jueves, 25 de abril de 2013

La tristeza realmente existente (Bárbara)

La frase del título hace referencia a esa otra («El socialismo realmente existente») que se puso de moda en los noventa entre políticos y ensayistas, y que servía para designar el sistema político de la antigua República Democrática Alemana hasta 1989 (año de la caída del Muro), para distinguirlo explícitamente de ese otro, el de los partidos socialistas y comunistas occidentales, que --en lo básico-- hablaban de una ideología de izquierdas meramente teórica, nunca puesta del todo en práctica ni definida en toda su extensión por sus principales líderes. Tras el hundimiento de los estados prosoviéticos, resultó que el verdadero socialismo, el único que había llegado a convertirse en sistema político, era el de la RDA; como consecuencia, desde 1992 (el año de la unificación de Alemania) se aceptó mayoritariamente que aquel socialismo teórico (el diseñado en sus orígenes por Marx, Engels, Lenin y compañía) del que se decían herederos ideológicos algunos partidos de izquierda occidentales, no tenía nada que ver con la paranoia orwelliana en la que había degenerado un sistema político que se consumió en su propio miedo a la deserción, la delación y la disidencia. El que crea que exagero o quiera saber más detalles sin salir de la ficción cinematográfica que eche un vistazo a La vida de los otros (2006).

Bárbara (2012) de Christian Petzold --filme finalista al Oscar a la mejor Película Extranjera de este año por Alemania-- es un retrato sencillo y tremendo acerca de las vidas que amputó (tanto en lo externo, debido a la penuria económica, por las nefastas consecuencias de la aplicación de un modo de producción centralizado completamente lunático, reinterpretado libre e inconscientemente una política económica que Marx nunca llegó a poner por escrito) un régimen político dictatorial obsesionado por la vigilancia y la pureza ideológica de todos --absolutamente todos-- sus habitantes.



Barbara es una médica destinada desde la capital a un hospital de provincias como castigo por haber solicitado permiso para abandonar el país (mantiene una relación con un alemán del oeste). En su nuevo destino se propone cumplir estrictamente sus tareas y limitar radicalmente las relaciones personales con sus compañeros de trabajo, especialmente con su jefe --André-- que además parece ser la persona designada por El Partido para su vigilancia, así como de transmitir toda clase de información sobre su vida cotidiana a la Volkspolizei.

La película relata la existencia diaria de Barbara: los registros constantes (incluido su propio cuerpo) en busca de evidencias que demuestren su intención de escapar ilegalmente, la condena de una vida anodina y vacía en la que todo está prohibido y además todo lo que está prohibido se puede disfrutar apenas a unos quilómetros de distancia. Aun así, Barbara sigue siendo una profesional de la medicina, y no puede evitar querer hacer bien su trabajo. El filme narra todas estas contradicciones con un estilo directo, natural, ciñéndose a la sucesión de los días y los acontecimientos, mostrando cómo la protagonista resbala sobre ellos a la espera de su oportunidad. No hay giros imprevistos, ni impactos súbitos, ni intención de ocultar lo que será un final previsible pero coherente; por no haber, ni siquiera hay intención de caer en la tentación de recurrir al drama facilón: cuando Barbara descubre que el comisario que la vigila está muy enferma y es André quien la trata, y ni siquiera eso sirve para ablandar su obsesión por encontrar pruebas para denunciarla. El hecho de no explotar dramáticamente esta escena, pero sí de presentarla con todo detalle ante el espectador, es un buen indicador para calibrar la distancia y la frialdad del estilo narrativo, pero sobre todo para hacerse una idea de la clase de sociedad podrida que era la RDA.

Ritmo lento, personajes bien construidos, sentimientos encauzados en los momentos clave (sin ceder a la exageración), austeridad en los espacios y en el montaje, fotografía cuidada, obsesión por la planificación escénica... Bárbara me ha devuelto la tranquilidad: finalmente he disfrutado de un filme narrado con parsimonia, hecho de silencios, sobrentendidos, tomas largas y sin apenas movimiento capaz de mantener todo mi interés. Temía haber perdido la capacidad de valorar esos otros estilos cinematográficos no directamente basados en la narratividad más clásica o comercial. No todo lo lento, silencioso y contemplativo respecto a objetos y actores con un tema lejanamente reivindicativo y humanista significa que sea cine del bueno. Hace falta un guión, y también una historia amena que contar, y personajes que por lo menos en algún aspecto nos caigan simpáticos o nos atraigan. Gracias al filme de Petzold me reafirmo en mi idea de que encadenar escenas raras, con personajes apenas esbozados, simplemente lo justo para encajar en el argumento, sin vínculos con, al menos, una realidad cercana y/o deducible por el espectador, resulta un fraude. El que crea que exagero o quiera saber más detalles sin salir de la ficción cinematográfica que eche un vistazo a algunos de estos títulos y a mis respectivas crónicas: Alps, Holy Motors, Drive, Le Havre, Melancolía...




