jueves, 27 de noviembre de 2014

Terrores atávicos e inconfesables de padres y madres (Joven y bonita)

«Para que la sociedad funcione, para que continúe la competición, es necesario que el deseo crezca, se extienda y devore la vida de los hombres» (Michel Houellebecq: Las partículas elementales, 1998).

A pocos se les escapa la capacidad/necesidad de François Ozon para componer sus filmes siempre en la frontera de lo incómodo. Otra cosa es determinar si se trata de una tendencia innata o hay detrás un cuidadoso diseño, basado en la conocida y eficaz premisa de que cuanto más escandaloso es el tema más difusión (y más audiencia potencial) se obtiene. Amantes criminales (1999), Swimming pool (2003) o la popular 5x2 (Cinco veces dos) (2004) --el título preferido de esas parejas que buscan presumir ante los demás de su identificación con una mirada poco convencional como la de Ozon-- son suficientes para argumentar lo que quiero decir. Aun así lo quiero decir en corto y claro: Ozon muestra una sospechosa tendencia por mostrar la violencia y el sexo sin elipsis, sin intermediaciones convencionales y con una crudeza a la que el cine más comercial no suele recurrir. Lo que haya detrás de esa estrategia no sé si es vanguardia, pedantería o visión comercial.

Isabelle acaba de cumplir diecisiete años, es delgada, guapa y su cuerpo exuda sensualidad, incluso a su pesar. Parece buena estudiante y buena hija, pero algo en su interior no acaba de encajar el efecto que su mera presencia provoca entre los hombres que hay a su alrededor. Por su edad e inexperiencia, quizá no sepa definir con precisión de qué se trata --el ejercicio del poder (cualquier clase de poder) para conseguir lo que quiere-- pero no duda en aprovecharse de ello. Los chicos de su edad no le interesan, no parecen darle lo que espera, que en todo caso es algo más inconcreto, abstracto... prohibido. Un planteamiento prometedor que desemboca en una sarta de tópicos cuando a Isabelle le toca expresar sus motivaciones: no pasa de ser la clásica descripción del placer inefable que provoca experimentar con el poder de su cuerpo y los evidentes efectos sobre los hombres. Al final, como casi siempre en estos filmes, todo queda en un juego de seducción, apología del riesgo y de la pasión y bla, bla, bla... Las series televisivas para adolescentes están llenas de todo esto sin necesidad de revestirlo de tanto dramatismo, escándalo ni de recurrir al intercambio de sexo por dinero. A la inmensa mayoría de las jóvenes les basta con usar sus armas de mujer para llevarse al huerto al chico que les gusta. Que Isabelle opte por la vía radical que propone Joven y bonita (2013) es una posibilidad tan cierta como minoritaria.



Todo esto viene a cuento porque cabe preguntarse si la película de Ozon es una nueva actualización del personaje de Lolita o una advertencia a padres en exceso complacientes con sus buenas hijas adolescentes. Si la cosa va por el lado de lo sensual y la quiebra de los moldes biempensantes creo que, para llegar más allá de lo que estamos acostumbrados a ver, hay que huir un poco más de los tópicos. No veo que esta película aporte nuevos matices a lo ya expuesto en las adaptaciones de Kubrick y Lyne de la novela de Nabokov o en Bella de día (1967) de Buñuel. No es que eche de menos una mirada femenina sobre el tema (que hace falta), ya que una masculina me parece tanto o más reveladora; lo que pasa es que Ozon no roza ni siquiera tangencialmente el fondo del asunto al que se asoma. Le basta con mostrar de soslayo el abismo innombrable del sexo sin amor para luego reconducirlo todo por el lado de la sicología de la insatisfacción y la pedagogía paterna.

