lunes, 24 de junio de 2013

Archivo SD: 3. Serenity

1. Bienvenidos a Belleville
2. Fahrenheit 9/11

Avance: el año 2005 empezó de la peor manera posible, con la estúpida visión personal de la política estadounidense contemporánea rodada por Oliver Stone con la excusa de recrear la vida de Alejandro Magno, y casi acaba aún más abajo con Cinderella man de Ron Howard; pero remontó gracias a títulos que todavía hoy mantienen su vigor: Match point, el mejor filme de Woody Allen en su etapa europea; La vida secreta de las palabras, el esperado regreso de Isabel Coixet tras la devastadora Mi vida sin mí (2003); la agradable sorpresa de Entre copas, de un hoy consolidado Alexander Payne; o la sólida revisión crítica de la historia alemana que propone El hundimiento, de Oliver Hirschbiegel.

Sin embargo, el año estuvo marcado por filmes que se quedaron a medio camino entre la promesa y la decepción: Tierra de abundancia, que considero el mejor último Wenders; Flores rotas, el último intento de Jarmusch de retomar su vigor ochentero, El método de Marcelo Piñeyro, fallida adaptación de una de las mejores obras teatrales de los últimos años; Habana blues de Benito Zambrano, 5x2 de François Ozon, Sólo un beso de Ken Loach o Las muñecas rusas de Cédric Klapish, el apoteosis de la generación Erasmus.

En el cine infantil de ese año hubo de todo: cosas raras aunque conmovedoras (El niño que quería ser un oso), hallazgos (Robots), pésimas imitaciones (Chiken little) y tradiciones que se han convertido en vínculos (Doraemon i els deus dels vents).

Pero fue Serenity de Joss Whedon, que vi en el Festival de Sitges, la sorpresa de aquel año. Un filme que encuentra exactamente el punto medio entre la transcendencia, la superficialidad, los guiños genéricos y el humor posmoderno sin tener que huir de la acción y el entretenimiento. En dura pugna con el filme de Allen, Serenity es la tercera entrega del Archivo SD.



Herederos de George Lucas (Serenity) 
Publicada el 11/10/2005 (ver texto original)

Joss Whedon negaba ser el nuevo George Lucas en la rueda de prensa tras el pase de Serenity (2005) en la jornada inaugural del Festival de Sitges. No puede hacer otra cosa que rechazar con modestia la etiqueta, pero el público y su cine dicen justamente lo contrario. Serenity me parece una renovación muy importante dentro del género de aventuras espaciales. Nada mal para su debut en pantalla grande.

La película empieza con un breve prólogo --brevísimo en verdad-- que trata de enlazar la historia desarrollada en la serie de televisión (que es de donde provienen los personajes y el argumento general) para sumergirnos a continuación --a través de un impecable plano secuencia que abarca los créditos del filme y presenta de paso el decorado general de la nave protagonista con sus tripulantes-- en una exhibición de acción trepidante. Hacía tiempo que un comienzo así no me dejaba clavado en la butaca y con la boca abierta.



Serenity bebe de muchas fuentes para obtener el producto y el efecto deseados: de la saga de Lucas toma la ciudad de Tatoonie con sus tabernas llenas de extrañas y peligrosas criaturas; del western más clásico determinados tipos humanos y ciertos detalles de ambientación en plan homenaje, como el colt-laser del capitán Mal, el protagonista. En este personaje también es fácil reconocer rasgos del último Han Solo, con una apariencia cínica externa y con un sentido del deber y la justicia bien afianzados. El resultado de toda esta mezcla es el retrato de un mundo hipertecnificado paradójicamente habitado por humanos que no han evolucionado nada en sus pasiones respecto a nosotros: los sentimientos fraternos siguen actuando como motivación básica, la reproducción se sigue practicando a la antigua y seguimos sin atrevernos a expresar abiertamente nuestros sentimientos... Será que necesitamos esta envoltura de acción y efectos digitales para seguir disfrutando con las mismas historias de siempre.

