lunes, 25 de febrero de 2013

Situaciones (Siete psicópatas)

Para los actores tiene que ser un gustazo trabajar con un director como Martin McDonagh, autor teatral con una sólida experiencia en la dirección de intérpretes. Se nota en los magníficos trabajos de Christopher Walken, Woody Harrelson, Tom Waits y, sobre todo, Sam Rockwell, cuyo personaje de psicópata simpático y disperso eclipsa a todos los demás, incluido el soseras de Colin Farrell, que se supone debe ofrecer el contrapunto de seriedad y de sentido común a todos ellos.

Siete psicópatas (2012) ofrece una atractiva versión británica del estilo alocado y despreocupado que utiliza la violencia para provocar humor pasado de rosca que ha puesto de moda Tarantino. Argumento mínimo, tipos raros, ausencia de personajes femeninos importantes, enredo incremental, tensión dosificada, diálogos chispeantes... Nada que no hayamos visto en unos cuantos filmes recientes, pero esta vez con el añadido de un montaje y unas interpretaciones muy cuidadas.

La película se estructura a base de escenas concebidas como microrrelatos semi-independientes, que proporcionan la información justa para hacer avanzar la historia: planteamiento, desarrollo, crisis, complicación y desenlace, un formato clásico que sin duda debe mucho a la formación teatral del guionista/director. También se nota en la preferencia por el trabajo actoral y los diálogos por encima de la acción (cuando lo lógico sería al revés en este tipo de películas). Por separado (la escena del hospital, las del desierto...), las escenas dan la impresión de que se trata de dramatizaciones que sirven de ensayo a los intérpretes, con el propósito de desarrollar un personaje o algo así. Con todo, se trata de deméritos menores, ya que, en conjunto, el filme consigue reunir interés suficiente para mantener al espectador en vilo (que ya es mucho), disfrutando del humor negro negrísimo y de la violencia sin mala conciencia; pero sin caer en el deslumbramiento que nos provocó Pulp fiction (1994). Siete psicópatas es una buena colección de situaciones narradas con ese posmodernismo casero que implica hablar sobre cosas que podrían incluirse en una película (cuyo guión está escribiendo el protagonista) que en realidad tienen lugar en la que el espectador está viendo. Dicho así parece más enrevesado de lo que en realidad es, y aunque diluye el argumento hasta casi convertirlo en una excusa para lucimiento del reparto, al menos añade planos de significación a una película que no destacaría únicamente por su guión. El epílogo/monólogo de Walken en medio del desierto ilustra a la perfección esto que quiero decir. Todo ello rematado con un gag final brillantísimo, aunque si se hubiera limitado a las dos primeras frases del diálogo lo hubiera descrito como antológico.



Curiosamente, McDonagh ganó el Oscar 2006 al mejor cortometraje con Six shooter (2004), que contiene personajes y elementos dramáticos que luego ha desarrollado en Siete psicópatas: el más claro el personaje del muchacho (Rúaidhrí Conroy, el actor que lo interpreta, recuerda bastante a Sam Rockwell), la presencia del conejo como elemento extraño/inquietante y, además, un gag final muy notable. Puedes verlo aquí mismo:



Para terminar, suscribo totalmente la valoración de Jesús Palacios en Fotogramas: si no hubiera existido Pulp Fiction --en general, si el estilo Tarantino no se hubiera impuesto como influencia en determinado cine contemporáneo-- estaríamos aclamando a McDonagh como la revelación del año, el cineasta del momento. Pero no es así, y por eso nos arrellanamos tranquilamente en la butaca pensando "Ah bueno, es como una película de Tarantino, voy a disfrutar sin más..." y ya nada nos tuviera que preocupar, excepto disfrutar de la tensión verbal y de la violencia aséptica. McDonagh tendrá que darle otra vuelta de tuerca a sus obsesiones temáticas y de estilo para que podamos liberarlo de la órbita del Planeta Tarantino...




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lunes, 11 de febrero de 2013

Mito absoluto (Casablanca)

Siempre he evitado escribir sobre Casablanca (1942), porque --igual que sucede con el Sol-- con sólo aproximarte a ella corres el riesgo de quedar carbonizado por su aura mítica. Atenazado por tanto elogio precedente, acabas limitándote a escribir como otro rendido fan acerca de la magia de sus muchos momentos cenitales. En mi caso, además, se añade una parálisis analítica; porque sobre esta película ya se ha dicho todo desde todos los puntos de vista. A estas alturas sólo cabe aportar textos y teorías basados en la experiencia individual, confiando en que el enfoque, el estilo y/o los contenidos resulten clarificadores, divertidos, nuevos. Tarea casi imposible, puesto que ya no se esperan descubrimientos o matices inéditos en un filme como Casablanca.

