miércoles, 21 de diciembre de 2016

Saga (¡por fin!) para adultos (Rogue One: una historia de Star Wars)

Después de cuatro entregas en las que el infantilismo ridículo, un encorsetamiento autoimpuesto que bascula entre el deseo de agradar a los fans y la necesidad de aportar algo nuevo y entretenido, la saga Star Wars ha encontrado ¡por fin! la manera de incorporar la iconografía de los primeros títulos (los mismos que permanecen con el prestigio intacto para los fans que hemos envejecido con ella) y un argumento adulto al cien por cien. Nada de ñoñerías, romanticismo prácticamente ausente (apenas unos planos que, como concesión menor, estamos dispuestos a aceptar) y nada de bichos que pretenden ser simpáticos. Todo lo ocupa la acción, la espectacularidad visual y un guión repleto de dilemas que se debaten entre la coherencia ética y la fidelidad a los genes.

Dirigida por Gareth Edwards --un director sin apenas experiencia en el oficio-- y coestrita por Chris Weitz (especializado en cine infantil y adolescente) y Tony Gilroy (autor de unos cuantos buenos guiones de intriga adulta), Rogue One: una historia de Star Wars (2016) recupera el gusto por la aventura sin complejos con el ojo puesto en el fan veterano, no en el recién llegado; pero también en el experto, ese que disfruta cotejando los diferentes títulos de la saga para encontrar detalles curiosos, incoherencias y personajes que entran y salen por entre las diferentes historia de la serie. Incluso me atrevo a decir que quienes vean por primera vez un título de Star Wars no necesitarán tanto background para quedar encantados con el espectáculo cinematográfico que ofrece.

Una vez que logra sacudirse el lastre de la responsabilidad de engrandecer una saga que encandila a medio mundo con la etiqueta de spin-off (en realidad precuela pura y dura), la aventura se (re)abre paso hasta el primer plano del argumento. No hay necesidad de calzar nuevos personajes que aporten un supuesto toque cómico y que en realidad resultan cargantes e insoportables; por fin ha llegado el tipo de película que esperábamos los adolescentes de asistimos en su momento al estreno de la primera película. Con Rogue One: una historia de Star Wars hemos tenido la oportunidad de recuperar los viejos uniformes del imperio, los entrañables AT-AT con su aspecto de paquidermos de El imperio contraataca (1981) y los ligeros bípedos AT-ST de El retorno del Jedi, todo con el punto retro imprescindible para disparar nuestra nostalgia. Y por supuesto el argumento: una misión desesperada llevada a cabo por protagonistas desencantados, sin el brillo de los héroes (como requiere el género a estas alturas de siglo) que actúan forzados por las circunstancias, un poco como nos ha pasado a nosotros con algunas cosas en la vida.



Si a eso le añadimos unas bien dosificadas apariciones --excepto el gobernador Moff Tarkin (Peter Cushing) recreado digitalmente por imperativo de la coherencia narrativa-- de algunos personajes de anteriores trilogías, la sensación de continuidad con el pasado se potencia: la senadora Mon Mothma, aunque interpretada por otra actriz más joven; Jefe Rojo y Jefe Oro, los comandantes de las flotas de cazas rebeldes en la primera película (también recreados digitalmente) y una selección de nuestros favoritos de todos los tiempos (Darth Vader, Leia, R2D2, C-3PO...). Confieso que salí del cine como si hubiera dormido con una percha en la boca. El único protagonista no humano esta vez es un robot: un K-2SO capturado al Imperio y tuneado por los rebeldes que a la mayoría de expertos les recuerda al sádico robot interrogador EV-9D9 de El retorno del Jedi (1983), pero a mí sus largos brazos me sugieren a los ruinosos ingenios mecánicos que custodiaban la desierta ciudad aérea de Lapunta en El castillo del cielo (1986) de Miyazaki, no lo puedo evitar.

Además, la película ha sabido renovar diversos elementos de la ambientación: al catálogo de paisajes ya vistos (desiertos y megaciudades básicamente) se añaden localizaciones costeras (todo un combate galáctico tiene lugar en una playa tropical, algo inédito en la saga), los soldados de asalto imperiales de color negro (un acierto visual), o la destrucción del último vestigio arquitectónico de los Jedi. Y en cuanto a los acontecimientos que narra, como en toda precuela, Rogue One: una historia de Star Wars no se conforma con recrear una historia que se menciona brevísimamente en la presentación de la película de 1977, sino que enlaza todos y cada uno de sus detalles importantes con el comienzo de aquélla. Cuando acaba la película, ya no es solamente la nostalgia, sino que experimentamos una extraña sensación: es como si al añadir los minutos previos al comienzo de la primera escena de La guerra de las galaxias (1977) todo tuviera otro sentido. El asalto a la nave de Leia ya no es un simple incidente diplomático basado en conjeturas legales, sino el final de una huida desesperada.

No acabo de entender a esa crítica que ha despreciado el filme por insustancial, o por no ser épico. ¿Y quién necesita la épica a estas alturas? ¿Acaso es imprescindible? En algo sí hemos salido ganando como espectadores: ahora ya no la necesitamos en estado puro, nos basta una simple referencia para saber que en el fondo hay buenos y malos. Y aunque nos hemos hecho mayores, de vez en cuando queremos comprobar que no todo a nuestro alrededor ha cambiado, y que aún queda un territorio intacto --el de la adolescencia-- que no cambiará de bando ni nos defraudará.




martes, 13 de diciembre de 2016

La doble fascinación del cine sin relato (Resemblance)

Directora, productora, videoartista, bloguera, gestora cultural... María Rogel es una todo terreno del activismo creativo, y uno de sus hábitats preferidos es la periferia del hecho cinematográfico, en todas sus vertientes. Su proyecto Be so Melo(dramatic) (2013) llevó a cabo un curioso experimento que acumulaba versiones de gestos, objetos y/o reacciones basados en fragmentos de películas, interpretados por voluntarios que enviaban su propia filmación del instante requerido. Ahora estrena Resemblance (2016), un mediometraje que ahonda en la extraña fascinación que provoca la recreación para la pantalla de instantes que sólo existen para la pantalla, paradójicamente inspirados en fragmentos de otras películas (rodadas a veces en el mismo lugar o de forma parecida). En el caso de Rogel su inspiración parte de otro mediometraje: La jetée (1962) de Chris Marker, un título crucial de la edad de oro del documental moderno que tomó prestados algunos recursos formales de Vertigo (1958) de Alfred Hitchcock; e inspiró a su vez a Darío Argento para rodar Rojo oscuro (1975), a Terry Gilliam Doce monos (1995)... y a María Rogel Resemblance.

La memoria contextual, las múltiples interpretaciones que hacemos de las cosas a partir de nuestra historia personal (no esa que ven los demás y podrían llegar a resumir llegado el caso, sino esa otra que permanece oculta en nuestro pensamiento, concretamente en el hipocampo según la película); pensamientos que, precisamente porque no han sido revelados a nadie, no existen. Su presencia dentro de nuestro cerebro no es una realidad ontológica al uso, sino una especie de borrador, de magma primigenio, de fotografía borrosa, de imagen mental aún por encuadrar en nuestro cerebro... Algo que sin duda pertenece al estadio prelingüístico y que cuando, finalmente, nos atrevemos a formular o a fijar con palabras en voz alta, ya no nos pertenece; es otra cosa, porque ha salido fuera de nosotros y existe en otras personas. Son las cosas que me sugiere Resemblance: escenas e imágenes que parecen sacadas de contexto ex profeso, tomadas al azar de otras existencias. El orden, la duración y la frecuencia de lo que aparece en pantalla son el principal instrumento del espectador para organizar esas significaciones (la reacción instintiva tampoco está descartada); para su directora quizá sea la fijación visual de pensamientos antiguos, largamente madurados.

En la película los saltos entre escenas no están motivados por un patrón narrativo, sino siguiendo un criterio intertextual o artístico: una palabra del diálogo, un objeto, sugieren un desplazamiento del campo semántico: de la palabra volar en pantalla se pasa a la imagen de un avión; un mismo objeto (una postal) evoca dos situaciones posibles que giran a su alrededor; acciones que se conciben simultáneas (aunque se muestran secuencialmente por imperativo del medio) juguetean con la noción de causa, consecuencia y duración. Nada debería ser casual en Resemblance, basta con encontrar un sutil nexo para que una cosa suceda a la otra.

Lo que fascina a Rogel en Resemblance es la posibilidad de existencia del cine como categoría mental: no es sólo el fetichismo de rodar en antiguas localizaciones de películas, es el hecho mismo de saber que, como en ese mismo espacio euclidiano existió una vez un fragmento de cine, bastará con colocar allí a personas que saben que allí se rodó una escena de una película y filmar a ver qué pasa. La situación, la cámara (incluso su ausencia) son suficientes para provocar una reacción imprevista, algo nuevo que, de alguna endiablada manera, habrá sido provocado por la imagen mental de un filme del pasado. Esa especie de «filme mental» acaba predeterminando nuestra percepción, la interpretación misma, y por descontado la significación posterior que otorgará el espectador. Yo creo que eso es lo que fascina a Rogel: la interacción entre cine y conciencia.