Pero sin duda la mejor aportación de Serenity, en la que rompe con la línea trascendental de Blade runner (1982) y se decanta por la más banal y proletaria de Aliens (1986), es el empeño de Whedon por huir de toda trascendencia temática. Asume que las películas de este tipo se apoyan en argumentos con verdades absolutas e intuidas acerca del Universo o el Ser Humano, pero es la combinación de acción y efectos digitales la que impacta definitivamente en el espectador. La aventura lo preside todo, y aunque un cierto toque de filosofía ayuda no se trata de descubrir la esencia de nada. A esta labor contribuyen sin duda algunas líneas de diálogo brillantes, como la declaración al límite del hermano de River y la mecánico de la nave, quienes ante una casi segura muerte se declaran su... atracción sexual mutua; o el original gag que precede a los créditos finales. Lo bueno de Serenity --y donde puede resultar un filme determinante para futuros títulos-- es que al manejar con soltura una ya importante tradición de efectos digitales se puede permitir acercarse al estilo desenfadado del mejor cómic.

Siempre he creido que Psicosis (1960) era la última película de la historia del cine que inauguraba un género completamente nuevo; si a alguien le parece exagerada la afirmación podría rebajarla y decir que abre un subgénero que con los años ha acabado siendo muy popular: el thriller moderno. Pienso que deberé replantearme la hipótesis y aceptar que un título posterior --La guerra de las galaxias (1977)-- habría fundado también un subgénero, esta vez dentro de la ciencia ficción. Está claro que el reciente estreno de la segunda trilogía de Lucas ha contribuido a mitificarla, pero de lo que no me cabe duda es que Serenity transita por la misma vía y amplía lo que en los setenta del siglo XX era tan sólo una brecha y hoy es una tendencia y un estilo a los que se aspira a llegar.




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martes, 11 de junio de 2013

Cosas de tíos (The trip)

Si quieres prolongar el buen rollito que se ha generado durante un rodaje, y por el bien de la creatividad espontánea, lo más recomendable es dejarse llevar por lo que salga y rodar otra película a continuación. El spin-off cinematográfico más famoso de las últimas décadas es Blue in the face (1995) de Paul Auster y Wayne Wang, producido como consecuencia directa del entrañable rodaje de Smoke (1995), del propio Wang. Actores y técnicos se dieron cuenta, al acabar la película, de que querían seguir trabajando juntos, que había cosas por decir e ideas por plasmar. Todo fue bastante improvisado: mientras los que ya se conocían se ponían a trabajar, fueron llamando a amigos y conocidos para que se pasaran por el set para hacer su aportación (lo que tocara o lo que se les ocurriera). Lou Reed llamó a Jim Jarmusch, que llamó a Mira Sorvino, que llamó a Madonna, que llamó a Michael J. Fox... Bueno, probablemente la cadena de llamadas no fue así, pero el proceso de reunir gente con la excusa de pasarlo bien improvisando escenas y diálogos sí. La cosa es que Blue in the face se inspira directamente en temas colaterales y/o en zonas oscuras de su predecesora Smoke, pero ampliando el foco para abarcar más situaciones y personajes entre lo raro y lo encantador. ¿El resultado? Un curioso compendio de tomas falsas y material inédito que podría incluirse entre los Extras del DVD de Smoke.

The trip (2010) de Michael Winterbottom también es un spin-off, pero de gestión bastante más retardada. A diferencia de Blue in the face, The trip retoma la química actoral y personal de Steve Coogan y Rob Brydon, que protagonizaron Tristram Shandy: a cock and bull story (2005) cinco años antes. El filme se apoya en la misma dosificación de personajes reales que se interpretan a sí mismos en un argumento mínimamente ficcionado, pensado para dar rienda suelta a la capacidad de improvisación, ironía y humor de ambos actores. Winterbottom ha regresado a lo eficaz conocido, quizá para tomarse un respiro que le permita experimentar sin presión, sabiendo que sus intérpretes se ocupan de llenar la pantalla (física y verbalmente).



