miércoles, 24 de septiembre de 2014

Que el apocalipsis nos pille fumados (Juerga hasta el fin)

El humor, en general, es una cuestión de modas, costumbres y audiencias: aparte de los argumentos basados en equívocos o dobleces sexuales --uno de los motivos que mantiene vivo buena parte del cine de Lubitsch e intacto el prestigio y vigencia de Con faldas y a lo loco (1959) de Wilder-- la comedia acaba perdiendo gancho (réplicas, enredos, personajes, situaciones...). Es una ley inevitable que al humor le afecta el doble de rápido que a otros géneros. Es así y no hay nada que hacer.

Pero el humor, como casi todo, también tiene la ventaja de que evoluciona: temas mucho más osados, personajes más alocados, ritmo acelerado de forma increíble, argumentos más sutiles y complejos, réplicas más bordes, irreverentes y ácidas... Ya no quedan prácticamente tabúes ni fronteras que traspasar: todo sirve como materia prima para el ridículo (amor, vida, muerte, inocencia, enfermedad, política, relaciones...). Un breve repaso a los éxitos del género da cuenta del incremento exponencial en los niveles de atrevimiento: Los incorregibles albóndigas (1979), Porky's (1982), Despedida de soltero (1984), American pie (1999) parecen hoy superadas, autocontenidas. Tuvo que llegar la inigualada Resacón en Las Vegas (2009) para hacer respetable un género que pocas veces lo será.

En el caso de la comedia gamberra estadounidense, estamos asistiendo a la madurez de una generación de cómicos formados en el humor verbal de los monólogos en directo y en la inmediatez de los late shows televisivos y que además se atreven a interpretar, escribir y dirigir. Una generación en las antípodas del humor físico e ingenuo de la factoría Mack Sennett de principios del siglo XX (Keaton, Lloyd, Chaplin) que marcó el sendero del humor cinematográfico. Pero si tuviera que escoger un rasgo característico de este nuevo tipo de comedia yo me quedaría con la abundancia de referencias intertextuales (a películas, a personajes y escenas bien conocidas por el público) y la abundante alusión (directa o indirecta, visual o verbal) a recursos narrativos o estílistos del cine clásico, adulto o «serio». Existe un tercer elemento, que no es constitutivo sino anecdótico, pero que también sirve para caracterizarlo: su humor marcadamente masculino (incluyendo tópicos sobre la sexualidad: comentarios, puntos de vista, lugares comunes y, sobre todo, ausencia de personajes femeninos --protagonistas o no-- más allá de determinados arquetipos machistas). No debe resultar extraño puesto que todos sus creativos son hombres. No es algo negativo en sí mismo (se trata de humor políticamente incorrecto), en todo caso es un factor que puede hacer que el filón se agote antes de lo esperado, por cansancio, repetición o exceso de homogeneidad.

El éxito planetario de este cine revela dos síntomas inequívocos acerca de la evolución del medio y los componentes generacionales que propicia: 1) el bagaje televisivo y cinematográfico es lo suficientemente abundante como para soportar revisiones y variaciones sin límite; 2) el público está tanto o más preparado que los propios creadores para comprender y disfrutar de semejante acumulación de gags, situaciones y réplicas para iniciados.

Dos son los principales aciertos de Juerga hasta el fin (2013), la película más original y gamberra del dúo formado por Evan Goldberg y Seth Rogen: el primero hacer que todos los actores protagonistas se interpreten a sí mismos, el recurso más eficaz, de cara al espectador (demasiado acostumbrado a los arquetipos humanos que pululan por el género) para dar verismo a una historia completamente alocada; el segundo, ambientar la historia en Hollywood, el lugar más alocado de este loco planeta y, por tanto, donde El Apocalipsis (de hecho, cualquier apocalipsis) podría dar lugar a escenas grotescas, ridículas y desternillantes como las que propone la película. En el lado oscuro, el nefasto título de estreno en España, que eclipsa el efecto del original (This is the end) de clara evocación doorsiana e inequívocas reminiscencias fumetas.