La definición de recurso está contenida en la de relato, por lo que, estrictamente hablando, no puede existir un filme que sea únicamente un recurso formal; sin embargo la existencia del cine no narrativo es una evidencia incuestionable. Aun así, esa existencia --también en un filme como Resemblance-- pasa por recurrir a un patrón formal que es casi una constante: fingir o dar a entender que la secuencia de imágenes que ocupa la pantalla y consume tiempo de visionado no es un relato. Aparentamos filmar aquello que no sucederá, y mostramos a cambio lo que podría haber sido. Quizá sea esta la mejor forma de presentar la fascinación de algo que no es ni realidad, ni ficción, ni esbozo... Lo que vemos no existe como relato, sino como una especie de incoherencia lógica que equivale a un relato sin serlo. Esa me parece que es la segunda gran fascinación que impulsa el trabajo de Rogel.




jueves, 1 de diciembre de 2016

Mefistófeles posmoderno o la incapacidad genética del ser humano para adaptarse a su circunstancia (Mientras seamos jóvenes)

«Cuando hayamos aliviado lo mejor posible las servidumbres inútiles y evitado las desgracias innecesarias, siempre tendremos, para mantener tensas las virtudes heroicas del hombre, la larga serie de males verdaderos, la muerte, la vejez, las enfermedades incurables, el amor no correspondido, la amistad rechazada o vendida, la mediocridad de una vida menos vasta que nuestros proyectos y más opaca que nuestros ensueños». Marguerite Yourcenar (Memorias de Adriano, 1951)

En esta ocasión Noah Baumbach ha rozado la perfección. Mientras seamos jóvenes (2014) es una película que cumple el estándar de calidad más exigente que hay: expresa una idea del mundo y una idea del cine. La del mundo que presenta ya ha sido desmenuzada en infinidad de ocasiones --Woody Allen suele ser aquí la referencia más detectable e influyente del cine contemporáneo-- y la del cine no es precisamente nueva, y menos en la filmografía de Baumbach: explicar las cosas a una velocidad considerable, sin atender a la capacidad del espectador para digerir semejante torrente de detalles y alusiones que contiene. Un estilo en el que prácticamente cada plano es una idea (más bien, en su caso, donde cada frase del diálogo es una idea) y que además parece que se construye en el mismo momento en que aparece ante nuestros ojos con una naturalidad y facilidad pasmosas, cuando en realidad es justo lo contrario. Lo que hace de Mientras seamos jóvenes una obra maestra casi perfecta es la combinación de ambos elementos: un tema universal del cine contemporáneo y un estilo narrativo singular y difícil de encontrar. Baumbach ha logrado una película que te atrapa en el mismo instante en que comprendes el significado de la ingeniosa trampa/paradoja que esconden sus tres primeros planos.

Mientras seamos jóvenes explora por enésima vez el universo de esas parejas que de pronto un día --al ver cómo otras dan el paso antes que ellas-- se plantean uno de los dilemas preferidos de la ficción moderna: o apostar fuerte por la libertad que les proporciona su estabilidad emocional, económica y sus estudios superiores, o perderse sin saber cómo en el berenjenal de criar hijos. Cornelia (perturbadora Naomi Watts) y Josh (Ben Stiller) sienten que se alejan de sus mejores amigos --felices padres recientes-- al comprobar cómo su vida rebosa novedades y retos. De pronto temen que la suya esté vaciándose de sentido y se preguntan si no deberían llenarla con lo eficaz conocido (aunque eso suponga una pérdida). Para acabar de complicarlo todo, conocen a una joven y atractiva pareja de hipsters que les recuerdan quienes fueron hace diez años: dos personas llenas de ideas y de inagotable deseo sexual. Con Darby y Jamie al lado sienten que su dilema no existe, y que pueden retrasar/sortear la madurez por el sencillo método de adoptar las modas, usos y costumbres de una generación más joven: fabricando sus propios muebles, repetir ante una audiencia nueva las mismas opiniones sobre cine y literatura (añadiendo esta vez un toque condescendiente y revisionista), bailar hip-hop, apuntarse a eméticos ayahuascas...



Baumbach, como ya nos tiene acostumbrados, explica todo esto con una rapidez pasmosa: encadenando escenas sin respiro, no dejando que la cámara se demore en un encuadre sin acción, impidiendo que el espectador se relaje con algo previsible. A medida que pasan los minutos, cuando te acostumbras a estar atento más tiempo de lo normal, pendiente de lo que sucede y de los detalles, identificas las dos tramas principales: la crisis de edad de Cornelia y Josh y la figura mefistofélica de Jamie (Adam Driver). Al principio parecen argumentos paralelos o complementarios, pero Baumbach los hace converger de repente y sin aviso en una breve e inesperada trama detectivesca que culmina en una divertidísima escena en medio de un evento público que pone a todos y a casi todo en su sitio. A continuación --tras haber ajustado cuentas con el mundo-- Josh y Cornelia cierran su crisis particular en mi escena favorita de la película: un breve momento de lucidez, ligeramente humorístico y con el punto justo de poesía y ternura. Ambos aceptan la edad que tienen, el trozo de vida que han recorrido juntos, las opciones que les quedan, la necesidad de soltar el lastre de la trascendencia... lo cual les sitúa, otra vez, en el mismo disparadero del dilema que provocó su crisis. La diferencia es que ahora sí saben lo que quieren.

El filme se cierra con una escena magistral que emplea la misma táctica de manipulación que los tres primeros planos del comienzo, pero esta vez aprovechando algunos recursos de estilo habituales del cine comercial a los que solemos anteponer el significado nada más detectarlos, sin esperar a tener más información. La diferencia es que ahora, cuando comprendemos que nos han engañado una vez más, resulta que son los protagonistas quienes comprenden que han sido víctimas de su propio engaño. Un final marca de la casa --como el de Frances Ha (2012)-- en el que echar el resto de la emotividad y un poco más de juego narrativo.




miércoles, 23 de noviembre de 2016

De la filosofía como lastre vital (El porvenir)

Mia Hansen-Love debutó en el cine como actriz en Finales de agosto, principios de septiembre (1998) de Olivier Assayas, la persona que acabó convirtiéndose en su marido. Después de unos años estudiando arte dramático dio un giro y se lanzó a la dirección y ha consolidado una breve pero interesante filmografía que suele girar alrededor de las relaciones --Tout est pardonné (2007), Le père de mes enfants (2009), Un amour de jeunesse (2011)-- que desbordan nuestro equilibrio sentimental (maridos estresados, padres drogadictos, amores adolescentes). El grado de consolidación de su carrera se puede comprobar en su quinto largometraje: El porvenir (2016), en el que además ha contado con una protagonista de lujo (Isabelle Huppert) y, de paso, se ha atrevido a poner en primer plano del argumento la filosofía (Hansen-Love posee un máster en filosofía alemana), un tema que --en el cine-- atrae o provoca rechazo, sin términos medios.

Nathalie es una mujer madura con dos hijos ya mayores y una madre --en pleno proceso de descomposición mental-- que le provoca sufrimiento y momentos de tensión en los momentos más insospechados. Y tiene un marido (que se dedica a lo mismo que ella) que un día va y le suelta que se va a vivir con una mujer más joven. Nathalie se encuentra de pronto, tal como ella misma se describe en un momento de la película, en una situación vital caracterizada por la ausencia de vínculos personales, una libertad casi total de sentimientos (nada que ver con ese sucedáneo irreal que solemos echar de menos en nuestra madurez llena de compromisos y casi vacía de tiempo libre). De repente, el último tercio de su vida es una especie de hoja en blanco (su madre acaba falleciendo) en la que apenas queda nada de su pasado. Una nueva vida se abre ante Nathalie, que podría/debería reinventarse o recuperar viejos proyectos fallidos de juventud.



Hasta aquí nada que no hayamos visto en numerosos filmes; sin embargo un detalle que he omitido deliberadamente cambia la perspectiva con la que se aborda y se contempla el filme: Nathalie es profesora de filosofía de secundaria. ¿Por qué cambia todo este detalle? Pues porque casi de forma inmediata e instintiva nos convencemos de que la filosofía va a jugar un papel determinante en las reacciones de Nathalie, que gracias a ella vamos a acceder a una revelación fundamental que debería servir a los espectadores. No sé por qué, cuando la filosofía asoma a la pantalla, aunque a la mayoría le suponga un engorro o una pedantería innecesaria, a mí se produce una sensación de que accederé a una lección de vida, inusual, extraña, rara, pero curiosa y atractiva también. Por eso (y por Isabelle) me lancé de cabeza a ver El porvenir.

