miércoles, 30 de enero de 2013

Tarantino clavado en su pedestal (Django desencadenado)

En corto y claro: a quienes encantó/encandiló/deslumbró Malditos bastardos (2009) les encantará/encandilará/deslumbrará Django desencadenado (2012). Se trata de dos películas calcadas en lo formal, lo narrativo y lo argumental, que exhiben prácticamente los mismos toques, recursos, trucos, trampas y tics de estilo geniales e inimitables del maestro Tarantino. No escapa ni siquiera una (¿sospechosa?) distribución similar de los momentos de interés y los de aburrimiento (parcial). Lo suelto por adelantado para que los que lean esto y hayan disfrutado al límite de lo humano con Django desencadenado no piensen que soy el típico don Detallitos que destaca los errores menores y pasa de puntillas sobre los grandes aciertos; simplemente estoy tratando de argumentar mi propia experiencia.

Tarantino posee, a estas alturas, una filmografía prestigiosa, repleta de taquillazos y de «nuevos clásicos» indiscutibles; tiene más que dominado su estilo, conoce los recursos que mejor encajan con su cine, dirige con aplomo un determinado tipo de actores, incluso encuentra complicidades creativas con grandísimos talentos o va descubriendo otros que acaban situándose al nivel de los consagrados (Christoph Waltz va camino de superar a todos), y todo ello al servicio del que parece ser su proyecto de los últimos años: reinterpretar en clave «posgenérica» los géneros clásicos. Ya lleva tres: los programas dobles de serie Z, los filmes de artes marciales y, con esta de ahora, el western. Está claro que le divierte encontrar variantes --casi siempre desmitificadoras, sarcásticas y crueles-- a personajes, situaciones y argumentos del cine clásico que conoce a la perfección. Aunque es posible que la mayoría de su generación y el público joven que le adora no sean conscientes del trabajo que eso supone, así como la brillantez y la eficacia del resultado, el cual disfrutan por igual iniciados y consumidores de cine comercial sin complicaciones. Dejar contentos a todos no es fácil.

¿Las claves? Su sentido del humor pasado de vueltas, una ritualización de la violencia que deja en pañales a Peckinpah, un dominio magistral del montaje analítico y, sin duda alguna su aportación más importante a la narrativa cinematográfica más reciente, su inimitable dosificación de la tensión mediante una combinación única de verborrea estúpida y/o inagotable con una irrupción deslumbrante de violencia. El público conecta instintivamente con lo mejor de Tarantino en esas escenas, deleitándose en la espera --a veces excesiva-- de un estallido de sobras anunciado. Es como el reverso oscuro del suspense funcional y judeocristiano de Hitchcock: con el británico sufrimos como catarsis y purga, pagando un precio por alejarnos del mal; con Tarantino es al revés: nos regocijamos con la banalidad cutre que precede a la violencia, cuya irrupción finalmente nos libera de tanta estupidez congénita.



Cuando asistes nuevamente a todo esto, dispuesto prácticamente en el mismo orden y con las mismas dosis, es imposible reaccionar con un entusiasmo equivalente. Y aunque Django desencadenado lo tiene todo --lo interesante, lo bueno, lo excelente-- del mejor Tarantino, también posee el mismo exceso de metraje de sus últimos títulos (quizá el elemento que menos controla y suele acabar lastrando sus filmes), restando eficacia a la impresión final. Contiene el mismo énfasis en la escena crucial, el mismo tempo solemne, y la misma carencia (compensada al menos en Malditos bastardos con dos escenas, al principio de la película y la de la taberna, que rozan la perfección) de una adecuada línea argumental que sostenga todo este tinglado. El explosivo final marca de la casa es igualmente previsible, aunque sin desmerecer en espectacularidad y por el sentido bufo de la venganza en Tarantino. De todo este catálogo yo me quedo con un fragmento humorístico memorable a costa de una panda de cafres racistas.

