sábado, 21 de diciembre de 2013

Diagnóstico: apocalipsis (Cosmópolis)

No es fácil dar con el punto justo de trascendencia y de crítica política en una película cuyo objetivo declarado es levantar acta del fracaso de la civilización capitalista. Lo normal es que, cuando el objetivo es resultar contundente y convincente a la vez, los diálogos o el montaje se escoren peligrosamente hacia la moralina, la exageración o la pedantería. Por el contrario, cuando la contención es la pauta, todo queda en un opaco minimalismo simbólico que combina amaneramiento actoral, paradojas argumentales pilladas por los pelos y exceso de significados atribuidos. Afortunadamente, David Cronenberg (y mi estado actual de sentimientos, lo admito) ha sabido dar en Cosmópolis (2012) con el punto medio en la mayoría de momentos definitorios; y cuando se ha pasado o no ha llegado todo queda compensado por el principal acierto de la película: el retrato de un mundo incomprensible apenas intuido tras los vidrios de la lujosa limusina en la que transcurre la mayor parte de la acción. El resto lo aportan nuestros peores augurios.

Cosmópolis es una muy convincente adaptación de la novela del mismo título escrita por Don DeLillo. Publicada en 2003, el texto situaba la acción a finales de los noventa, en pleno declive de los Amos del Universo, los mismos que hicieron creer a los ingenuos que el crecimiento económico no tenía límites gracias a la ingeniería financiera. El filme narra el obsesivo viaje en limusina de Eric Packer (Robert Pattinson), un jovencísimo y multimillonario financiero gracias a tecnologías de predicción de los mercados, que se empeña en ir a ver a su barbero en una Nueva York simultáneamente colapsada por una visita presidencial, el funeral de un rapero ultrafamoso y el caos que siembran toda clase de grupos antisistema. En su camino conversa con asesores, amigos, amantes y desconocidos; cada cual dejando caer su propia y parcial idea de la vida y del amor también, obsequiándole con toda clase de teorías, chorradas y sexo lunático (revelador coito sin rozarse con tacto rectal y botella de plástico incluidos, todo un signo de los tiempos). El segundo gran acierto de Cronenberg es trasladar la acción al contexto de la crisis financiera actual sin que el sentido de la historia se vea modificado en absoluto (para que luego digan que las crisis del capitalismo no son cíclicas ni sistémicas). En los ochenta, Tom Wolfe se adelantó a ambos en el diagnóstico con una novela desigual y efectista pero aun así certera: La hoguera de las vanidades (1987), llevada al cine por Brian De Palma tres años más tarde. El mérito innegable de su crítica es que es coetánea, mientras que Cronenberg se aprovecha del tiempo transcurrido para afilar la suya y dotarla de mayor calado.

Apenas hay argumento: las escenas se suceden en la limusina, en lugares sofisticados o extrañamente solitarios; mientras que las interpretaciones y diálogos son deliberadamente artificiales, evitando con habilidad la ingenuidad y la pedantería cargante (excepto la breve escena en una macrodiscoteca, que no pasa de ser el lamento de pureta hablando por boca de alguien más joven). Ambos recursos refuerzan la idea de que nos hemos convertido en una sociedad que apenas es un agregado de individuos, una especie de futuro amputado que ha perdido algo y que por eso ya no puede denominarse humana; un poco al estilo de la que planteaba Hijos de los hombres (2006). El espectador siente que le falta información y perspectiva, la misma que les niega la película a los intérpretes.

Cronenberg aprovecha las conversaciones para exponer sus ideas sobre el mundo que nos espera a la vuelta de la esquina: seres que basculan entre la insatisfacción, la perplejidad y la infelicidad; personas incompletas que se desentienden de la realidad de un sistema socioeconómico repleto de contradicciones más allá de las ventanillas securizadas del vehículo. Yo me quedo con el excurso de la asesora de teoría de Packer, que le regala un diagnóstico preciso de algunos males fundamentales, cuyas consecuencias fingimos desconocer. Sin duda este es el hallazgo más demoledor de la película, en las antípodas del uso desaprovechado que hacía de la misma situación Holy motors (2012) de Carax.



Cronenberg recrea en Cosmópolis las secuelas sicológicas de una sociedad masivamente urbana, infoxicada, inabarcable ideológicamente, imprevisible, irreflexiva y gregaria, en la que el dinero ha sucumbido al empuje de la tecnología y el lujo es el principal sucedáneo de la seguridad. Su conclusión es que estamos en plena estampida hacia el abismo, incapaces de detener la carrera o variar el rumbo. Hemos llegado a un punto de perversión en el que el conservadurismo ideológico cuestiona incluso algunas conquistas históricas de la democracia, como que la atomización de grupos políticos y el debate interminable que eso genera son una perversión de la permisividad y el abuso de la libertad. Sin embargo, la evidencia de un capitalismo neoliberal que acelera las desigualdades no les parece un proceso preocupante. El resultado es una descomposición social de consecuencias imprevisibles: ni podremos simplificar nuestras vidas ni volverán los consensos mayoritarios de nuestros abuelos (aunque algunos políticos y tecnócratas aún no se den por enterados). Cronenberg nos recuerda que el personismo está aquí para quedarse.





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jueves, 24 de octubre de 2013

¿El egoísmo como blindaje de supervivencia? (Gloria)

A veces la sinopsis argumental de un filme es infinitamente mejor que el filme. Gloria (2013) del chileno Sebastián Lelio --El año del tigre (2011)-- es un filme de balance triste, pero meritorio por atreverse a romper unos cuantos tabúes sociales: el primero y más necesario mostrar en pantalla, sin montajes ni encuadres pudorosos, la desnudez y el sexo más allá de la madurez; pero también determinados síntomas de desestructuración intergeneracional (que todos negamos en nuestros círculos familiares pero detectamos enseguida en los ajenos) o, por citar el que a mí más me inquieta, esa preocupante sintomatología de la sociedad capitalista avanzada que le impide o dificulta en extremo compaginar, no ya relaciones duraderas (eso ya está claro que era una leyenda urbana que trataron de inculcarnos nuestros padres), sino las imposiciones que el diseño mismo de la sociedad nos exige como norma de supervivencia. En corto y claro: el desajuste entre nuestra creciente necesidad de espacio personal y el tiempo dedicado al trabajo y logística básica prácticamente no dejan hueco para nada más.

Todas estas cosas las sugiere la película mientras asistimos a un fragmento de vida de la protagonista --interpretada por Paulina García, premio a la mejor actriz en el último Festival de Berlín-- en el que la pauta es la parsimonia narrativa, incluso a veces una cierta lentitud. Quizá sea una estrategia consciente del director para dar la sensación de cotidianeidad, de día a día que se repite en ciclos, pero también se echan de menos algunos momentos intermedios que sacudan al espectador para bien o para mal. En cuanto al contenido, el pegamento que mantiene unidas las escenas es la decepción: por un lado, los hijos de Gloria (emancipados hace tiempo) muestran claros síntomas de desapego; por otro la rutina de los encuentros en bares y discotecas en busca de una pareja que ahuyente el espejismo de la soledad (fugaz y poco gratificante por definición, pero que exige un blindaje sentimental y una gran inversión de tiempo y energía). Todo está ahí, la diferencia es que estamos acostumbrados a que sean treintañeros/as de buen ver y a que todos encuentren su media naranja. Aquí se trata de abuelas y abuelos que reproducen la misma pauta que cualquier otro exiliado del paraíso de la monogamia. La edad no importa (aunque sí el aspecto), pero los rituales y las sensaciones son los mismos. Con otro final, el tono de este texto habría sido muy diferente, pero en Gloria el arte se impone a la realidad, y por eso Lelio echa mano de la metáfora del anciano pavo real con sus plumas blancas (gracias por tu explicación Edu: sin ella no lo habría valorado de la misma manera) y de la canción de Umberto Tozzi que da título a la película (durante el verano en que se puso de moda yo tenía 14 años y me parecía una pastelada integral; hoy, escuchando atentamente la letra, me ha conmovido su poesía. El tiempo transcurrido ha hecho su trabajo sin duda).



Insisto una vez más: es precisamente el derroche energético que invertimos no solamente para procurarnos placer físico, sino en la búsqueda de una conexión mágica interpersonal, lo que provoca que cada vez más gente --en Japón se les conoce como herbívoros, hombres sobre todo, pero también mujeres-- deje de ver el sexo como una fuente de ventajas adaptativas (bienestar físico y mental, sociabilidad, calidad de vida, proyecto vital a largo plazo). Me parece que Houellebecq tenía toda la razón en Las partículas elementales (2006) cuando advertía acerca de las nefastas consecuencias del cortocircuito entre la atrofia del narcisismo hedonista y un deseo de consumo permanente y artificialmente alimentado. A medio camino entre el mundo feliz de Huxley (reproducción asexual en laboratorio, sexualidad socializada a todos los niveles) y la distopía posibilista de Hijos de los hombres (2006) (bloqueo reproductivo sobrevenido y desinterés sexual por causas psicobiológicas), está el paisaje que presenta Gloria con un estilo distante y errático: en ocasiones sale más a cuenta blindar voluntariamente los sentimientos y limitarse al sexo no necesariamente gratificante.




