miércoles, 22 de agosto de 2012

Este año se llevan vestidos cortitos de argumento, señora Marceau (La felicidad nunca viene sola)

Mi admiración por el cine francés no impide que detecte cuando estoy ante un título mediocre (aunque entretenido) como La felicidad nunca viene sola (2012). También en el país vecino hacen películas macoyas, aunque por fortuna aquí sólo llegan los auténticos taquillazos y son fáciles de detectar, de manera que no es un problema evitarlos. No es el caso del filme de James Huth, de entrada porque la presencia de Sophie Marceau --espléndida a sus 45 años y recién nombrada Fetiche del Mes de este blog para lo que queda de año-- polariza toda la atención del espectador masculino (no había ninguno aparte de mí en tooooda la sala); y en segundo lugar porque siempre queda un margen de duda respecto al resultado final. Pero tampoco es el caso: basta echar un vistazo al avance de la película para darse cuenta de que se trata de una comedia romántica en estricto sentido. Y entonces echas mano del último comodín: aceptas que la presencia de la Marceau es un mero reclamo para el instinto, aceptas que es una comedia romántica pastelosa...; pero te resistes a descartarla por si incorpora un punto de vista novedoso o echa mano de ese humor francés tan pequeñoburgués que lo cuestiona todo y luego lo deja como estaba pero has disfrutado viendo cómo lo hace... Pues ni eso.

El principal defecto de La felicidad nunca viene sola es que posee un argumento mínimo, hecho de arquetipos humanos, desarrollando la historia exclusivamente a base de situaciones trilladas muy levemente modificadas. No hay tramas ni personajes secundarios que aporten un poco más de aplomo a una peripecia que hemos visto centenares de veces: el clásico vividor que exhibe su independencia --creativa, porque es un artista-- a base de continuos ligues de una noche se ve, de la noche a la mañana, irremediablemente atraído por una mujer que es lo opuesto a su idea de una relación porque es madre de tres hijos. Da la sensación de que Huth --un francotirador que escribe sus propios guiones pero cuya filmografía no abandona nunca el terreno firme de los géneros consolidados y comerciales-- quería marcar la casilla de «comedia romántica» y para ello no se ha molestado demasiado en darle la vuelta al género. Ha ido directo al grano, ofreciendo todo lo que su público potencial espera de un filme así: gags visuales, encrucijadas morales que sirven como pruebas de amor, ternura provocada exclusivamente a través de los personajes infantiles... O puede que los productores no dejaran de presionarle para que la Marceau (prácticamente el único aliciente de toda la película) apareciera en todas las escenas posibles y siempre radiante, perfecta y bellísima. Objetivo conseguido, James.



Es sorprendente que aún haya mujeres que censuren o admitan su incomprensión ante el empecinamiento de los hombres por las películas de ciencia ficción (incluyendo bajo esta etiqueta todo lo que tenga que ver con las galaxias, bichos raros, fenómenos inexplicables, superhéroes y cualquier clase de irrealidad fantástica) mientras ellas se siguen deleitando con historias de canallas recalcitrantes que descubren de pronto que, bajo su egoísmo cínico esclerotizado, resultan estar innatamente dotados para ejercer de amantísimos novios y mejores padres. Siempre se trata de hombres que descubren gracias a una mujer --de impecable buen ver pero sin hacer ostentación ni mención de ello, como si esa no fuese la verdadera causa de su éxito y para que la espectadora no se vea interpelada en las comparaciones que hace (aunque lo niegue)-- que su comportamiento y sus prioridades no son la mejor forma de pasar la vida. Este cine, que habla básicamente a las mujeres, explica a los hombres que no hay en la sala las innegables ventajas que poseen cosas como el compromiso sincero, la estabilidad emocional, los detallitos románticos, la paternidad activa... Ingredientes imprescindibles para mantener viva la llama de un amor ejemplar, ideal, modélico, paradigmático. No veo mucha diferencia entre las irrealidades de la ciencia ficción masculina y estas otras «falsas ficciones verosímiles» del estilo La felicidad nunca viene sola. Miento, sí que existe una diferencia fundamental: el consumo indiscriminado de la primera apenas tiene secuelas socialmente patológicas, mientras que las segundas resultan altamente tóxicas, especialmente si se frecuentan sin los filtros adecuados. Los efectos secundarios se conocen desde hace tiempo y están profusamente documentados por la ciencia: la pérdida del sentido de la realidad.