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sábado, 20 de abril de 2013

Archivo SD: 2. Fahrenheit 9/11

1. Bienvenidos a Belleville

Avance: no fue un mal año 2004 desde el punto de vista cinematográfico en Sesión discontinua: Tarantino estrenó Kill Bill 1 y Kill Bill 2, su doble apoteosis sobre la venganza, y Amenábar se adueñó de la cartelera con Mar adentro. Mientras tanto los Coen sobrevivían con una clásico menor, la revisión del clásico británico The Ladykillers, y otros cineastas antaño brillantes veían cómo la luz de su creatividad iniciaba su declive: Almodóvar con La mala educación, David Mamet con Spartan. Entretanto, Denys Arcand y Night Shyamalan consumían en Las invasiones bárbaras y El bosque los últimos restos del crédito obtenido con El declive del imperio americano y El sexto sentido respectivamente. También quedó un hueco para agradables descubrimientos --Lost in translation de Sofia Coppola, que todavía mantiene su vigor casi intacto (probablemente mi mejor texto aquel año) y En la ciudad de Cesc Gay-- y rarezas inclasificables: La joven de la perla y Hermano oso, un clásico Disney muy devaluado que sólo será recordado por su banda sonora.

Sin embargo, en lo político, 2004 no fue tan bueno: EE UU estaba metida de lleno en el berenjenal de la invasión de Iraq y demostró que había razones de sobra para que el mundo entero dudara de la retórica fascistoide de la cruzada contra el mal de Bush hijo. El tiempo ha demostrado que todo aquello estaba basado en mentiras como la de las armas de destrucción masiva y sólo sirvió para desestabilizar y radicalizar un país incómodo en el panorama ideológico y diplomático. Iraq sigue siendo un avispero en permanente riesgo de estallido civil, mientras el inútil de Bush disfruta de su bienestar económico en un rancho tejano, aislado de la miseria y las injusticias que dejó como legado político. Fue entonces cuando Michael Moore --que había dado en plena diana con Bowling for Columbine, analizando de forma documentada y amena las contradicciones culturales y legales del país más miedoso e inconscientemente armado del planeta-- estrenó su esperadísima nueva película: Fahrenheit 9/11. Todos queríamos volver a disfrutar con el mismo tono irónico y la misma crítica vitriólica de la anterior, pero nos topamos con un memorial de agravios, una ingente acumulación de evidencias sobre trapicheos, ilegalidades y contradicciones de todos los miembros de la administración Bush; un vapuleo de imágenes que costaba digerir por la abundancia de datos y la velocidad a la que estaban presentados. Aun así, sirvió para que nos afianzáramos en la necesidad de sacudirnos de encima a indeseables como aquellos. Aún estamos en ello.



La pelota iraquí (Fahrenheit 9/11) 
Publicada el 29/07/2004 (ver texto original)

¿Por qué tendría que ser Fahrenheit 9/11 (2004) un documental objetivo y riguroso? ¿Por qué tendría que ser un documental? El primer principal problema que se presenta a la hora de hablar de la película de Moore es el archirrepetido argumento de que el documental está de moda, y que es fruto de un proceso de maduración del público, lo cual permite una programación estable en salas comerciales de este tipo de filmes. De modo que Fahrenheit 9/11 no viene sino a confirmar esta tendencia al alza. Yo más bien diría que este «auge» se debe fundamentalmente a dos factores: uno la «doble crisis del cine de ficción y de los medios de comunicación», como interpreta el cineasta egipcio Basel Ramsís, y aunque la crisis del cine de ficción es algo que venimos oyendo desde hace cincuenta años por lo menos, la de los medios de comunicación sí es nueva e incide más directamente en este tema. Es una crisis de credibilidad y de reacción negativa de la audiencia frente a un discurso informativo y documental cada vez más especializado y politizado. Los reportajes de la televisión están estereotipados, dicen muchas cosas pero siempre de la misma forma, desde la misma perspectiva oficial, hay poco deseo de innovación. El segundo factor es consecuencia del primero: los documentales que triunfan en salas de cine responden a temas candentes, a preocupaciones de la calle, tratados de forma directa, sin experimentación narrativa. Creo que esas son las razones de la buena acogida a filmes como En construcción (2000), La espalda del mundo (2000), Los niños de Rusia (2001), La pelota vasca. La piel contra la piedra (2003) o 200 km (2003). Sin embargo, ¿qué éxito han cosechado documentales más elitistas como Monos como Becky (1999) o Extranjeros de sí mismos (2000) fuera de determinados círculos? Es más, me atrevería incluso a decir que en cuanto esos mismos temas cotidianos se revistan de experimentaciones narrativas acerca de la naturaleza de la realidad y la no-ficción, se acabó el boom del documental en salas comerciales.