Desde mi punto de vista, el primer Tarantino era mejor porque hacía filmes más cortos, complejos e intensos; este segundo es infinitamente más versátil y conoce a la perfección los resortes que captan la atención del espectador, como Hitchcock en los cincuenta o Spielberg en los ochenta. Eso significa que disfruto (y mucho) cuando toca, pero hace que el conjunto me decepcione a causa de un incontrolado derroche de autocomplacencia estilística. Django desencadenado es, como mucho, mi tercera mejor opción en este proyecto de reescritura paródico-genérica en el que parece cómodamente embarcado Tarantino.




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domingo, 13 de enero de 2013

Polarizado/paralizado cine español. Los nominados a los Goya 2013

El cine español, como industria, sigue polarizado (¿paralizado?) en unos pocos títulos, precisamente los que acaparan las nominaciones a los premios Goya de este 2013. Lejos queda la tensa espera de hace un año, cuando parecía que la Ley Sinde nos iba a devolver a la Arcadia del mercado del cine de hace veinte años, cuando sin apenas público (como ahora) productores y distribuidores cuadraban números con la misma precariedad (que ahora) pero sin la cargante letanía de la piratería como excusa para todos los males del cine español. La ley entró en vigor y... el mundo siguió girando. En el aspecto legal (la supuesta defensa de la cultura desde una inicitiva judicial más que dudosa) el balance de todos estos meses ha sido nulo; la nada más absoluta. Y debemos felicitarnos, porque hasta los sectores más rancios de la Academia es posible que hayan dejado caer la venda de sus ojos y estén más dispuestos a admitir que las reglas del juego deben cambiar, están cambiando. Y lo más probable es que ellos no se encuentren entre los afortunados que se quedarán con la mejor parte del nuevo reparto del pastel.

Este año la cosa anda entre los consagrados, Trueba con El artista y la modelo, con la colaboración en el guión de mi admirado Jean-Claude Carrière (Manuel Rivas, otro de mis fetiches literarios, opta al mejor guión adaptado); un inefable revival de The artist en versión cañí (segundo largometraje en la filmografía de su director, Pablo Berger); y dos genuinos representantes del novísimo cine español que se apunta sin complejos a lo eficaz rentable: en plan doméstico Grupo 7 de Alberto Rodríguez y Lo imposible de Juan Antonio Bayona, sin duda la gran favorita (aspira también a un Oscar para Naomi Watts), que permitirá soñar con una gala en la que podrían dejarse caer algunas estrellas de Hollywood.

Los cambios (legislativos) y la diversificación (de títulos) deberán esperar otro año. La industria sigue aferrada a lo conocido, los consagrados envejecen (y sus temas también), los jóvenes lo fían todo al mercado internacional (la única manera, piensan, de atraer al público local). Y en parte debe ser así; tenemos una industria capaz de fabricar buen cine comercial, pero falta fondo de armario, nuestro cine independiente, nuestra larga cola.

Los premios se entregarán el 17 de febrero, o sea que tienes tiempo de sobra para completar tu quiniela y mojarte (previa identificación) en todas las categorías. ¿Cuánto sabes de cine español?

En caso de problemas con el formulario puedes votar desde aquí.






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martes, 8 de enero de 2013

Apogeo en pleno declive (Mesas separadas)

Ya va siendo año de ajustar cuentas con un concepto fundamental en la historia del cine, y Mesas separadas (1958) es un ejemplo perfecto para ilustrar el altísimo nivel que alcanzó la narración cinematográfica en Hollywood. Un estilo que por eficacia y alcance universal ha acabado denominándose, por cuestiones prácticas e históricas, como estilo clásico. Mesas separadas sirve para ilustrar el concepto no sólo por el filme en sí, sino por su contexto de producción: los estudios de Hollywood especializaron tanto y con un altísimo estándar de calidad las diferentes etapas de elaboración de una película que acabaron fabricándolas en serie en un proceso único en el mundo que --irónicamente-- contenía el germen de su propio declive.