Mi experiencia personal está relacionada con el auge del vídeo doméstico: en mi casa compraron uno del sistema 2000 (de corta vida pero de mejor calidad que los otros en liza), y enseguida nos lanzamos a grabar toda clase de programas de la televisión. Mis padres estaban encantados con la posibilidad de poseer --por fin-- una copia de aquellos títulos que marcaron su juventud (entonces el mercado de alquiler no acababa de arrancar y el de venta era prácticamente inexistente). Les entró la misma ansiedad recopilaroria que a nosotros ahora pero en plataformas y soportes muy diferentes. El halcón maltés (1941), Un americano en París (1951) y Casablanca fueron algunos de los títulos que descubrí por aquel entonces. Quizá fue por las novedades de moviola que ofrecía el vídeo (reboninar, parada, adelante) o por la posibilidad de ver una y otra vez la misma película; o simplemente porque, como teníamos muy pocas cintas grabadas, veía siempre las mismas. El caso es que vi Casablanca por lo menos treinta veces, y no hizo falta --como sucedió con Hitchcock y Ford-- que mi padre hiciera una labor de exégesis colateral para afianzar mi admiración, esta vez surgió sola, cumpliendo a rajatabla todas las etapas conocidas de la cinefilia juvenil: en primer lugar, fascinación fetichista (todavía vigente) por la belleza perfecta de Ingrid Bergman; segundo, admiración por la cínica (e irreal) seguridad del personaje de Bogart; tercero, la impecable combinación de elementos que entrelazan una historia de amor con acontecimientos de la historia contemporánea que difícilmente perderá su vigencia. Se trata de los tres ejes sobre los que --con la ayuda del cine-- se sustenta el deslumbramiento de la subjetividad adolescente, y también sobre los que se levantan los enfoques teóricos de la madurez. Y aquí estoy, dispuesto a ofrecer mi versión crítica y teórica de Casablanca sin arruinar mi recuerdo juvenil; más bien al contrario, con la esperanza de que lo complemente y lo refuerce si es posible. Y, puestos a pedir, que amplíe las posibilidades de disfrute de un filme excesivamente conocido que empieza a vislumbrar su fin de ciclo definitivo.



Contábamos con una ventaja (entonces no lo era) que hoy se ha revelado como tal: la de los ochenta fue la última generación que disfrutó de reposiciones (televisivas) del cine clásico estadounidense de los cuarenta y los cincuenta. Nuestro imaginario de actores y actrices enlazaba directamente con los grandes nombres de aquella época (a pesar de que la mayoría se hallaba en los estertores de sus respectivas filmografías), porque los conocíamos gracias a las sesiones de cine de las sobremesas de los sábados. El cine de los ochenta (hoy sabemos que es porque proporcionó nuevos clásicos a los que admirar e imitar) acabó con esta dependencia gracias al triunfo de nuevas sagas, temas y personajes que hoy, más de treinta años después, siguen vigentes, cumpliendo la misma función que en nuestra adolescencia ejerció el cine clásico de Hollywood. Pensemos por ejemplo en el prestigio y el rendimiento creativo y económico de La guerra de las galaxias (1977) y sus secuelas: quienes asistimos a su estreno en cine miramos a los fans más jóvenes como unos advenedizos a los que no les será nunca dado el placer de disponer de un título así para marcar/establecer/exhibir su adolescencia. Tanta devoción en los frikis quinceañeros actuales nos parece obscena y devaluadora de sus verdaderos méritos, pero eso es otra cuestión. La cosa es que desde los años noventa del siglo XX el cine clásico es apenas una presencia vegetativa que se apaga con la desaparición de las generaciones que lo disfrutaron en directo (lo mismo que le sucederá a mi generación con Darth Vader y compañía)

¿Por qué, de pronto, me lanzo a escribir sobre un título tan intimidante y sobreanalizado? Pues porque, a pesar de que su valor cinematográfico permanece casi inalterado, es evidente que el paso del tiempo ha hecho mella en la carga mítica de Casablanca desde el punto de vista de vigencia social y del fetichismo cinematográfico (hoy día se considera más bien un filme romántico que del género negro, donde se la ubicó inicialmente). Las nuevas generaciones, como no puede ser de otra manera, crecen sin la referencia de Casablanca como arquetipo de filme que resume y ejemplariza las virtudes de un argumento universal en lo individual y en lo colectivo. Muchos de sus diálogos han dado origen a frases hechas, a tópicos conversacionales --que Woody Allen contribuyó enormemente a popularizar con su obra Play It Again, Sam (1972)-- y escenas que se han convertido en arquetipos y en clichés.