El segundo principal problema es que todavía los sesudos especialistas y los críticos de cabecera de los principales diarios creen que todo lo que no es ficción es documental. Y si es documental y no es «objetivo» respecto a los hechos pues sin duda es un filme osado que plantea un debate acerca de la legitimidad de este formato cinematográfico por intentar tal herejía: ¡un documental que no es objetivo! En este universo maniqueo especialistas y críticos se defienden a la perfección desde hace décadas, ya que todo título que pase por sus ojos caerá en uno u otro lado. Y si no siempre queda la posibilidad de teorizar y adular a base de la típica ficción-que-se-adentra-en-la-realidad y viceversa.

Pero de pronto el problema se termina en cuanto uno deja en paz la palabra documental. El propio Moore reniega de ella en sus declaraciones: «No entiendo la palabra documental, es un término viejo, que suena a medicina. Lo que hago es no ficción, ensayos, como esos libros que no son novelas. Mi periodismo es como las páginas de opinión de los periódicos: los hechos, más mi punto de vista. Los hechos son los hechos, y las opiniones son mis opiniones [...] Amo esta forma de arte y no quiero hacer lo mismo que hace Hollywood. Ese cine agoniza y yo no quiero morir». Se acabó el debate. Fahrenheit 9/11 no es un documental, es un ensayo cinematográfico. Ahora ya podemos ver si vale la pena como tal.

Moore se inspira claramente en el escándalo de la investigación sobre el asesinato de Kennedy para trazar un paralelismo narrativo y formal que sitúe la gestión del gobierno de Bush como una auténtica crisis nacional: utiliza el mismo tipo de montaje –-esta vez sí, populista, como más de uno le acusa de ser a veces-- que usó Oliver Stone en JFK (1991) para las imágenes de los neoyorquinos mirando las torres incendiadas el 11-S, atónitos, llorosos, asustados, afligidos... igual que en Dallas tras el atentado contra el presidente; y más adelante en una escena en la que Moore señala lo cerca que están tres edificios de Washington muy relacionados con Bush y sus empresas y la embajada de Arabia Saudí, exactamente igual que hacía Kevin Kostner en JFK en Nueva Orleans al referirse a instituciones supuestamente involucradas en la investigación de la muerte de Kennedy.

La película reinterpreta los últimos tres años de la historia de EE UU en clave crítica, desde el fraude de la noche electoral, pasando por el atentado del 11-S y la reacción bélica en Afganistán y en Iraq. El objetivo declarado de Moore es que Bush no sea reelegido, y para ello despliega sus dotes de investigación y de análisis mostrando el expediente militar no censurado de Bush, o el vídeo que grabaron en la escuela donde estaba el presidente en el momento del atentado (y que a ninguna gran cadena de televisión se le ocurrió mostrar) en el que se ve su rostro atontado, sin capacidad de reacción ni resolución. El propio atentado de Nueva York lo introduce Moore con delicadeza y originalidad: sobre una pantalla en negro sitúa el sonido directo de los impactos de los aviones, los gritos, el llanto... luego los transeúntes mirando hacia arriba. Ni un solo plano de los edificios en llamas. Si eso es tratar de hacer un espectáculo con el dolor como algún crítico le acusa.

El tercio final de película, el dedicado a la guerra de Iraq, es también –-aunque quizá no sea algo explícitamente buscado-- un recorrido acerca de la encontrada secuencia de sentimientos que experimenta un pueblo atacante en cualquier guerra. A nadie se le ocurre cuestionar a los gobernantes que embarcaron a EE UU en la Segunda Guerra Mundial, en cambio, cuando las guerras se pierden o no tienen suficiente legitimidad, todo se vuelve contra el gobierno. Ahí está la orgullosa patriota, madre de un combatiente muerto en Iraq, que pasa de proclamar con orgullo que tantos familiares suyos hayan servido en el ejército a, en el momento de visitar Washington con Moore, descubrir que todo su odio y su malestar en realidad no tienen que ver con esos iraquíes cuya lucha no entiende, ni siquiera contra el absurdo del conflicto, tal y como lo plantea su marido en un momento dado, sino contra el gobierno de Bush, por haber embarcado a su hijo en una empresa mortal.