Ya lo he mencionado en otros textos, pero esta vez voy a detenerme en algunos de sus entresijos: el estilo clásico es un concepto teórico de la historia del cine que hace referencia al dispositivo narrativo a que dio lugar el sistema de producción propio de los estudios de Hollywood entre 1917 y 1960. La forma en que cuentan una historia los filmes de esta época representan la cristalización de una instancia narrativa tan sutil que la hacía pasar por preternatural a pesar de estar férreamente modelada mediante un vasto dispositivo técnico y artístico. Además, el isomorfismo temático y formal que presenta el cine de Hollywood es el producto de una férrea división del trabajo durante la producción --de un estilo casi fordiano-- que propagó sus efectos más allá de la propia actividad empresarial (ningún país del mundo produjo tanto y con tanto éxito en esos años):

1) Generó una especialización temático-estilística que dio origen a lo que todavía hoy denominamos géneros cinematográficos, una clasificación en declive pero todavía tremendamente útil para comparar y valorar filmes a primera vista.

2) El poderío económico y artístico que acumuló Hollywood entre 1917 y 1960 le permitió importar talento de cualquier parte del mundo (actores, actrices, guionistas, directores, técnicos), reuniendo en un mismo lugar a lo mejor del cine durante más de cinco décadas.

3) Su sistema de trabajo provocó que los creadores tuvieran que adaptarse a todo tipo de historias, ambientes, imposiciones técnicas y/o narrativas, ya que cada película era un encargo, no una actividad relacionada con la creatividad personal y la estética (como sucede ahora). Como consecuencia de esto, fue cristalizando entre el público una serie de arquetipos artísticos, así como la asociación de un determinado enfoque estilístico y temático con un cineasta concreto, retroalimentando de este modo los mismos géneros que contribuían a engrosar.

4) Quizá el más importante de todos: fue un cine que alineó al público de todo el planeta, permitiendo que diera por buena una determinada forma de narrar historias en imágenes. No la única posible, pero sí desde luego la más eficaz. Más adelante, cuando el sistema colapsó, esa misma uniformidad (que más de uno ha visto como un problema porque bloqueaba otras narratividades alternativas menos autocomplacientes, impugnadoras del statu quo y no tan obsesionadas con la redundancia como instrumento para garantizar la comprensión del espectador) permitió avanzar desde un punto de vista formal mediante pequeñas mejoras parciales del estilo clásico (una labor a la que se aplicaron sobre todo cineastas europeos y estadounidenses independientes), o a través de alternativas completamente rupturistas (como hicieron algunas vanguardias cinematográficas de los sesenta, entremezclando arte y política: Italia, Francia, Brasil, Cuba, Alemania...).



Mesas separadas es un filme dirigido en 1958 por Delbert Mann en pleno apogeo del sistema de estudios de Hollywood, un esplendor sin embargo en pugna, desde hacía por lo menos diez años, con otros cines menos conservadores y opulentos --especialmente el neorrealismo italiano-- que amenazaban su hegemonía narrativa y su éxito de público. En ese sentido la película despliega y exhibe todo el patrimonio técnico y artístico acumulado por el cine estadounidense durante medio siglo. El filme adapta la obra teatral del mismo título escrita por Terence Rattigan en 1954, con un guión escrito por el propio Ratigan, John Gay y la colaboración no acreditada de John Michael Hayes (guionista de los mejores títulos del maestro Hitchcock).