Creo que un filme realmente cuestionador sobre este tema debería empezar preguntándose por qué la belleza adolescente sigue siendo un tabú tan perturbador en nuestra cultura androcéntrica. La vigencia de esta idea explica las constantes solicitudes y ofrecimientos de que son objeto, sobre todo por parte de hombre maduros, las jóvenes y atractivas adolescentes de aspecto lánguido y soñador como Isabelle. Estoy persuadido de que esto es un inevitable efecto colateral del abrumador bombardeo sexual al que nos somete una sociedad de consumo que, por contra, hace recaer toda la reputación de la familia en la monogamia y la fidelidad conyugal: ante la sobreabundancia de mensajes sexuales, es lógico que haya quienes malinterpreten las señales. También explicaría en parte por qué hay padres que educan a sus hijas en el recato, el pudor y la decencia y a la vez anhelan en secreto hacérselo con las amigas de sus hijas. A los hombres nos fascina y nos intimida a partes iguales la belleza inaccesible de determinadas mujeres (más cuanto más jóvenes); para las mujeres, en cambio, estos mismos dones les permiten obtener beneficios y un trato favorable de forma casi instantánea. Aunque estas ventajas de la lotería genética también poseen su lado oscuro: están solas, nadie las valora por otra cosa que no sea su aspecto y al final acaban con quienes menos las respetan, hartas de que las traten como seres frágiles. Toneladas de aculturación para modificar este estado de cosas no parecen haber servido de mucho si todavía un filme con las limitaciones de Joven y bonita convoca tanta atención y revuelo.

Aun así, uno de los aspectos que trata la película es pertinente: por qué el poder del sexo femenino acaba encauzándose en el intercambio económico. La historia y la literatura demuestran que lo que más teme la sociedad patriarcal es que la mujer acceda al mismo estatus de poder del que actualmente disfruta el hombre; así que para evitarlo bloquea todas las vías por las que podría producirse el asalto. Monetizar el sexo en la vastedad y anonimato del mercado es lo más fácil y eficaz para diluir esa potencial amenaza subversiva. Lo que sí necesito es que alguien me explique de qué manera podría alcanzarse la igualdad social por la vía de la promiscuidad sexual. No conozco ninguna obra que proponga un asalto al poder a través de la liberación sexual que no acabe en revolución abortada, denuncia del libertinaje o manipulación indebida (y siempre individual) de un poder legítimo. En la película de Ozon esta cuestión también flota en el ambiente, pero es más bien un desvío que toma el propio espectador ante el contenido de determinadas escenas, no un mérito del cineasta.

Con todo, hay momentos valiosos en los que la realidad más políticamente incorrecta trata de abrirse camino: la curiosidad del hermano menor de Isabelle hacia ella podría haber sido algo más que un complemento secundario al servicio del argumento, en cualquier caso es una oportunidad perdida porque Ozon pasa de puntillas sobre esto. O el retrato egoísta y miserable de los adultos que responden al anuncio de Isabelle: las leyes, algunas costumbres, el paisaje, la moda, los gustos, todo eso podrá cambiar, pero algunas pulsiones parecen difíciles de modificar. Y, por supuesto, la interpretación y la perturbadora presencia de Marine Vacth, proporcionando exactamente lo que se necesita de ella, cosechando el efecto previsible. No es mi fetiche del mes por nada.

Y ahora los más patéticos: tratar de apuntalar los actos de Isabelle en su entorno familiar (padre ausente y emocionalmente distante, presencia de la nueva pareja de su madre, incluso el comportamiento --presente y pasado-- de su madre). Ozon no resiste la tentación de acercarse al lado oscuro de la convivencia entre un padrastro con acceso, casual y no premeditado, a la intimidad de su hijastra; sin embargo, consecuente con su estrategia argumental, lo olvida tras una breve escena donde apenas se insinúa un giro dramático. En el último tercio de película es cuando se desatan los temores inconfesos de tantos padres y madres: no solamente a causa de la práctica indiscriminada y descontrolada del sexo que puedan hacer sus hijas, sino por la barrera que éstas levantan frente a su intimidad y la irrealidad --desde el punto de vista de los padres-- de sus motivos. No se puede ser más banalmente freudiano.

