lunes, 30 de marzo de 2015

Fronteras infranqueables (Samba)

No tenemos ni idea de lo que es ser inmigrante en un país desarrollado. No tenemos ni idea de las humillaciones y acrobacias que tienen que hacer para ser tolerados (y ya no digamos aceptados y reconocidos) en una sociedad que los ignora porque se lo puede permitir. No sabemos si entre quienes se juegan la vida para llegar a Europa abunda la buena gente, si algunos son simples aprovechados y descarados o si unos pocos son unos cafres insoportables. No tenemos ni puta idea de lo que es la inmigración; así que más vale andarse con ojo cuando la convertimos en objeto de debate, análisis o relato de ficción.

Y aun así nos atrevemos con él, a pesar de las trampas, las lagunas y el notable riesgo de impostura ética o moral que supone. Olivier Nakache y Eric Toledano al menos han sido valientes y, tras el éxito mundial de Intocable (2011), han preferido dar un paso hacia adelante y demostrar una vitalidad creativa que huya de toda autocomplacencia o caiga en las comodidades temáticas y estéticas que suele implicar todo gran presupuesto tras un taquillazo previo. Samba (2014) es una película que vuelve a cargar el peso del argumento sobre el magnetismo personal de Omar Sy, su protagonista, la diferencia es que en Intocable no había tantas miradas puestas en él. Lo verdaderamente importante es que la historia está ambientada en el lado oscuro de la democracia occidental, aunque una vez vista más vale enfatizar lo primero.

Samba no se corta a la hora de sumergirse en el día a día de un problema que los estados-nación no pueden ni podrán resolver aisladamente: desde las motivaciones no necesariamente filantrópicas y desinteresadas de los voluntarios (casi siempre jóvenes altruistas o jubilados con mala conciencia, personas cuyo nexo social es carecer de un acceso legal y/o normalizado al mercado de trabajo, exactamente como los inmigrantes a los que ayudan. Un síntoma que revela que la inmigración no es, ni de lejos, una prioridad de la agenda política de los gobiernos europeos), hasta el ambiente de camaradería de los centros de internamiento temporal (lugares de los que se entra y se sale por los mismos kafkianos motivos). El problema es que todo eso, como en tantos otros filmes, queda en segundo plano, eclipsado por el enredo emocional que por supuesto incluye. No estamos muy lejos del igualitarismo bienintencionado y calculadamente sentimental de Las cartas de Alou (1990), por citar un ejemplo.



Aun así, los personajes y los ambientes resultan cercanos, verosímiles y humanos, hasta que se revelan las motivaciones de Alice --Charlotte Gainsbourg, la coprotagonista-- y todo toma el aspecto de un relato picaresco donde el humor se las apaña para ocultar o minimizar situaciones potencialmente absurdas, dramáticas o directamente tristísimas. El romance llena la segunda parte de la película: la conflictividad, la distancia social, la desigualdad, la segregación mental y cultural han quedado diluidas por un Amor (con mayúsculas) que justifica todos los actos porque es perfectamente posible, pero nada dice de ese otro montón de inmigrantes que no alcanzan el privilegio de ser el objeto de afecto por parte de un occidental, y que por eso no tienen una oportunidad adicional para alcanzar su sueño, ni les importa.

En definitiva, Samba no es un filme malo ni irreal, pero no se aparta en lo fundamental de esa mirada complaciente del cine occidental sobre la inmigración. Estoy convencido de que el retrato de una realidad social que hacen Nakache y Toledano es sincero, pero le falta una impugnación más feroz, evitar el dejarse arrastrar por el vendaval de los sentimientos. Algo me dice que el público europeo, a la salida del cine, se preguntará si ellos mismos serían capaces de enamorarse tan al límite, o si tendrían el valor de advertir a un amigo/a acerca de los riesgos de acercarse tanto a un extranjero indocumentado. Que unos pocos se molesten en extrapolar los hechos del filme con una realidad política lo dice casi todo sobre el filme y la clase de sociedad que habitamos.



lunes, 2 de marzo de 2015

¿Futuro digital de baldosas amarillas? (El congreso)

Inteligentemente inspirada en la novela de Stanislaw Lem Congreso de futurología (1971), sustituyendo la sátira negra acerca de un futuro obsesionado con la seguridad y las drogas por otra en la que el cine acaba literalmente convertido en una droga. En ambos casos se trata de forzar los límites de lo posible hasta conseguir que seamos incapaces de distinguir --gracias a un plausible desarrollo tecnológico-- entre realidad y ficción (animada en el caso de la película).