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lunes, 7 de octubre de 2013

Perdidos en el espacio interior (Gravity)

Alfonso Cuarón ha encontrado en Gravity (2013) una manera de armonizar sus innegables predilecciones en cuanto a estilo narrativo con las urgentes necesidades de la industria. Empiezo por las segundas: el cine comercial lleva años abocado a un cambio de usos que resulta imparable; las salas son un canal en recesión, en parte por errores propios y, en el caso español, por el aciago IVA cultural decretado por un gobierno analfabeto. Desde el punto de vista de la industria, la única variable capaz de mantener la recaudación es la tecnología, y afortunadamente para ellos ésta acudió al rescate. La tecnología 3D es una realidad consolidada para determinado tipo de cine-espectáculo (incluso se tridimensionalizan títulos que en su día no fueron rodados con este sistema, porque supone una mejora en la experiencia para el espectador, prolonga la explotación comercial de un filme y, por qué no decirlo, es una inmejorable excusa para aumentar en precio de la entrada. Así que, por esta gente, que todo lo que se ruede sea en 3D. Es más, que los guiones se escriban pensando en un rodaje 3D.

Y ahora las razones de Cuarón: por un lado está su preferencia por las tomas largas, elaborados «falsos» planos-secuencia donde las tecnologías digitales y fotográficas mantienen la ilusión de un único tiempo y espacio. Sabemos que no es así, pero resulta fascinante asistir al reto de resolver la acción sin recurrir al montaje analítico (a día de hoy tan acelerado y fragmentado que más que analítico es atomizado. Basta echar un vistado al prólogo de Quantum of solace (2008) para saber a qué me refiero). Y por otro lado la necesidad de tener detrás guiones sólidos, bien trabajados, que inviten a la militancia y/o la reflexión; o por lo menos encajen con un determinado sentido general de la existencia, ya sea en abstracto, en absoluto o con suficiente trascendencia. Por eso sus protagonistas los interpretan actores de primera fila, porque su cine no suele dejar indiferente (para bien o para mal).



La cosa es que Gravity se puede resumir en una sola palabra: espectacular. Es una película técnicamente impecable que explota a la perfección el espacio (nunca mejor dicho) en el que se desarrolla la historia. De entrada, deslumbra el nivel de detalle y de nitidez de las escenas de acción, pero tambien la liberación de la dictadura del eje espacial para la cámara: se la ve fluir constantemente, desplazándose, orbitando alrededor de los personajes, encajonada en pasadizos, girando, deteniéndose, atravesando materiales transparentes... Gravity es una virguería digital plena. La diferencia respecto a otros títulos tanto o más espectaculares es que no recurre a la casquería ni a los bichos raros; se supone que el drama humano debe bastar (y quizá por eso atrae a más público). Eso sí, que nadie se engañe: respecto al guión, la película apenas sobrevive con una mínima línea argumental. Estamos más cerca de Prometheus (2012) que de Blade runner (1982).

En este sentido, el filme de Cuarón me recuerda a Buried (2010) de Rodrigo Cortés, que mantiene el récord de minimalismo narrativo, pero en lugar de comprimir el espacio al mínimo, aquí se trata de expandirlo y de liberar la cámara hasta el infinito. La escena que sirve de prólogo (un plano continuo de casi diez minutos) contiene prácticamente toda la información que requerirá la película: situación, personajes, retos... La cámara salta de un personaje a otro, escuchamos sus conversaciones por radio, nos dejamos deslumbrar por las imágenes en segundo plano... Mientras tanto, el espectador --que es lo que pretende Cuarón-- asiste boquiabierto desde su butaca. Para cuando se quiera dar cuenta de que no hay más cera que la que arde, ya estará atrapado en la vistosidad de las imágenes. Gravity no consigue llegar al mismo grado de perfección que Hijos de los hombres (2006), y mucho menos a su calado político: de entrada, no creo que ese haya sido uno de sus objetivos (no todas las películas ambientadas en el espacio tienen que resultar profundas), sino más bien el entretenimiento y dar por cumplido un sueño de la infancia (Cuarón quiso ser astronauta durante muchos años).

No debemos esperar que una película que asume los riesgos de un reparto y un argumento mínimos y lo fía todo a la tensión (demasiado predecible a veces por culpa de la banda sonora) y a la espectacularidad incluya además una filosofía de la vida y del amor; eso sería demasiado. Gravity colma con creces las expectativas que suscita: buen cine comercial para ser disfrutado sin problemas y sin dar la sensación de que has bajado exageradamente tu listón como espectador.




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viernes, 13 de septiembre de 2013

Archivo SD: 4. Los tres entierros de Melquíades Estrada

1. Bienvenidos a Belleville
2. Fahrenheit 9/11
3. Serenity

Avance: los tres primeros meses del 2006 fueron los últimos de Sesión discontinua en versión página personal; y a diferencia del anodino 2005, aquel trimestre estuvo lleno de buenas películas (alternadas con otras que merecen no ser recordadas aquí). Tantas que me ha costado elegir un título para representar esta última etapa previa al salto a la blogosfera.

Arrancó el año con Manderlay (2005) la esperada secuela de Dogville (2003) de Lars von Trier, que no desmereció en absoluto a su predecesora, en lo que sigue siendo otra trilogía inconclusa de su imprevisible director. Pero es que luego se cruzó El castillo ambulante (2004) del recién jubilado Hayao Miyazaki, una película que desborda imaginación, ritmo y ternura, y que inspiró cinco años después la siguiente película de Pete Docter, que se ocupó de la versión inglesa del filme de Miyazaki: Up (2009). La fui a ver porque seguía bajo los efectos de la revelación que supuso en mi formación cinéfila El viaje de Chihiro (2001), un auténtico chute narrativo aún insuperado y que desmenuzaré otro día, lo juro. Y por último, Volver (2006) de Pedro Almodóvar, la que considero hasta la fecha su última película meritoria, cuando un estilo consolidado y un sentido del drama más que dominado revelan signos de una complejidad que anticipan la actual atrofia creativa.

Los tres entierros de Melquíades Estrada, dirigida e interpretada por Tommy Lee Jones, es un guión de esos que un actor de primera fila se empeña en convertir en filme, ya sea por el personaje que lo protagoniza, los escenarios en los que transcurre, un tema cercano en lo biográfico, o por la necesidad de rodar un determinado tipo de historia. El caso es que Jones acierta de pleno con el tono, la interpretación y el montaje. Un filme menor que me alegro de no haber dejado escapar en su momento, aunque sólo fuera por mero despiste frente a la cartelera.



Desenterrado Juan Rulfo (Los tres entierros de Melquíades Estrada) 
Publicada el 28/02/2006 (ver texto original)

Los tres entierros de Melquíades Estrada (2005) se posiciona rápidamente en la cartelera gracias a su atractivo título, prácticamente salido de un cuento de García Márquez o de Rulfo. Con ese primer dato la película ya tiene al espectador de cara; el segundo es el guionista: Guillermo Arriaga, responsable de dos recientes éxitos argumentales como son Amores perros (2000) y 21 gramos (2003). En este caso la estrella es el guionista antes que el director (que aquí aporta su prestigio como actor y demuestra su buen hacer en la faceta de actor, premiado en Cannes) que se dirige a sí mismo.

El argumento no desmerece en absoluto la idea que sugiere un título tan largo: Los tres entierros de Melquíades Estrada se obstina, en los capítulos centrados en los dos primeros entierros, en los detalles y las paradojas que orbitan alrededor de un incidente tan habitual como triste, la muerte de un emigrante mexicano en la frontera estadounidense. El tercer entierro narra el clásico itinerario geográfico que se convierte en itinerario moral y en recuperación iniciática de vidas pasadas y ajenas. Además, el tema de la muerte --tema mexicano por excelencia-- cobra protagonismo en este tercio final con un sentido del humor grotesco que en ocasiones roza lo macabro.

Todo ello sostenido mediante el mismo entramado narrativo que veíamos en 21 gramos, hecho a base de desorden temporal sin diálogos que sirvan de clave para orientarse; únicamente la repetición de escenas desde diferentes puntos de vista consigue situar al espectador, casi al final del segundo entierro. Es un síntoma más de la complejidad que alcanza el lenguaje cinematográfico y de cómo el público responde al reto. Bien por el guión de Arriaga y bien por la sensibilidad de Jones a la hora de realizarlo, descartando de entrada el melodrama y sin pretender que todos los cabos queden perfectamente atados. No estamos en Hollywood, estamos en la tierra de Pedro Páramo.