Ya no estamos para escándalos ni trastornos a cuento de la simple presencia de la sensualidad; Houellebecq ha diseccionado el tema bastante mejor en sus novelas. Tras reducir todo valor a un intercambio de dinero («ese mediador universal que permite asegurar una equivalencia precisa a la inteligencia, el talento, la competencia técnica», y la belleza física, añadiría yo), el resultado es que la belleza funciona hoy exactamente igual que la nobleza de sangre en el Antiguo Régimen: viene dada por nacimiento, no se hace nada para merecerla y, aun así, proporciona privilegios. Todo preparado para que el cine se lance y escoja; aunque después de ver Joven y bonita creo que habrá que seguir esperando. Por desgracia, la radicalidad utópica de Sade sigue siendo la única alternativa.




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viernes, 21 de noviembre de 2014

Destilando lo mejor de Wenders y Jarmusch (Nebraska)

Está claro que el Medio Oeste de los EE UU es (al menos tal como lo ha caracterizado cierto cine contemporáneo) un lugar donde el desarrollo --o la evolución, como se quiera-- ha sido abruptamente interrumpido. La imagen resultante es una extraña y atractiva combinación entre su paisaje inmensamente abierto (una invitación a esperar cualquier verdad fundamental y revelada) y un universo humano truncado, parcial, hostil, patético y poético, como si le hubiesen amputado selectivamente (y dependiendo del lugar) una parte sustancial de su humanidad. Más allá del Medio Oeste, una combinación muy parecida de paisajes y personajes ha dado lugar a grandes filmes: empezando por la mítica Vidas rebeldes (1961) de John Huston (rodada en Indian Lake, Nevada) y nuevos clásicos como París, Texas (1984) de Wim Wenders (filmada en Texas, lógicamente) o Bajo el peso de la ley (Down by law) (1986) de Jim Jarmusch (con exteriores rodados en Louisiana).

Nebraska (2013) de Alexander Payne es un mínimo y sosegado relato que da a entender bastante más de lo que muestra, una de esas películas que se disfrutan porque, sin dejar de ser cercana y cotidiana, roza tangencialmente alguna verdad universal; en este caso algo acerca de lazos familiares quebrados y de últimas oportunidades. No exenta de humor (en el que destaca June, la esposa del protagonista), roza el absurdo y la socarronería en varias ocasiones y funciona igual que una mina de fragmentación: arrasando con lo que tiene más cerca. Pero por encima de todo Nebraska es un drama sobre el paso del tiempo, la decadencia física y la imposibilidad de conocer a nuestros seres más cercanos. Un argumento tan habitual en estos tiempos que ha hecho falta un buen trabajo de guión (escrito por Bob Nelson, un debutante en largometrajes) y de dirección para convertirlo en película.



Rodada en blanco y negro, Nebraska cuenta la historia de un anciano (interpretado por Bruce Dern) obsesionado con cobrar un premio millonario que en realidad es un timo (un clásico de la mercadotecnica más rancia y pasada de moda). A pesar de las evidencias en contra, su hijo Will decide llevarle en coche hasta Lincoln (Nebraska) y que se convenza de lo inútil de su propósito. Como es de esperar, el viaje se convierte en algo más que un itinerario geográfico, una aventura de infalible final cuyo interés reside precisamente en lo que les sucede durante el trayecto. Payne insiste --al igual que hizo con muy buenos resultados en Los descendientes (2011)-- en narrar sorteando el drama obvio: le basta con terminar la escena cuando el espectador comprende que una inevitable explosión de sentimientos lo llenará todo. Y aunque sea totalmente sincera y justificada, como no aporta nada a la historia, simplemente lo omite. A Payne no le va nada el drama basado en las reacciones; prefiere emplearse a fondo en los diálogos. Y no precisamente en lo que dicen los personajes, sino en lo que queda flotando cerca de sus palabras: anécdotas de juventud, recuerdos, exnovias, examigos, primos exconvictos... familiares directos convertidos en unos extraños irreconocibles. La vida de ambos protagonistas (padre e hijo) se ve alterada no sólo por el revuelo que su aparición provoca en su pueblo natal, sino por las cosas que cada uno descubre del otro.