Igual que Aterriza como puedas (1980) desmontaba sin piedad todos los tópicos y arquetipos del cine de catástrofes aéreas, Juerga hasta el fin hace lo propio con esos argumentos en que un imprevisto sobrevenido (bicharraco, desastre natural, zombie o lo que sea) quiebra la autocomplacencia de unos protagonistas que se ven obligados a actuar para sobrevivir, salvar el planeta o incluso a toda la especie humana. Aquí el imprevisto es el Fin del Mundo (sí, el que se describe en el último capítulo de la Biblia), y quienes se enfrentan a él son una panda de actores inmaduros, egoístas, superficiales, garrulos y paletos que difícilmente renunciarán a ser como son sólo porque el mundo amenace con acabarse. Y no lo hacen por fastidiar, pero es que sus vidas son, a estas alturas, demasiado posmodernas como para aceptar que su existencia pueda tener un final no controlado por ellos o sus expectativas. Hemos visto --igual que los protagonistas del filme-- demasiados apocalipsis como para no tomar a cachondeo según que situaciones y actitudes. Esa es la base argumental que sostiene todo el filme y el humor descacharrante que destila.

La película de Goldberg y Rogen explota el escepticismo «inicios de siglo» de esta juventud pastosa, hipertecnologizada, ahíta de cultura popular audiovisual y que emplea una afilada y posmoderna ironía para machacar el mundo, y lo hace (auto)parodiando a los seres más egocéntricos y absurdos que existen: los actores de Hollywood. La mezcla es original y explosiva; y quienes más la disfrutarán son los espectadores que adoran y/o conocen las películas que ridiculiza el filme, los que pillan al vuelo los dobles sentidos y las referencias más sutiles. Un curioso filme completamente autoconsciente y autorreferencial, a la altura de una buena narración de arte y ensayo. No exagero.

Todo vale. Nada es sagrado. No hay consecuencias. Diversión garantizada.




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domingo, 14 de septiembre de 2014

El arte de pasarse de rosca (Infiltrados en la universidad)

El otro día di con un reportaje sobre Aterriza como puedas (1980) en el que mencionaron dos detalles que me han ayudado a resituar buena parte del cine ultracomercial que solemos evitar por predecible y zafio: esta película se convirtió, por un curioso azar, en la burla definitiva que dinamitaba un género (el de las catástrofes aéreas setenteras), pero a la vez inauguraba otro (el de las parodias populares con un punto de humor absurdo).

Desde Loquilandia (1941), continuando por el esplendor inigualado de los hermanos Marx, el humor absurdo tiene una larga y exitosa tradición en el cine de Hollywood que desemboca en un enorme delta: uno de sus brazos corresponde al cine de los hermanos Zucker; otro a los buddy films en los que muchos grandes actores --Eddie Murphy, Will Smith, Jim Carrey o Martin Lawrence-- han acabado aterrizando o estancándose (por comodidad o afinidad). De esta rama hollywoodiense surgió otra variante europea de efímero éxito, las comedias de Terence Hill y Bud Spencer (en la que sigue atrapada el cine español, aprovechando el tirón de los humoristas televisivos: desde los hermanos Calatrava, Martes y Trece o Torrente). Y finalmente otro brazo o canal en este delta imaginario, creciente en importancia y caudal, son las comedias adolescentes o de personajes adultos que se comportan como tales; un cine hecho de humor gamberro, hortera, exagerado, paródico, histriónico y altamente testosterónico (sus creativos son todo hombres). Aquí entran las comedias Apatow --Supersalidos (2007)--, las películas de Evan Goldberg y Seth Rogen --Juerga hasta el fin (2013)-- y, por supuesto, el cine de Phil Lord y Christopher Miller. La sombra de Superdetective en Hollywood (1984) es muy, muy alargada.



¿Por qué he tenido la necesidad de resituar el cine ultracomercial, estadounidense para más señas, que no suelo seguir? Pues porque fui a ver Infiltrados en la universidad (2014), la segunda entrega de lo que sin duda será la saga Jump Street, y que combina y parodia ambientes universitarios, policiales y pandilleros sin complejo y con desparpajo. Sinceramente, esperaba encontrar un guión medianamente coherente que sirviera de contrapeso a las gansadas de sus protagonistas, un poco en la línea de Resacón en Las Vegas (2009), pero no todos los días es Navidad. Aun así, confieso que salí parcial y agradablemente sorprendido por lo elaborado de algunos gags y la forma de justificar las vueltas del guión como si se tratara precisamente de eso, del guión de una secuela. Esta clase de humor resulta muy atractivo por su transgresión de las convenciones del cine adulto). Los jóvenes que adoran estos filmes están más que acostumbrados a semejante multiplicidad de significados (resulta llamativo cómo un conjunto tan limitado de películas ha conseguido engendrar un público joven tan competente desde el punto de vista narrativo). La película es todo lo garrula que promete, pero por lo menos no lo fía todo a la vis cómica de la pareja Tatum-Hill. Algo es algo.