El primero y más importante: los días felices en el París a punto de ser invadido por los nazis; esa referencia romántica (unos días especiales, dedicados a la pasión sin preguntas) es en el cine actual un elemento asociado a la pasión espontánea del género romántico. Hay películas que optan por situar esos momentos en otras ciudades, pero es sorprendente comprobar hasta qué punto París mantiene su posición privilegiada como ciudad romántica ideal en la que cualquier encuentro es posible. En segundo lugar, el reencuentro inesperado en el café de Rick, que obliga a reabrir heridas e interrogantes pendientes; o el leitmotiv de la canción As Time Goes By (1931), así como algunas frases antológicas:

-¿Por qué vino a Casablanca?
-No sé, quería un lugar con mar.
-Pero... si África es puro desierto.
-Me informaron mal
...


-De todos los cafés del mundo, tuvo que elegir el mío.

-Los alemanes iban de gris, y tú ibas vestida de azul.

-Un dólar por tus pensamientos.
-En América sólo dan un penique


-El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos.



Casablanca se rodó con un propósito obvio y declarado: servir a la causa de la campaña africana de las tropas aliadas. La labor de Victor Laszlo (Paul Henreid) al frente de una red internacional de resistencia antinazi es el elemento principal del argumento, mientras que el enredo amoroso era una forma de complementar dramáticamente una historia ejemplar de compromiso político y humano. El tiempo, sin embargo, ha dado la vuelta a esta relación de fuerzas, y es la historia de Bogart y Bergman la que ha sostenido la fama del filme durante décadas. Probablemente muchos de los elementos románticos estén improvisados en el guión (que obtuvo el Oscar aquel año), sin dar importancia al hecho de tirar en exceso de tópicos --el breve romance apasionado en París, incluyendo una tarde aciaga pero especialmente intensa, el reencuentro--, ya que el objetivo era establecer un contrapunto dramático que pusiera a prueba la integridad de los protagonistas, quienes al final optan por el bien colectivo, por encima de sus deseos y egoísmos particulares, como se esperaba de la gente en aquellos años de sacrificio. Pero ha sido precisamente ese «defecto» el que ha provocado que aguante mejor el paso del tiempo, incluso que se la recuerde por su valor como historia de amor universal.

El cinismo de buen fondo de Rick y el espíritu de sacrificio de Ilsa se convirtieron, por aclamación popular, en arquetipos románticos, influyendo en numerosos filmes posteriores. Por su parte, el sobreanálisis a que ha sido sometida por la crítica especializada hizo que su contenido --desmenuzado hasta el último fotograma-- alcanzara niveles de complejidad que impedían su disfrute como simple filme de género. Mientras tanto, el público, ajeno, adoraba la perfección de los instantes románticos, la química Bogart/Bergman, el final archiconocido... Hoy día, una vez que sus exégetas y admiradores especializados han desaparecido y nuevos títulos mantienen ocupados a los que les han sucedido, es posible observar curiosidades poco valoradas o mencionadas, como el personaje del capitán Louis Renault (Claude Rains), que conserva todavía un cierto aspecto moderno --Rick e Ilsa son prototipos sin apenas matices-- a pesar del inevitable toque gay que desprende y los tópicos afrancesados de sus comentarios. Sus réplicas divertidas y cínicas y su ética voluble, así como sus rasgos de carácter, aportan verismo a una historia de amor plausible pero inverosímil. Su mejor frase: «Es increíble el modo que tiene de despreciar mujeres. Tal vez le falten algún día».

Mis momentos favoritos: la víspera de la llegada de los nazis a París, un momento extrañamente hemingwayano que el cine contemporáneo sin duda habría sabido explotar mejor. La escena en el despacho de Rick, cuando Ilsa confiesa que ha sido incapaz de olvidarle: en ese momento, ella apoya la cabeza en su hombro y pide a Rick que piense por los dos (inconfesable anhelo masculino universal). La banda sonora convierte ese instante en uno de mis momentos cenitales absolutos. El tercero, como no podía ser menos, el desenlace en el aeropuerto: por la habilidad para dar un giro inesperado a los acontecimientos (algo que a estas alturas ya no sorprende a nadie) y por la indudable intensidad dramática, magníficamente escrita, fotografiada e interpretada.