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domingo, 1 de septiembre de 2013

Antología de primeras escenas: 4. Twin Peaks

1. Reservoir dogs
2. Arizona baby
3. Cyrano de Bergerac

Twin Peaks (1990-1992) fue una serie de televisión que hizo saltar todas las alarmas. De pronto parecía que la ficción en la pequeña pantalla iba a dar un salto copernicano, y todo lo que viniera después no tendría nada que ver con lo que habíamos visto. No hace falta echar mano de la perspectiva de los años para saber que no iba a ser así: la serie terminó de forma abrupta y chapucera, obligada a echar el cierre ante la caída de la audiencia. Eso sí, podemos considerarla como un precedente de lujo para series actuales que, a pesar de temas y estilos totalmente a contracorriente, triunfan entre la audiencia: The wire (2002-2008), Breaking bad (2008-2013), El mentalista (2008...). Como público nos hemos hecho mayores y más exigentes; quiero pensar que en parte se lo debemos a Twin Peaks.

Twin Peaks es un ejemplo perfecto de la manera de trabajar de Lynch, sólo que en lugar de limitarse al primer tercio de película, se prolonga durante muchos más minutos. Los primeros capítulos se pueden considerar un máster en gestión de la información cinematográfica, perfectamente ordenada y dosificada, orientada al efecto y a la intriga. Se dice que la primera frase de una novela es muy importante porque establece el tono del resto del texto; el arranque de Twin Peaks cumple con creces este requisito, y debería estudiarse en todas las facultades del mundo. La historia comienza con el descubrimiento de un cadáver una mañana cualquiera en un pueblo del norte profundo: alguien descubre el cadáver, llama al sheriff, se presenta en el lugar con el médico y descubren de quién se trata. Es alguien del pueblo (el doctor pronuncia su nombre con asombro y tristeza). Cambio de plano. Una mujer llama a gritos a Laura. No han transcurrido ni dos segundos y ya sabemos que es su madre intentando que se levante. Ella no lo sabe, pero nosotros sí: no la va a encontrar en la habitación. Nos preparamos internamente para la reacción. Montaje y tiempo narrativo impecables. Una información mínima da de sí un desarrollo dramático de primer orden.


La noticia de la muerte recorre el pueblo como un latigazo: el sheriff va a avisar al padre de Laura, y su llegada coincide con la llamada preocupada de su esposa. El instante reúne simultáneamente a padre, madre y sheriff: los silencios suplen a las palabras. El teléfono cae al suelo y queda descolgado. Mientras la cámara lo recorre en detalle tan sólo oímos el sollozo desgarrado de la madre. En el episodio piloto cada nueva escena supone una revelación sorprendente y desconcertante: cada personaje relacionado con Laura Palmer no es lo que parece, y nos lleva a otro, que tampoco lo parece... Apenas han transcurrido dieciocho minutos y estamos abrumados por tantas incógnitas. En ese intervalo, además, Lynch se las apaña para mostrar a cada uno de los personajes involucrados en un brevísimo diálogo o situación que los define con maestría (el sheriff, la telefonista, el padre y la madre de Laura...). Se trata de personas normales sin duda, pero con un algo oculto que nos perturba, una nota discordante que los hace extraños y atractivos a la vez. E inmediatamente queremos saber más cosas de ellos. Y por encima de la imagen, la música de Angelo Badalamenti: inquietante, omnipresente (al final cargante, es cierto), pero muy adecuada para el tono que Lynch quiere imprimir a unos sucesos que basculan entre lo real, lo soñado y lo raro.

Para completar el puzzle, aparece el agente especial del FBI Dale Cooper: meticuloso, imprevisible y ultraprofesional. Los métodos que emplea son sumamente extraños, pero consiguen resultados. Poco a poco descubre indicios, reconstruye la noche en que murió Laura y perfila quién podría ser el asesino, pero lo hace de una manera --al menos durante los ocho primeros episodios-- que no contradice la lógica esencial de los acontecimientos y de las pistas que ha ofrecido previamente, al más puro estilo Conan Doyle. Deslumbrados, algunos críticos relacionaron la serie y a Lynch con el método paranoico-crítico enunciado en el esplendor de su éxito por el pintor surrealista Salvador Dalí. Me ha costado encontrarlo pero aquí está el artículo. Merece la pena.

Quizá Lynch encontró en el formato televisivo su propio talón de Aquiles para el modelo de narración que tan buenos resultados le ha dado en el cine (arranque firmemente anclado en la causalidad, final deliberadamente incomprensible): la necesidad de rodar más episodios, de adaptarse al concepto de «temporada», le obligaba a abrir nuevas subtramas, a alargar inútilmente las existentes, de manera que el fascinante enigma del comienzo perdió fuerza, interés y encanto. Al final, después de tantos sospechosos e incidentes paranormales, a casi nadie le importaba saber quién mató a Laura Palmer. Puede que esta sea la gran paradoja de esta historia: Lynch complicó la trama de tal manera que sin recurrir sus trucos habituales (apariciones, sueños, visiones, situaciones raras) consiguió acabar Twin Peaks como cualquiera de sus películas: de forma incomprensiblemente aburrida.

jueves, 22 de agosto de 2013

Ejemplares únicos (Winstanley)

Gerrard Winstanley (1609-1676) fue un reformador protestante y activista político inglés durante la época del Protectorado de Oliver Cromwell. Su nombre ha pasado a la historia como uno de los fundadores del grupo inglés conocido como True Levellers (Igualitarios Auténticos), para diferenciarse de la alianza de librepensadores y radicales que durante la Guerra Civil Inglesa de 1642-1651 defendieron una república laica, gobierno electo mediante sufragio universal, igualdad ante la ley, libertad de expresión, abolición de títulos y privilegios y el derecho universal a la propiedad de la tierra.

Los True Levellers se centraron en este último aspecto e intentaron llevarlo a la práctica en St George's Hill (Surrey): defendían un comunitarismo cristiano basado en la doctrina de los Hechos de los Apóstoles (donde se defiende la propiedad comunal de bienes), y la aplicación literal y práctica del aforismo popular (también incluido en la Biblia) que sostiene que los pobres heredarán la tierra.

Winstanley fue un hombre de negocios que, por circunstancias, acabó en la bancarrota y experimentó en carne propia el lado más cruel e injusto de un sistema político y económico (como lo era el inglés) concebido en exclusiva para los terratenientes. Sin propiedades, Winstanley era un desahuciado, un paria, obligado a ofrecer su fuerza de trabajo por prácticamente nada a cualquier noble o burgués. Fue entonces cuando se dio cuenta de la clase de desigualdad intolerable que sancionaban las leyes de su país, de cómo entraban en flagrante y escandalosa contradicción con la espiritualidad cristiana (con la que se suponía que estaban alineadas). Como reacción ante esta situación y persona culta y leída que era, Winstanley escribió dos opúsculos en los que denunciaba esta doble moral: La Nueva Ley de la Justicia (1649) y La Ley de la Libertad (1652) sostienen que el cristianismo es incompatible con la existencia de la propiedad y los salarios. Se trata de un torpedo en la mismísima santabárbara del sistema monárquico-feudal de la época. Ambos textos son el embrión de una corriente de literatura revolucionaria no panfletaria que cristalizará en 1789 con la Revolución Francesa, y años más tarde en el ideario del socialismo libertario.



Tras una serie de rifirrafes con las autoridades locales y judiciales por culpa de las continuas ocupaciones de tierras comunitarias en desuso, y de haber sembrado la esperanza de un futuro igualitario entre sus seguidores, en 1657 Winstanley recuperó parte de su fortuna y pudo reintegrarse en la casta de propietarios de la que fue expulsado sin contemplaciones. Y aunque siguió llevando una vida moderada, decente y honrada, fue abandonando y apaciguando el tono de sus reivindicaciones (por ejemplo, no compartió ni abrió su propiedad al resto de la comunidad, como creía que debía hacerse cuando era un desposeído). Una vez de vuelta en el bando de los terratenientes desistió en su impugnación a la totalidad del complejo político-feudal realmente existente, aun cuando buena parte de la argumentación de sus libros fuera irreprochable desde el punto de vista de los desheredados (una de las razones que explican la vigencia y la actualidad de sus escritos).