Infiltrados en la universidad demuestra que el género está embarcado en una carrera suicida por elevar, en cada nuevo título, el listón de la osadía en cuanto a incorrección política y sexual; visto lo visto, una vez agotadas las bromas a costa de referencias a otras películas, personajes y claves propias del género, hay poco margen para avanzar. Cuando eso suceda, sólo quedará la acción y la espectacularidad, el posible tirón de personajes femeninos (hasta ahora claramente secundarios y funcionales, dada la autoría y el punto de vista testosterónico de estas historias) o guiones que se sostengan por sí solos, cosa que de momento no sucede demasiado.

La historia es un calco e su predecesora --Infiltrados en clase (2012)-- y no se molesta lo más mínimo en disimularlo, al contrario. Lo que sí hay es una intención de encajar los momentos idiotas en gags más amplios, en los que la reacción y los imprevistos aportan una comicidad más intelectual. Hay un par ciertamente meritorios, aunque el mejor se echa a perder por un exceso de histrionismo. Y como remate, fin de fiesta en ambiente desmadrado, con chicas en biquini y persecuciones alocadas... todo bien mezclado para lograr que hasta los escépticos como yo pasen un rato distraído.




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viernes, 5 de septiembre de 2014

En una palabra: intensidad (Frasier)

Hace mucho que quiero escribir sobre una de mis telecomedias favoritas de todos los tiempos: Frasier (1993-2004), probablemente el spin-off más famoso de la historia de este género. La serie nació para dar continuidad al personaje del psiquiatra Frasier Crane, introducido a partir de 1984 en la serie Cheers (1982-1993), y que pronto se convirtió en un elemento imprescindible gracias al contrapunto elitista y pedante que aportaba frente al resto de parroquianos habituales del bar.

Frasier es un caso único por algunos datos reveladores, que dan la auténtica medida de su impacto popular: haber igualado en temporadas (once) a la serie de la que derivaba, aupar a su protagonista (Kelsey Grammer) a la categoría de actor de televisión mejor pagado durante un breve tiempo, interpretar durante veinte años a un mismo personaje de ficción en una franja de máxima audiencia televisiva. Pero también lo es por haber servido de vivero creativo a algunos de los más importantes productores, guionistas y directores de la telecomedia: el veterano Dan O'Shannon, que comenzó como productor ejecutivo en Cheers y colaboró en algunos guiones de las últimas temporadas (ambas labores también las desarrolló en Frasier), aportando un sentido del humor más irónico y un ritmo más acelerado a los argumentos (además de coescribir el episodio con una estructura más original de toda la serie: T10 EP8). Actualmente es productor ejecutivo de la multipremiada Modern family (2009-...); Rob Greenberg, productor --y, eventualmente, director-- durante las primeras temporadas continuó desarrollando su trabajo en la recientemente finalizada Cómo conocí a vuestra madre (2005-2014). Pero por encima de todos Pamela Fryman, directora de la mayoría de capítulos entre 1997 y 2001 y que posteriormente, en los 196 episodios que ha dirigido de Cómo conocí a vuestra madre, deja entrever algunos hallazgos narrativos y de estilo claramente ideados y testados en Frasier, como el desorden temporal (T5 EP18), la reconstrucción de un mismo acontecimiento desde diferentes puntos de vista (T5 EP9), las líneas argumentales posibles (T8 EP13) y, en especial, el recurso a una terapia por orden judicial como excusa para la reconstrucción desordenada y manipulada de un suceso del pasado (T7 EP22), y que aparece desarrollada exactamente de la misma manera en ambas series.

En cuanto a sus intérpretes, aparte de la inagotable capacidad cómica de su protagonista, la serie cuenta con David Hyde Pierce como el hermano menor de Frasier, hiriente contrapunto a su característico y exagerado refinamiento, pero no por su carácter opuesto (que sería lo fácil), sino incrementando el refinamiento hasta lo exasperante. Hyde exhibe una inagotable gama de sutiles matices en sus reacciones cómicas y dramáticas, algunas sencillamente magistrales (T7 EP2, T10 EP2) y probablemente, por sus recursos y saber estar en escena, se trate del mejor secundario de la historia de la telecomedia. El auténtico contrapunto obrero lo aporta el padre de Frasier --John Mahoney--, pero también a veces sentido común y una inesperada sinceridad a las situaciones en las que se ven envueltos sus hijos.