Una vez vista, lo primero que me llama la atención es la breve escena inicial: vista en conjunto no acabo de entender su significado, es tan breve y anodina que no soy capaz de enlazarla con nada posterior. El resto de la historia está narrado con ese estilo que incide en lo cotidiano, tan habitual del cine francés más exportable: escenas breves, pequeñas rutinas, encuentros, decepciones pospuestas... Momentos sin aparente nexo entre los que se intercalan los verdaderos hitos dramáticos que sirven de esqueleto al filme (que así quedan más verosímiles, menos exagerados). Narrada con distancia, muestra esa soledad posible --casi siempre protagonizada por personas cultas y con estudios superiores-- tan característica de nuestra sociedad atomizada. Una soledad que se ve agravada por una especialidad laboral que acaba resultando un lastre, un muro que nos impide cambiar de punto de vista. Y aunque Hansen-Love no pretende hacer un filme didáctico, no resiste la tentación de colar unas cuantas citas de filósofos o de fragmentos de sobremesas pedantes, una forma indirecta de colar su voz en una historia en la que ella quizá no se quiere reconocer, pero sí dejar caer su opinión. Resulta chocante cómo Nathalie analiza y desmenuza su nueva situación y sus sentimientos (sólo se atreve a exponerlos en voz alta ante su exalumno favorito) pero, y ahí está lo que más me descolocó (quizá porque el desenlace era lógico y natural y yo buscaba algo más retorcido), acaba reaccionando de una manera previsible, casi diría doméstica (hasta aquí puedo escribir).

Me queda claro después de ver El porvenir que la filosofía no sirve de mucho cuando tu vida se derrumba por causas naturales y/o sobrevenidas; quizá sirva para poner algo de distancia analítica y de sarcasmo a nuestros actos y palabras, pero lo cierto es que tanta lectura sobre epistemología y ontología no ayuda mucho a la hora de entablar relaciones personales. Las actitudes y sentimientos de persona leída no difieren mucho de los de esa gente a la que le importa un bledo la filosofía pero se reponen igual de bien o mal a los reveses de su existencia. En la película, que Nathalie sea profesora de filosofía acaba siendo un obstáculo para el espectador; especialmente para quienes --por algún retorcido o no declarado motivo-- esperan que la filosofía sea la protagonista.




miércoles, 2 de noviembre de 2016

El reparto de los despojos (Después de nosotros)

El título de esta entrada me vino a la mente porque viendo Después de nosotros (2016) del belga Joachim Lafosse me resultaba inevitable acordarme de ese páramo desolado que se abre tras toda separación: da lo mismo que estemos hablando del último episodio de La joya de la corona (1984) de Jim O'Brien y Christopher Morahan, en el que la India, nada más sacudirse el dominio británico, se desgarra por la violencia entre hindúes y musulmanes y acaba desgajándose en dos estados; o de la enésima ruptura de una pareja. Aun así esto no es lo peor, sino la evidencia de que ambas partes ya no sois la misma cosa, comprobar que, al igual que con los hindúes y los musulmanes, a pesar de haber quedado separados en dos territorios, es necesario seguir relacionándose para gestionar un legado y un presente común. En el caso de la película de Lafosse ese legado son, cómo no, las hijas y el patrimonio; y también los trabajos que cada cual ha aportado a esa sociedad recién disuelta que presenta suspensión de sentimientos y concurso de agravios.

Con un planteamiento narrativo original, muy teatral, pero que permite potenciar el trabajo de los actores, la película asiste (mediante largas tomas y escenas minuciosas) a la tensión que se produce entre una pareja que ha decidido divorciarse pero --por motivos económicos-- se ve obligada a seguir conviviendo bajo el mismo techo. Sin embargo, ahondar en las causas de esta situación inicial no es en absoluto uno de los objetivos de la película; no es ni una metáfora crítica de los tiempos actuales ni un posicionamiento a favor de una de las partes en conflicto. La realidad inapelable --más que plausible-- es que Marie y Boris deben seguir viviendo en la misma casa (él en un estudio, ella en la habitación matrimonial), sobrellevar el día a día con sus hijas e intentar repartirse sus vidas como cualquier pareja de "ex". Pero es que además deben regular el acceso y el uso de los espacios comunes, y todo ello sin olvidar que esa situación es una preparación para dar el salto definitivo: la separación de los bienes, el reparto de despojos.



He experimentado en primera persona el encabronamiento mutuo que preside las primeras semanas de cualquier ruptura sentimental, y debo confesar que no he encontrado nada en la película de Lafosse exagerado o dramatizado con fines de lucimiento ficcional; más bien al contrario: se trata de una sucesión de momentos cotidianos que se resuelven cada vez de forma imprevista y diferente (enfado, alegría, sexo, miedo, incomodidad). Después de nosotros es un fragmento de vida con un suceso de sobra conocido que la cámara se limita a mostrar: los días sin avance, las escaramuzas incontrolables con las niñas delante, los instantes raros, la felicidad fugaz que uno no quiere experimentar pero se le escapa, el deseo sexual que todavía no ha cesado (el cuerpo tarda mucho más en aceptar los cambios que exige la mente)... Así hasta que un imprevisto (quizá la única concesión al drama artificial de toda la película) consigue desatascar un conflicto que nadie quiere resolver pero tampoco prolongar. Un buen filme es aquel que provoca sin esfuerzo una conversación posterior; el de Lafosse es casi imposible que mantenga a nadie en silencio...




miércoles, 12 de octubre de 2016

Inercias de cierta juventud lectora (Los exiliados románticos)

Poco a poco Jonás Trueba --hijo de Fernando Trueba-- va encontrando su lugar en el cine, desmarcándose de los directores de la generación de su padre que suspiraban por un buen guión, financiación adecuada y éxito internacional (y mientras llegaba cualquiera de las tres cosas, o todas a la vez, rodaban cualquier otro guión sin arriesgar demasiado, a la espera de un Big One sobrevenido). Una diferencia abisal se abre entre estos directores viejunos y Jonás Trueba (por temas, por tecnología, por referencias), pero hay algo que --inesperadamente-- los mantiene en contacto: haber crecido en esa militancia progre e izquierdosa de Madrid, hoy en franco retroceso y en peligro de extinción por agotamiento y desaparición de sus señas de identidad culturales.

Jonás Trueba hace un cine protagonizado por jóvenes de su generación que parecen moverse todavía entre los ejes que caracterizaron la bohemia de sus padres: conversaciones culturetas y utopizantes en sobremesas o en baretos, personajes inadaptados de buscan compañeros/as de viaje con los que experimentar momentos trascendentes, o al menos divertidos y únicos. Queda bien claro cuando uno lee las entrevistas que concede. Un cine que, además, recupera las citas literarias para la gran pantalla y los argumentos transversalmente autobiográficos, un poco al estilo de la ya lejana caméra-stylo de Alexandre Astruc. Y no como homenaje ni falso descubrimiento, sino porque el péndulo del estilo nos ha levado de regreso a estos recursos; quizá una forma de revalorizar lo que, en su primera juventud, fueron excentricidades cinéfilas, obsesiones que ya sólo recuerdan las exnovias.



Para la gente de mi generación ochentera, Los exiliados románticos (2015) es todo esto: un reciclado de diversos tics argumentales, recursos y personajes ya vistos en títulos hoy superados, pero presentados sin complejos ni a modo de referencias intertextuales ni cosas de esas, sino al servicio de una narración limpia que deja entrever un estilo personal. El verano, un viaje por carretera, reencuentros con antiguos amores, inesperadas tertulias políticas y literarias... Un argumento sencillo en el que las escenas esbozan un drama o un gag que no acaban de concretarse, diálogos naturales, improvisados, reiterativos, serpenteantes, sugerentes... Fragmentos de vidas posibles al natural, para que el espectador se haga su propia composición del relato. Para la generación que no ha conocido todo eso seguramente la película les parecerá nueva, rompedora incluso, y les sorprenderá agradablemente, y con razón.

Los exiliados románticos es un mediometraje de 51 minutos que explica una historia mínima que finaliza cuando la anécdota se ha agotado, como en un relato breve. Nada de extenderla artificialmente con secundarios o escenas de relleno: mínima presentación de personajes, encadenamiento de momentos entre divertidos y extraños, apuntes de alguna que otra catarsis dramática y ya está. Cuando todo este material ha ardido la cámara abandona a sus personajes para que sigan su viaje, sin tratar de cerrar algunas tramas que hemos visto esbozadas. No todo tiene que ser obvio, ni todas las historias acabar al estilo clásico; han bastado tres escenas para que el título haya quedado perfectamente justificado.