Y es que Winstanley utilizó en sus ataques contra el poder terrenal un esquema lógico tan arriesgado como difícil de rebatir en su época: utilizar en sus denuncias algunos conocidos apotegmas de la Biblia (teniendo buen cuidado de no incurrir en herejía alguna). Confrontando los textos sagrados con la realidad social revelaba la enorme distancia entre unos y otra, pero también el grado de perversión interesada a que había llegado la connivencia entre el poder eclesiástico y el político. Winstanley acertaba de pleno poniendo al descubierto una tremenda impostura en lo más profundo y sagrado de la doctrina oficial de todas las instancias del poder: la evidencia inobjetable de una sociedad desigual, un ejercicio discrecional de la autoridad y un cinismo totalmente incompatible con el humanitarismo de raíz cristiana. La crítica de Winstanley es demoledora y de un enorme calado, y se produce en un momento en que la única contestación posible al poder consistía en la violencia y el enfrentamiento. La obra de Winstanley es doblemente comprometedora, ya que combate al enemigo con sus mismas armas: una argumentación extraída de la doctrina cristiana y la perversa lógica dialéctica de autoridades, políticos y jueces.





Todo este excurso previo viene a cuento de Winstanley (1976), un filme dirigido por Kevin Brownlow y producido por el British Film Institute. La filmografía de Brownlow se compone básicamente de documentales sobre grandes directores de la época muda cuyo objetivo es transmitir un legado mediante entrevistas y un detallado análisis de su obra. Brownlow es, además, un concienzudo investigador especializado en películas perdidas y en la revisión de archivos (su estudio sobre el material hallado en los archivos personales de Chaplin se convirtió en una serie modélica --Unknown Chaplin (1983)-- imprescindible para comprender y valorar adecuadamente la figura de Charlie Chaplin). También es un reputado restaurador de celuloide, siendo su principal objetivo la recuperación de títulos de la etapa muda, las que, debido al soporte en que fueron filmadas, corren mayor peligro de desaparición. El conjunto de su labor fue justamente reconocida en 2010, cuando la Academia del Cine de EE UU le otorgó un Oscar honorífico.



Winstanley revela el sentido de la meticulosidad y la capacidad analítica de su director al escoger un tema que trasciende fácilmente los sucesos narrados, procurando que puedan ser extrapolados al presente y servir como instrumento pedagógico (especialmente en las aulas) para la comprensión del pasado a través del audiovisual. Por todas estas cosas, Winstanley es una auténtica rareza cinematográfica que merece un examen cuidadoso:

1. Se trata de un título que concuerda con algunas características del cine de culto (en versión magistralmente sintetizada por Andrés Mego en su blog La tetona de Fellini). Una etiqueta evanescente y polémica que cobra un significado más útil y concreto cuando entrecruzamos 5 ejes extracinematográficos que abarcan lo sensorial, lo enfático y lo contextual:

a) Visión: filmes que tienen a la transgresión formal y (sobre todo) visual. Imágenes desconcertantes, desagradables, intolerables, vulneración de tabúes sociales y culturales...
b) Gusto: poseer un encanto que no emane de los elementos tradicionales de la narración (actores, momentos definitorios...), sino de la valoración posterior de unos contenidos superados o caducados. En ocasiones, ese mismo encanto se desprende de una incompetencia formal no deliberada ni consciente.
c) Intención: títulos que suponen un atrevimiento contra la moral o la ética de su tiempo y que, cuando la sociedad modifica su criterio y se alinea con el filme, son contemplados como valiosos indicios de cambio de tendencia. Es exactamente el mismo proceso que la historiografía conservadora gusta de enfatizar como determinados principios de progreso en el pasado.
d) Digestión: existencia de un ritual espectatorial, un contexto específico de visionado o convocar a su alrededor una comunidad de devotos e iniciados con un fuerte sentido de pertenencia, comprometidos y posicionados frente a una mayoría ajena.
e) Estatus: títulos con anécdotas e imprevistos de rodaje que, por su importancia, marcan el significado último de la película; rarezas casi desconocidas de cineastas luego famosos; obras incomprendidas, películas únicas, formatos y/o temas no habituales en la filmografía de un director...

Winstanley encaja a la perfección en la última categoría: una película de culto por estatus, un filme de ficción en medio de un filmografía plagada de documentales, por la radicalidad en el tratamiento formal y técnico (planificación narrativa, fotografía en blanco y negro, uso de luz natural). Pero también por la singularidad de la anécdota principal (un episodio menor de la historia moderna inglesa), así como el enfoque entre crítico e historiográfico que implica.

2. La película narra los conflictos de los True Levellers (liderados por Winstanley) con las autoridades locales por su ocupación de tierras comunales para realizar cultivos de autosubsistencia. Tras una cuidada introducción histórica, la historia se centra sobre todo en la forma que tiene Winstanley de enfrentarse al poder, especialmente en los argumentos que emplea para defender sus acciones. La cuidadosa elección de palabras, los enfrentamientos dialécticos con la autoridad, la evidencia de un sistema legal kafkiano (Winstanley quiere defenderse a sí mismo ante el juez porque no tiene dinero para pagarse un abogado, pero el juez se niega a escucharle porque la ley obliga a que los alegatos los realice un abogado), el desamparo de los True Levellers ante cada incursión de los soldados, que les destrozan el campamento y les impiden cultivar la tierra. Y como en cualquier proceso revolucionario, surgen las disputas entre los que prefieren transigir parcialmente (y aceptar el dinero como instrumento de cambio) y los que se aferran a los principios ideológicos (Winstanley, que sólo admite el trueque y abomina del dinero porque está convencido de que acaba desvirtuando el valor de todo). Son las escenas más importantes de toda la película, cuyos detalles e implicaciones invitan a la reflexión y al debate: cómo actuar cuando uno se ve inmerso en iniciativas que impugnan aspectos clave del sistema; más concretamente en todo lo que afecta a la propiedad, la igualdad y un despilfarro consentido que extiende y prolonga las desigualdades sociales. Es fácil (y recomendable) extrapolar la actitud de Winstanley y las reacciones que provoca a los primeros años de la Revolución Rusa, cuando Lenin y Trotsky polemizaban acerca de los fines y métodos del marxismo en un contexto histórico no explícitamente previsto por Marx; o relacionarlo con las temerarias transformaciones que introdujo Mao Zedong con su Revolución Cultural.

3. La película, además, opta por una cuidadosa recreación material (vestuario, objetos, interiores, ambientación). La batalla inicial («El rey contra el Parlamento») incluye un minucioso montaje a base de insertos que muestra en detalle las armas de la época y su uso, así como de tácticas de combate, y que recuerda mucho a Barry Lyndon (1975) de Stanley Kubrick, estrenada apenas un año antes. Los habituales elementos dramáticos que refuerzan la identificación del espectador (momentos definitorios, objetivos, plazos) están reducidos al máximo; tan sólo dos personajes poseen un tratamiento diferenciado propio del cine de ficción: el protagonista y la esposa de uno de los propietarios de las tierras ocupadas, que apoya económicamente a los True Levellers sin que su marido lo sepa y, además, alberga la secreta esperanza de unirse a ellos. El resto es mera mostración cronológica de un proceso, casi al estilo del reportaje televisivo. Es esa curiosa mezcla de estilo ficcionado con determinados recursos del documental lo que convierten a Winstanley en una rareza que merece ser divulgada, con independencia del valor de su análisis historiográfico.

Winstanley es un filme que mantiene intacta buena parte de su significación: a pesar de que la Biblia ha perdido parte de su valor como libro de referencia en cuanto a ética humanitarista, la igualdad de oportunidades y las desigualdades sociales de facto son las dos caras de un debate cuyos éxitos y fracasos siguen lastrando la calidad de las democracias laicas del siglo XXI. Desde un punto de vista exclusivamente cinematográfico, en cambio, permite conocer de primera mano algunas posibilidades de la narración cinematográfica para trascender la ficción y adentrarse en el ensayo y en el análisis críticos, un terreno que, por desgracia, todavía permanece prácticamente inexplorado.




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lunes, 12 de agosto de 2013

¿Magos con incontinencia social? (Ahora me ves...)

El cine es magia, afirma el dicho popular, pero Ahora me ves... (2013) de Louis Leterrier --director francés con una breve pero intensa filmografía repleta de títulos de acción-- trata de aplicarlo tan a rajatabla, tan sin dejar el más mínimo respiro al espectador y llevándolo hasta sus últimas consecuencias, que acaba adentrándose en el terreno del sinsentido. Da la impresión de que el filme se ha concebido y producido teniendo muy presentes algunas ideas-fuerza sobre la audiencia contemporánea y el deber del artista ante semejante público: la primera que la mayoría de la gente padece un severo síndrome TDA (Trastorno por Déficit de Atención) por culpa de los infinitos estímulos tecnológicos móviles, lo cual significa que al más mínimo síntoma de aburrimiento dejará de prestar atención o interés a lo que está viendo. Ese mismo TDA severo, siguiendo esta teoría, impide a la gente ir a las salas de cine, ya que es una tarea que requiere planificación y diferir la gratificación que supone; por ese motivo (y aquí va la segunda premisa) el cine actual está obligado a fabricar productos atractivos e impactantes desde el segundo cero, de manera que el espectador, durante la proyección, no sienta que se aburre ni le entre el pánico a estar perdiendo el tiempo, ya sea porque el argumento se ralentiza, entra en detalles, se le invita a reflexionar y/o a avanzar hipótesis sobre lo que va a suceder. El espectador que presupone un filme como Ahora me ves... es alguien que se sube a una atracción extrema de un parque temático esperando un carrusel sensorial, que para eso ha pagado. Todo lo demás es secundario y además carece de interés.

