila sentimental bastante cargadita, y también explica que emocione y funcione como lo hace ese final tan literario (voz en off incluida).

Quizá el éxito de la novela y de la película, quitando todos los comodines del azar y de la ficción, consista en devolver la esperanza a millares de personas en plena travesía del desierto. Es como si La delicadeza les confirmara varias intuiciones no verbalizadas por temor a admitir que su realidad es una pesadilla: la banalidad y la superficialidad --aun así necesarias-- no deberían llenar todo el mercado de las relaciones. O, en todo caso, cuando se superen ambas barreras, admitir que habrá que tirar de valores completamente en recesión, aun a riesgo de parecer carcas, cutres o anticuados.

Nota final sobre la Tautou: puede que no sea la mejor actriz del mundo, puede que en su evidente look de inspiración hepburnesca (con la que comparte precisamente nombre) haya evidentes errores de vestuario y de técnica interpretativa; pero es innegable el poder hipnótico de su mirada. Quizá ahí resida su encasillamiento en determinados papeles y la dependencia de directores que sepan comprender todo esto. Lo que es seguro es que La delicadeza, sin Audrey Tautou no habría provocado las mismas reacciones.




http://sesiondiscontinua.blogspot.com.es/2012/07/amor-ridiculo-inconveniente-arrollador.html

lunes, 2 de julio de 2012

Actitud disponible. Estar atento. Acompañar (Profesor Lazhar)

Si digo que el título de este texto son conceptos extraídos del proyecto pedagógico de la escuela de mi hija todo parece encajar mejor con esta película reivindicadora del sentido común como principal criterio orientador en la educación. Profesor Lazhar (2011) fue finalista en la última edición del Oscar en la categoría de filme en lengua extranjera, y podría haber ganado si no se hubiera cruzado Nader y Simin. Una separación (2011). Antes de entrar en materia, señalaré una curiosidad: el cine canadiense más reciente que triunfa internacionalmente está basado en obras de teatro: Profesor Lazhar es una pieza del año 2002 de Evelyne de la Chanelière, mientras que Incendies (2010) supuso el debut en 2003 del dramaturgo Wajdi Mouawad.

Para la generación a la que pertenezco resulta reconfortante comprobar que todavía hay defensores de una manera de enseñar que parecía olvidada de tan lejana que queda en el tiempo. La infructuosa sucesión de reformas legistativas (con más criterio político que pedagógico) y la evidencia del fracaso de la integración multicultural en la escuela hacen pensar que no estamos tan lejos de necesitar recuperar modos de hacer que parecían obsoletos, injustos o directamente conservadores.

Bashir Lazhar en un argelino que acaba de solicitar asilo político en Canadá y que consigue, contra todo pronóstico verosímil, el puesto de maestro en una escuela de clase bien en Québec. Parece un advenedizo sin demasiada experiencia, más bien un oportunista, y las razones que le han llevado hasta allí todavía más. Todo se conjura para hacer que desconfiemos de él pero, como suele ser de recibo en estos filmes --escritos y montados para quebrar nuestras expectativas/prejuicios-- resultará que puede aportar mucho más de lo que estamos dispuestos a concederle de entrada. Lazhar --amable, tímido, sensible-- es uno de esos personajes en los que no basta el retrato que de él hace el guionista, sino que es necesario un actor --Mohamed Fellag con una dilatada filmografía en Francia-- que lo encarne con aplomo y consiga transmitir el que probablemente sea el sentimiento más difícil de representar en el cine: la intimidad desamparada y afectuosa (o lo que se conoce en jerga familiar como dar penita).

Lazhar no encaja en una escuela en la que los maestros tienen prohibido tocar a los niños, a pesar de los graves problemas que eso suponga en alguna asignatura (y si no que se lo digan al profesor de gimnasia). Acostumbrado a expresar sus opiniones sin filtro y a decir lo que piensa sin pensar lo que dice sus palabras son a menudo malinterpretadas o mal recibidas por su sinceridad. Lazhar todavía cree en la disposición clásica de los pupitres, los dictados a partir de autores clásicos, las entrevistas con los padres en las que no todo son alabanzas hacia sus hijos. Todo esto, sin embargo, no convertirá a Lazhar en el potencial líder de un cambio pedagógico, ya que es una persona que ayuda a unos niños que han sufrido un grave trauma pero que, a su vez, en lo más íntimo, necesita del mismo tipo de ayuda que sus alumnos.



Profesor Lazhar es una película muy contenida en lo dramático, renunciando a los habituales argumentos (tramas que avanzan en paralelo y confluyen en un final de superación y reconstrucción sentimental positiva) y golpes de efecto del cine estadounidense; la escena inicial --resuelta en un plano sostenido de dudosa verosimilitud dramática pero muy efectivo-- es un ejemplo perfecto. Y lo mismo el final, una escena que parece abocar toda la carga dramática hacia la típica perorata de profesor a sus alumnos sobre grandes y profundos temas vitales, pero que se limita a la lectura de una fábula --de significado prácticamente inocuo para los niños-- pero de una simplicidad que suple a la perfección la intensidad dramática que requiere la escena. Qué lejos la ingenua charlita al final de La piel dura (1976) de Truffaut, o el día a día en un internado de 1944 que asomaba tras la trama principal de Adiós muchachos (1987) de Malle, con la que coincide (no sé si como homenaje consciente) en la elección de un fragmento musical de Schubert --Momento Musical Nº 2-- de la banda sonora.

A pesar de unos objetivos tan ambiciosos, Falardeau aún dispone de tiempo para poner en evidencia nuestra estupidez en temas como el multiculturalismo: una compañera de trabajo intenta dárselas de progre animando a Lazhar a reivindicar la cultura de su país de origen; y él, a cambio, le ofrece una réplica tan simple en su contenido como devastadora por su efecto: para el que emigra, lo único que hay por delante es un viaje y unos papeles que conseguir; lo que se deja atrás es una carga que se trata de olvidar. No hay ni orgullo ni ganas de reivindicar nada. Nuestra insistencia en la cultura de origen es pura mala conciencia sobre las consecuencias sociales del colonialismo disfrazada de tópicos conversacionales tan arraigados y repetidos que creemos que son ciertos.

Lazhar posee esa actitud disponible (presentarse como una persona al alcance de las preguntas de sus alumnos, algo que directivos de empresa y políticos deberían plantearse como requisito), está atento (observa lo que pasa a su alrededor) y acompaña (se preocupa, reacciona e involucra a sus alumnos en un proceso y en una evolución socializadora). Palabras sencillas, conceptos complejos, película meritoria.




http://sesiondiscontinua.blogspot.com.es/2012/07/actitud-disponible-estar-atento.html