En cuanto al estilo, la película contiene una buena mezcla de lentitud expositiva, largos planos secuencia en los momentos centrales del argumento, la cámara que se demora en el encuadre aunque los personajes han salido de plano hace rato (como si quisiera dar la impresión de que está allí para algo más que para dejarse ver a los protagonistas), uso de canciones para marcar una cierta estructura interna... Recursos del cine indie de toda la vida que siguen demostrando su eficacia; aunque me harán falta más películas para corroborar si forman parte del estilo de Jonás Trueba o son elecciones adaptadas al tono de la película.

La película toma prestado el mismo título del inclasificable libro del historiador E. H. Carr --publicado en 1933-- sobre el exilio europeo de unos cuantos ilustres opositores rusos al régimen zarista que, a fuerza de esperar un revolución en su país, se convirtieron en una especie de románticos europeizados de nuevo cuño, inasequibles al desaliento. Eso cuando no se dejaron embaucar por ideologías ajenas con la esperanza de acelerar sus anhelos. Jonás Trueba ha compuesto su película como una especie de apéndice a este texto, como demostrando que esos exilios románticos no surgen únicamente de las decepciones políticas, sino también --y sobre todo-- de las amorosas, especialmente las que se forjan más allá de las fronteras del idioma. Late en Trueba Jr. la fascinación por el encuentro fugaz, la exposición ilusa de proyectos vitales, el enriquecimiento --contradictorio, parcial, puramente anímico-- a base de intercambios sociales (y sexuales cuando se puede) con toda clase de personas. Ya va siendo hora de que alguien acepte el reto de escribir una tesis sobre la influencia de la generación Erasmus en el cine contemporáneo...





lunes, 3 de octubre de 2016

Percutante apoteosis del videojuego cinematográfico (Hardcore Henry)

Hardcore Henry (2015) del ruso (criado en Gran Bretaña) Ilya Naishuller es un filme endiabladamente hipnótico del que resulta difícil apartar la mirada, por muy repulsivo que resulte su contenido. Rodado en primera persona, encadena el punto de vista del espectador con el de su protagonista, una especie de cyborg resucitado y reconstruido a base de biónica --y con el mismo nombre de otro ilustre personaje cinematográfico, el de Henry, retrato de un asesino (1986)-- y al que esta vez los progresos en tecnología audiovisual permiten al filme llegar hasta las últimas consecuencias del planteamiento que hicieron en su día El hombre de los seis millones de dólares (1973-1978) o Robocop (1987). Se trata de una experiencia jodidamente próxima al videojuego inmersivo (cuando Henry dispara sus armas automáticas sólo nos falta el mando para sentirnos en plena partida) propia de un contexto de juego de rol en el que no hay sitio para subtramas, reflexiones, recapitulaciones, moralinas ni advertencias acerca de los usos de la tecnología como instrumento de control. En Hardcore Henry todo consiste en mantener al espectador con la boca abierta, asumiendo que ahí fuera existe una audiencia numerosa que no está para sutilezas y que espera ansiosa que todo lo llene la acción deslumbrante y sin interrupciones. La película es una coproducción ruso-estadounidense en la que cada parte aporta lo que mejor conoce: los primeros la fascinación y el conocimiento de primera mano por la violencia extrema y los otros la virguería audiovisual que hace realidad semejante despliegue pasado de rosca.

La película, aun así, consigue destacar respecto a sus predecesoras (tanto en forma como en contenido). En primer lugar, ningún actor figura en el reparto como intérprete de Henry, porque no es un personaje, sino una cámara especialmente adaptada que han llevado diferentes especialistas en cada escena. En segundo lugar, nuestros ojos son siempre los del protagonista (la pantalla es nuestro campo de visión compartido) y el filme no quiebra nunca esa regla, por muy comprometida que sea la escena (en lo técnico, no en lo argumental). Y por último, la violencia extrema, exagerada, inmotivada, gratuita, obscena, espectacular, incesante y pasada de vueltas que funciona como principal y casi único ingrediente de la historia, arrojada sin pudor ni control sobre nuestras retinas. Esta y no otra es probablemente la razón por la cual, a pesar de tanto despliegue técnico y de originalidad narrativa, el filme ha quedado fuera del estreno en cines y ha pasado directamente a los circuitos secundarios. Su historia sangrienta y el estilo hardcore al que se alude en el título también servirá de excusa a unos cuantos para rebajar o denigrar el balance crítico; ya que su convincente apuesta formal no es suficiente para dejar de lado tanta casquería...



Y es que el guión, a pesar de semejante acumulación de acción salvaje, acierta al no intentar explicar las causas de lo que sucede en la pantalla: Henry despierta de pronto en una mesa de montaje mientras finaliza su proceso de ensamblaje; la mujer que le atiende dice ser su esposa, que lo hace para mantenerle con vida. El espectador tiene la misma información que el protagonista, y aunque es lógico que ambos se pregunten si todo lo que pasa es cierto, la carrera desesperada por la supervivencia que se inicia en ese mismo instante diluye toda duda narrativa razonable. Hay que dejarse llevar, disfrutar de las escenas milimétricamente planificadas, dejarse llevar por la velocidad a la que se suceden los acontecimientos y pasar por alto la posibilidad de ampliar algunos límites de la narración audiovisual.

No puedo evitar pensar en las consecuencias que un anclaje tan ortodoxo del punto de vista podría aportar al relato cinematográfico, preguntarme hasta qué punto el director podría haber ensayado algún nuevo recurso; aunque valoro el impecable sentido del espectáculo que derrocha Hardcore Henry, renunciando a cualquier experimentación con un infraguión descaradamente estándar. El filme se conforma con presentar un fragmento de vida de su protagonista; y aunque hay saltos temporales menores (no es una película de toma continua, lo que sin duda habría restado eficacia al conjunto) todo el filme es en la práctica una sucesión continua de combates que el protagonista libra mientras huye de su perseguidor. Ni Henry ni los espectadores tenemos tiempo de preguntarnos o de comprender los motivos, saber si la esposa es realmente quien dice ser, si todo es un sueño o una pesadilla muy real... La tecnología eclipsa cualquier tentación estilística y es un acierto dado el objetivo de la película. Para quienes --como yo-- esto no es suficiente, al menos nos consuela comprobar cómo Naishuller no se ha dejado tentar por la experimentación pedante, sino que ha fabricado una historia altamente sensorial y percutante, exactamente lo que se espera de una película de acción elevada a la enésima potencia tecnológica.



Aun así, su director se permite dos frivolidades geniales: un número musical interpretado por los avatares virtuales de uno de los coprotagonistas, una original coreografía de I've got you under my skin (toda una metáfora de lo que representa Henry para quien ve la película), y los chispeantes diálogos de un soldado británico que acompaña a Henry en una de sus mayores carnicerías. Pero ahí se acaba todo; el resto consiste en hacer más atractivos los enfrentamientos a base de ubicarlos en los lugares más propicios, como la batalla en el edifico en ruinas, lo más parecido a un videojuego que yo haya visto nunca, rodada con auténtico sentido del espectáculo cinematográfico. Y por supuesto una apoteosis sangrienta y exagerada para cerrar la historia de la única manera posible...

Quizá Hardcore Henry sea lo que esperaba esa generación que hace ya bastantes años se decantó por el videojuego y dejó de interesarse por el cine, decepcionada y/o aburrida por sus limitados progresos en interactividad y espectacularidad. Ahora parece que los caminos de ambos medios vuelven a unirse gracias a los avances en tecnología digital, sobre todo las cámaras GoPro. No tengo ni idea de lo que saldrá de aquí, pero la película va a quedar como un hito formal en la historia del cine, a pesar de la mediocridad que --como sucedió en El nacimiento de una nación (1915) de D. W. Griffith-- llena su historia.




lunes, 19 de septiembre de 2016

Exceso de equipaje efectista (Victoria)

Sebastian Schipper es un actor de dilatada carrera --aparece en El paciente inglés (1996) y Corre Lola, corre (1998)-- que en 1999 se metió a guionista y director. Victoria (2015) es su cuarto largometraje y el que más notoriedad le ha proporcionado. Protagonizada por la catalana Laia Costa (primera no alemana en ganar un premio LOLA a la mejor actriz protagonista), la película no pasa desapercibida por su arriesgada apuesta formal: está rodada en un (aparente) único plano y narra un encuentro de madrugada entre la protagonista --una joven madrileña que trabaja hace tres meses en Berlín-- y unos jóvenes inquietantes y extraños. Un encuentro que se prolonga hasta primeras horas de la mañana del día siguiente, coincidiendo con el desenlace.