Desde el punto de vista cinematográfico, ese carrusel sensorial equivale a no dejar la cámara quieta ni un instante, a acelerar la trama sin descanso, a encadenar una revelación tras otra: explosiones, sospechosos, persecusiones, saltos, luces, tecnología, efectos, humo... Teniendo en cuenta que el argumento gira en torno a la magia, la fragilidad de nuestras percepciones y esas cosas, el contraste entre estilo y guión no puede ser más acusado y paradójico. Ahora me ves... es un papel de celofán brillantísimo que, con la excusa de que todo lo que sucede es porque hay un truco detrás, se permite el lujo de dinamitar y de prescindir de una mínima lógica cinematográfica, fabricando un enredo en el que las explicaciones o están mal dadas o simplemente no existen. Igual que hace el mago al desviar la atención del público para que no se note el truco, el director lo llena todo de luces, movimientos de cámara y trampantojos imposibles que no se sostienen más allá de la persistencia retiniana. Hacia la mitad de película, el espectador que, como yo, se empeña en atar cabos o anticipar acontecimientos, renuncia a todo y se deja llevar por la corriente de imágenes y de espectacularidad.



Si no hay comienzo ni desarrollo antes es difícil que el final, cuando llega, se pueda considerar abierto; más bien se trata de interrumpir el flujo de imágenes. No se puede acelerar ni retorcer más el ritmo sin comprometer la comprensión y la comunicación, de modo que se tira de tópicos: los personajes se quitan las caretas (sabíamos que las llevaban, pero no tan mal puestas) y explican sus motivos (lo que no sabíamos es que lo harían tan mal); y el clímax final queda convertido --literalmente-- en un tiovivo, un callejón sin salida argumental sin pies ni cabeza. Eso sí, la única certeza que mantuvo el espectador durante toda la proyección se confirma: los protagonistas acaban enrollados, aunque para ello tengan que atravesar océanos y confesar cosas que, tras un mínimo análisis, resultan risibles y ridículas. Louis, te has quedado a gusto....




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martes, 6 de agosto de 2013

Experimento inquietante (Solo el viento)

Me decido a ver Solo el viento (2012) de Benedek Fliegauf porque trata sobre un tema que afecta tangencialmente a la situación de los gitanos en Hungría, un país que es, desde 2004, miembro de la Unión Europea. Me preparo para poner al día mis conocimientos sobre el tema (que sirvieron de base para mi tesis doctoral, allá por 1998) y contrastar recursos, esquemas y arquetipos cinematográficos de antes y de ahora. Por ese lado, me entristece comprobar cómo las cosas no han cambiado apenas nada: la realidad gitana sigue caracterizada por la marginación, el prejuicio racial de la sociedad mayoritaria, el chabolismo, la desintegración de los linajes tradicionales y la supervivencia en trabajos escasamente cualificados y a base de pequeños hurtos (que sirven para reforzar el prejuicio del resto de la sociedad hacia ellos). El diagnóstico de mi tesis sigue vigente en lo básico: los gitanos siguen sufriendo las consecuencias de una desintegración cultural provocada por las desigualdades económicas y los prejuicios ajenos; un panorama preocupante que la película hace extensivo a la sociedad húngara (desesctructuración familiar, machismo, violencia escolar, paro de larga duración, bandas parapoliciales...). El bienestar en la Unión Europea --digan lo que digan sus dirigentes y los comunicados oficiales-- hace tiempo que ha entrado en caída libre.

La diferencia es que esta vez los gitanos no son el eje central de la película, sino únicamente el punto de partida del argumento: una serie de crímenes cometidos entre 2007 y 2009 contra familias gitanas (algunas de ellas en fase de integración, auqne sea precaria), que fueron asesinadas sin contemplaciones y sin que trascendiera la existencia de un grupo parafascista o racista. Se trata de sucesos que todavía no han quedado aclarados (a día de hoy los sospechosos siguen pendientes de juicio), pero lo importante es que han servido a Fliegauf para componer una reflexión sobre la fragilidad, el desamparo y las consecuencias de una existencia en permanente amenaza. Solo el viento es un filme que exhibe un esquema narrativo bien definido y mejor desarrollado, encajado con habilidad en la anécdota que pretende contar. Para empezar, la abundancia de planos por la espalda de todos los protagonistas durante sus desplazamientos (ya sean urbanos o por los bosques): se trata de un recurso cinematográfico que se utiliza para transmitir vulnerabilidad, ya que el espectador tiende a pensar que en cualquier momento irrumpirá algo amenazante. El uso casi constante que hace el director de este tipo de plano acaba provocando una tensión insoportable en el espectador (y que es, a mi entender, el objetivo principal de la película), transmitiendo con eficacia las sensaciones que provoca vivir siempre con miedo. El segundo recurso es un despliegue de las diferentes tramas narrativas deliberadamente lento: la cámara va siguiendo alternativamente a cada uno de los miembros de la familia protagonista a lo largo de un día completo, y a cada momento pensamos que es ahí --en cada silencio, en cada mirada, en cada recodo-- donde se desencadenará la violencia que anuncia el argumento desde el primer minuto. El resultado es un filme incómodo para el espectador que consigue sus objetivos sin apenas recurrir a efectismos visuales (escenas de violencia) o dramatismos (recrearse en las injustas condiciones de vida de los gitanos). Y no voy más allá para no arruinar la experiencia a los que quieran ver la película.



Y es que, como se encarga la película de explicar en una escena explicativa al más puro estilo clásico y artificialmente insertada, el hecho de que se ejerza una violencia sistemática contra un grupo minoritario (en este caso los gitanos) lleva a pensar inmediatamente que detrás hay una motivación racista; pero el hecho de que no se reivindique (como es el caso de estos crímenes) deja el mensaje a medio comunicar y provoca aún más inquietud que la violencia por sí sola. Más aún que las agresiones racistas, tememos la violencia gratuita, la que no tiene razón ni explicación racional. Los sucesos que narra Fliegauf se sitúan al borde mismo de la paranoia, porque no hay nada que la justifique (aunque sea mediante una premisa falsa, errónea, sesgada, estúpida, insostenible y/o repulsiva). Necesitamos un motivo para todo, incluso para lo más abyecto, porque de lo contrario entramos en una espiral de pánico constante, la misma que experimentan los gitanos en la película.

Solo el viento no es un alegato al uso sobre el racismo, ni la violencia, ni siquiera una reivindicación --ni humanista ni cabreada-- sobre las desigualdades o las injusticias sociales; se trata de un ensayo muy original que pretender transmitir la experiencia de vivir bajo la amenaza incesante de la agresión, pero no porque lo que hagas o digas provoque malestar o airadas reacciones en contra, sino por el hecho mismo de ser como eres. No era un reto fácil, pero Fliegauf sale con buena nota del intento, y con el Gran Premio del Jurado en Berlín 2012 bajo el brazo.




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miércoles, 24 de julio de 2013

Solidez expositiva (Hannah Arendt)

Margarethe von Trotta es una veterana cineasta alemana que debutó en 1975 con El honor perdido de Katharina Blum, adaptación de la novela de Heinrich Böll, y que ahora se ha lanzado a hacer una película para contar todo lo que necesita que se sepa sobre Hannah Arendt (filósofa de la sociedad contemporánea y discípula a la vez que amante de Martin Heidegger) y la polémica que en 1961 provocaron sus crónicas del proceso a Adolf Eichmann (un antiguo teniente coronel de las SS nazis capturado por el servicio secreto israelí) para la revista The New Yorker.

La polémica se desató debido a sus comentarios acerca de la "excesiva" colaboración que ofrecieron los Judenrat, consejos judíos a cargo de la organización interna de los deportados, los cuales facilitaron la labor a los nazis en la identificación y expolio de sus compatriotas en los mismos guettos dondes estaban confinados. Para Arendt, quizá no ofrecieron la necesaria resistencia ni tuvieron suficiente valor cívico para oponerse a realizar la ingrata tarea que se les encomendó. Sin su colaboración forzosa pero eficaz, apuntaba Arendt, quizá el desastre humano, ético y político que supuso la Solución final no se hubiera convertido en una reacción totalitaria, atroz e incontrolable del Espíritu Absoluto hegeliano (un concepto que Hegel acuñó inspirado por el esplendor del estado prusiano de su época, que convirtió en motor fundamental de la historia y cuyo corolario era aquello de que todo lo racional era real), una afirmación sintácticamente correcta pero carente de todo contenido lógico cuyo reverso ha acabado identificado con el horror nazi y la expresión histórica del Mal Absoluto.

