martes, 7 de julio de 2015

Relatos y, además, salvajes (Relatos salvajes)

Relatos salvajes (2014) es un filme que cumple a rajatabla lo que anuncia en su título: historias breves que exploran el lado más incómodo e imprevisible de algunas situaciones cotidianas que se acaban saliendo de madre, y además están narradas con un desparpajo y un aplomo que la sitúan muy cerca de la obra maestra. Los hermanos Almodóvar --productores de la película-- han tenido muy buen ojo al seleccionar este guión. Ganadora de 10 premios (¡sobre 21 nominaciones!) de la Academia Argentina, no tuvo igual fortuna en las grandes ligas internacionales (Cannes y en los Oscar), donde se quedó a las puertas del triunfo. Y estoy seguro de la razón: su absoluta incorrección política y el tono gamberro que recorre el filme.

Relatos salvajes es el tercer largometraje dirigido por Damián Szifrón y demuestra una vez más que la experiencia previa en guiones para televisión sin duda beneficia al ritmo cinematográfico, tendente en exceso y por genética a la lentitud y/o al detalle prescindible, atenazado por el miedo a perder espectadores por el camino. Ya va siendo hora de aceptar y asumir que las generaciones actuales no se pierden cuando el argumento transcurre con rapidez, y que atrapan los detalles al vuelo sin problemas, y que los temas incómodos o raros son bienvenidos. A ver si nos vamos dando cuenta de que las series de televisión han hecho una gran trabajo y que es bueno que el cine se aproveche.



Para empezar, el prólogo, que además establece el tono de manera magistral: es sencillamente brillante y demoledor, un fragmento que roza la perfección en la que sólo me atrevería a introducir un detalle ínfimo que remachara todavía más el humor negro que lo llena todo. Un fragmento que se merece un hueco en mi antología personal de primeras escenas, atascada desde hace demasiado tiempo. Anéctoda sencilla, plausible, macabra (todavía más por culpa de acontecimientos recientes), culminada de la única manera posible y congelada en el momento preciso.

Sobre el resto de la película: ocurre a menudo que los filmes en episodios resultan desiguales, ya sea por la selección de historias o por la secuencia en la que han sido dispuestos; son inevitables los altibajos del interés, en consonancia con la calidad de cada argumento (no todo pueden ser obras maestras comprimidas). Pues bien, esto no sucede en Relatos salvajes, donde cada historia está bien planteada y trabajada, de manera que el interés, un cierto rechazo (objetivo principal del filme) y la diversión no decaen. Si acaso el último episodio es el único que flojea (es el que está cogido más por los pelos), cuya parte final resulta un tanto dispersa, falta de fuerza. Aun así, el arranque y el primer desarrollo son igual de buenos que sus predecesores.

En general, el filme viene a decir que la vida está llena de efectos mariposa de impensables consecuencias: unos previsiblemente dramáticos (como el episodio protagonizado por Darín), injustos o crueles, otros de una inesperada violencia latente (de inevitables resonancias Coen) cargada de ridiculez y extrañamiento. Si no fuera por el humor negro que les añade Szifrón a todos ellos la reacción del público sería muy distinta. Es precisamente ese difícil equilibro alcanzado lo que convertirá a Relatos salvajes en una marca a batir.



miércoles, 1 de julio de 2015

Meritoria transgresión doméstica (Nuestro último verano en Escocia)

Hacía tiempo que no me reía tanto y tan a gusto en el cine. Y no precisamente con un filme sin pretensiones que entretiene y hace bien su trabajo, al contrario, exhibiendo un interesante arsenal de transgresión social (algo en lo que los británicos son auténticos maestros) sin necesidad de recurrir a actores de primera fila ni a enrevesados argumentos. En este caso es suficiente un punto de partida de lo más cotidiano y --eso sí-- algunos tópicos del cine romántico y familiar. La cosa es que Nuestro último verano en Escocia (2014) posee un guión planificado al milímetro que además está desarrollado con ritmo e ingenio.

El cine británico puede presumir de una larga tradición de comedias en las que una situación poco probable pero verosímil pone a prueba las costuras de la biempensante sociedad inglesa, y debo confesar que el filme escrito y dirigido por Andy Hamilton y Guy Jenkin --un tándem habitual en la televisión británica que debuta en la gran pantalla en ambas labores-- no es una excepción (en este caso localizada en una Escocia espléndidamente fotografiada). Además, apuesta por la unidad de tiempo y espacio (las reuniones familiares dan para mucho en la ficción cinematográfica), lo que permite condensar aún más fricciones y reacciones. No obstante, renuncio a ofrecer dato alguno sobre el argumento, porque creo que eso arruinaría buena parte de la experiencia al espectador; lo único que adelanto es que la historia está muy bien desplegada a base de situaciones y diálogos ocurrentes (especialmente los que protagonizan los niños).



Después de pasar casi toda la película riendo gracias a un ritmo narrativo que hace que el humor no decaiga, en el momento de cerrar la historia, los autores sortean con habilidad y acierto parcial algunos tópicos a los que, por desgracia, el cine estadounidense nos tiene habituados, demostrando que no todo tiene que ser perfecto ni necesariamente rompedor o inesperado, ni la conciencia del público satisfecha y/o reconfortada por decreto (el cine español, sin ir más lejos, apenas logra escapar del imperio del romanticismo y de una extraña mezcla de sentimientos instintivos y de visceralidad que se pretenden hacer pasar por auténticos e infalibles).

Nuestro último verano en Escocia no es una comedia gamberra ni de ironía sangrante (que se abstengan los que esperen algo así), sino un nuevo ejemplo de las virtudes del humor sutil y de sonrisa que puede desembocar en carcajada; en otras palabras, humor británico --producido por la BBC-- que demuestra su capacidad y vigencia para proporcionar un buen rato de cine.