Aparte de posibles motivaciones creativas y como experimento de rodaje, Winterbottom aporta un indudable trabajo de montaje propio de la ficción cinematográfica que ponga límites y sirva de cauce a las expansiones interpretativas de Coogan y Brydon (que en algunos momentos se atascan o amenazan con hacerse recursivas y cargantes). Y poco más: la película funciona en lo básico --divertir, interesar y entretener-- en estos dos pilares (actores y montaje), mientras que por encima se desarrolla una mínima excusa argumental: el actor Steve Coogan invita a su amigo Rob Brydon a una ruta gastronómica por restaurantes sofisticados y pastosos que había preparado con su novia, pero finalmente ella no podrá ir porque han decidido «tomarse un descanso». El encanto y el interés de The trip son precisamente esas trazas de realidad que se insertan descaradamente en la ficción que le sirve de excusa. Perfectamente introducido en la escena inicial y rigurosamente pautado por días, el argumento se despliega con naturalidad, dejando que el espectador se acomode, dispuesto a disfrutar con el itinerario geográfico, pero también con ese otro itinerario interior de cada protagonista y con la inevitable interacción que surge entre ambos.

De rebote, y no sé si como un efecto deliberado, el filme retrata algunas pautas y patologías características del hombre maduro occidental: adicto a la comunicación a distancia (las llamadas por móvil, siempre realizadas en parajes bellísimos y solitarios, alejados de todo y de todos, sugieren dificultad congénita para la comunicación cara a cara, especialmente con hijos y exmujeres); con problemas para expresar sentimientos con sinceridad, sorteados mediante el recurso constante a imitaciones de actores de Hollywood, recitando fragmentos de películas que digan lo que se quiere decir pero añadiendo el airbag de seguridad del recitado, la capa interpuesta que les permite evitar mostrarse tal como son; los padres ancianos, el único reducto vital en el que deliberadamente no permiten que se cuele la ironía o el sarcasmo, porque son su única conexión con la infancia. Coogan y Brydon, probablemente sin ser del todo conscientes, componen con su colección de sobremesas y paseos, un contrarretrato del mundo masculino: atrapados en una red de compromisos fracasados en los que acaban perdiendo interés; obsesionados por encontrar algo que les encandile y les haga sentirse satisfechos sin esfuerzo; y en las personas con estudios superiores, con una incontenible tendencia a la ostentación cultureta, al flirteo como única arma de socialización (motivado por la perspectiva de sexo sin compromiso)... Decepción, inmadurez, opacidad, egoísmo, imperio de los instintos, incapacidad para concretar, especialmente los deseos y los sentimientos. En tres palabras: somos una joyita...

A pesar de su mínimo argumento, la película se las apaña para ofrecer un amplio repertorio de escenas: Winterbottom maneja especialmente bien aquellas en las que la sinceridad amenaza con desbordarse, como la de las ruinas del monasterio; o cuando hay que lanzarse a tumba abierta al dar con algo realmente divertido, con los protagonistas burlándose de los diálogos de las películas épicas (sencillamente desternillante); o cuando hay que dejar paso a la tristeza, como en todas las conversaciones de Coogan con su novia, su exmujer y su hijo, en las que la necesidad de alejarse de todo para encontrar cobertura supone algo más que un requisito técnico; o cuando es necesario superar una decepción menor, como el inesperado instante de soledad en el mar de piedra, echado a perder por culpa de un chalatán insoportable. Esta última escena puede pasar como un simple gag a costa del trato social con desconocidos (tan habituales en el humor inglés), pero por debajo queda el deseo frustrado de sincerarse ante un extraño, cuando el paisaje y el momento, sin quererlo, acompañan. Bastaría un simple saludo para que se abrieran las compuertas... Todo encaja a priori, excepto el desenlace verosímil...