La película recurre a la simplicidad fotográfica y de encuadre propios de Jarmusch, a su manera behaviorista de retratar situaciones y personas; pero en lugar de superponer un argumento hecho de situaciones inconexas, sin apenas contenido (aunque no exentas de encanto), Payne añade una historia, unos personajes y un punto de vista que recuerdan mucho al primer Wenders --el que descubrimos en Alicia en las ciudades (1974)--, donde el viaje era la excusa perfecta para aflorar una nueva e impensada perspectiva de la vida y el amor también, o para recrearse en la tristeza y la decepción que destilan ciertos episodios --inesperados, extraños, ridículos, divertidos-- de la vida diaria. Creo que la película se beneficia de lo mejor de ambos cineastas, un mérito que atribuyo al cine tan interesante que últimamente nos ofrece Payne.

Que nadie espere grandes revelaciones, ni un punto de vista definitivo sobre las relaciones padre/hijo emocionalmente distantes, ni sobre los filmes de viajes; la cosa es que --igual que los protagonistas-- basta con disfrutar mientras asistimos a una cuidada selección de instantes que, en otros filmes, pretenden ser abiertamente definitorios, pero que aquí se limitan a augurar un significado profundo que no acaba de concretarse, que no sabemos, queremos o podemos alcanzar. Renunciar también.




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miércoles, 12 de noviembre de 2014

Encadenada a su ilustre predecesora (El pasado)

Advertencia: el contenido de este texto podría malograr la experiencia a quienes no han visto la película. Más allá de este párrafo, Sesión discontinua no se hace responsable de ninguna decepción, desencanto y/o chasco posterior (directo, colateral, provocado, fortuito, leve o demoledor).

Existe una delgada y sin embargo nítida línea dramática que encadena Nader y Simin, una separación (2011) con El pasado (2013) la nueva película Asghar Farhadi. A lo mejor es un problema mío porque estoy obsesionado con la primera, pero es que no puedo dejar de contemplar El pasado como la película de un cineasta iraní que rueda en Francia sin dejar de ser ni pensar como iraní, buscando ante todo libertad para rodar.

¿O es que nadie más se ha dado cuenta de que el actor que encarna a Ahmad (Alí Mosaffá) se parece mucho --en lo físico y en el carácter del personaje que interpreta-- al Nader (Peyman Moaadi) de Nader y Simin, una separación? Esta es la clave que yo creo que encadena ambos filmes: recién llegado de Teherán (como el mismo Farhadi), Ahmad aterriza en Francia y, de paso, en un universo moral muy distinto del que sigue vigente en su país (el mismo desde el que los compatriotas del cineasta contemplen la película): de poco servirán las reservas --oficiales y oficiosas-- que la moral religiosa o las costumbres opongan al arte y la realidad. Ahmad, pues, aparece para formalizar un divorcio tras cuatro años de separación de Marie, su exesposa francesa: una realidad cotidiana, casi banal, en Occidente (donde por desgracia aprendimos sobre estas cosas gracias a Kramer contra Kramer (1979), un filme que no está en absoluto a la altura de las situaciones y sentimientos que describe); para otras culturas, en cambio, es un tema, como poco, fronterizo, bastante más que un mero trámite legal.

Farhadi no se corta a la hora de componer su retrato de una familia occidental, hecha totalmente de retales de relaciones fracasadas, infidelidades y otros avatares y cabronerías diversas: Marie convive con Lucie, una adolescente con el borderío habitual de su edad y el síndrome de la justicia absoluta en plena ebullición y cuyo padre (que vive en Bruselas) la ignora por completo; también está Fouad, el hijo de Samir, la actual pareja de Marie, cuya esposa permanece en coma por causas no del todo esclarecidas. Para Ahmad y otros en su mismo marco conceptual, el conjunto resulta caótico y decepcionante, por no decir antinatural, un choque mental importante, especialmente la imagen de los dos machos compartiendo el mismo espacio euclidiano, un auténtico oxímoron icónico que puede funcionar como espoleta dramática capaz de captar a cierto público islamita.

Para una parte de El pasado, los lazos familiares son una anarquía sin control; las causas a las que cada cual atribuya este estado de cosas son harina de otro costal. El divorcio es la expresión legal y objetiva del fracaso de una pareja, pero desde un cierto punto de vista también podría considerarse un correlato de la maraña sentimental en que se han convertido los vínculos familiares en una sociedad que tiene más de moderna que de sociedad (Mafalda dixit). No puedo dejar de ver y entender El pasado como la incursión en un territorio ético adverso, antes que una historia de secretos, sorpresas y revelaciones de diversas clases.