A pesar de que este concepto hizo fortuna en ensayos posteriores (el periodismo, la televisión y el cine han acabado por popularizarlo), Arendt no estaba conforme con esa visión, ya que lo cierto es que el totalitarismo nazi fue llevado a la práctica en último extremo por personas normales y corrientes: funcionarios y mandos intermedios no necesariamente fanáticos del nacionalsocialismo. Muchos de sus seguidores y colaboradores (dejando aparte la élite del gobierno hitleriano, que fue la auténtica responsable directa) fueron gentes mediocres, cafres insensibles que actuaron por omisión y/o por cobardía, escudándose en la obediencia debida para negar su parte de responsabilidad en el exterminio. Este argumento patéticamente peligroso y egoísta de ejercer el terror fue lo que llevó a Arendt a denominar esta actitud y sus consecuencias nefastas como la banalidad del mal, en oposición directa al concepto absoluto hegeliano, eliminando explícitamente toda trascendencia y sentido de la racionalidad a un mal ejercido mediante una política orientada pública y sistemáticamente al exterminio humano. Sin embargo, para muchos supervivientes judíos, declarar banal algo así equivalía a una herejía, una frivolización de su sufrimiento, a despojar de buena parte de su significado moral a la derrota del nazismo. Es posible que tarde o temprano algún otro estudioso hubiera llegado a una conclusión parecida, pero la capacidad analítica de Hannah Arendt aceleró extramadamente este proceso, planteándolo cuando todavía el mundo estaba asimilando las consecuencias de tanto horror revelado y muchos de sus supervivientes ansiando reconocimientos oficiales a su sufrimiento. La reacción en contra era inevitable.



Von Trotta ha querido poner en imágenes este episodio e ilustrar no sólo determinadas ideas --radicalmente argumentadas e irrenunciables para Arendt debido a su certeza-- sobre ética y filosofía política, sino sus consecuencias sobre la conservadora, maniquea y acomodada sociedad estadounidense que creía haber superado las heridas dejadas por la Segunda Guerra Mundial. El cine estadounidense, ante un reto similar, sin duda habría optado por puntuar los hechos con escenas a base de contrapuntos personales y recuerdos lacrimógenos, recursos dramáticos básicos para ahondar en el sufrimiento humano (justamente lo que Arendt quería evitar en su análisis) y esquivar la verdadera naturaleza del problema prácticamente el único argumento que esgrimió Arendt en su defensa): profundizar analíticamente en un fenómeno, por muy repulsivo que sea, no equivale a justificarlo ni a defenderlo. Arendt se vió rodeada de toda clase de críticas debido a que sus crónicas periodísticas superaron con creces el simple relato pseudoliterario que la mayoría esperaba.

El guión se desarrolla de forma estrictamente cronológica (apenas unos breves saltos en el tiempo), apenas unos rodeos dramáticos y secundarios que completan el ambiente humano y social en el que vivía Arendt, como si de alguna manera eso hubiera de servir de contrapeso ante lo incómodo de sus ideas. La película se limita a narrar los sucesos previos y posteriores a la polémica sin tratar de añadir matices innecesarios: no estamos ante una historia que busca ampliar el foco o situar en un determinado contexto algo que no fue debidamente comprendido en su momento. Al contrario, se trata de mostrar la vida de la mujer extraordinariamente preparada (en lo académico y debido a una experiencia vital que la alcanzó directamente) para comprender y analizar el fenómeno al que se enfrentó. La única escena en la que von Trotta se deja llevar por la construcción dramática propia de toda ficción cinematográfica es en la conferencia, en la que matiza y expone su versión de los hechos ante los estudiantes y profesores (éstos últimos en contra de su presencia en las aulas a raíz de sus opiniones). Ese es quizá el único momento en que asoma la pasión en un filme que la evita deliberadamente. El cine americano --no puedo dejar de mencionarlo-- no hubiera insertado esta escena al final, a modo de clímax puro y duro, sino que se habría beneficiado de su efectos de una forma más obvia: quizá antes o después de otra escena en la que Arendt sufriera un revés sentimental que destacara aún más su integridad moral. La película de von Trotta es suficientemente sólida como para no tener que recurrir a estos trucos: basta con los hechos más su punto de vista.

Y para terminar, un detalle curioso que contextualice una película hecha tan a la contra dentro del panorama del cine contemporáneo: cuando haces una búsqueda en Google, el autocompletado asume que si escribes Hannah te refieres a Montana y no a Arendt.




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domingo, 21 de julio de 2013

Paranoias cuánticas (Solaris)

La adaptación cinematográfica de Solaris (1972) --dirigida por Andrei Tarkovski y basada en la novela del mismo título de Stanislaw Lem-- reúne demasiados prejuicios para ser considerada un clásico indiscutible de la ciencia ficción. Se le reconocen indudables méritos, pero no acaba de reunir un consenso unánime sobre su valor cinematográfico. El primer problema es que tiende a ser reinterpretada como la respuesta soviética a la estadounidense 2001: una odisea del espacio (1968) que apenas cuatro años antes había levantado una enorme polvareda interpretativa entre público y expertos (limitar el filme a una reacción al de Kubrick fue una forma simplista de extender la Guerra Fría a terrenos no directamente relacionados con la política). El segundo gran prejuicio es la inmmerecida fama de Tarkovski de cineasta lento, espeso y/o pedante; aunque gran parte de culpa la tienen sus exégetas literarios, que han rodeado cada película suya de un aura mítica y de tal acumulación de significados que, de entrada, repelen al curioso. El tercero lo revelaré más adelante.

Kris es un sicólogo enviado para investigar los extraños sucesos que tienen lugar en una estación orbital que, desde hace décadas, estudia el extraño océano descubierto en un lejano planeta llamado Solaris. Los tres científicos que permanecen en ella afirman haber visto cosas increíbles y, a pesar de todas la evidencias en contra, Kris --una persona distante y racional-- debe averiguar si todo aquello tiene una base racional. Tal como demuestra la versión que hizo de la misma novela Steven Soderberg en 2002, el cine estadounidense sabe que necesita enganchar al espectador con un punto de partida tan prometedor como éste, y por eso dedica los diez primeros minutos de película a establecer el enigma, designar al investigador y a mostrar el ambiente en el que se desarrollará la acción (lejos de la humanidad, en la soledad del espacio, en una nave semidesierta).

En cambio, Tarkovski no ofrece ninguna información a modo de presentación, sino que obliga al espectador a deducir los motivos de los personajes y sus reacciones a medida que se desarrollan. El prólogo muestra a Kris en la Tierra, recabando información de un antiguo piloto destinado en la estación espacial que declaró en su día haber visto cosas extraordinarias; no será hasta el segundo cuarto cuando Kris desembarque finalmente en la estación y comience su misión. La estación orbital que encuentra es una especie de cruce entre el Nautilus del capitán Nemo (objetos decimonónicos, decoración burguesa y estancias impensables en un entorno espacial, como una biblioteca llena de volúmenes ¡en papel!) y la tecnología setentera, espartana y ruda de las Soyuz, en la que reina un desorden que contrasta con la blancura y la frialdad de la Discovery, la nave de 2001: una odisea del espacio.

La novela de Lem se publicó en 1961 y profundiza en una de las principales obsesiones de la posguerra occidental: la posibilidad de vida en otros planetas y el establecimiento de contacto con formas de vida inteligente no humanas. Al igual que Clarke, el escritor polaco ofrece su propia visión de tal posibilidad, pero en lugar de enfocarlo desde el punto de vista científico, opta por los retos sicológicos que implica, así como las posibles secuelas en los humanos. Solaris es, ante todo, una novela humanista acerca de los límites de la comunicación y la aceptación de lo desconocido.



Nada más llegar, Kris descubre que uno de los científicos, amigo suyo, se ha suicidado, mientras que los otros dos tripulantes le evitan y se comportan de forma enigmática. Su amigo le ha dejado una videograbación en la que se despide a la vez que revela detalles sobre los extraños fenómenos que tienen lugar en la estacion (y que se supone que Kris debe conocer). El protagonista, sin embargo, en ese momento, sabe tanto como el espectador, por lo que compartimos su estupefacción cuando, junto a su amigo, aparece una figura humana que no corresponde a ningún miembro de la tripulación. Desde el punto de vista cinematográfico, el modo elegido por Tarkovski para introducir el dilema, es tremendamente eficaz: Kris está viendo una grabación, y por tanto la figura humana que aparece en pantalla no es algo que pueda atribuir a una alucinación de sus sentidos, sino que es algo ha quedado registrado, y por tanto es doblemente real. Más tarde, al visitar a otro de los tripulantes, Kris y el espectador ven cómo una pequeña figura aparece momentáneamente en escena (un niño o un enano, no da tiempo a verlo) que se oculta rápidamente. Al no mediar explicación alguna por parte de los personajes, nuestra reacción como espectadores --igual que Kris-- es de desconcierto e inseguridad, pues creemos haber visto algo cuya mera presencia requiere una explicación que, eso es seguro, no será banal.

