jueves, 26 de junio de 2014

Realidad incrementada (Amelie)

«La mirada literaria [y la cinematográfica] sirve para ensanchar, en todas las dimensiones, el campo de lo real. Para crear, para inventar, más realidad». (Manuel Rivas)


En cambio, si a la realidad le añades otra dosis de realidad se obtiene un cierto tipo de realidad incrementada que caracteriza a la ficción. Y si a la realidad le añades mucha más realidad obtienes la delicada ensoñación de Amelie (2001) de Jean-Pierre Jeunet.

Partiré de dos ideas fuerza que propuso en su día Sergi Sánchez (Fotogramas) en su crítica (la primera porque me parece una muy buena síntesis del valor de la película, y la segunda porque apunta tangencialmente la línea que quiero explorar): 1) el filme prácticamente incluye una idea por plano, algo completamente inusual además de meritorio; y 2) recuerda enormemente al tratamiento de personajes y a la distancia narrativa de la novela más conocida (e inclasificable) de Raymond Queneau: Zazie en el metro (1960), adaptada magistralmente por Louis Malle y Jean-Paul Rappeneau. Amelie es una versión actualizada y ampliada de la escenografía, la fotografía, los tipos humanos y los diálogos de este gran experimento cinematográfico que fueron tanto la novela como la película. Malle y Jeunet, en sus respectivas creaciones, han sabido plasmar en una ficción audiovisual el sutil equilibrio entre farsa, humor y sensibilidad sin renunciar a una cierta verosimilitud básica (en el caso del segundo, con la particularidad de que no parte de un material literario previo).

Amelie es una joven que ha crecido en un ambiente familiar seco y distante, caracterizado por la falta de calor humano, que la han convertido en un ser desconfiado y resignado. Ya emancipada, vive recluida en un mundo interior marcado por la rutina y la soledad, a salvo de imprevistos y dolorosas decepciones. Un día, por casualidad, descubre el inmenso bienestar que le produce hacer feliz a un desconocido, aunque sea a costa de tomarse una cantidad enorme de molestias. Amelie decide entonces provocar pequeñas pero fundamentales modificaciones en las vidas de quienes le rodean (básicamente sus vecinos y habituales de su trabajo), con una clamorosa excepción: ella siempre queda al margen de toda esa felicidad que genera con gran esfuerzo. Y es que toda esa generosidad para con el prójimo no le parece incompatible con el caparazón de descompromiso emocional en el que vive agazapada.

El guión de Amelie está repleto de centenares de pequeños detalles que se saborean con voracidad, a pesar de que, en ocasiones, amenazan con colapsar la capacidad de proceso del espectador: desde las ingeniosas trampas que la protagonista urde en las casas de sus vecinos hasta las situaciones en las que se ven envueltos los personajes. Simples tretas, modificaciones en los objetos cotidianos, quiebras en rutinas, comentarios lanzados al vuelo, que introducen y provocan un cambio de actitud en sus destinatarios, lo suficiente para hacerlos mejores. Mis favoritos por divertidos y conmovedores: el gnomo que Amelie roba a su padre y lo envía a recorrer el mundo y la falsa carta recuperada (basada en una noticia que lee en un periódico) para restituir el recuerdo del difunto marido de una vecina. Y por la misma razón, cuando Amelie se siente inevitablemente triste, sus manipulaciones obtienen el efecto contrario al deseado. Tomada en conjunto, la película es el retrato de un mundo fantástico, despojado de la parte de realidad que lo haría verosimil pero que, por esa misma razón, ve incrementadas la emotividad y el humor. Mantener ese perfecto equilibrio sin caer en el ridículo ni en la reiteración es lo que convierte a Amelie en una rareza maestra (igual que Zazie en el metro).



Sin embargo, Jeunet supera a Malle en el cuidadoso trabajo de fabricación de cada plano, cada encuadre y cada localización. No es solamente el ambiente inefable de la comunidad de vecinos que rodea a Amelie, también los exteriores parisinos donde se desarrolla la acción (el metro, las calles, Montmartre, los objetos, las arquitecturas): lugares reales, no modificados digitalmente (este tipo de manipulaciones se reservan para determinados efectos narrativos), pero cuidadosamente elegidos y fotografiados desde la perspectiva exacta para que destilen un punto de irrealidad maravillosa, como si todo consistiera en un decorado fabricado a medida de una imaginación superior o estuvieran localizados fuera del tiempo. El resultado --quizá imprevisto-- ha sido la idealización, por parte del espectador, de un París pasado de moda que aun así conserva el encanto de una ciudad pequeña, que añade más matices a su aura de lugar mítico.



Por encima de todo, Amelie es una farsa satírica amable, optimista, sensible y absolutamente original, un depurado ejemplo de mundo imaginado, sin precedentes, filmado con maestría y que, a cada año que pasa, incrementa su leyenda cinematográfica con todo merecimiento.