Aspectos culturales y culturetas (acepción 2) al margen (que son los que centran la primera parte de la película), el filme ahonda en una de las obsesiones dramáticas y formales de este cineasta: la reconstrucción imposible de un suceso haciendo un uso magistral de los recursos narrativos del cine. Marie, Samir, Lucie y alguien más ocultan un secreto, cada cual de diferente calado, motivación y consecuencias, y la película no es otra cosa que la autopsia de los motivos de cada uno de ellos. Si en Nader y Simin, una separación se trataba de saber quién y qué paso en un asunto doméstico con grandes repercusiones en la vida de los protagonistas a base de hipótesis y puntos de vista (el principal mérito del guión), ahora se trata de conocer quién provocó el coma a la mujer de Samir, pero encadenando las explicaciones una a continuación de otra, revelando en cada escena un nuevo dato que dé la vuelta a todo lo anterior (igual que en Nader y Simin, una separación). En El pasado Farhadi no modifica apenas nada un esquema dramático que le sigue dando tan buenos resultados... excepto si se encadena en dos filmes tan similares como estos.

Yo creo que esa es la razón por la que El pasado no encandila tanto como su ilustre predecesora, aunque sí es capaz de ofrecer una interesante caracterización del pasado como una mochila emocional cuyo peso excesivo, en ocasiones, nos impide avanzar. Pero también un matiz al tópico del pasado que nunca regresa: la imposibilidad de conocer la verdad de lo sucedido mediante testimonios poco fiables. Más que nunca, el pasado es un país extranjero, porque allí se hacen las cosas de otra forma (Leslie Poles Hartley dixit).




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sábado, 1 de noviembre de 2014

¿Qué puñetas es el cine? 6. La narración paramétrica

1. El arte: ni todo vale ni lo que vale vale todo igual
2. El lenguaje y los estilos cinematográficos
3. El Estilo Clásico
4. La narración de arte y ensayo
5. La narración histórico-materialista del cine soviético

La narración paramétrica (NP) es una forma poco habitual de contar una historia en el cine; y por si eso no fuera suficiente para condenarla al olvido o la indiferencia, el poco atractivo nombre con que la denominó David Bordwell no ayuda a que entren ganas de averiguar más cosas sobre ella; es necesario ponerla en valor, y para eso hay que contextualizar (echa un vistazo a las entradas 3, 4 y 5 de esta serie). Admito que con esta declaración inicial ya he perdido más de la mitad de los potenciales lectores.

El NP es un modo narrativo centrado en el estilo mismo, también denominado a veces como dialéctico (fatal, suena a algo demasiado político o filosófico), permutativo (a estructuralismo demodé) o poético (a cine lento, de escaso argumento y con abundancia de perplejidades existenciales sobre la vida y el amor también). En corto y claro: el NP abarca a la mayoría de los filmes de Dreyer, Bresson, Ozu, Tati, Fassbinder o Godard... y algunos títulos sueltos tan desconocidos como con fama de raros. No es un estilo propio de una cinematografía nacional o de un período histórico, sino la expresión práctica de un modo de entender el medio cinematográfico. Ya he perdido a otra cuarta parte.

En el cine, un estilo narrativo --clásico, internacional de arte y ensayo, materialista-- es un vehículo para la presentación en pantalla del argumento; en cambio, en el NP aparecen elementos y pautas que la historia no solicita y/o necesita para ser comprensible (incluso atractiva), un añadido que a veces se extralimita o se desborda para desplegar una pauta interna (cada filme posee la suya) que encaje de alguna manera con el argumento. El NP funciona de forma similar a la poesía: la narración se subordina a las demandas o requisitos del verso (métrica, rima); pues en el NP igual, el argumento se encuentra limitado por la forma, de manera que no puede desarrollarse o completarse lo suficiente como para garantizar una transmisión completa y eficaz de información al espectador. Aquí radica parte del mérito de este estilo tan sutil: sin necesidad de recurrir a la historia, trata de amplificar o reforzar la comunicación (a veces también de entorpecer, aunque sin anularla o hacerla incomprensible) a base de añadidos estéticos dentro del plano (líneas, formas, colores, iluminación, escenografía, movimiento...), considerados como un juego que redunda o contrapuntea el desarrollo dramático de la acción y que suele presentar, por deducción, un uso sistemático. El NP es un tipo de cine que busca asociarse a la modernidad, influenciado por tendencias renovadoras de la música (Debussy), la literatura (Joyce) y una exégesis excesiva --por transcendente-- por parte del estructuralismo. Con el NP, el cine ensayó su propia fórmula para desbordar el, hasta entonces, indivisible vínculo entre forma y contenido.