Pero toda esta profundidad surge sola, porque la película no se aparta de lo estrictamente funcional: los desplazamientos en coche, algunos encuentros y las comidas y cenas previstas. Es en estas últimas donde Winterbottom quizá se permita ser más creativo: las discusiones absurdas de Coogan y Brydon se alternan con imágenes de la esmerada preparación de los platos que luego degustan sin apenas prestar atención; para ellos es simplemente comida. Concentrados en sus disputas el resto del mundo es un mero decorado. Así somos los tíos de este comienzo de siglo XXI: incapaces de centrarnos excepto en nuestros propios deseos y pulsiones (las cuales, dicho sea de paso, necesitamos satisfacer de forma inmediata).

Al salir del cine me di cuenta de que la escena final de The trip es casi idéntica a la que cerraba Un tipo genial (1983). En ésta, Mac (interpretado por Peter Riegert) regresa tras una aventura escocesa que ha modificado sus prioridades vitales y además enamorado. Mientras deja la maleta, se acerca a la terraza; los ruidos nocturnos de la ciudad de Houston no hacen más que acentuar su sensación de desarraigo y su nostalgia. La banda sonora de Mark Knopfler lleva sonando suavemente desde el comienzo de la escena y va subiendo. Algo está a punto de suceder... En la de Winterbottom los elementos dramáticos son los mismos (soledad, regreso de un viaje revelador, una decisión que tomar), dispuestos casi de la misma forma, la diferencia es la banda sonora. La de Knopfler invitaba a rendirse al amor, mientras que la de Michael Nyman aporta un punto de verismo descarnado, mucho más cercano a esa clase de madurez inestable en la que no se han cumplido los sueños de juventud. En los ochenta, gracias al vídeo, pude revisar muchas veces la escena de Un tipo genial y me parecia bien hecha, coherente, verosímil. Puede que sea precisamente el tiempo transcurrido lo que me haga preferir ahora la de The trip: cuando era más joven tendía a pensar que las cosas podían ser encantadoras; ahora, como Coogan, pienso que un viaje no siempre responde a nuestras preguntas, ni los acompañantes están siempre ahí para ofrecernos su sabiduría. Aun así, Coogan toma su decisión. Los tíos somos así.




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miércoles, 5 de junio de 2013

Expediente Fassbinder: 1. Desesperación

La narración en el cine de ficción --pero también en la literatura-- admite un recorrido limitado en cuanto a la combinación y uso de las diferentes instancias que implica (narrador, historia, relato, posicionamiento...); consiste en una serie de modificaciones parciales a la alternancia entre narrador interno y externo y a las posibilidades lógicas y artísticas que admite la manipulación (lineal o no) de la historia y el relato. Pero si despejamos la variable del proyecto estético (eliminando usos sistemáticos o meros virtuosismos técnicos), las opciones se limitan a buscar combinaciones entre estos dos ejes principales. Sin embargo hay un tercer eje menos explorado que, sin alterar la disposición clásica de narrador, historia y relato, apuesta no por una disposición formal, sino de significación dentro del relato; un recurso que la teoría literaria denomina como narrador no fiable (un término propuesto por Wayne C. Booth en 1961). Este tipo de narración es tan poco habitual que se suele asociar a estilos vanguardistas y experimentales: escapa a la premisa casi universal según la cual el espectador toma como cierto en todos sus detalles aquello que explica el narrador, sea cual sea su posición en el relato y su perspectiva de los acontecimientos.