En este punto es donde Moore cierra el círculo de su película: cuando quienes inicialmente apoyaban la política supuestamente patriota de Bush, se vuelven contra él –-no porque hayan comprendido que era un engaño, porque el conflicto se convierte en su particular pelota iraquí-- y les alcanza en lo más íntimo y doloroso: en sus familiares. No es nada nuevo, es sencillamente el itinerario moral que hace toda población de un país que envía tropas a la guerra. Ni siquiera nos sorprende, porque ya lo sabíamos (y el que se entere ahora es un ingenuo), que las clases más pobres aportan la práctica totalidad de sus efectivos al ejército; en este sentido las imágenes de los marines reclutando en barrios empobrecidos, sus estrategias para enredar a los pardillos y su reacción ante quienes se niegan a alistarse, sirven de prueba para los que se niegan a creer todavía que un gobierno es capaz de actuar de una forma tan abiertamente vergonzosa.

De los soldados estadounidenses, por su parte, aparecen sólo niñatos que no entienden nada, que les encanta la acción de los primeros días porque se parece a la que han visto en las películas de Hollywood, después se van acojonando a medida que la resistencia y la amenaza son mayores de lo que habían profetizado sus superiores. Y finalmente desembocan en el desencanto y la crítica abierta ante la injusticia y la incomprensión de un conflicto que amenaza con devorarlos. Son pobres desgraciados que pensaron que el ejército les iba a solucionar sus problemas. Espero que a partir de ahora pasen esta película en los institutos de secundaria y a los jóvenes se les quiten las ganas de alistarse.



Por suerte en EE UU existe una potente sociedad civil capaz de tolerar retratos tan críticos y sangrantes como el de Moore, y aunque es lógico que haya quien se indigne, una gran compañía como Miramax no renuncia (aunque sólo sea por las perspectivas de beneficio económico, todo hay que decirlo) a financiar un filme hecho tan a la contra como este. Algo parecido me preguntaba hace unos meses con motivo del estreno de La pelota vasca. La piel contra la piedra, acerca de algunas desaforadas reacciones por su contenido y su tratamiento del problema vasco: ¿se aceptaría en España una sátira sobre un presidente del gobierno tan dura y directa? Estoy convencido de que más de uno vería en un filme así poco menos que el apocalipsis del arte y de la información en este país... Y si no ahí está el tratamiento que recibió Hay motivo (2004), el conjunto de cortometrajes que ridiculizaban la gestión de la etapa de Aznar como presidente y que llegó a emitirse en televisiones locales en una situación tan políticamente sensible como las elecciones generales de marzo de 2004.

Uso de música rock como banda sonora, montaje rápido, tono coloquial, razonamientos sencillos y de sentido común, contrastación de datos, evidencias visuales y testimonios hábilmente intercalados, sentido del humor, crítica al poder... estos son los secretos del éxito de Moore. El que se niegue a ver en este cóctel un recurso impecable de crítica y de análisis es que vive en otro planeta, porque Fahrenheit 9/11 es una visión personal de los EE UU de comienzos del siglo XXI. ¿Acaso no leemos textos tanto o más personales en las páginas de opinión de los periódicos?




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miércoles, 3 de abril de 2013

Elogio moral de la inmadurez (Amor y letras)

La segunda película de Josh Radnor --la primera fue la sorprendente Happythankyoumoreplease (2010)-- ha dado muy cerca del blanco, por lo que aviso que este texto va a ser espectacularmente subjetivo.

¿Has estudiado Humanidades o Filosofía y Letras en la universidad? ¿Durante tu etapa universitaria sucumbiste al poder brillante de la literatura, la música, el cine o cualquier actividad artística? ¿Crees que ese enriquecimiento cultural --por iniciativa propia o en alguna asignatura de grato recuerdo-- que te proporcionó te ha modificado interiormente y te ha convertido en un ser humano mejor? ¿Crees que tu destino emocional es encontrar alguien que vibre con las mismas obras de arte que a ti te desarman? ¿Crees que puedes usar tus títulos favoritos como criterio infalible para filtrar posibles relaciones importantes y profundas en un océano de banalidad y superficialidad? ¿Estás, en definitiva, enamorado/a (total, parcial, directa o tangencialmente) de la parte de tu juventud que coincide con tus estudios superiores? ¿Te has dotado de alguna versión homologable y exhibible (selectiva aunque cierta en lo básico) de aquella etapa gracias a una elaborada yuxtaposición de momentos definitorios, que curiosamente guardan significativas semejanzas y/o paralelismos con otros que has leído o visto? ¿Estás en plena catarsis de los cuarenta, a punto de pasarla o (crees que) recién superada? En mi caso todas las respuestas son afirmativas. A cualquiera que haya admitido un solo «Sí» en esta batería de preguntas le recomiendo sin dudar que vaya a ver Amor y letras (2012).