Este tipo de filmes están de moda, quizá porque el montaje acelerado ya no deslumbra tanto (todos aplican los mismos recursos con idéntica o parecida eficacia), o porque el nuevo reto es empalmar fragmentos sin que el público lo note, o porque lo que fascina es el supuesto tiempo real en el que transcurre la historia. El caso es que se trata de una tendencia que se dio a conocer (al menos para un cierto segmento de cinéfilos) con El arca rusa (2002) del ruso Alexander Sorukov (rodada con enormes dificultades técnicas mediante discos duros externos) y que se fraguó en géneros menores o en títulos de bajo presupuesto con alta voluntad de experimentación. Pero la consagración mundial de Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia) (2014) ha consolidado una tendencia ya existente con desiguales resultados: PVC-1 (2007) del griego Spiros Stathoulopoulos, La casa muda (2010) del uruguayo Gustavo Hernández, Fish & Cat (2013) del iraní Shahram Mokri (incluye escenas repetidas que rompen la unidad temporal), El triste olor de la carne (2013) del gallego Cristóbal Arteaga, Hablar (2015) de Joaquín Oristrell (rodada en cuatro planos independientes)..., hasta culminar en la atrofia al más puro estilo videojuego y la exageración violenta de Hardcore Henry (2015) del ruso Ilya Naishuller. Queda lejos la ingenuidad dramática y técnica de La soga (1948) de Alfred Hitchcock, con sus flagrantes cambios de toma; pero el deseo de mostrar una acción sin interrupción y los retos argumentales que servían de respuesta siempre han estado ahí.



El argumento de la película apuesta todo a la capacidad de sorprender y a la baza de un encuentro imprevisto que puede deparar cualquier cosa, pero como el espectador sabe que todo sucede en tiempo real al final acaba adelantando acontecimientos. Llega un momento que el que los movimientos de cámara dejan de interesar al público, que no se fija si sube o se baja de un coche, o de preguntarse cómo se ha realizado tal o cual desplazamiento; y en parte es lógico, porque eso significa que la historia se impone, pero también limita las posibilidades de desarrollo y de resolución. En el caso concreto de Victoria, todo se basa en un encuentro fortuito a partir del cual no es difícil deducir el resto; cuando parece que cada bloque temático va a acabar uno se pregunta cómo alargarán la historia. La respuesta es siempre la misma: a base de efectismos dramáticos, ya sea mediante revelaciones personales o giros imprevistos. Pero llega un momento en el que esta estrategia pierde fuerza, y en el último cuarto de película baja el nivel de impacto, quizá porque a la historia ya no le quedan cartuchos que quemar y sólo esperamos el momento en que la cámara, esta vez si, se detenga y permita alejarse a Victoria...




viernes, 2 de septiembre de 2016

Un caso clínico de éxito y de incomprensión (Fiebre del sábado noche)

Fiebre del sábado noche (1977) es probablemente uno de los casos más extremos de incomprensión por parte del público en el momento de su estreno. Sin embargo, esa misma incomprensión --generalizada, global antes de que el término se aplicara a audiencias planetarias-- no impidió que se convirtiera en un taquillazo mundial. La película fue todo un éxito, pero por cosas que sus creadores no habían previsto ni por asomo. ¿Qué es lo que sucedió para que el público enloqueciera de pronto por algo que al equipo artístico le pareció secundario y/o carente de interés a pesar de aparecer en la película? ¿Por qué de pronto todo el mundo la tomó por lo que, por lo visto, no era? ¿Quién se equivocó: los creadores o el público?

Decir que el público se equivoca es igual que lamentar que exista la gravedad que nos mantiene clavados en tierra: podemos describir el proceso, sus causas, su funcionamiento... que eso no va a evitar que siga sucediendo. En cuanto a los creadores, bastante tienen con lograr que financien sus ideas como para tener que preocuparse además por las reacciones. La cosa no va por aquí. Más bien estoy persuadido de que tuvo mucho que ver el momento sociológico de su estreno, con un estado de sensaciones muy concreto, fruto del cambio de costumbres que se estaba produciendo, con el arrinconamiento generacional de los ideales y usos del hippismo. Eran los años en que las discotecas se consolidaban como los nuevos y definitivos templos del ocio urbano y sabadero por excelencia: parecía que, por fin, la civilización occidental había conseguido institucionalizar el encuentro abierto entre sexos, rodeando a los jóvenes de un entorno --estimulantes de toda clase, música, baile, rozamientos--- que dejara en suspenso toda consideración familiar, social, económica o cultural; un ambiente que invitara a los cuerpos a querer encontrarse. Era como si por fin las hormonas y los instintos hubieran dado con un entorno artificial en el que podían liberarse sin las trabas del decoro familiar y demás lastres adquiridos. Un espacio en el que casi todo valía con tal de divertirse, destacar, ligar o enamorarse. Primera desincronía: pensar que la pista de baile podía servir en la película como un lugar simbólico donde dar salida a las frustraciones, donde el público pudiera medir la distancia entre la realidad y sus sueños. Puede que esta idea fuera la que atrajera al principio a John Badham para hacer la película, pero el público lo único que vio era a un guaperas que triunfaba con las chicas gracias al baile. Principio de realidad.

Que la música y el baile no eran el principal activo de Fiebre del sábado noche se nota enseguida, puesto que los números coreografiados son realmente escasos y anecdóticos; es más, están poco trabajados, completamente pasados de moda, carentes de mérito artístico y resultan incluso risibles. No tienen ese punto obligado de esfuerzo físico y trabajo duro --cuidadosamente trasladado a la pantalla-- que exhibe el musical contemporáneo. Las poses travolteras de la película hoy son simples gracietas que nos gusta hacer cuando hacemos el tonto en las fiestas, un recuerdo musical que hemos legado a nuestros hijos, un lugar común, un arquetipo viejuno si se quiere. Así que la incomprensión del público no pudo venir por aquí, al menos no sólo por eso. En cambio la banda sonora sí que pudo influir definitivamente: las canciones de los Bee Gees se convirtieron durante meses en auténticos hits llenapistas que todo el mundo bailaba entusiasmado; y lo increíble es que mantienen casi intacta su fuerza después de tanto tiempo.



El guión de la película se basa en un artículo --de título marcadamente etnográfico-- de Nik Cohn aparecido en 1976 en el New York Magazine titulado Tribal Rites of the New Saturday Night (luego resultó que el testimonio personal que aportaba el autor era un fraude, pero el efecto que provocó ya no se pudo parar). El reportaje retrataba el fenómeno disco como una expresión de la subcultura de la clase obrera en la que las minorías étnicas --Nueva York está llena de ellas-- encontraban un espacio de expresión casi igualitario que eclipsaba en parte el prejuicio sociológico que arrastran. También el microcosmos social que se formaba en torno a las discotecas --concretamente la 2001 Odyssey, en Brooklyn, que sirvió de escenario a la película-- resultaba nuevo y de ahí sacaron los tipos sociales que encarnaban los protagonistas principales. Quizá los sociólogos y los antropólogos tiendan a ver todas esas sutilezas, pero los aparcamientos de las macrodiscotecas hoy día dejan poco lugar a la interpretación cultural: un ocio marcado por la falta de dinero y por el deseo de meterse de todo para desinhibirse y practicar el sexo con el mínimo esfuerzo. Ni expresión, ni subcultura ni principios de progreso ni nada parecido: puro y simple principio de realidad precaria. Es lógico que aquí se produjera la segunda y definitiva desincronía: los obreros que fueron a ver la película no se sintieron en absoluto interpelados por el retrato de su subcultura, o si lo vieron les importó un bledo. La inmensa mayoría reaccionamos encantados por el hecho de que la película se ocupara de un espacio habitualmente invisible para el cine: nuestro ocio cotidiano --aunque ligeramente maquillado por cuestiones de mercadotecnia--, nuestros ridículos dilemas y nuestras miserables prioridades de sábado a la noche. La música, la promesa de sexo o de amor, la juventud que encuentra sus propios mitos, usos y costumbres... todo se juntó para hacernos sentir protagonistas de un cambio que creíamos liderar. En España, además, la reciente muerte de Franco y la posterior recuperación de la normalidad social incrementaron aún más nuestro grado de mitificación e identificación con la película: las discotecas no provocaron ni mucho menos los cambios de aquellos años, lo que pasó es que su eclosión coincidió con el estreno de Fiebre del sábado noche y pareció que la habían hecho especialmente para nosotros...

La película tiene todos los tópicos de la época: Annette, la chica facilona con un problema de autoestima, los amigotes brutos y salidos; la letanía constante sobre cómo las mujeres tenían que ser precavidas, tomar precauciones, no entregarse enseguida por temor a ser abandonadas o despreciadas (si no lo hacías eras una pureta, si lo hacías demasiado pronto eras una guarra... no había punto intermedio). En este ambiente la discoteca es la única evasión de la realidad del barrio, Stephanie --la chica que encandila a Tony-- representa la ambición laboral que permite aspirar a algo mejor, y para eso hay que abandonar Brooklyn; insistiendo en esa idea tan estadounidense de huir de lo conocido para buscar la oportunidad de una vida mejor. Eso y un amor de película pillado por los pelos (los protagonistas están fatalmente retratados) motivarán a Tony Manero para sortear ese callejón sin salida que es su mundo. Mostrar ese camino, advertir de ciertos peligros, denunciar prejuicios étnicos y sociales, esos eran realmente los objetivos de la película. Fiebre del sábado noche es una fábula bienintencionada sobre la superación de las dificultades, sobre cómo el entorno puede actuar como un pesado lastre que impida demostrar la propia valía. Pero la música y las escenas en la discoteca eclipsaron el drama de Tony Manero...