El narrador no fiable, en cambio, suele ser un tramposo, alguien que escamotea parte de la información que necesita el lector/espectador para tener la posibilidad de anticiparse al relato: a veces ese escamoteo es un hallazgo de estilo por parte del autor, otras veces es un simpel recurso de orden práctico cuyo resultado puede resultar, en ocasiones, sorprendente; sin embargo, cuando se hace de modo chapucero el lector/espectador queda decepcionado al comprobar que el autor recurre a trucos baratos para ir siempre por delante. Es especialmente enojoso en el género policíaco, cuando para la resolución del crimen se recurre a una información completamente nueva a la que el lector/espectador no ha tenido acceso o era imposible de deducir con los datos que le han facilitado. En el cine, este tipo de filmes malos se detectan muy fácilmente: asesinos que comenten sus crímenes de espaldas, viendo sólo sus pies o cubiertos por una máscara...

Cervantes, Quevedo y Stendhal hicieron unos meritorios primeros arañazos, pero fue Robert L. Stevenson quien abrió las primeras grietas en el monolítico edificio compuesto de narrador único, omnisciente y argumento secuencial basado en certezas con El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde (1886). Desde entonces numerosos autores se han colado por ellas (James, Faulkner, Woolf, Ishiguro, Marías...) abriendo huecos por donde hoy transcurren corrientes y tendencias artísticas prestigiosas y bien consolidadas.

En la historia del cine, Rashomon (1950) es un ejemplo paradigmático de narrador no fiable, probablemente el más importante de todos los tiempos, porque lo utiliza de forma sistemática --a pesar de no ser un recurso inédito, pues Las modelos (1944) de Charles Vidor ya lo usaba con ingenio en una comedia--, sino por la influencia que ha ejercido en el cine posterior. Incluso la serie de televisión Perdidos (2004-2010) recurre a esta técnica en ocasiones como una manera eficaz de introducir la duda en el espectador. Rashomon supuso en Occidente un mazazo equivalente al que provocó en la literatura El asesinato de Rogelio Ackroyd (1926) de Agatha Christie; es curioso que la innovación se produjera en un género popular y en una cinematografía no occidental, ámbitos sin prestigio o ninguneados por las elites culturales. En cualquier caso, los veinticuatro años de diferencia entre ambas obras podrían tomarse como indicador objetivo del retraso formal que arrastró el cine respecto a la literatura --Pere Gimferrer dixit-- durante el siglo XX. En el XXI este desequilibrio se ha reducido notablemente, incluso se ha llegado a invertir por lo que se refiere a algunos géneros y cineastas en concreto: El sexto sentido (1999), Memento (2000) u Origen (2010) son obras que han extendido la importancia y el enriquecimiento que los ejes fundamentales de la narración pueden aportar al relato de ficción.



Desesperación es una novela de Vladimir Nabokov, escrita en 1934 (durante los años de estancia del autor en Berlín), publicada en 1936 y reescrita dos veces en inglés por el propio Nabokov (1937 y 1965) que propone una variante --poco explotada por las dificultades colaterales que implica-- del narrador no fiable: la del narrador inconscientemente perturbado. En 1978, R. W. Fassbinder adaptó al cine la novela con un guión del dramaturgo Tom Sttopard --más conocido por ser uno de los guionistas de la multipremiada Shakespeare enamorado (1998)-- y que obtuvo el máximo galardón en el Festival de Cannes de ese mismo año.

La adaptación cinematográfica de Desesperación incorpora contrastes que el original literario no podía ofrecer debido a la propia naturaleza del medio de expresión. Por ejemplo, el tema del falso doble (una preferencia narrativa compartida por Nabokov y Fassbinder): el protagonista --Hermann, interpretado por Dirk Bogarde-- es un hombre con una existencia que bascula constantemente entre el histrionismo y la paranoia. En todas partes cree ver traiciones y dobleces; sin ir más lejos en su propia esposa, que parece mantener una relación adúltera (aunque este aspecto nunca se confirma de forma objetiva). Hermann extrae conclusiones ante situaciones y actos que, como espectadores y con la información que ofrece el filme, no podemos desmentir o certificar; no podemos establecer si son verdad o simples imaginaciones del protagonista porque el relato se las apaña para presentarlas de forma ambigua, incompleta o exagerada. Un día, tras un encuentro fortuito con una persona que Hermann cree idéntica a él físicamente, se propone que éste ocupe su lugar y de esta manera quedar él liberado de las obligaciones y las miserias que implica su existencia. Se trata de un propósito inviable (puesto que la nueva vida liberada tendrá otras obligaciones igualmente miserables) desde un punto de vista lógico, pero es que además, la imagen cinematográfica demuestra de que el supuesto doble no se parece en nada a Hermann. Esto, que al espectador le resulta evidente, no lo es para el protagonista ni (aparentemente) para ninguno de los restantes personajes.