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lunes, 13 de agosto de 2012

Un asunto de princesas (Brave)

Me gusta verlo como un proceso gradual: tras el nombramiento de John Lasseter como máximo responsable de los estudios de animación Disney, el tema princesil --uno de los principales activos de la compañía-- sufrió una sutil pero importante mutación de contenido y de enfoque pedagógico. Para empezar, tras reabrir la división de animación «tradicional» terminó Tiana y el sapo (2009), un proyecto interrumpido en plena producción cuando accedió Lasseter, que supuso un primer desplazamiento en lo que se refiere a la historia clásica de la princesa y su búsqueda del amor perfecto: Tiana es una joven negra que vive en el Nueva Orleans del siglo XX, una mujer normal y corriente que se ve envuelta en el típico enredo de príncipes encantados y sapos; y aunque la magia princesil acaba envolviéndolo todo, supuso un primer hito en cuanto a distancia y punto de vista crítico... Luego llegó Enredados (2010) --el primer filme de animación enteramente concebido en la etapa Lasseter-- en el que le tocó el turno al estilo y a los personajes, que sufrieron notables cambios: a pesar de apoyarse en un argumento clásico, el tono y las actitudes de los protagonistas respecto al destino que les aguarda se aproxima bastante a la ética contemporánea. La princesa Rapunzel se comporta abiertamente como una adolescente urbana del siglo XXI. Y finalmente Brave (2012), que encara directamente los tremendos desfases que suponen la libertad y la independencia individuales frente al sentido del deber, el respeto a los mayores y las responsabilidades implícitas de un rango heredado. En este caso, la princesa Mérida debe renunciar al amor por culpa de una tradición de clanes rivales y matrimonios apalabrados por los padres (más bien por el lado de la madre/reina).

Brave es una película destinada al público infantil que ha crecido viendo los grandes éxitos de Píxar y que ahora reclama argumentos más juveniles en los que el conflicto generacional sirva de identificador principal: el guión apenas contiene las habituales secuencias musicales y canciones que suelen encandilar a los más pequeños, y el drama asoma con crudeza en más de una ocasión. Da la sensación de que Disney ha tomado conciencia de que estaba dejando escapar a una parte de su audiencia natural, aunque fuera sólo sea porque se hacía mayor o --lo que resultaría más preocupante-- porque no sabía conectar con ella. Los preadolescentes suelen preferir el cine adulto más cercano a los antiguos géneros clásicos (comedia romántica, aventuras, ciencia-ficción, terror...) que la animación digital, por muy bien hecha que esté. Creo que Brave llega para cubrir un vacío y retrasar ese momento, encarando sin complejos el mito (hasta ahora intocable) de las princesas, y que además es una de las tradicionales fuentes de público e ingresos de la compañía.



Ritmo dinámico, desmitificación irónica de situaciones habituales, personajes y gags originales y divertidos (la bruja y su contestador-caldero los mejores), situaciones límite, controladas dosis de terror infantiloide y, como no podía ser menos, momentos delicados (la cena entre Mérida y su madre en pleno bosque). Con esta película, Píxar continúa adentrándose en el terreno de la complejidad narrativa que inició magistralmente con Wall•E. Batallón de limpieza (2008); otro reto del que de momento van saliendo airosos, todavía a años luz por delante de sus competidores.

De la dirección --como siempre, tutelada por los tres grandes: Lasseter, Stanton y Docter-- se han encargado en esta ocasión Brenda Chapman y Mark Andrews. La primera, tras haber colaborado en varios guiones para la propia Disney --La bella y la bestia (1991), El rey león (1994)-- o Chicken Run: Evasión en la granja (2000), y de haber dirigido la muy meritoria El príncipe de Egipto (1998), se afianza como un prometedor y necesario punto de vista femenino en la dirección (de lo poquito que le falta a Píxar). Mark Andrews, por su parte, es un creativo formado en la casa: director del corto El hombre orquesta (2005) y colaborador en los guiones de Star Wars: las guerras clon (2003) y la fracasada John Carter (2012).

