miércoles, 7 de octubre de 2015

Tabúes que alimentan el deseo (y el negocio) (Kids)

Debut en la dirección de Larry Clark y en el guión de Harmony Korine, Kids (1995) es un producto genuinamente estadounidense hecho a partes iguales de exhibicionismo, supuesto compromiso, equidistancia moral, formato de falso documental y un no declarado ni admitido deseo de situar en primer plano el tema del sexo adolescente sin ser acusados de explotación y/o de perversión. La escena que abre la película es toda una declaración de intenciones: un joven (menor de edad) engatusa descaradamente a una chica de doce años para que consienta en tener relaciones sexuales. Para ella es su primera vez, razón por la cual el chico afirma que tendrá cuidado, que es algo muy especial y bla, bla, bla... Lo que cuenta no son los diálogos --hemos escuchado infinitas variantes-- sino la forma nada pudorosa de mostrar este momento: ambos en ropa interior, en la cama, mostrando una naturalidad a la que el cine --al menos el estadounidense-- no nos tiene acostumbrados, y menos cuando se trata de menores. Si ya cuesta mostrar según qué cosas con el sexo adulto, semejante franqueza con el de los adolescentes es un potente anzuelo. Clark y Korine dejan claras sus intenciones: dar prioridad a anécdotas y situaciones de posicionamiento automático y reacción primaria; y lo hacen porque saben que de este modo obtienen una visibilidad mediática --de crítica y de público-- que un tratamiento mas cuidadoso o conservador no les daría.

Kids narra un día en la vida de unos cuantos chicos --pantalones ultrabajos y gayumbos a la vista: típica indumentaria noventera-- de los suburbios de Nueva York. Son quinceañeros que sobreviven en ambientes familiares desestructurados, se limitan a vagabundear en grupo por las calles, a encontrarse en los parques, trapichear y consumir drogas, a pelearse por estupideces y a montar fiestas en casa del primero cuyos padres no están. A pesar de un contexto con tantas posibilidades dramáticas, Clark enfatiza descaradamente todo lo que tenga que ver con el sexo, especialmente de la obsesión de Telly por la jóvenes vírgenes de su barrio (amigas, hermanas de amigos, vecinas... todo lo que se le ponga a tiro). El espectador asiste con paciencia --incrementada gracias a la perspectiva del tiempo transcurrido desde su estreno y otros títulos posteriores-- a un desfile de tópicos sobre la adolescencia conflictiva, mientras el subconsciente permanece a la espera de más escenas de sexo. Un montaje alternado en el que chicos y chicas debaten por separado sobre sus opuestas ideas sobre la sexualidad es la única concesión a la corrección política, puesto que luego todo lo llena un punto de vista masculino más rancio (el director y el guionista argumentarían que ellos simplemente ponen la cámara ante una realidad). El espectador, mientras tanto, se alinea con el infatigable deseo sexual de los jóvenes protagonistas: la escena del baño nocturno en la piscina es un gran ejemplo cinematográfico de esa actitud ambivalente hacia algo que se desea mostrar sin trabas pero que las circunstancias y ciertos tabúes sociales desaconsejan hacer.



Con la excusa de un acercamiento analítico o de denuncia implícita, Clark y Korine se demoran en las imágenes o situaciones que resultan más polémicas, inconvenientes o delictivas, ya que eso las convierte en motivo de deseo para el público (abusos, violaciones, sexo no consentido, manipulación). Los estadounidenses son unos maestros en el arte de exprimir una doble moral narrativa que finge denostar o acercarse acríticamente a un suceso con un aura de prohibición (en este caso el sexo adolescente) para satisfacer una pulsión inconveniente o moralmente reprobable. Y de paso hacer taquilla, por descontado. Un espectador atento se da cuenta enseguida de que todas las escenas explotan o desmenuzan situaciones transgresoras y/o incómodas, desmontando de golpe esa aparente distancia documental --sin prejuzgar, sin entrar en moralinas-- en la que se parapeta la narración, y que no es más que un artificio hipócrita. Kids es un filme rodado enteramente a base de titulares llamativos, sin matices ni letra pequeña, con personajes que son meras excusas para sostener un argumento que sabe lo que necesita para alcanzar sus objetivos: escandalizar a padres y madres biempensantes y, de paso, conseguir que sus hijos en plena rebeldía la devoren y la conviertan en su religión.

Resulta curioso que cuando las mujeres deciden abordar temas similares desde su propia perspectiva de género surgen filmes como Thirteen (2003) --con Catherine Hardwicke como directora y coguionista junto a la polifacética artista Nikki Reed, un reverso brillante de Korine--, que a pesar de una cierta tendencia al tremendismo y a la exageración, al menos incluyen bastantes más matices a las mismas situaciones. Justo un año antes, Clark culminaba su proyecto artístico con Ken Park (2002), una edición corregida y mejorada de Kids en la que --gracias a la evolución de los tiempos y las audiencias-- esta vez las escenas de sexo son mucho más explícitas, con actos sexuales que se diferencian muy poco de los que muestra la pornografía más convencional, excepto por el hecho de estar intercaladas en unas pocas líneas argumentales con actores vestidos (una de las cuales incluso escandalizó al mismísimo Houellebecq, aunque creo que era porque retrata una situación que le resulta biográficamente muy cercana, no por el tratamiento de la sexualidad adolescente). Korine hizo lo mismo una década después --ya como director-- con Spring breakers (2012), en la que algún crítico incauto creyó detectar trazas de crítica social o de vanguardismo narrativo en un producto ultracomercial que sirve únicamente para poner cachondos a los jovencitos y ofrecer a sus novias modelos femeninos ultradeformados por el machismo: cuerpos perfectos que lucen en bikini a la primera ocasión (incluso para perpetrar atracos) y exhiben una imposible solidaridad grupal y un aún más improbable desafío coherente a las normas. No obstante, las mujeres no siempre consiguen librarse de una cierta pedantería revestida de sofisticación, un estilo que se sitúa en las antípodas del de Clark y Korine pero resulta igual de cargante: revertir de paradojas filosófico-vitales lo que no es más que deseo egoísta o morbo clasista. Ahí están Sleeping beauty (2011) de Julia Leigh o Naissance des pieuvres (2007) de Céline Sciamma, ésta última con el morbo añadido de un lesbianismo adolescente que asoma fuera del armario.

Qué lejos queda ya la crónica desencantada, divertida, políticamente incorrecta e inocua --hoy fuera de la ley debido a ciertos comentarios que entonces no constituían delito-- de El declive del imperio americano (1986)...



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