Siempre he pensado que la última frase de la película --Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad-- consuela más a los hombres que a las mujeres. Al menos nos abre la posibilidad de olvidar un amor por medio de aventuras (otro anhelo universal masculino). Ellas apenas pueden preguntarse si Ilsa se arrepentirá, si abandonará a su marido para buscar a Rick cuando acabe la guerra. Son cosas que siempre me he preguntado nada más terminar de verla... Casablanca ya no es un referente, ha perdido vigencia, únicamente conserva un aura académica y popular, del estilo de El nacimiento de una nación (1915), El gran dictador (1940), Psicosis (1962) o 2001: una odisea en el espacio (1968): títulos que a todos les suenan pero que casi nadie ha visto.

El éxito y la influencia de Casablanca demuestran que la humanidad es esencialmente romántica; nuestra innata tendencia a pensar que todo sacrificio valdrá la pena, que siempre hay algo por encima que compensará nuestra renuncia o mitigará nuestro dolor. Es así y no hay remedio...




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lunes, 4 de febrero de 2013

Tiernos complots de amor terapéutico (El lado bueno de las cosas)

Una comedia romántica que aspire a triunfar en los Oscar (incluyendo las categorías estrella: película, director, actores protagonistas, guión) debe incluir una perspectiva poco habitual respecto al tema de las relaciones, la pedagogía de la ruptura y otros desastres sentimentales colaterales. Si no hay nada de esto y todo se fía al encanto de la historia de amor o de los protagonistas, al menos debería incorporar un enredo incremental que haga el trayecto más divertido y llevadero. El lado bueno de las cosas (2012) de David O. Russell consigue sortear con habilidad todas las oportunidades de convertirse en una buena película y, a la vez, no desperdicia la primera ocasión para apuntarse a lo previsible ultraconocido de eficacia probada.

La historia comienza lejos de los habituales planteamientos del género, con unos protagonistas guapos pero perjudicados en lo mental --meritorio Bradley Cooper (Pat) y perturbadora Jennifer Lawrence (Tiffany), la actriz de moda; ambos aspirantes a estatuilla-- y aunque sabemos cómo acabará la cosa nos preguntamos cómo se las apañará el director para encauzar la trama en la parte en la que debe fluir el encanto. Los secundarios --De Niro igualmente nominado-- también prometen, especialmente Danny (Chris Tucker), el compañero de Cooper, con sus histriónicas apariciones, o el terapeuta hindú... El planteamiento es el de un filme que busca petróleo en un argumento anclado en una realidad opuesta a lo habitual, repleta de oscuridades e imperfecciones.



Y ya está en marcha la cosa: los protagonistas se encuentran, descubren sus puntos de fricción, la historia se complica (como no podía ser de otra manera) para que se vean obligados a estar y hacer cosas juntos. Se quitan respectiva y mutuamente las vendas de los ojos que les impiden regenerarse en lo personal y en lo sentimental (él asumir la irreversibilidad de un divorcio con orden de alejamiento incluida; ella superar una adicción al sexo tras la muerte sobrevenida del marido), para luego empezar a encajar en pequeñas rutinas que sirvan de linimento para las heridas. Esta es la parte del proceso que a todos nos encanta contemplar, a ser posible desde un punto de vista entre inédito y diferente no exento de encanto, intensidad y humor: disputas que en realidad son mero flirteo, citas que se encaran como si no fueran citas, confesiones catárticas. No es fácil conseguir todo de golpe, y lo cierto es que El lado bueno de las cosas promete buenos momentos desde el arranque, firmemente apoyada en dos protagonistas que desbordan la pantalla --especialmente ella, que traspira morrrrbo inconscientemente competente, el de mejor calidad-- y con un guión que parece algo seminuevo.

Estamos a mitad de película y surgen las primeras grietas: ya queda claro que el ritmo es demasiado lento, las escenas demasiado largas, sin aportar momentos entretenidos ni hacer avanzar la historia. Los secundarios son requeridos únicamente para determinados gags, no para dar más amplitud y realismo al guión. El argumento deriva peligrosamente hacia un Dirty dancing (1997) del siglo XXI. Las escenas entre los dos protagonistas son las únicas que mantienen el interés, el resto se puede anticipar sin problemas.