Brave avisa a las adolescentes para que tomen las riendas de su propio futuro --en las películas lo suelen llamar «destino», que queda más épico-- porque el mundo masculino que se encontrarán es francamente decepcionante (por ese lado, que esperen más bien poco). Y es que la galería de personajes masculinos del filme es realmente patética: compuesta por brutos y borrachos (incluidos el padre de Mérida y los jefes de los clanes rivales) o atontados que no se enteran de nada (los pretendientes que rivalizan por la mano de la princesa). Los hombres, viene a decir la película, en cuanto abandonan por edad el mundo femenino que administran las madres, se convierten --por lo general-- en personas egoístas, sin sentimientos y sin delicadeza (por eso los únicos chicos encantadores son los tres hermanos pequeños de Mérida). Y lo más revolucionario es que la película no trata de desmentir esto, más bien finaliza confirmando la necesidad de puentearnos porque pocas esperanzas hay de cambio. El único triunfo es para Mérida y su madre: una aprende a ser consciente de la responsabilidad que implica su rango y la otra a no ser una controladora compulsiva (tremendo misilazo dirigido a algunas madres profesionales y/o eclipsadas).

Brave es un filme femenino hasta la médula, y dudo mucho que atraiga a los chicos con la misma fuerza con la que engancha a las chicas. Si hubiera sido más floja lo hubiera machacado titulando mi texto con un devaluador Hermana osa.




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viernes, 10 de agosto de 2012

Mímesis, previsibilidad, redundancia (Prometheus)

Creí que Prometheus (2012) era un filme que sólo tangencialmente podía ser tomado como una precuela (es urgente encontrar un neologismo que sustituya a este horrible palabro) de Alien, el octavo pasajero (1979), el título --segundo en su filmografía, el tercero fue Blade runner (1982), o sea que no cabía un comienzo más prometedor-- que aupó a Ridley Scott a la categoría de director mítico. Pero no, Prometheus es una película que se conforma con enlazar argumental y visualmente con su ilustre predecesora, recurriendo a una mímesis descarada de la práctica totalidad de escenas y recursos de estilo que la hicieron famosa. No estoy hablando de referencias intertextuales y homenajes al vuelo (objetos, diálogos, planos, situaciones) tan del gusto de los iniciados, sino de que la mayoría de las veces los calca, incluso los dispone casi en el mismo orden, puesto que el guión es, también, una pobre variación del primero. El resultado es una estéril acumulación de paralelismos que no convencen y dan la sensación de falta de ideas, de que se ha optado por lo fácil y lo comercialmente seguro. Scott (75 años) no se ha tomado demasiadas molestias a la hora de revalorizar una de las joyas de su filmografía, parecía más preocupado por establecer los cimientos de una saga capaz de prolongarse en el tiempo y el éxito. Hoy día, las sagas son el producto que genera más ingresos a Hollywood, en el contexto de una industria atenazada por el miedo a innovar y la parálisis de iniciativas fruto que un mercado en plena mutación de pautas de consumo. Pero esa es otra película; ahora toca machacar sin piedad Prometheus.

Con un estilo de telefilme de sobremesa, la película propone un argumento calcado al de su predecesora: una nave científico-comercial aterriza en un lejano planeta con la misión de investigar lo que parece una civilización precursora/creadora de la especie humana. Largo viaje interplanetario, tripulación despertando de la hibernación --los primeros minutos, incluido el arqueológico prólogo, parecen sacados de un guardacomo de 2001, una odisea del espacio (1968)--, ambiguo androide de última generación --gran trabajo actoral de Michael Fassbender-- que despierta sospechas porque nos acordamos de Ian Holm, fascinación inicial ante los descubrimientos, irresponsable introducción del bicho en la nave... Y hala, a sumergirse en el rutinario desfile de cadáveres (por parejas o en solitario). ¿Un tanto familiar, no? Es tan, tan previsible que, debido a su gran dependencia narrativa y formal respecto a Alien, el octavo pasajero, es muy fácil anticipar sin problemas hasta el más mínimo giro argumental. Y eso --lo sabemos de sobra-- provoca aburrimiento y una incontenible necesidad de hacer comentarios sarcásticos en plena proyección.



Con independencia de la preocupante escasez de sorpresas, es necesario destacar el notable empeño en conseguir una versión mejorada en cuanto a efectos visuales --un objetivo conseguido al menos parcialmente: la mejor escena es la de la autooperación en vivo que se practica Noomi Rapace--, lastrada por el deseo/necesidad/obsesión de ofrecer dosis equivalentes de acción y trascendencia. A estas alturas, la experiencia dice que ésta última funciona mejor si se limita a ser un añadido que aporta el espectador a partir de inferencias que hace partiendo del filme, o en todo caso queda hábilmente sugerida en determinadas escenas (como por ejemplo sucede en Blade runner). En estos casos, bastaría con conseguir que la acción no eclipsara todo lo demás. Pero no, el director se empeña en colocar en primer plano, en conversaciones recurrentes interpretadas con un tono de afectación pedante, lo que ya debería haberse deducido a partir de los acontecimientos. Prometheus comete los tres errores básicos que forman la Santísima Trinidad de cagadas a evitar en el cine de entretenimiento.