Al año siguiente ¡Por fin, ya es viernes! (1978), con Donna Summer en el reparto, aprovechaba el tirón desplazando el desmadre y el enredo romántico-discotequero a la noche de los viernes, con la promesa del fin de semana aún intacta. Badham no cayó en la tentación de encasillarse ni de hacer una secuela, aunque ésta no tardó en llegar: Staying alive (1983), dirigida por Sylvester Stallone y --esta vez sí-- con la música y el baile en indiscutible primer plano. Badham prefirió seguir cambiando de registro en cada filme, y logró destacar ese mismo año con Juegos de guerra (1983), demostrando que lo suyo eran los temas del momento con un toque de acción y sentimentalismo supuestamente bien dosificados. Un director interesante al que el paso del tiempo ha colocado en el lugar secundario que le corresponde.




sábado, 20 de agosto de 2016

Arqueología nostálgica del estilo de vida ochentero (Buscando a Susan desesperadamente)

En los ochenta, de pronto, parecia que Susan Seidelman sería la elegida como la gran alternativa femenina al punto de vista testostéronico y dominante del cine comercial de Hollywood. Más adelante, su irregular filmografía --con un prolongado parón de largometrajes entre 1992 y 2005-- confirmó que su mérito consistía en ser una directora especializada por vocación en comedias; eso sí, manteniendo a la mujer como centro de sus argumentos, como en A por ellas (2013), su largometraje más reciente hasta la fecha. Lo cierto es que, a pesar de los años transcurridos y de tanto vaivén estilístico, su segundo largometraje sigue manteniendo buena parte de su frescura. Todavía hoy Buscando a Susan desesperadamente (1985) puede aspirar a encajar dentro de esa categoría tan selecta que denominamos «pequeña joya cinematográfica». En mi caso, además, debo reconocer un cierto componente generacional que añade como mínimo medio punto más mi valoración global. No soy a ser del todo objetivo, lo advierto.

Primero los valores que tienen que ver menos con el entusiasmo: un guión original (aunque previsible en cuanto a esquema), bien escrito, ágil y con ritmo, que aprovecha para colar un retrato suavemente crítico y divertido de algunos tópicos y arquetipos del momento (los ochenta). Entonces eso último no suponía un gran mérito, ya que era el ambiente que lo llenaba todo y estaba de moda; lo que aguanta es el enredo principal y algunos gags bien construidos. Vista con los ojos de mi generación y del público que la descubre por primera vez, el filme resulta entretenido por su arquelogía del recuerdo y la nostalgia de ropas, peinados cardados, modernillos que viven el momento y yuppies que se creen modernos pero en realidad son unos aburridos.



Eran los años del espejismo del crecimiento económico (en realidad era una burbuja financiera pero nadie se atrevía a llamarla así aún), de la ruptura definitiva con los politizados setenta, de la incorporación de inofensivos elementos del punk más tardío al mercado de consumo (combinaciones de prendas imposibles, peinados de colores y accesorios de toda clase), de la obsesión por lo light... Y también del moderneo alrededor de los clubes nocturnos, del pop ochentero (Madonna, entonces una estrella del pop en consolidación planetaria, coprotagoniza la película, acapara el trailer e interpreta la canción más conocida de la banda sonora. Una gran operación de mercadotecnia que logró que incluso gente que no se sentía atraída por este género de filmes fuera a verla). Aquellos años destilaban una cierta sensación de que lo guay --palabro hoy proscrito y asociado al viejunismo-- era improvisar, destacar a base de poses y extremismos de cualquier clase, buscarse la vida y conocer gente enrollada y (esto ya lo añade la película para acabar de edulcorar el panorama) dejarse llevar por la sinceridad y los sentimientos. De lo contrario no sería una comedia para todos los públicos.

Toda la eficacia de la película se basa en un inverosímil aunque probable intercambio de vidas entre Roberta --adorable, atractiva y morbosilla Rosanna Arquette, luego evaporada para el cine--, un ama de casa que autogestiona su propia sexualidad por incapacidad y sosería de su pastoso marido, y Susan, una petarda que se mete en toda clase de líos pero derrocha vitalidad y buen rollo. La complicación de la trama está bien desarrollada, con dosis de humor --hoy ingenuo, entonces molón--, sin permitir al espectador adelantar demasiado los acontecimientos. Hay situaciones cómicas que aguantan el paso del tiempo, otras están claramente superadas, pero lo importante es que revelan el dominio narrativo de Seidelman, con un innegable toque clásico, incluido ese grand finale cabaretero en el que todas las historias coinciden en un único espacio.

Y ahora la fascinación irracional que aporta mi militancia ochentera: por esos modernillos tiradetes, culturalmente inquietos a los que no les importa vivir en pisos decrépitos, por ese retrato de la degradada Nueva York de entonces, con esos barrios en ruinas donde pululan toda clase de seres extraños y peligrosos. Por la misma clase de advertencia implícita y autocomplaciente que exhibían comedias similares --Jo, ¡qué noche! (1985), Algo salvaje (1986) o Casada con todos (1988)-- por aquellos años: mejor quedarse en el mundo aburrido, limpio, tecnológico, formal y mal pagado del capitalismo que perderse en el estilo de vida de esos jóvenes que presumen de vida desacomplejada y sin problemas cuando en realidad son unos colgaos que te pueden buscar un problema grave (como le pasa a Roberta). Da igual que las chicas resulten atractivas con sus conjuntos sexys, que parezcan fáciles y sepan procurarte un buen orgasmo; al final será un desastre porque no llevan una vida ordenada, escuchan a grupos raros, toman drogas y no tienen comodidades en casa. Ese es el verdadero talón de Aquiles de la comedia alocada y aparentemente transgresora de los años ochenta: el tufo conservador que desprenden esos idilios entre pijitas aburridas y pardillos majos a la última que, a base de petardeo nocturno y música pop, descubren que se enamoran con los mismos acaramelados síntomas que sus desfasados padres hippies.




domingo, 31 de julio de 2016

Acción atrofiada. Guión en eterno retorno (Jason Bourne)

Esta vez ni caso, ni mito ni ultimátum: Jason Bourne (2016) a secas. Regreso a la pantalla del ex-agente especial de la CIA interpretado por el actor que más contundencia ha aportado al personaje creado por Robert Ludlum: Matt Damon. Dirigida por Paul Greengrass, responsable de las dos últimas entregas, parece que ha querido reactivar la serie con un nuevo ajuste de cuentas con el pasado del protagonista. La saga precedente (2002, 2004, 2007) cosechó buenas críticas y un público fiel y supuso una seria amenaza para las películas de James Bond, atrofiadas y previsibles ante la falta de competencia (desde la incorporación de Daniel Craig se han introducido temas más variados y el estilo es claramente más acelerado y violento, al estilo Bourne). Sin proponérselo, pero sí por competir en espectacularidad, entre Bond y Bourne han contribuido al aceleramiento en el montaje de escenas de acción, llegando a un punto en que apenas se intuye lo que sucede (los planos duran menos de un segundo en ocasiones), lo justo para captar la imagen; el resto del significado lo aportan los efectos de sonido. Esto en lo que se refiere a acción real; los filmes de superhéroes son otra física completamente distinta y hoy no me meteré con ella.

El guión de Jason Bourne no se sale de lo que fue eficaz en las dos primeras entregas: persecuciones percutantes en cualquier lugar del planeta monitorizadas en tiempo real desde la sala de control de la CIA, auténticas carreras contra la tecnología y la mejor baza de la saga; pero también al estilo clásico: en moto (Atenas) y en coche (Las Vegas), con un enorme derroche de medios y sentido del espectáculo cinematográfico. Pero poco más, no hay evolución de los personajes, tan sólo algunos conocidos y nuevos villanos --excelente elección de Tommy Lee Jones-- que entran y salen a medida entre persecución y persecución. La amnesia y los motivos de Bourne, así como su pasado, ya no dan más de sí como excusa; igual que le pasó a Bond, Bourne tiene que ampliar tramas y dejar atrás todo lo que tenga que ver con Treadstone, que ya cansa. Echo de menos la atractiva combinación entre la sofisticación de un agente amnésico y el punto de vista obrero --y el morbillo claro está-- que aportaba Franka Potente.