El relato se sitúa en una pequeña localidad de la costa de Inglaterra en la que los chismorreos, la pacatería y la mogigatería se han convertido en un sofocante instrumento de control social. En ese ambiente enrarecido y poco natural, una pensión provinciana se convierte en un microcosmos de los más diversos tipos humanos, con sus contrastes, enfrentamientos, ansias y miedos. De entrada, el estilo clásico imponía la definición clara de los ejes temporal y espacial (cuándo y donde sucede cada cosa): en el caso de Mesas separadas, debido a su origen teatral, el eje espacial es único (toda la acción transcurre en diferentes estancias de la pensión), y queda establecido sin ambigüedades desde los créditos iniciales. Una toma panorámica muestra los decorados en los que transcurrirá el drama, recreados con notable verosimilitud para la época en que se rodó (hoy nos parecen falsos, pero entonces no se le daba tanta importancia al verismo de la ambientación, y mucho menos al rodaje en exteriores). En segundo lugar, un elenco de primeros actores --Burt Lancaster (John), Rita Hayworth (Ann), Deborah Kerr (Sybil), David Niven (Mayor Angus), que ganó el único Oscar de su carrera en esta película-- interpretando los principales papeles. Y en tercer lugar, una cuidada y elaborada sucesión de escenas al servicio de la funcionalidad dramática y la presentación clara y sintética de cada personaje (el estilo clasico exigía que, de entrada, se facilitaran al espectador su carácter y objetivos dentro del relato): el Mayor Angus, que lleva una doble vida; la beata Sybil, completamente sometida a su madre y que se siente atraída por el Mayor Angus; Pat (Wendy Hiller), la dueña de la pensión, educada, metódica y contenida; y finalmente John, un hombre joven, directo, sincero, franco, con un pasado para olvidar/ocultar que mantiene una relación secreta con Pat. Y por último, para ambientar los conflictos dramáticos de los protagonistas, un elenco de secundarios compuesto por gentes que tratan de pasar desapercibidas y cuya secreta aspiración es no verse obligados a tomar partido: el viejo profesor universitario, la solterona excéntrica, los jóvenes enamorados (un jovencito Robert Taylor). Tras la breve presentación de todos ellos el relato se pone en marcha con la desestabilizadora llegada de Ann, la ex-mujer de John... Apenas han transcurrido diez minutos y el espectador ya dispone de información necesaria para tratar de anticiparse a los hechos y profundizar en los significados de los hitos parciales del relato. No lo llaman estilo clásico por nada.

El cine de Hollywood, a pesar de su renuencia a tocar determinados temas polémicos (sexo, raza, adulterio, adicciones, delitos sexuales, política) nunca renunció a utilizarlos para poner en marcha dramas, comedias y sátiras, haciendo gala de una increíble capacidad para hablar de lo que no se podía decir. En el caso de John y Ann se trata de intimidades de alcoba que el cine de hoy ventilaría llamando a las cosas por su nombre: sexo disfuncional, alcoholismo, maltrato, problemas sicológicos... En el cine estadounidense de 1958 estas cosas debían mencionarse con mucho tacto, siendo el recurso para diluir la polémica y sortear la censura la exageración del dramatismo (un lastre que, por otro lado, potenciaba las capacidades interpretativas de los actores, aunque en el caso de Hayworth la versión original deje al descubierto sus carencias como actriz dramática).

En el reducido espacio de la pensión, el único momento del día en el que todos los personajes están obligados a coincidir es en las comidas: en el comedor --de ahí el título de la película-- cada cual representa desde la mesa su papel en el miserable drama de la convivencia doméstica. Desayunan, comen y cenan en silencio, observándose unos a otros con desconfianza, formando una especie de archipiélago de soledades adosadas que no se atreven a entrar en contacto. El temor a la vulnerabilidad es superior al absurdo de hacer pasar por una vida decente lo que no es más que una moral ridícula y trasnochada. La metáfora de las mesas es de una simplicidad abrumadora, y en la escena final, cuando el Mayor Angus debe enfrentarse al oprobio ante sus compañeros de pensión (que se han enterado de su secreto), ejemplifica lo mejor del cine de Hollywood: capacidad de síntesis, sutileza, sensibilidad... Y los dos aspectos más importantes, la auténtica marca de la casa: poner todos los recursos técnicos al servicio del relato y orientarlos a la consecución de una reacción en el espectador... Sin duda fue la delicada interpretación de Niven en esta escena la que le valió el premio de la Academia. Todas las virtudes --y lo que luego fueron defectos-- de un sistema de producción largamente gestado se encuentran condensadas en Mesas separadas.