Último cuarto de película: catarsis familiar en la que Jennifer Lawrence presenta su candidatura oficial a novia, mostrándose ante su chico y los padres de él como una mujer valerosa, inteligente y enamorada. Todo un partido. Las tramas abiertas se retuercen hasta hacerlas encajar en un único escenario y en un único instante --su actuación en el concurso de baile-- en una especie de final sinfónico a lo Brian de Palma pero en versión blandengue. Las secuelas mentales de la bipolaridad, la anomia social, los problemas de adaptación, el tirarse a todo el que se menee, hace tiempo que han dejado de funcionar como elemento dramático, sin dejar secuelas visibles en los protagonistas. Los secundarios (que podían haber aportado un hito dramático intermedio) se convierten en meros comparsas. Y al final, cuando todo se descubre, después de que él la vaya a buscar en una calle solitaria repleta de luces navideñas (requisito imprescindible del género), todo el entorno disfuncional se transforma en armonía: los amigos en casa, los padres felices, Pat y Tiffany acaramelados en la mecedora... Uno no puede evitar la sensación de que El lado bueno de las cosas se echa a perder por un exceso de autocomplacencia, o por temor a quedar fuera de la taquilla si no afianza los lugares comunes del público.

Y es que cuando el guión se diluye en los tópicos o en la repetición, sólo queda la química actoral, la única razón por la que El lado bueno de las cosas acumula tantas nominaciones. El resto, humo y poco más...




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domingo, 3 de febrero de 2013

Ficción reservada: todos los nominados a los Oscar 2013

La batalla de los Oscar se reduce este año a una serie de géneros cinematográficos ampliamente consolidados entre el público: el biopic más clásico --Lincoln de Steven Spielberg--; el thriller político --Argo de Ben Affleck--; la comedia romántica que trata de superar sus autopimpuestas barreras --El lado bueno de las cosas de David Russell--; la fábula cinematográfica de un consagrado --La vida de Pi de Ang Lee--; el cine de acción/espectáculo --La noche más oscura de Kathryn Bigelow--; el musical de toda la vida --Los miserables de Tom Hooper-- y el western más pasado de vueltas (Django desencadenado de Quentin tarantino).

Lo más curioso es comprobar cómo la ficción cinematográfica, intangible por definición, va extendiendo su carácter inasible a los ámbitos de su realidad más inmediata: actores y actrices --y, por extensión, cualquier rostro que deviene famoso-- viven en un universo donde la imperfección está vetada por decreto, por imperativo de supervivencia, por la exigente necesidad mantener una ficción que encandile a los fans. El otro día, a Jennifer Lawrence --nuevo fetiche del mes de este blog y chica de moda en Occidente-- se le rompió el vestido justo en el momento de recoger un premio. El suceso se habría convertido de inmediato en la imagen del día, de la semana, del mes; en la comidilla de la blogosfera y de la prensa... Pero no fue así, porque lo máximo que hemos llegado a ver es el instante en que cae la falta, la última imagen que cuya emisión se permitió antes de que los realizadores se dieran cuenta de lo sucedido. Y es que, desde hace años, por motivos de pánico, las cadenas que retransmiten este tipo de eventos, recurren al directo de los cinco segundos de decoro y evitar de este modo comentarios indeseables, críticas, salidas de guión... inesperadas catástrofes de vestidos.

¿A qué viene tanta obsesión preventiva? ¿Por qué esa imperiosa necesidad de compatibilizar una imagen real acorde con la imagen irreal surgida de sus filmografías? Los actores y actrices, tan guapos y tan perfectos, viven en una especie de mundo maravilloso de Oz a cinco segundos de nuestra realidad, el tiempo justo para poder apañar imprevistos perjudiciales. Es un poco como en los años del cine mudo, cuando las productoras protegían al máximo la imagen de los actores famosos, temiendo que un cambio de opinión del público sería desastroso para sus negocios. Greta Garbo y Marlene Dietrich han sido las dos víctimas más famosas de esta nefasta política. Las cadenas de TV está confinando los rostros célebres a las pantallas (de los cines, ordenadores, televisiones, móviles) aplicando una lógica perversa: dar a conocer de los famosos lo que ellos desean y de la forma que piensan que sus fans lo desean, sin la menor concesión al imprevisto. Puede que algún(a incauto/a todavía crea que las personas como Jennifer Lawrence viven en una especie de luminosa Lórien; en realidad más bien se trata de una especie de Moria mitificada desde el exterior, pero oscura y sórdida por dentro.

En fin, toda este lamento razonado no impedirá que hagamos nuestra tradicional quiniela de los Oscar y pasemos un rato divertido elucubrando, comparando y recreándonos en el triunfo o en la derrota (propios y ajenos).

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