Y es que las películas y cineastas del NP deben parte de su mala fama a la crítica estructuralista y a su priorización casi exclusiva del orden y la combinación de los diferentes elementos de un sistema (que se empeñaban en detectar para cada filme). Para esta gente, la mera sospecha de que los elementos estilísticos pudieran componer un sistema casi tan importante como el argumento espoleó un sobreanálisis obsesivo de descomposición de secuencias, coherencias y pautas internas que demostraran que el autor había realizado elecciones al estilo estructuralista (escogiendo un elemento y descartando otros equivalentes o similares). Pero sobre todo se lanzaron a la búsqueda y/o asignación de significaciones, ya fuera individualmente, en oposiciones binarias o abarcando la totalidad del sistema deducido/detectado, apoyándose en un tópico de crítica literaria para principiantes: tratando de leer cada recurso de forma idéntica. Si el juego estético de estos filmes respondiera a un conjunto sistemático de significaciones estables no habría manera de preferir un sistema frente a otro, una organización de recursos más meritoria o coherente que otra. Y ya puestos, ¿por qué los títulos de Godard representarían mejor esta corriente y no las películas de un novato o de un aficionado? Sería imposible cumplir el principio de comunicabilidad al no poder argumentar intersubjetivamente lo que no dejan de ser intuiciones subjetivas; quedaríamos atrapados en el vasto dominio del cine abstracto, ese en el que todo vale pero no sabemos cuánto.

La narración paramétrica --denominación establecida por Noël Burch en su libro Praxis del cine (1969)-- requiere una sólida base técnica y expresiva del medio cinematográfico, se caracteriza por la manipulación espaciotemporal del montaje, el encuadre y/o el enfoque, presentados como alternativas u oposiciones dentro de un conjunto. Pero su mayor aportación (y por eso merecen ser revisadas y difundidas estas películas paramétricas) es que sitúa la relevancia dramática y comunicativa de determinados elementos técnico-estéticos al mismo nivel del argumento (cuando en la inmensa mayoría de filmes se supone que los primeros se subordinan al segundo). Por último, hay unos pocos títulos muy extraños en los que el sistema técnico-estético se construye como independencia del narrativo, determinándolo, limitándolo o incluso supeditándolo, como en Wavelength (1967) de Michael Snow (por fortuna, circula por ahí una versión que comprime sus cuarenta lentos minutos en dos).



¿Y cómo se consigue igualar en importancia el sistema técnico-estético y el argumental? Pues mediante la motivación artística. La motivación es un recurso que ayuda a completar la información necesaria de la historia, también es un criterio del espectador para valorar si la información que recibe de ésta es suficiente y pertinente. En el cine narrativo tenemos tan interiorizado el concepto de motivación que pocas veces somos conscientes de sus efectos o la aislamos en estado puro en el argumento. Existen cuatro estrategias básicas de motivación en el cine, pero lo normal es que un mismo elemento (acción, personaje, escena) esté motivado por más de un tipo a la vez, como un refuerzo a su verosimilitud o pertinencia:

1) Realista o sicológica: los elementos de la narración se justifican en función de su verosimilitud. El Estilo Clásico (EC) y la práctica totalidad del cine comercial contemporáneo recurren a ella: los personajes declaran sus objetivos para justificar su comportamiento y sus acciones.