El estilo clásico entró en crisis a pesar de disfrutar desde hacía tiempo de un esplendor industrial incomparable, cuando otras cinematografías demostraron que Hollywood rodaba de espaldas a la realidad política y social del momento, desde el momento en que se hizo evidente que el público no necesitaba una narrativa tan redundante, que la comprensión y el interés podían alcanzarse con menos dosis de obviedad, incluso haciendo que la técnica dificultara el avance del relato, formando parte de la intriga. El cine estadounidense, desde 1960, quedó atascado, anticuado, rodado en la torre de marfil de los estudios, mientras que en Europa, Asia y Latinoamérica los cineastas se lanzaban a la calle para experimentar, reinterpretar y provocar con la cámara. Fue entonces cuando el estilo clásico reveló su incalculable valor como legado --artístico y formal-- para creadores y audiencias, una especie de indoeuropeo cinematográfico sin el cual no habrían existido otros estilos posteriores. El estilo clasico, en definitiva, supuso una fase necesaria en la consolidación de la narrativa audiovisual, permitiendo que el cine evolucionara hasta situarse en niveles similares de complejidad e innovación de otros lenguajes artísticos contemporáneos.




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martes, 1 de enero de 2013

10 años en Sesión discontinua (2003-2013)

En 2013 Sesión discontinua está de fiesta: este blog cumple 10 años desde que echó a andar con una lejana y acartonada crítica de Soldados de Salamina. Han sido (y son) diez años de trabajo discontinuo pero constante, escribiendo sobre estrenos taquilleramente comerciales, rarezas, errores, tradiciones, fijaciones, recomendaciones de amigos y lectores... Pero también revisando viejos y nuevos clásicos (Blade runner, Centauros del desierto, La noche americana, Resacón en Las Vegas); o bajando al bit en fragmentos privilegiados/escogidos (antología de primeras escenas, fetiches cinematográficos, confesiones cinéfilas, momentos cenitales); balances críticos (Dogma 95, directores para el futuro); reseñas de libros de cine; comentarios sobre el sector (legislación, el cine como práctica social en entredicho...); errores, reflexiones, sorpresas, desvaríos... Y, por circunstancias personales, un amplio repertorio de cine animado y/o infantil y juvenil. Ciertamente un bagaje sorprendente por amplitud, variedad y extensión en el tiempo. Quién me iba a decir que Sesión discontinua acabaría asociada a determinadas películas, aunque no vayan a existir (como es el caso de Washington de von Trier, la entrada del blog que acumula, de largo, más visitas. Un primer puesto garantizado en determinadas búsquedas del Dr. Google), y otras que amenazan con seguir sus pasos...

Sesión discontinua nació como una sencilla página personal, construida en un HTML rudimentario y con dos retos personales firmemente autoimpuestos: 1) comentar todas (absolutamente todas) las películas que veía en el cine y 2) intercalar artículos de fondo sobre temas más teóricos. Acerca del primer reto debo decir con orgullo que no he fallado ni una sola vez en estos diez años: toooodas las películas vistas en sala tienen su correspondiente entrada. El resultado: dispongo/dispones de un completísimo repositorio sobre el cine que he visto en la última década. El que tenga tiempo y ganas, podrá detectar fácilmente de qué pie cojeo en mis temas, obsesiones, recursos de estilo... Ahí está todo. Es más, la emanación creativa ha rebasado el objetivo inicial y ha alcanzado revisiones caseras, descubrimientos casuales e inducidos y otros hallazgos imprevistos. En cuanto al segundo reto, los textos teóricos (sin duda influenciados por mis estudios de tercer ciclo), tras lograr dar salida a algunos temas que rondaban el trastero de mi mente desde hacía años, ha ido mutando hacia análisis de fragmentos y filmes especiales, títulos y momentos que han marcado mis gustos y preferencias cinematográficos. La relación cronológica de estos textos resultaría sumamente reveladora de muchas y grandes incoherencias, y también (no lo descartemos tan rápidamente) de alguna que otra intuición genial.