El resultado es un filme sin originalidad, claramente descompensado, que no destaca ni por la acción a raudales ni por el supuesto trasfondo filosófico. Da la sensación de que Scott ha querido forzar más de la cuenta este último elemento, como si ese hubiera sido el único punto débil de su película de 1979, cuando en realidad su valor se debe a que está sólidamente anclada a unos esquemas narrativos clásicos, de una eficacia contrastada. Entonces sí que acertó al añadir una espectacular iconografía gótica, trasladar un esquema argumental propio del cine de terror a un ambiente inédito --tecnológico y ultramoderno-- y, por descontado, la fascinación ante un bicho increíblemente repulsivo y letal apenas entrevisto (el recurso más eficaz para provocar la reacción buscada en el espectador).

Prometheus resta méritos al balance creativo de un director muy respetado internacionalmente pero que, a cada año que pasa, pienso que en realidad tuvo la suerte de cruzarse con dos guiones extraordinarios al comienzo de su carrera. El resto de su filmografía no es que sea prescindible, pero contiene las contradicciones, altibajos y bandazos habituales, como la de cualquier cineasta notablemente competente. Eso sí, no todos pueden presumir de haber alumbrado dos obras maestras indiscutibles que además son sendos iconos generacionales. Ni siquiera un título como Prometheus puede ensombrecer algo así.




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jueves, 2 de agosto de 2012

Aquella mañana de enero...


Lo tengo muy claro: mi momento cinematográfico favorito de todos los tiempos es la imagen del protagonista de El pequeño salvaje (1970) de François Truffaut bebiéndose su tazón de leche de la merienda mientras mira el paisaje por la ventana. No es por la composición, tampoco por su valor narrativo o sentimental, sino por las modificaciones que ha introducido, de una extraña y alambicada manera, en mi conducta.

Igual de claro, pero esta vez por motivos estrictamente narrativos y sentimentales: mi escena favorita de todos los tiempos (entendiendo por escena un fragmento con significado completo aunque no independiente respecto al filme al que pertenece) es la que cierra Adiós muchachos (1987) de Louis Malle, concretamente desde el momento en el que el soldado alemán irrumpe en la clase hasta el abrumador plano que clausura la película. Me parecen quince minutos perfectos y completos que transmiten la idea más depurada que jamás he visto sobre lo que deba ser la narración aplicada al arte cinematográfico.

Cuarenta años tardó Malle en poner en imágenes un recuerdo de infancia tan vívido que le persiguió con la misma brutal intensidad durante toda su vida: en una gélida mañana de enero de 1944 una dotación de soldados alemanes, acompañados por colaboracionistas franceses, se presentó en el colegio de jesuitas donde estudió durante la guerra. Vienen a arrestar a su director --el padre Jean-- y a tres alumnos cuyo único delito consistía en su condición judía. El propio Malle dejará claro que el jesuita y los tres muchachos murieron en campos de concentración.



La escena presenta, con una planificada naturalidad, cada maldito instante de aquella mañana: la figura del soldado irrumpiendo en un entorno tan seguro como el aula de los dos protagonistas --Julien, el alter ego de Malle, y Jean Bonnet--, la visión del enemigo armado tan real y tan próxima sin duda resultaba más fascinante que el miedo y la noticia de la detención de unos compañeros (uno de ellos el propio Bonnet). Es el anuncio de un universo confiado y feliz que está a punto de desmoronarse. En esos quince minutos, respetando casi el tiempo real, se completan todas las tramas abiertas durante el filme: el delator confiesa sus motivaciones; Julien y Bonnet ven truncada su incipiente amistad y deben decirse sus últimas palabras sin apenas ser conscientes de que lo son (coinciden en el dormitorio de forma casual); los instantes de tensión mientras tratan de localizar al último fugitivo, escondido en la enfermería (momento al que también asiste Julien); comprender la naturaleza generosa de algunos de sus profesores, dispuestos a jugarse la vida por un semejante. Incluso añadir detalles tan realistas como el soldado alemán que se toma su tiempo para ponerse las gafas antes de comenzar a leer.