De entrada, la serie insiste en el personaje tal y como aparecía en Cheers, además de situaciones divertidas a costa de su trabajo como locutor de un programa de radio; pero poco a poco, a medida que los secundarios ganan peso, los argumentos también ganan en diversidad. Uno de los mejores hallazgos de la serie consiste en explotar los enredos, equívocos y desastres que proporcionan las fiestas y celebraciones que los hermanos Crane se empeñan en organizar con suma perfección, y que incluyen algunos gags sencillamente magistrales (T4 EP14, T5 EP22, T6 EP17, T10 EP14).

Lo habitual en la sitcom es que las primeras temporadas desarrollen las interacciones entre personajes con las que se ideó la serie. Es un proceso que requiere tiempo y un buen equipo de guionistas (recuperar historias de episodios de éxito, gags y secundarios recurrentes...); lo normal es que sea en la tercera o la cuarta temporada cuando alcancen su madurez creativa. Es lo que le sucedió a Cheers, y también a Friends (1994-2004) --que a partir de la quinta experimenta un importante descenso en calidad del que ya nunca se recuperará-- y a Cómo conocí a vuestra madre. Sin embargo, Frasier, mantiene un nivel alto de interés, incluso por encima de Seinfeld (1989-1998). De Frasier no se puede decir que exista un bajón en sus once temporadas, en todo caso reiteración de temas y situaciones, pero siempre resueltas con originalidad. En las últimas quizá es obvio que su protagonista muestra síntomas de agotamiento, pero para entonces el elenco de secundarios se ha diversificado lo suficiente (el vecino molesto, el amor platónico del instituto y su atontado hijo adolescente, la madre de Daphne...) como para soportar por sí solos el peso de la comicidad, tomando el relevo a los míticos Bulldog (el locutor deportivo ultramachista) o Bebe (la diabólica agente de Frasier) de los primeros años.

He visto la serie completa varias veces y no dejo de disfrutar con ella: me ha proporcionado una batería inagotable de réplicas verbales y el placer de establecer mi propia antología personal de momentos cenitales absolutos. De eso va el texto de hoy.

Comencemos por mi gag favorito, incluido en mi episodio favorito (T5 EP3): un ingeniosísimo juego de equívocos verbales culmina con una cagada estratosférica de Frasier, como no podía ser de otra manera en una escena final modélicamente planificada. Pero también disfruto de algunos golpes finales demoledores a costa de sus fracasadas cenas (T3 EP5), cuando se las apaña para revelar a la madre de su productora Roz que su hija está embarazada, sin que ella se lo haya dicho aún (T5 EP9), o la hilarante parodia de los culebrones radiofónicos (T4 EP18).

Mención aparte merecen los cuatro últimos episodios de la serie: el primero (T11 EP21) por el elaborado gag con una especie de familia Manson, que bordea peligrosamente varios registros (humor negro, frikismo, enredo...) pero no decae un instante; el siguiente (T11 EP22) es una retrospectiva de diferentes momentos de los personajes de la serie, aprovechando un sencillo leitmotiv en el que Frasier se remonta en el tiempo para comprobar el camino recorrido, un adelanto del balance final (Maris --la invisible exesposa de Niles-- y Lilith --la exesposa de Frasier-- ya tuvieron su despedida en episodios anteriores en la misma temporada). Y por último el episodio final doble (T11 EP23-24): además de cerrar tramas secundarias --como es lógico-- acaba imponiéndose como el homenaje a un actor que ha hecho de su vida un personaje. Es más, la escena final es un ejemplo magistral de cómo dosificar y estructurar la información para que pueda caber el drama más sentido sin perder de vista la comicidad; un par de réplicas estelares (porque su significado abarca toda la serie) y un sentido poema del Ulises de Tennyson. Y por último, un epílogo que lo explica todo...