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miércoles, 4 de junio de 2014

Afasia argumental de indudable y limitado encanto (Bajo el peso de la ley (Down by law))

Normalmente, todo debut cinematográfico prometedor incorpora temas y puntos de vista novedosos o poco transitados, a veces trazas reformuladoras de la narrativa cinematográfica en algo que podría convertirse en un estilo propio (sucede pocas veces pero entra dentro de lo posible). En su tercer largometraje --Bajo el peso de la ley (Down by law) (1986)-- Jim Jarmusch todavía exhibía con fuerza la principal seña de identidad de su cine: la afasia argumental. Los cineastas noveles suelen tener muchas cosas que decir, Jarmusch dejaba claro (por tercera vez) que lo que tenía que contar es que pocas cosas había que contar, o si las había no merecían un tratamiento ni metafórico ni trascendental ni crítico ni paranoico. Mostración pura y dura.

El cine de Jim Jarmush tuvo la suerte de recalar en un mundo cuyo estado mental tendía descaradamente hacia lo superficial, al descubrimiento de nuevos géneros, arquetipos y puntos de vista más allá de los heredados del cine clásico y dados por muertos en 1960. Todavía aguantaron una década, pero en cuanto sus principales directores y actores se retiraron o desaparecieron conseguimos sacárnoslos de encima. Los argumentos mínimos de Jarmush no se dejan etiquetar así como así: todo parece que fluye hacia un objetivo narrativo que no se declara o se demora sistemáticamente, un significado oculto que estallará en el momento más inesperado y obligará al espectador a reencajar las piezas que ha ido reuniendo. Pues no señor, no hay nada de eso; se trata de un suceso cotidiano y menor que pone en marcha una historia banal, con personajes mediocres y un desarrollo previsible dentro de lo previsible (aunque más de uno se resista a creer que sea así y/o necesite llegar hasta el mismísimo plano final para aceptarlo). Precisamente ahí está la clave de su indudable éxito: en que reivindica una narración hecha de mediocridades excéntricas, lo justo para mantener el interés hasta la siguiente secuencia, en la que comprobamos que hay más de lo mismo. Los argumentos de Jarmusch son una sucesión de momentos extraños, ridiculos y divertidos, siempre sobre un fondo de verosimilitud inalterable que fluye al margen de sus paranoias. A pesar de todo, tenía su público: recuerdo que Bajo el peso de la ley (Down by law) se mantuvo en cartel durante meses en el cine Casablanca de Barcelona, convirtiéndose en referencia cultural de algo que todavía no se sabía muy bien qué diablos era, pero que con el tiempo acabó cayendo del lado del cine indie.



Filmada en impecable blanco y negro, la película está protagonizada por tres actores de trayectoria y estilos completamente eclécticos: todo consiste en enfrentarlos en una serie de situaciones desarrolladas con lógica, pero meritoria y extrañamentemente prolongadas, de manera que surja el humor a base de repeticiones y absurdos verbales que se recrean en una situación sin salida argumental. Conversaciones que no llevan a ningún sitio, personajes que no evolucionan, tan sólo se deslizan por la vida, e improvosan sobre la marcha; se trata de una variante de la dilación narrativa de Tarantino, sólo que --en lugar de la tensión violenta-- se basa en la ironía y en lo grotesco (de ahí su inevitable atractivo entre audiencias jóvenes) que hizo concebir esperanzas sobre un cineasta renovador. Hasta que se cruzó Noche en la Tierra (1991) --el primer filme declaradamente global antes de la globalización-- y se vio claro que la fórmula estaba agotada; aunque para entonces sus seguidores podíamos consolarnos con la primera parte de su filmografía y dar por bueno el balance creativo.

La película se sostiene totalmente gracias a la capacidad de improvisación de sus tres protagonistas --Tom Waits, John Lurie y Roberto Begnini-- y en la habilidad para enlazar narrativamente largas escenas para que interactúen los tres. Para el espectador novato o contemporáneo, Bajo el peso de la ley (Down by law) no deja de ser una vuelta de tuerca a los filmes carcelarios sobre fugas, con el atractivo de que omite todos los tópicos del género y añade muchas cosas raras y divertidas, el retrato de un mundo absurdo donde no hay espacio para la trascendencia ni la seriedad. Exactamente como requería la estética ochentera de aquellos años.

En Bajo el peso de la ley (Down by law), como en toda la primera parte de la filmografía de Jarmusch, no hay más cera que la que se muestra: parecía que finalmente iba a ser posible un cine que expresara únicamente aquello que mostraba, que no había nada más allá de la realidad de la pantalla, sin significados ocultos, sin metáforas ni metonimias sobre la vida y el amor también. Cine en presente, sin la carga del pasado y sin complicaciones futuras. Fue bonito mientras duró.




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