Adiós, muchachos es un filme aún más redondo porque no se conforma con recrear un momento en la vida de un adolescente francés durante la Segunda Guerra Mundial (como hacen tantos filmes dramáticos al estilo El imperio del sol (1987) de Steven Spielberg): incorpora con habilidad un adecuado contexto histórico que sirve de contrapeso a la trama principal. Malle posee una rara habilidad para dotar a los personajes de la necesaria carga ideológica, de manera que ilustren los diferentes posicionamientos en conflicto. Escenas como la del restaurante equivalen a una clase magistral de historia contemporánea de Francia, funcionando como una síntesis modélica con dos niveles de significado: por un lado el suceso concreto que afecta a los protagonistas, y por otro un resumen perfecto de las diferentes posiciones ideológicas y políticas en aquel momento.

Y, finalmente, el patio: la nieve por los rincones, el vaho saliendo de las bocas de los chicos, el canto indiferente pero reconfortante de los pájaros, los estudiantes formando como soldados, más bien como presos; los profesores a un lado, detrás la comunidad jesuita. Unas niñas aparecen con un soldado que las ha detenido en la capilla. El jefe colaboracionista las deja marchar con ese falso paternalismo que otorga el fascismo racista y que ellos confunden con una pedagogía del sentido común... Pero aún no es suficiente: los soldados traen su propia lista de sospechosos de antecedentes israelitas (como decían entonces con aparente corrección política) y los van llamando para que abandonen la formación y se coloquen en el muro opuesto, de cara a sus compañeros, como si estuvieran ante un pelotón de fusilamiento. Ahora la fascinación inicial deja paso al miedo; la perspectiva de una anécdota o aventura para recordar se desvanencen por completo: no se trata de un juego. En ese momento se produce la única licencia dramática que Malle se permite: el soldado alemán que está leyendo interrumpe su lectura ante la aparición del padre Jean y los tres chicos, custodiados por dos soldados más. Atraviesan el patio en dirección a una puerta lateral. Se hace un silencio tenso, respetuoso, hasta que se oye un tembloroso Au revoir, mon frère que al poco se convierte en un clamor infantil, en una lúcida despedida. La comitiva se detiene y el padre les responde, en el mismo tono que ha usado siempre en sus bendiciones, con un Au revoir, les enfants. No hay tiempo para más: los soldados les obligan a reemprender la marcha y salen por la pequeña puerta del muro. Primero uno de los soldados, luego el padre Jean, dos de los muchachos, suavemente empujados por la espalda por el segundo soldado, que de este modo deja en último lugar a Bonnet. Una sutilísima y eficaz composición actoral al servicio del efecto final, casi una coreografía que permita combinar la perfección dramática con la verosimilitud narrativa y la intensidad. Bonnet se detiene antes de atravesar el umbral (los otros ya han desaparecido) para mirar a Julien. No es una despedida, ni siquiera un mensaje; es una mirada. En la mente de los dos muchachos puede que coincidieran sensaciones o pensamientos muy diferentes, pero aun así quedaron alineados para siempre en aquella mirada. Apenas un segundo después, aparece la mano de un soldado para arrancarlo de allí, de la pantalla, del mundo de los vivos... Bonnet apenas ha tenido tiempo de ver el tímido saludo con la mano que le dedicaba Julien.

Queda el plano fijo de la puerta vacía con el sonido ambiente completamente atenuado: la desaparición de Bonnet parece una ensoñación irreal. Cambio de plano a Julien, de una duración superior a la que precisaría cualquier significación narrativa. Ahora toca procesar lo instintivo. Y entonces, la voz en off de Louis Malle remacha el último clavo: «Bonnet, Negus y Dupré murieron en Auschwitz. El padre Jean murió en el campo de Mauthausen. La escuela reabrió sus puertas en octubre de 1944. Han pasado más de 40 años. Pero, hasta el día de mi muerte, recordaré cada segundo de aquella mañana de enero». Suenan los primeros compases del Momento Musical Nº 2 de Schubert. Fundido a negro. Créditos. Ya no es un recuerdo, tal y como podría dar a entender ese plano final y la mínima manipulación técnica del sonido ambiente; ahora es un fragmento del pasado convertido con maestría en un momento cenital.

Vida, narración y técnica forman en esta escena una combinación perfecta que permite algo muy, muy difícil de lograr: transmitir a otros seres humanos, incluso salvando el obstáculo del tiempo y la propia existencia, una experiencia íntima y personal sin apenas pérdida de detalles e intensidad. Es mucho más que un instante cinematográfico inspirado, como el de L. A. Crash (2004), sino la recreación de una vivencia personal, modificada y universalizada gracias al cine.




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