Esas apariciones son en realidad los vivientes, réplicas corporales de personas que conocen quienes reclan en la estación, al parecer generadas por el océano de Solaris por una razón desconocida (intento de comunicación, reacción defensiva...). La clave --tanto de la novela como del filme-- consiste en explicar cómo la presencia de estos seres es aplicada hasta sus últimas consecuencias: basta imaginar cómo reaccionaríamos al encontrarnos frente a una persona de nuestro pasado que sabemos que está muerta. Los vivientes son incapaces de estar físicamente separados de los humanos de cuyos recuerdos son producto; no saben que su naturaleza no es humana ni que son indestructibles (los humamos pueden matarlos o deshacerse de ellos, como hace Kris la primera vez, pero siempre regresan sin memoria de lo sucedido). Carecen de pensamiento, de sentimientos y de recuerdos propios, son meras emanaciones corpóreas de origen desconocido que reaccionan de forma imprevisible en cada momento.

Lo que nadie sabía, hasta la llegada de Kris y la aparición de Hari --su mujer, fallecida hace años-- es que, gracias al contacto prolongado con humanos, pueden adquirir conciencia de su naturaleza. Kris se siente incapaz de repudiarla porque sus sentimientos de amor regresar y lo confunden; aun así, tras la primera aparición, su mente racional le lleva a realizar un experimento: introduce a Hari en uno de los cochetes de emergencia y observa cómo se pierde en el espacio. A la mañana siguiente comprueba, nada más despertar, que Hari está allí de nuevo; no recuerda nada del día anterior y, además, el mismo chal que dejó la primera Hari sigue allí. Eso no impide que la segunda lleve otro igual.


Escena de la primera adaptación de Solaris a la pantalla, dirigida por Lidiya Ishimbayeva y Boris Nirenburg para la televisión soviética en 1968.

Todo esto que acabo de sintetizar no se explica ni directa ni indirectamente en la película: es necesario haber leído la novela o deducirlo mediante las imágenes (ya que los diálogos no ayudan en absoluto). Y aquí radica el tercer prejuicio: obliga al espectador a estar atento y a recomponer la historia en ausencia total de claves explícitas y de momentos definitorios. Para hacerse una idea de lo que esto implica veamos un ejemplo en el extremo opuesto: el cine de los grandes estudios de Hollywood. Este tipo de cine trata de evitar a toda costa cualquier trabajo al espectador. Es más, considera que hacerlo conscientemente es contrario a los objetivos del auténtico cine de entretenimiento. Esta idea viene de lejos: el cine clásico que le precedió, a pesar de que resultaba bastante obvio, dejaba bastante margen al espectador para que anticipara el argumento; sin embargo, desde que cambió el siglo, los guiones se han simplificado en extremo, estereotipando los personajes y las situaciones debido a un pánico irracional a que el público (al que se le presume muy poco nivel) se pierda. El resultado es un cine en el que tanta acumulación de obviedades resulta cargante, redundante y previsible.

Los vivientes proporcionan a Tarkovski una excusa ideal para jugar con algunos recursos de la narración cinematográfica: el filme se plantea desde la racionalidad científica, por lo que los personajes --y el espectador también-- asumen que no se trata de alucinaciones ni de una excusa para, más adelante, introducir elementos fantásticos imposibles de encajar con lo visto. Aquí no se esperan chorradas pseudotranscendentes del estilo Horizonte final (1997) o Prometheus (2012), por lo que los vivientes deben tener un origen plausible. El uso más original es cuando Kris decide desacerse de Hari en el cohete de emergencia: para mostrar su naturaleza no-humana y no-lógica quiebra uno de los ejes fundamentales de la narración cinematográfica (la causalidad): si Hari, a la que hemos visto embarcar, aparece al día siguiente como si nada es que algo muy extraño sucede. Al transgredir esta norma casi universal, el espectador experimenta la misma sensación de extrañamiento que Kris.

Solaris es un filme complejo que requiere predisposición, no sólo por renunciar a explicar un relato a la manera convencional, sino por la originalidad de un planteamiento que la literatura y el cine tienden a simplificar por razones de economía y comprensión narrativas. Lo normal es recrear un hipotético contacto con extraterrestres recurriendo seres más o menos humanoides; supongo que es así debido a una inercia cultural comprensible: tratar de enfatizar las diferencias físicas entre humanos y alienígenas sin perder del todo una esencia antropomórfica común que evite convertir el relato en algo opaco, espeso, complicado y poco empático. Y también --por qué no-- para no descolgar al espectador. La novela de Lem, cuyo desafío supera Tarkovski con nota, renuncia a esa tradición y opone elementos completamente disímiles: seres humanos limitados e ínfimos frente a un vasto y enigmático océano incapaz de articular palabra alguna. La arriesgada elección del novelista y del cineasta obtienen un resultado previsible: la novela y la película tienen fama de opacas, espesas, complicadas y poco empáticas. Se dice que, en caso de que haya otras formas de vida inteligente en el universo, sería imposible la comunicación con ellas, porque su existencia misma implicará un sistema físico incompatible con el nuestro. Igual esto va a ser cierto también para la narración.




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martes, 9 de julio de 2013

Trilogía de lo inefable (Antes del anochecer)

Con Antes del anochecer (2013) culmina una trilogía dirigida por Richard Linklater sobre las relaciones de pareja que comenzó con Antes del amanecer (1995) y siguió con Antes del atardecer (2004), retomando la misma pareja protagonista y los mismos actores --Julie Delpy y Ethan Hawke-- esta vez colaborando directamente en el guión. Respetando el tiempo real transcurrido entre filme y filme, recrea algunos hitos archiconocidos de la convivencia, asociando cada fase a un momento del día. Esta tercera entrega supone el inevitable cierre y balance que todos esperamos. En una película planteada como Antes del anochecer lo importante no es lo que se ve, sino lo que se dice y cómo se dice.

Estructurada en largas tomas conversadas que sostienen todo el argumento y en las que los protagonistas demuestran su capacidad para llevar este tipo de escenas (casi una rareza en el cine actual), todo el interés radica en conocer cómo les ha ido a Jesse y Céline estos años: sus logros, sus desavenencias, sus planes, sus cambios de opinión respecto a todo... Pero especialmente exhibiendo como intérpretes su capacidad de improvisación y su habilidad para introducir cada nuevo tema (lo más complicado en este tipo de películas, porque equivale a dejar entrever las costuras de un guión obligado a fluir con naturalidad).



El filme retrata un presente idílico en Grecia, al final de un verano en que Jesse y Céline se sienten muy cerca uno del otro, disfrutando de buena compañía y de conversaciones profundas, propias de gente con estudios superiores, éxito profesional, nivel de renta elevado y la misma innata tendencia a la teorización irónica sobre la vida y el amor que los personajes de Woody Allen en sus mejores títulos (es ahora cuando podemos calibrar la enorme influencia de este cineasta en el cine posterior). El espectador no tiene más que acomodarse y disfrutar de una historia sin florituras formales que dosifica adecuadamente los momentos culminantes y avanza a base de cambios de escenario y la luz decreciente de un sol que augura algo más que el crepúsculo.

El problema de las tres fases de una relación es que, excepto en la primera (la inicial, la del sexo y hablar), en la que la elección/hallazgo de un único objeto de deseo proporciona un chute hormonal irrepetible gracias a su combinación de bienestar físico y sentimental, en ellas puede suceder todo lo bueno y todo lo peor. La segunda, que en circunstancias normales sería la de la consolidación, también puede convertirse en la del desengaño, la del fin de la magia, en la que la realidad se impone y la inevitable rutina y el deseo de recuperar viejas manías se abren paso. Y si, a pesar de todo, la fortuna ha hecho que la segunda fuera la de la consolidación, aún queda el anochecer, esa tercera fase que no es, por el mero hecho de alcanzarla, el infinito y más allá (como todavía creen algunos ingenuos), sino la de una madurez que se consume en una eterna negociación. Pero también puede ser la de la descomposición, la del estallido de conflictos temerariamente aplazados durante la segunda fase, la de la Gran Bronca Definitiva, la de la resignación ante lo malo conocido, la de aferrarse a los logros del pasado que ayuden a sobrellevar la rutina del presente. Con todo, a pesar de un panorama tan negro, para Jesse y Céline también puede ser la del infinito y más allá (aunque la estadística dice que sólo tres parejas cada siglo lo consiguen).