El veterano Damon ya no está para tantos excesos físicos, y tanto derroche de fuerza comienza a resultar increíble; se nota que el montaje acelerado también busca diluir esta certeza. Si al menos resultara un poco menos apático el filme en conjunto se vería beneficiado. No tiene nada que ver pero me apetece mencionarlo: Bourne me ha recordado mucho al ajeno y distante Tintín de su última aventura dibujada, Tintín y los Pícaros (1976). Al menos nos queda como consuelo la perturbadora presencia de Alicia Vikander --a la que veíamos recientemente en La chica danesa (2015)-- con su aspecto eficiente, vestida impecablemente y cuidada al detalle, con su belleza fría y distante y esos primeros planos intensísimos con que el director siempre la muestra. Es el necesario contrapunto femenino, como en películas anteriores, sólo que esta vez la relación parece quedar aplazada para una quinta entrega. ¿Se atreverán con ella?

Jason Bourne consigue captar la atención del espectador gracias al ritmo y al aceleramiento narrativo; al que le baste con eso que la vaya a ver y disfrute. El que espere nuevos matices, recuperar el espíritu de los dos primeros filmes y su original encabalgamiento argumental, que se olvide de ella y espere a pillarla en las plataformas digitales.




martes, 26 de julio de 2016

Anécdota histórica, contrarrelato político, narración eficiente (Danton)

Andrzej Wajda es un veteranísimo director polaco cuyo cine estuvo asociado --en los setenta y ochenta del siglo XX-- a la crítica de los regímenes comunistas europeos y a la defensa de un reformismo democrático y humanista para esos países; estas circunstancias sin duda favorecieron que sus películas tuvieran amplia difusión en Occidente y su cine fuera objeto de debate, tanto por la crítica como por la audiencia más militante. Wajda había rodado hacía dos años El hombre de hierro (1981) --sobre la fundación del sindicato Solidarność, en la que aparecía el mismísimo dirigente sindical Lech Walesa-- provocando un considerable revuelo político y, como consecuencia, el cierre de su productora polaca por orden del gobierno; de manera que cuando se estrenó Danton (1983) el mundillo cinematográfico esperaba anhelante su siguiente filme. Esta vez Wadja se cubrió bien las espaldas y coprodujo la película con Francia, lo que le garantizaba no sólo libertad creativa y difusión internacional, sino que su contenido político iba a ser minuciosamente examinado y extrapolado a la situación política en Europa del Este, concretamente en Polonia, convertida en aquellos años en la vanguardia de la disidencia contra el rodillo soviético.

El guión de Danton está basado en una obra de teatro de Stanisława Przybyszewska (escrita en 1929) y adaptada con aplomo por Jean-Claude Carrière. Si bien el original teatral se centra más bien en la figura de Robespierre, el filme se decanta más claramente por la de Danton, su principal rival, prototipo de político independiente, crítico con el poder republicano y revolucionario que él mismo contribuyó a establecer y con un discurso moderno basado en la negociación, el sentido común y la coherencia ideológica (además del enorme fervor popular había obtenido en 1792 durante el derrocamiento de la monarquía, que acabó con el rey y su familia en la guillotina). Esta claro que Wajda escoge a Danton porque representa al héroe y al mártir del pueblo, en este caso de la Revolución Francesa, y es inevitable --en el momento de su estreno y al revisarla ahora-- establecer un paralelismo con Walesa, máximo exponente de la oposición al comunismo en Polonia --llegó a presidente del país entre 1990 y 1995-- y la principal esperanza de una reforma democrática en Europa del Este (faltaban siete años para la caída del Muro de Berlín).



El filme, aun así, otorga un gran peso a la figura de Robespierre, atrapado entre la necesidad de continuar la Revolución y, a la vez, ejercer un poder dictatorial que permita seguir desmantelando el Antiguo Régimen, aunque eso suponga desvirtuar los mismos ideales revolucionarios que dicen defender. En la primera parte el abogado y escritor aparece como alguien que quiere evitar precisamente lo que ya era una realidad en París y en toda Francia: El Terror (la etapa más negra de la Revolución Francesa, marcada por la represión de Estado y la violencia indiscriminada contra cualquier clase de oposición); mientras que en la segunda emerge el déspota que prefiere huir hacia adelante antes que dar la sensación de debilidad. Es inevitable comparar a Robespierre con Stalin, sobre todo en la escena en la que posa para el pintor, cuando pide que se elimine a uno de los líderes que aparece en el cuadro porque es un traidor (como hacía Stalin con las fotografías). Y también es inevitable comparar a Danton con Trotski, la principal víctima ideológica de la Revolución Rusa --además de su teórico más brillante-- y el paradigma de la disidencia política por excelencia. Por suerte, ambos papeles están interpretados por grandes actores: Dépardieu (Danton), entonces en el apogeo de su carrera, y Wojciech Pszoniak (Robespierre), un sólido actor de cine y teatro. Ambos disfrutan de sus respectivos momentos de lucimiento mediante la palabra, en sendos discursos rodados en toma larga y en primer plano sostenido, sin apenas intercalar contraplanos, enfatizando por encima de todo la expresividad de los rostros.

Una ambientación cuidadosa y no recargada, la renuncia a las escenas de masas (una tentación a la que nunca sucumbe el cine estadounidense) y la agilidad del guión hacen que Danton conserve --a pesar de su metraje de más de dos horas-- un cierto aspecto moderno en el tratamiento de la política, sin perderse en anécdotas de libro de historia o en obvias pedagogías para el espectador no iniciado (explicando el contexto en el que se ambienta la historia o presentando a los protagonistas a través de una especie de narrador). Danton revela un esfuerzo por mantener la crónica histórica pero en clave contemporánea, permitiendo una reflexión atemporal sobre el poder y la disidencia política (sin duda temas de moda durante los ochenta).

Quizá la única concesión al efectismo de toda la película --un guiño a la audiencia, que sin duda lo espera, y que hoy día se habría rodado de una manera más cruda y directa aprovechando el retoque digital-- es la escena final, en la que Danton y sus compañeros son guillotinados: por el tratamiento estilístico (sonido ambiente atenuado, punto de vista distanciado y, sobre todo, por la banda sonora) me recuerda mucho a los primeros minutos --entre surreales y fascinantes-- de El planeta de los simios (1968). En cualquier caso, el efecto final no resulta chocante ni excepcional respecto al resto del filme.

En definitiva, el Danton de Wajda mantiene su vigencia en cuanto a contenido histórico y su valor como contrarrelato político, aún hoy claramente reconocible (incluso se podrían encajar figuras de la política actual en sus dos protagonistas); pero también revela el buen oficio de su director como narrador al servicio de una buena adaptación y de una historia capaz de suscitar debates posteriores.




jueves, 7 de julio de 2016

Sigue esperando... (Buscando a Dory)

Normalmente las secuelas de un gran éxito infantil se confían a equipos de creativos y técnicos en consolidación, y se suelen producir orientándolas a una ventana secundaria (televisión, canales de pago...). Por eso me extrañó cuando comprobé que el propio Andrew Stanton ha coestrito y codirigido Buscando a Dory (2016), la continuación de Buscando a Nemo (2003). Para empezar, el título: no se lo han currado lo más mínimo; remite sin originalidad a su predecesora, pero centrada esta vez en uno de su personajes más recordados: Dory, la simpática pez cirujano con una memoria... de pez.

Buscando a Nemo supuso la consagración de Pixar como referencia en animación infantil: tanto la crítica como el público la adoraron de inmediato gracias a innumerables detalles, por su estilo actual y su actitud valiente a la hora de abordar situaciones poco habituales en el cine para los más pequeños (la muerte, la discapacidad, la sobreprotección paterna). Y todo ello sin descuidar la diversión para adultos y menores. El paquete completo, vaya. Pero Pixar, que parecía que con este filme acababa con la hegemonía creativa y económica de Disney, declaraba su intención de no entrar en la estrategia fácil de las secuelas y sin embargo acabó sucumbiendo como la que más. Al principio dejaba de lado las películas intocables --la propia Buscando a Nemo, Los increíbles (2004)-- aunque ambas tienen ya secuelas estrenadas o confirmadas respectivamente, para finalmente desdecirse y anunciar a bombo y platillo que no habrá más secuelas (o las mínimas) para centrarse en películas originales.



Buscando a Dory es una sucesión de imprevistos y contratiempos del trío protagonista, encadenados sin respiro y resueltos de forma divertida y, a veces ingeniosa; posee un desarrollo de guión muy concentrado en el tiempo (apenas unas horas ocupan la mayor parte del filme) y un ritmo muy vivo, para evitar que hasta los más pequeños se desenganchen por el camino. Está claro que la aceleración narrativa es una estrategia ganadora en el cine infantil --previene o aleja el fantasma del aburrimiento-- pero también a veces sirve para enmascarar o disimular el recurso a determinados tópicos (personajes excesivamente planos, recargar el drama o el desamparo de la Dory bebé). Stanton esta vez no estaba en estado de gracia, y aunque se nota su mano en muchos aspectos, la película no logra remontar el vuelo en ningún momento (excepto en el gag final, francamente divertido y original). Y además debo añadir que el personaje de Marlin --el padre de Nemo-- me parece que está desaprovechado como contrapunto humorístico a la alocada protagonista femenina.