Tres años después --en abril de 2006-- di el salto a la blogosfera: el blog, un formato entonces novedoso hoy completamente asentado por función, aplicaciones y contenidos. El cambio me permitía despreocuparme de la parte técnica, ofrecer utilidades, mejorar ostensiblemente la interfaz de usuario y, finalmente, adquirir presencia gracias a las búsquedas de Google. Porque esa y no otra es la razón de haber recalado en Blogger: tener detrás el buscador de referencia de internet. Por eso el primero que abrí en Wordpress (en el creo que sólo colgué dos textos) ya debe formar parte del limbo de blogs abortados. Descanse en paz.

También me planteé, desde un principio, que el visitante/lector dispusiera de elementos con los que juzgar mis comentarios, opiniones y previsibles derivas teóricas; por eso --y porque estoy convencido de que no se puede valorar ninguna aportación a la historia de cualquier arte sin comparar con lo previamente existente-- escribí un Decálogo, una síntesis de mis títulos y géneros favoritos y también de los que más aborrezco (algo así como mi fondo de armario en cuanto a fetiches fílmicos) y una escueta biografía, para facilitar la tarea de ser etiquetado, comparado y/o calado. A los tres textos les debo una actualización que dé cuenta de mis últimos diez años de evolución cinéfila...

El estilo acartonado de mis primeras entradas se debe sin duda a mi formación como historiador: la manía de incluir el año de la película, contextualizar con títulos similares y/o relacionados (lo admito: no soy capaz, literalmente, de lanzarme a una valoración crítica sin balizar antes el punto de partida de mi argumentaciíon); pero sobre todo el énfasis en la significación de mis primeros análisis ha dejado paso a un elogio de la intensidad dramática y un uso original y arriesgado de la técnica o la narración cinematográficas. Y es que --también es justo admitirlo-- la narración se ha acabado imponiendo como mi principal criterio de valoración de películas. Este convencimiento, hace un tiempo instintivo o no adecuadamente verbalizado, aflora cada vez con mayor rotundidad desde hace por lo menos dos años. Con la debida rigurosidad, podría recomponer mi propia teoría sobre el arte cinematográfico a partir de mis escritos sobre cine de estos últimos diez años; sólo tendría que localizar determinados apotegmas desperdigados aquí y allá, los cuales --me doy cuenta ahora-- han pasado de ser meras opiniones estéticas a premisas teóricas. Sólo faltaría levantar un esquema lógico para sostener todo el entramado. Sin duda la influencia de algunas lecturas, especialmente los libros de David Bordwell, a quien considero mi autor de referencia y a cuyas obras recurro cuando tengo lagunas y dudas, ha tenido mucho que ver en mis opiniones sobre cine en la actualidad. En mis textos se puede encontrar una variante personal de las teorías de Bordwell: no sólo la aspiración a una poética histórica del cine, sino la misma aproximación sensorial y conductista a los filmes, sin duda la mejor herramienta para evitar las trampas del elitismo y la pedantería. Una visión que me empeño en corroborar tanto en taquillazos de argumento plano y previsible como en rarezas que requieren de toda mi empatía y concentración. Tiene que existir, estoy persuadido, una teoría de la narración cinematográfica capaz de explicar y argumentar intersubjetivamente (éste es el término clave) por qué un filme es mejor que otro, con independencia de gustos personales inobjetables. Porque si nos quedamos atascados en nuestras preferencias e intuiciones será imposible evolucionar y compartir experiencias.