2) Intertextual o genérica: la historia se justifica por el recurso a ciertas convenciones de trabajos artísticos previos. Hay filmes que, por conveniencia, distancia crítica o simplemente como diversión recurren a ella para encajar determinadas escenas o hacer creíbles personajes y situaciones; para ello emplean elementos narrativos que el propio desarrollo de un género ha ido convirtiendo en paradigmáticos. La forma más habitual de motivación intertextual se hace mediante referencias (más o menos sutiles) a momentos clave del género (por eso también se la denomina genérica). Por ejemplo: un filme de detectives requiere equilibro entre indicios y motivaciones de los personajes, gestionar vacíos (enigmas o elementos que quedan sin explicación total o momentáneamente) y una exposición lineal final, incluyendo el desenmarcaramiento del culpable. Abierto hasta el amanecer (1996) de Tarantino demuestra hasta qué punto nos hemos acostumbrado a estas estructuras genéricas: en esta película, la presentación formal y los datos de la historia llega un momento en que no encajan en absoluto con las expectativas habituales del género en la que la hemos situado; la motivación genérica se subvierte aquí como parte de una estrategia para sorprender al espectador.

3) Composicional: ciertos elementos deben darse si la historia los reclama (si hay un cadáver tiene que haber un asesino). La lógica narrativa hace que este tipo de motivación sea la más común y abundante, ya que de lo contrario no habría manera de construir y seguir la historia.

4) Artística: es un tipo especial para cuando todas las demás fallan. Hay incluso títulos que se acogen a ella como una forma de reafirmar el convencionalismo del arte, expresado mediante virtuosismos técnicos, como contraposición a la supuesta y universal transparencia en la representación del argumento. La parodia también entra en esta definición, como una variante de la motivación artística: no tiene que ser exclusivamente cómica, también a veces es una simple imitación del estilo de otros filmes. Un ejemplo: la escena de la escalera de El acorazado Potemkin (1925) de Eisenstein está detrás de sendas escenas cruciales de Brazil (1985) de Terry Gilliam y de Los intocables de Elliot Ness (1987) de Brian de Palma.

El NP recurre a la motivación artística cuando actúa sobre las formas gráficas del plano (líneas, formas, colores, movimiento, iluminación) y les asigna una función dramática sin tener en cuenta su relación espacial, temporal y/o causal con los planos previos o posteriores. El argumento no tiene nada que ver con este juego estético, y como estas formas gráficas no poseen suficiente entidad para situarse en primer plano y soportar el peso de la narración, deben permanecer como residuales, secundarias y/o complementarias respecto al argumento; como mucho, pueden optar a convertirse en un recurso sistemático que amenace su hegemonía. ¿Qué ha olvidado la señora? (1937) de Ozu y Vivir su vida (1962) de Godard son dos buenos ejemplos de títulos que exploran esta grieta legal del sistema narrativo. El primero explota dramáticamente --y por primera vez en su filmografía-- los famosos encuadres en perspectiva con profundidad de campo del director japonés, así como un cuidadoso montaje musical y de diálogos sincronizados con la acción; mientras que el segundo explora en cada uno de sus doce episodios una variante de la relación cámara/sujeto y las relaciones espaciales entre ambos sirven de pauta para las variantes de las formas gráficas del plano.





Cineastas como Ozu o Bresson han recurrido al NP de forma intuitiva, pero es Godard quien de forma más consciente y en profundidad se ha ocupado de él; por esa razón se le considera un caso paradigmático, no porque sus juegos estéticos sean un sistema dentro de un sistema (son los intentos, las variaciones y los experimentos lo que cuentan, no las significaciones atribuidas). Sin embargo, sí que es cierto que un requisito implícito de los filmes del estilo NP es que el sistema argumental no tenga demasiada entidad (la mayoría de las historias que cuentan son banales o mínimas), ya que de lo contrario los elementos gráficos no podrían adquirir la notoriedad que les caracteriza.