A diferencia de otras series incluye momentos dramáticos y tristes, algo que el género actual --completamente volcado en la juventud-- evita a toda costa (excepto en capítulos finales de temporada): entre los primeros destaco Don Juan en los infiernos (T9 EP1-2), especialmente la segunda parte, donde los guionistas se atreven con una auténtica disección del personaje de Frasier --enfrentándolo a todas las mujeres importantes de su vida-- combinando el humor con un sorprendente y verosímil análisis psicológico. Entre los segundos, una curiosa forma de celebrar el cambio de milenio (T7 EP12), el reencuentro/homenaje/despedida con los secundarios del reparto de Cheers (T9 EP21); o el momento navideño padre-hijo a costa de un regalo para el nieto (T3 EP9). Aun así, hay uno que reúne lo mejor de ambos mundos (T1 EP12): una escena en un bar de perdedores durante la vigilia de Navidad. Posee una estructura perfecta para mostrar todos los matices del desamparo, solidaridad y agradecimiento en una noche tan sensible. Gracias a un hábil incidente, Frasier experimenta todos estos sentimientos en una combinación casi perfecta de humor y tristeza. Todos los filmes o telefilmes que aspiren a hacer de la Navidad un revulsivo dramático deberían tomar esta escena como marca a batir.

Y finalmente uno que supera a todos en intensidad: Frasier se estrena como locutor en la ciudad de Spokane y decide desplazarse allí con su productora Roz --que acaba de terminar de forma dolorosa una relación aunque asegura estar bien-- para hacer en directo el primer programa. Con lo que no contaba es con la hostilidad de los oyentes, que se niegan a aceptar que su nuevo programa haya jubilado a un locutor local muy popular. Al comienzo de la escena, Frasier no consigue que las llamadas de los oyentes sean para hablar de sus problemas, sino para recordarle que no es bienvenido en la ciudad. Para tratar de darle la vuelta a la situación le pide a Roz que simule una llamada...

Frasier T9 EP22 from Sesion discontinua on Vimeo.

De una forma nada habitual en una sitcom, el drama más imprevisto, directo y sincero se sitúa en primer plano sin que lo veamos venir: Roz plantea una consulta muy tonta (el miedo a la oscuridad), pero al intentar profundizar se ve atrapada en sus sentimientos y se desborda. Frasier cambia el tono recriminatorio (la llamada es ciertamente estúpida) y comienza a hablarle como su amigo, justamente lo que requiere la situación y debería ser el programa. Ahora son sólo dos personas que se conocen muy bien hablando a corazón abierto para todos los oyentes de Spokane, exactamente el tipo de sinceridad públicamente expuesta que tanto le gusta al drama estadounidense. Finalmente, Frasier le aconseja que, para superar su dolor, se apoye en los amigos, que la quieren. Así lo hará ella; y él, olvidando que es un programa en directo, abandona el micrófono y se levanta para abrazarla. El programa sigue, pero da igual, lo importante es consolar a una amiga que sufre. El regreso a la realidad es la excusa perfecta para retomar el tono de comedia. La escena comienza y acaba con risas, como debe ser. La siguiente llamada es de una oyente conmovida que prefiere apoyar a Roz en lugar de meterse con Frasier; la siguiente es de una persona que busca consejo. Objetivo conseguido.

Todavía recuerdo la primera vez que vi la escena: en la antepenúltima temporada de una telecomedia ya consagrada uno no espera semejante carga de profundidad, ni tampoco la habilidad para intercalarla, dejarla caer y salir airoso del reto. El dolor imprevisto y las lágrimas de Roz me desmontaron (me siguen desmontando). Es un momento cenital, una joya oculta entre risas enlatadas --como el que ya compartí a propósito de La joya de la corona (1984)-- que merece la pena rescatar del olvido.

Frasier no encaja en el patrón actual de teleserie de humor: no hay romance entre protagonistas (sólo al final y es entre secundarios), los personajes son personas maduras, hay infinidad de referencias culturales --en eso The Big Bang theory (2007-...) sigue su estela-- y no renuncia al drama o a la seriedad en determinados momentos. Sin embargo, por estructura y argumento, se ha convertido en un clásico atemporal, un valor que compensa con creces su pérdida de vigencia. Frasier contiene en sus guiones el germen de numerosos hallazgos de telecomedias contemporáneas: desorden temporal, sarcasmo cruel, experimentación narrativa, sensiblería parcialmente justificada... A medida que uno se hace mayor, resulta un tanto decepcionante comprobar que casi todo está inventado, aunque eso a veces suponga disfrutar más de determinados momentos sin poder compartirlos porque sería demasiado largo o complicado de explicar. Hasta siempre, Frasier Crane...




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