¿Cumples todo los requisitos anteriores pero en lugar de Humanidades has estudiado ingeniería o cualquier otra rama científica? Lo siento chaval, esta no es tu película.



Radnor ha hecho una película para poner en su sitio a todos esos bichos raros que producen las facultades de humanidades de todo Occidente, especialmente hombres, incapaces de admitir que la mayoría de la gente --incluso ellos mismos la mayoría del tiempo-- se rigen por modelos banales, temporales, acomodaticios y previsibles. A esta gente es difícil convercerla --allá por la treintena-- de que es inútil esperar que sobrevenga una revelación universal, súbita y sincronizada que haga comprender a la Humanidad entera (pero especialmente la parte que ellos tienen cerca) que se comporta de forma insoportablemente convencional. Y si además te das de bruces con una jovencita de buen ver, chapada a la antigua, deseosa de conocimiento, simpática y que entra al trapo de tus opiniones sobre arte y literatura, la activación automática del Síndrome de Pigmalión es inevitable.

Amor y letras describe con el aplomo y el verismo de quien forma parte del problema, el limbo idealizante y de eterna espera que define a determinados estudiantes de humanidades, atrapados en la bruma de las obras maestras de la literatura universal, que filtran y etiquetan a los demás por sus opiniones sobre determinadas obras y autores. Personas que ansian sensaciones y momentos absolutos y odian desgastarse en lo cotidiano y doméstico; que todavía creen que una cita perfecta debe culminar en una conversación hasta la madrugada en la que se produce una interacción genial donde ambos descubren una pasión común por García Márquez o vete a saber qué compositor renacentista. Citas llenas de detalles encantadores, únicos y significativos que servirán para que, años después, en plena efervescencia treintañera, ellos puedan componer un relato perfecto de lo que fue el inicio de la relación fuerte, duradera, sensible y, sobre todo, cultivada e inquieta en lo cultural, de la que ahora presumen.

Radnor retrata con humor y sentido crítico toda la galería de arquetipos y tópicos: el entusiasmo inicial, basado en una afinidad mutua por las conversaciones sobre temas profundos desde un punto de vista ligeramente cínico y una implícita, nunca verbalizada, atracción física; la obsesión por recomendar obras o conseguir que se admiren los mismos autores; el desajuste generacional (modas, preferencias de ocio, la manía de comparar todo con el pasado propio); el giro dramático inesperado... Tan sólo patina en un aspecto: la irreal y absurda actitud del protagonista ante la posibilidad de sexo, tanto con una joven estudiante como con una de sus antiguas profesoras (en este caso disculpable porque sirve de excusa para un buen gag y una posterior reflexión).

Amor y letras no es una comedia romántica al uso (como tampoco lo era Happythankyoumoreplease) pero se mantiene peligrosamente cerca. La filmografía de Radnor necesita un giro que le lleve más allá de la prolongación de Ted Mosby --el personaje que interpreta en la telecomedia Cómo conocí a vuestra madre (2005-2013)-- que le ha dado fama y la oportunidad de saltar a la dirección. El filme explota con habilidad y naturalidad situaciones bien conocidas, incorporando un punto de vista humorístico y suavemente crítico, y aunque el desarrollo posterior evita toda complacencia narrativa, en general el argumento no se aleja demasiado de los amoríos y desengaños del género romántico.

Lo mejor de la película es la idea que la pone en marcha: tomando como excusa la realidad semidisfuncional de los humanistas enamoradizos con tendencias narcisistas, Radnor se las apaña para ajustar cuentas con su generación, con la de tantos y tantos universitarios que creyeron encontrar en determinadas obras de arte el sentido último de sus preferencias sentimentales; quizá incluso consigo mismo (la película está ambientada en la universidad de su Ohio natal)

Y por último: gracias Ted Mosby, por conseguir que tu fama televisiva y tus coqueteos con un género consagrado hayan arrastrado a mi hija hasta el santuario de mis versiones originales y no le haya parecido tan mal la experiencia. Hay futuro.




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