A diferencia del texto literario, la película no necesita de ningún recurso extra para enfatizar la distancia entre la realidad de Hermann y la que percibe el espectador; basta con la flagrante contradicción entre la significación de lo que se dice que vemos y lo que vemos, y eso basta para producir un curioso efecto de extrañamiento (que puede convertirse en interés o aburrimiento, depende de la reacción de cada cual). Aun así, este desajuste es suficiente para provocar incetidumbre en el espectador, una especie de estrés narrativo, ya que parece imposible que Hermann crea que tiene un doble idéntico y que nadie más en la película se dé cuenta. El espectador se pregunta cómo es que los personajes actúan de acuerdo con una realidad diferente de la que percibe (porque en la narración clásica se asume que esa realidad es única y compartida por ambas instancias). Es necesario que la película avance (incluso que llegue hasta el final) para que se convenza de que el narrador hace trampa, que lo que ve es exclusivamente la realidad que ve Hermann. En Desesperación, la cámara no es un narrador externo al relato que adopta temporalmente (si es necesario) el punto de vista del protagonista, sino que se encuentra anclada a su punto de vista. Cuando comprendemos que este recurso se aplica sistemáticamente hasta sus últimas consecuencias (el anclaje sólo se quiebra al final, para poder constatar que ha funcionado así hasta ese mismo instante) podemos valorar el filme no sólo por su competencia técnica y/o artística, también por su audacia narrativa.

Fassbinder además, sin traicionar en absoluto el contexto histórico de la novela, aprovecha para incluir su propia visión de la historia alemana más reciente, concretamente uno de los temas más conflictivos, incluso tabú en aquellos años (aún faltaban once años para la caída del Muro): el nazismo y su «inexplicable» expansión por todas las capas de la sociedad. La escena en la terraza del bar está resuelta con una naturalidad y una maestría que demuestran, de paso, la capacidad para el drama del cineasta alemán.

Desde un punto de vista formal, la película revela las posiblidades narrativas que abre una imagen audiovisual que se contradice a sí misma en cuanto a significado. La diferencia entre lo que afirma Hermann y lo que el espectador ve es la materialización objetiva de ese narrador perturbado de Nabokov trasladado al cine por Fassbinder: un personaje que relata lo que ve a pesar de que no coincide con lo que muestra la imagen cinematográfica. Es en ese desajuste, que el espectador detecta pero sin que se le faciliten elementos para establecer causas, explicaciones o anticipar acontecimientos, donde reside el principal mérito de Desesperación. Desde un punto de vista teórico, además, demuestra que la narración audiovisual, a pesar de las limitaciones a la abstracción que posee por naturaleza, admite más de un nivel de significación, y por tanto es un formato capacitado para hacerse cargo de argumentos complejos, sin necesidad de caer en la experimentalidad o prescindir del principio de comunicación.

Desesperación es un filme complicado que requiere información previa para poder ser disfrutado como se merece; otra cosa es que el estilo vodevilesco o las interpretaciones que le imprime Fassbinder parezcan superadas o fuera de sitio, pero está claro que el cineasta alemán sabía exactamente lo que hacía, no sólo al escoger la novela de Nabokov, sino al transformarla según su proyecto estético y narrativo. Puede que desde un punto de vista técnico y artístico exista margen hacer más actual el filme, pero como hallazgo narrativo poco más cabe añadir.





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