Si aisláramos los argumentos de estos filmes veríamos que están construidos a partir de las premisas narrativas del EC: poseen una norma interna bien marcada, no resultan extraños ni incompletos, la historia proporciona una guía en cada cambio estilístico, tienden a desarrollar estructuras en las que se añaden elementos o se establecen variaciones sobre un mismo patrón, presentan una forma global acumulativa y gran simetría estructural, con final abierto y clausura imprevisible. La cosa cambia cuando se consideran los recursos gráficos del plano y el argumento en conjunto, y aun así el resultado no es tan complejo como podría pensarse: en general optan por elementos que capten la atención del espectador, apoyándose en determinadas predisposiciones cognitivas (relaciones imagen/sonido, espacio interior/exterior, alternancia, frecuencia). Las formas gráficas elegidas no resultan excesivas, están cuidadosamente dosificadas y distribuidas a lo largo del filme para evitar saturar al espectador, y casi siempre en contrapunto o en paralelo con el argumento, de manera que así sean más fácilmente detectables. Con todo, hay filmes cuya organización interna es tan detallista y abrumadora en información que suelen desbordar la capacidad del espectador para percibirlos en conjunto: Ordet (La palabra) (1955) de Dreyer, Pickpocket (1959) de Bresson o Playtime (1967) de Tati.







En definitiva, los elementos técnico-estéticos del NP refuerzan el argumental de una manera similar a la ópera, donde música y texto alternan según la importancia de la escena y el momento. A veces pueden llegar a obstaculizar la comprensión del argumento, pero eso sucede mientras el otro sistema no revela su pauta interna. La consecuencia casi natural de este esquema narrativo tan sutil (y que requiere la colaboración activa del espectador) es que la historia suele quedar incompleta o indeterminada en sus detalles, ya que la narración se limita a presentar los hechos que despliegan la pauta interna estilística de forma ventajosa, nunca al revés, como sucede en Vivir su vida o en Katzelmacher (1969) de Fassbinder.



El cine contemporáneo ha seguido imitando al NP como una estrategia para convertir películas --y las imágenes que contienen-- en una experiencia lo más parecida a la poesía. Si el espectador acepta entrar en ese juego dará por buenas todas las licencias argumentales y visuales que requiera la historia, incluso la quiebra de toda lógica narrativa y/o de la verosimilitud dramática, puesto que se asume que el filme está mostrando un punto de vista sensible y/o simbólico de la realidad. En cambio, si el espectador no sabe, quiere o puede adaptarse a ese juego, surge la risa involuntaria, la convicción de estar asistiendo a un tostón insoportable y pretencioso. Con todo, aún peor es el cansino debate entre partidarios y detractores del filme que se monta a continuación y que amenaza con no tener fin. Ahí van unos cuantos ejemplos --tanto europeos como estadounidenses-- sobre los que aún no hay consenso acerca de si son obras maestras absolutas o auténticas patochadas sin sentido: Las horas (2002) de Stephen Daldry, Elephant (2003) de Gus van Sant, El árbol de la vida (2011) de Terrence Malick, Melancolía (2011) de Lars von Trier, Le Havre (2011) de Aki Kaurismäki, Holy motors (2012) de Leos Carax... No son filmes tan visualmente ascéticos como los clásicos del NP, ni se apoyan tan sistemáticamente en los elementos gráficos del plano (el tiempo no pasa en balde y la estética también es cuestión de modas), pero mantienen la ambigüedad argumental y se nota que hay detrás una labor técnica --fotografía, encuadre, movimiento-- que no desea pasar desapercibida.



El NP reúne en torno suyo los típicos títulos del cineclubismo espeso y pedante de los años sesenta y setenta del siglo XX, y desde entonces mantienen una inmerecida fama de crípticos y aburridos. Lo que sucede en realidad es que es un estilo que, a diferencia de los otros tres, no puede desplegarse en su totalidad, sino insinuarse con más o menos fortuna y peso específico, supeditado como está por la narración. Lo normal es que, la primera vez que se ven estas películas, la mayoría de elementos paramétricos pasen desapercibidos y la impresión general se ciña a lo estrictamente argumental. Es en el (improbable) caso de una segunda revisión --debidamente documentada-- cuando el NP revela su presencia y méritos. No voy a mentir: los filmes del NP requieren predisposición unilateral y concentración; sin embargo, encarados como una especie de visita a un imposible Museo d'Orsay del cine, permiten darse un interesante garbeo por una de las fronteras de la modernidad más dignas que ha alcanzado el arte cinematográfico.


(continuará)




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