Además del estilo, otros detalles estéticos fueron modelando mi protocolo de publicación hasta dar a mis textos el aspecto que hoy presentan. En este proceso, además de los diversos widgets, he ido añadiendo otros meramente formales: insertar una foto al comienzo (alternando siempre izquierda y derecha, una manía que sólo obedece a mi sistematicidad congénita) desde abril del 2007 de forma continuada, y el trailer (o vídeo relacionado) desde mayo del mismo año. Unos meses antes (febrero de 2007, en la crónica del documental Invisibles) incorporé mi propia versión de lo que yo denomino el «sobretexto»: fragmentos en negrita que permiten una lectura rápida, sin entrar en detalles, un recurso habitual de determinada prensa especialmente pensado para los inquietos y los muy ocupados, en plan resumen ejecutivo. Internet y las pantallas retroiluminadas nos han quitado ganas de leer y capacidad de concentración, así que hay que adaptarse o desaparecer; no queda tiempo ni espacio para florituras, es necesario ir al grano. Y como no siempre se puede, el sobretexto da la impresión de que el autor se acuerda de los que tienen prisa.

La crítica cinematográfica consiste dar una primera impresión y una valoración global, teniendo cuidado de no arruinar la experiencia al lector/espectador, pero todo debe hacerse de una manera argumentada, más allá del momento y del cronista: mis preferencias, manías, obsesiones, premisas y mitos preexistentes sobre el cine cuentan, pero no pueden ser determinantes. La labor del crítico, en ese caso la labor personal de quien esto escribe, lo repito una vez más, es convencer al lector de que la narración es un elemento fundamental para la comunicación, sin ella no hay significado, ni arte, ni crítica, ni nada. No es el único requisito necesario para que exista comunicación, puesto que hay filmes que llegan al espectador de una forma instintiva y no estructurada (mediante el guión o la técnica), pero ciertamente son pocos y es un proceso que lo fía todo a la aleatoriedad del estado de ánimo y del contexto... Puede que tengan su mérito, pero a mí me parece que es como jugar a la ruleta rusa. La narración, en cambio, exige un bagaje previo, una racionalización, un deseo de hacerse comprender, de transmitir inquietudes, dosificar información, revelar deseos... En la autoexigencia de ese trabajo reside el verdadero mérito de una película.

Para celebrar esta primera década de Sesión discontinua he decidido abrir el desván y airear aquellos primeros textos que todavía duermen en la web original (y que todavía actualizo por una mera cuestión de seguridad): en algunos casos porque el tiempo los ha dotado de un valor y clarividencia envidiables, en otros porque me quedaron bien y merecen dar el salto al blog (con su foto, su trailer y su sobretexto), y en otros para conocer con precisión mi itinerario durante esta década. Así pues, durante todo este 2013, el «Archivo Sesión discontinua» saldrá a la luz, debidamente maquillado, retocado y/o comentado (para matizar o poner al día algunas afirmaciones y opiniones). Espero que lo disfrutéis tanto como a mí me costó parirlo.

Para mí es un orgullo comprobar cómo Sesión discontinua se ha convertido, después de una década, en un resultado habitual en las búsquedas sobre cine en español, y todo gracias a los lectores como tú: tanto los fieles como los esporádicos, los que se sienten alineados con mis opiniones como los que buscan una contracrítica antes o después de ver una película... También gracias a los que llegan por error y no se quedan más de diez segundos, a los que les basta con saber que hay nuevas entradas y las dejan para después; pero especialmente a los que comentan, a los que abren el debate, contradicen, proponen, apoyan o divagan; porque, en definitiva, la lectura o el tema no les deja indiferentes. Puede que toda esta gente, puesta en fila, no sea suficiente para rodear un estadio de fútbol, pero su fidelidad me ha servido de acicate. Y también, por descontado, a esa desazón que, desde hace diez años, me persigue desde que veo una película hasta que publico la crónica...

A todos, gracias.




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