La principal ventaja de este tipo de películas es que, una vez afianzada la empatía con la pareja protagonista (Jesse y Céline son viejos conocidos), permite al espectador establecer comparaciones y paralelismos con el propio expediente sentimental, consolarse, hacerse promesas, revocar otras, marcarse objetivos o, simplemente, disfrutar de un rato de buen cine y reconfortarse con errores ajenos.




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lunes, 1 de julio de 2013

Largo recorrido al corto

El contexto tecnológico ha propiciado un nuevo panorama --impensable hace años-- para el cortometraje; no son sólo por las plataformas digitales de video bajo demanda disponibles y en plena fase de consolidación, sino porque el cambio de soporte y de canal ha dado como resultado un género mucho más consciente del público al que se dirige. Internautas a los que enganchar y fidelizar desde el primer minuto, espectadores con el poder de interrumpir el visionado en cualquier momento y al mínimo síntoma de aburrimiento. Es un reto que se nota en los temas, en la factura técnica, en los puntos de vista, pero sobre todo en los arranques. Cuando la competencia de estímulos audiovisuales tiende al infinito, el cortometraje ha tomado nota y se ha transformado en un género eficaz, directo al grano, obligado a impactar y/o transmitir lo necesario en los treinta primeros segundos. Pero no todo es presión mediática, también están los cambios formales: para empezar, la reducción al máximo de la duración, con los consiguientes efectos sobre la economía narrativa (rozando en ocasiones los límites de la comunicación), y uno de cuyos resultados es la preferencia por propuestas vanguardistas y experimentales; pero también en la variedad de temas y aproximaciones. El cortometraje bulle, deseoso de dar con recursos novedosos que encajen con las anécdotas mínimas que maneja. Hoy, más que nunca, el cortometraje sigue siendo la I+D de la narración audiovisual.

Aquel no era yo (2013) de Esteban Crespo, ganador del Goya al Mejor Cortometraje de Ficción de este año es un buen ejemplo de filme que irrumpe sin tapujos en un tema duro, incómodo y de posicionamiento inmediato: niños reclutados a la fuerza como soldados, embrutecidos en conflictos olvidados que duran años, abandonados a la tremendas secuelas que deja la violencia adulta. El objetivo está claro: remover conciencias y provocar reacciones; y para ello Crespo no se limita al drama directamente sobre el terreno, sino que necesita mostrar a una audiencia occidental al otro lado de la pantalla, confirmando que el mensaje ha sido recibido y ha provocado el efecto esperado. Quizá en ese empeño el desarrollo dramático sea un poco demasiado retorcido, pero quién soy yo para valorar las barbaridades que se comenten por ahi...



La paradoja actual es que el cortometraje goza de buena salud a pesar de la precariedad financiera en la que sobrevive, ya que se ruedan más cortos que nunca en casi total ausencia de soporte institucional (casi toda la labor la realizan festivales y patrocinadores privados). Aun así, hay donde escoger, y para orientarse nada mejor que el nuevo libro de Juan Antonio Moreno (que ya publicó Cine en corto en 2010), una nueva guía de títulos recientes: Miradas en corto. Un texto ideal para documentarse y contextualizar un fenómeno breve al que cabe augurar una larga cola...




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lunes, 24 de junio de 2013

Archivo SD: 3. Serenity

1. Bienvenidos a Belleville
2. Fahrenheit 9/11

Avance: el año 2005 empezó de la peor manera posible, con la estúpida visión personal de la política estadounidense contemporánea rodada por Oliver Stone con la excusa de recrear la vida de Alejandro Magno, y casi acaba aún más abajo con Cinderella man de Ron Howard; pero remontó gracias a títulos que todavía hoy mantienen su vigor: Match point, el mejor filme de Woody Allen en su etapa europea; La vida secreta de las palabras, el esperado regreso de Isabel Coixet tras la devastadora Mi vida sin mí (2003); la agradable sorpresa de Entre copas, de un hoy consolidado Alexander Payne; o la sólida revisión crítica de la historia alemana que propone El hundimiento, de Oliver Hirschbiegel.

Sin embargo, el año estuvo marcado por filmes que se quedaron a medio camino entre la promesa y la decepción: Tierra de abundancia, que considero el mejor último Wenders; Flores rotas, el último intento de Jarmusch de retomar su vigor ochentero, El método de Marcelo Piñeyro, fallida adaptación de una de las mejores obras teatrales de los últimos años; Habana blues de Benito Zambrano, 5x2 de François Ozon, Sólo un beso de Ken Loach o Las muñecas rusas de Cédric Klapish, el apoteosis de la generación Erasmus.

En el cine infantil de ese año hubo de todo: cosas raras aunque conmovedoras (El niño que quería ser un oso), hallazgos (Robots), pésimas imitaciones (Chiken little) y tradiciones que se han convertido en vínculos (Doraemon i els deus dels vents).

Pero fue Serenity de Joss Whedon, que vi en el Festival de Sitges, la sorpresa de aquel año. Un filme que encuentra exactamente el punto medio entre la transcendencia, la superficialidad, los guiños genéricos y el humor posmoderno sin tener que huir de la acción y el entretenimiento. En dura pugna con el filme de Allen, Serenity es la tercera entrega del Archivo SD.



Herederos de George Lucas (Serenity) 
Publicada el 11/10/2005 (ver texto original)

Joss Whedon negaba ser el nuevo George Lucas en la rueda de prensa tras el pase de Serenity (2005) en la jornada inaugural del Festival de Sitges. No puede hacer otra cosa que rechazar con modestia la etiqueta, pero el público y su cine dicen justamente lo contrario. Serenity me parece una renovación muy importante dentro del género de aventuras espaciales. Nada mal para su debut en pantalla grande.

La película empieza con un breve prólogo --brevísimo en verdad-- que trata de enlazar la historia desarrollada en la serie de televisión (que es de donde provienen los personajes y el argumento general) para sumergirnos a continuación --a través de un impecable plano secuencia que abarca los créditos del filme y presenta de paso el decorado general de la nave protagonista con sus tripulantes-- en una exhibición de acción trepidante. Hacía tiempo que un comienzo así no me dejaba clavado en la butaca y con la boca abierta.



Serenity bebe de muchas fuentes para obtener el producto y el efecto deseados: de la saga de Lucas toma la ciudad de Tatoonie con sus tabernas llenas de extrañas y peligrosas criaturas; del western más clásico determinados tipos humanos y ciertos detalles de ambientación en plan homenaje, como el colt-laser del capitán Mal, el protagonista. En este personaje también es fácil reconocer rasgos del último Han Solo, con una apariencia cínica externa y con un sentido del deber y la justicia bien afianzados. El resultado de toda esta mezcla es el retrato de un mundo hipertecnificado paradójicamente habitado por humanos que no han evolucionado nada en sus pasiones respecto a nosotros: los sentimientos fraternos siguen actuando como motivación básica, la reproducción se sigue practicando a la antigua y seguimos sin atrevernos a expresar abiertamente nuestros sentimientos... Será que necesitamos esta envoltura de acción y efectos digitales para seguir disfrutando con las mismas historias de siempre.

Pero sin duda la mejor aportación de Serenity, en la que rompe con la línea trascendental de Blade runner (1982) y se decanta por la más banal y proletaria de Aliens (1986), es el empeño de Whedon por huir de toda trascendencia temática. Asume que las películas de este tipo se apoyan en argumentos con verdades absolutas e intuidas acerca del Universo o el Ser Humano, pero es la combinación de acción y efectos digitales la que impacta definitivamente en el espectador. La aventura lo preside todo, y aunque un cierto toque de filosofía ayuda no se trata de descubrir la esencia de nada. A esta labor contribuyen sin duda algunas líneas de diálogo brillantes, como la declaración al límite del hermano de River y la mecánico de la nave, quienes ante una casi segura muerte se declaran su... atracción sexual mutua; o el original gag que precede a los créditos finales. Lo bueno de Serenity --y donde puede resultar un filme determinante para futuros títulos-- es que al manejar con soltura una ya importante tradición de efectos digitales se puede permitir acercarse al estilo desenfadado del mejor cómic.

Siempre he creido que Psicosis (1960) era la última película de la historia del cine que inauguraba un género completamente nuevo; si a alguien le parece exagerada la afirmación podría rebajarla y decir que abre un subgénero que con los años ha acabado siendo muy popular: el thriller moderno. Pienso que deberé replantearme la hipótesis y aceptar que un título posterior --La guerra de las galaxias (1977)-- habría fundado también un subgénero, esta vez dentro de la ciencia ficción. Está claro que el reciente estreno de la segunda trilogía de Lucas ha contribuido a mitificarla, pero de lo que no me cabe duda es que Serenity transita por la misma vía y amplía lo que en los setenta del siglo XX era tan sólo una brecha y hoy es una tendencia y un estilo a los que se aspira a llegar.




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