El congreso (2013) arranca con una premisa que es una posibilidad a un paso de convertirse en realidad: los grandes estudios de cine ofrecen a sus estrellas consagradas la oportunidad de escanear todos sus movimientos y expresiones para --a cambio de no actuar nunca más-- hacer con ellos infinidad de películas usando su imagen digital, que permanecerá eternamente joven gracias a la tecnología. No se trata sólo del sueño de cualquier gran estudio (un personaje que se mantiene inalterable en su aspecto, que no cobra ni se queja e interpreta cuantos guiones le ponen por delante) sino una tentación difícilmente desdeñable para los actores: poder perdurar más allá de su tiempo biológico, lucir perfectos en la pantalla, incluso librarse de la agotadora labor de promoción de cada estreno (puesto que hasta las entrevistas se generan digitalmente).

Es una idea que asomó tímidamente en los periódicos (sin intuir apenas sus consecuencias personales, legales y artísticas) tras el estreno de Cliente muerto no paga (1982), una comedia de Steve Martin --cuando era una figura prometedora que escogía muy bien sus intervenciones-- que hacía un ingenioso uso del plano/contraplano, permitiendo que Bogart, Grant, Gardner o Bergman participaran en el filme como un personaje más. Mediante fragmentos cuidadosamente seleccionados quedaban integrados en un entretenido homenaje al cine negro de los años cuarenta del siglo XX. A raíz de este experimento menor se llegó a insinuar que, en el futuro, el cine no necesitaría actores de carne y hueso. Puede que hoy en día haya más de un proyecto en marcha con un objetivo similar.



Sin embargo El congreso encara el tema de dos formas muy diferentes, con resultados muy distintos, casi antagónicos; dividiendo la historia en dos grandes bloques formales y de contenido. El primero --rodado en acción real-- plantea el debate sobre el escaneo de actores, centrado en Robin, una actriz de mediana edad con fama de problemática en el gremio, a la que ofrecen el contrato de su vida a cambio de abandonar la profesión para siempre. Su situación personal --declive artístico, la insistencia de su agente, un hijo con una extraña enfermedad degenerativa-- la llevan a aceptar. Pero cuando llega el momento de someterse al escaneo duda, está a punto de derrumbarse. Y ahí entra en juego su agente --un magnífico Harvey Keitel-- que se descuelga con un impresionante monólogo, provocando en Robin las reacciones dramáticas necesarias para la digitalización. Es un fragmento que descoloca por imprevisto, de una intensidad que me recordó inevitablemente al de Harry Dean Stanton que culminaba su búsqueda en París, Texas (1982). En cambio, en El congreso, al estar situado casi al principio, augura un drama intenso y prometedor.

Justo en ese punto se cierra el primer bloque y arranca el segundo, que quiebra con cualquier expectativa, llevando el argumento hasta un hipotético futuro donde asistiremos a las consecuencias humanas y económicas de un cine enteramente digital, ubicuo y sensorial durante años, algo que empezó como algo tan aparentemente inocuo como el escaneo de actores se ha convertido en un parque temático virtual, una especie de Second Life animada. Su director, el israelí Ari Folman, ha recurrido de nuevo a una técnica que conoce a la perfección, la animación real generada a partir del movimiento de los actores, que ya utilizó con brillantez en otro filme, para exorcizar uno de los más vergonzosos episodios de la historia de su país: Vals con Bashir (2008), nominada a los Oscar de aquel año. Pero a pesar de la espectacularidad y las posibilidades casi infinitas que brinda esta técnica, se diluye la intensidad que aportaban las interpretaciones de los actores humanos en la primera parte. La descripción de un mundo desbordante de formas, paisajes, sucesos fantásticos y/o surreales no basta para culminar un filme abortado, que despilfarra la contundencia dramática que apuntaba al comienzo, dejando apenas unas trazas de ingenio y originalidad.

A pesar de este desequilibrio, la película vuelve a llamar la atención sobre un cineasta original como Folman, y de paso allana el terreno (aunque sin demasiadas aportaciones originales) a un asunto que sin duda provocará debates bastante menos ingenuos que los que se publicaron en los lejanos ochenta.