¡Qué lejos quedan mis tiempos de rendido admirador de Pixar! Se nota que era padre reciente y estaba mucho más sensibilizado en estos temas que ahora. Eso sí, aquellos títulos de hace una década --incluso de los noventa, cuando la trilogía Toy story (1995, 1999, 2010) reinaba sin rival-- siguen gustándome como el primer día, y no puedo dejar de reconocer mi admiración por ellos. Pero es justo reconocer que el modelo Pixar exhibe síntomas de agotamiento: no es que Buscando a Dory sea una película comercial para niños como otras tantas, pero le falta ese plus que, como en el caso de Buscando a Nemo, o WALL·E. Batallón de limpieza (2008), las adelantaba a su público. El nuevo filme de Stanton se disfruta, no empaña los méritos de su predecesora, pero no entusiasma.





sábado, 18 de junio de 2016

La materia prima de la novedad (Los amores imaginarios)

Al menos en su segundo largometraje --tras el sonado debut con Yo maté a mi madre (2009)-- queda claro que Xavier Dolan tiene un proyecto cinematográfico, que ha optado por contar su historia con una deliberada limitación narrativa y de punto de vista, y que el resultado no es una obra maestra, ni rebosa originalidad, pero consigue hacerse ver hasta el final y poner al canadiense en el atlas de jóvenes cineastas que tienen cosas que decir.

Dolan ha filmado Los amores imaginarios (2010) como muchos escritores jóvenes hoy día escriben sus relatos cortos: ciñéndose exclusivamente a los elementos subjetivos. Es quizá el rasgo más destacable de la narración contemporánea, y consiste en sumergir al protagonista en situaciones fácilmente reconocibles (una fiesta, una conversación en un bar, un intercambio físico), y a continuación superponer sobre ella el punto de vista del personaje (ya sean pensamientos o reacciones de los que sólo el espectador conoce sus motivos: reflexiones, paranoias, deseos...). La descripción prácticamente ha desaparecido: en el estilo cinematográfico --también en el de Dolan-- esto significa ausencia de planos generales o de situación, escenas planificadas o giros argumentales a modo de hitos. Además, en el caso de Los amores imaginarios, como Dolan prescinde de la voz en off (es su opción), pues todo lo suple y lo llena la mirada de los actores: la cámara los sigue a todas partes, siempre en plano cercano (recreándose en su forma de caminar a veces), sin intercalar otros planos. En el cine la mirada es lo único que, a falta de un relato hablado o dialogado, puede proporcionar narración; pero tiene el inconveniente de que deja la significación abierta a la interpretación, y ésta puede resultar equivocada, contradictoria y/o no siempre única. Sin embargo, en esta película es posible --y hasta sencillo-- extraer un relato coherente sin muletas narrativas convencionales. Y eso es un mérito que atribuyo a Dolan.



Lo más llamativo del filme es lo descaradamente subjetivo y parcial del relato, centrado casi exclusivamente en la mirada de los personajes, su apasionamiento casi irreal, su egoísmo como modelo de conducta para alcanzar el amor... Pero también la banda sonora, usada para enfatizar los planos en principio más creativos y estéticos, la colección de momentos que se suponen apasionados y/o al límite... Todo mezclado conforma un retrato de ciertas obsesiones y caprichos juveniles, marcados por la necesidad de proyectar sobre los demás una serie de deseos no confesados: y es que la mayoría de escenas de Los amores imaginarios pocas veces traspasa la barrera del pensamiento, todo consiste en una colección de miradas que se entrecruzan, buscando, reprochando, escondiendo... Me recuerda bastante a los primeros dramas noventeros y exagerados de Almodóvar --La ley del deseo (1987), Tacones lejanos (1991), La flor de mi secreto (1995)-- que ahora Dolan parece haber descubierto/recuperado. Incrementa esa sensación el look ochentero (cosas del eterno retorno de las modas), y fiestas privadas que parecen inspiradas en algún videoclip de Matt Bianco o en los primeros Depeche Mode.

Los tres protagonistas del filme constantemente miran a todo y a todos, sus ojos quieren hablar de sus amores imaginarios, y el espectador es el único que comprende lo que dicen porque es el único que les ve en la intimidad y deduce con facilidad lo que desean. Pero luego, cuando están los tres juntos, sus miradas sin palabras no son suficiente para convertir su anhelo imaginario en real. Esto lo tenemos claro a los cincuenta, pero a los veinticinco aún estamos persuadidos de que cualquier emanación de nuestra subjetividad, especialmente la que no nos compromete con palabras, será suficiente para convertir nuestros deseos en realidad. Si esta misma película la protagonizaran unos cincuentones acomodados que se limitan a mirarse intensamente y a imaginar posibles amores nos parecería ridículo y pretencioso; pero con los jóvenes es disculpable, porque ellos aún creen en el poder de la mirada, en el lenguaje del cuerpo, aprovechar situaciones, gestos y encuentros fortuitos; cualquier cosa antes que recurrir al esfuerzo que supone la palabra.

Los amores imaginarios no es un título fundamental ni revelador, pero sí demuestra un estilo, una manera de narrar propia, adaptada a un tema, a una circunstancia, a una idea. Equivale a un relato breve de dominical de agosto, de esos que pretenden transportarnos a variaciones curiosas y provocativas de situaciones cotidianas de sobra conocidas, la materia prima de la novedad. Interesante Dolan.





domingo, 22 de mayo de 2016

Momentos cenitales absolutos (El viaje de Chihiro)

Hay películas que se convierten en parte de nuestra vida, por muy diferentes e impensables motivos. Una de las que forman parte de la mía es El viaje de Chihiro (2001). Como en todo filme fetiche, numerosos detalles de la primera vez que la vi han acabado componiendo un relato mítico, un lugar ideal e inexistente al que regresar y al que van a desembocar algunas películas que descubres después.

Cuando vivía en el barrio de Gràcia de Barcelona tenía varias salas de cine cerca de casa y, al menos por eso, me sentía en el paraíso. A menudo salía a la calle sin un plan concreto y me acercaba al cine Verdi a ver lo que echaban; si me atraía algo de la cartelera entraba sin haberlo planificado (algo impensable en mí). A veces pasaba por delante camino de cualquier otra parte y un título me llamaba la atención. Yo he visto cosas que no creeríais: entrar en el Verdi con las bolsas de la compra para ver una película (una vez incluso olvidé que llevaba congelados). También he pasado delante del Verdi y me he dado cuenta de que ya había visto todo lo que tenían en cartel.

Por suerte tenía otras salas a mi alcance, incluso más cerca: el Lauren Gràcia (el antiguo cine Texas de programa doble de la época franquista que, como otros muchos en los setenta, acabó sobreviviendo a base de porno suave y/o cutre), una sala mitificada por la intelectualidad barcelonesa que pasó su infancia en el barrio que echó el cierre definitivo en 1995, y que luego pasó a formar parte de la cadena Lauren hasta 2013, para --¿finalmente?-- dar paso en 2014 a la sala que hoy gestiona a base valentía y versiones originales el cineasta Ventura Pons.

Una tarde de verano (así empieza también la película, y cuando me di cuenta se convirtió en la primera piedra de este mito personal) pasaba por delante del Lauren Gràcia; no tenía pensado ir al cine, pero me llamó la atención una película de animación japonesa que había ganado en Berlín y el Oscar al mejor filme en habla no inglesa (el primero de la historia en lograrlo). Aquello era un auténtica novedad, casi una rareza, esa película debía tener algo especial sin duda --algo prácticamente abrumador-- para haber conseguido cautivar a un jurado y a una Academia casi unánimemente insensibles a la animación juvenil y/o adulta. Por descontado, no tenía ni idea de quién era su director --Hayao Miyazaki-- ni entonces me preocupó; de manera que me senté en la butaca, sin bolsas de la compra y con la mente libre de expectativas y sin información previa, un estado mental como muy pocas veces en mi vida. Quizá tuviera algo que ver, no lo sé, la cosa es que a los pocos minutos me sentí como si me hubieran inmovilizado en el sitio y estuviera recibiendo un chorro de narración y de estímulos sensoriales en estado puro; una situación similar y una reacción inversa a las que experimentaba Alex (Malcolm McDowell) en su inquietante terapia de La naranja mecánica (1971). El viaje de Chihiro --luego descubrí que todo el cine de Miyazaki es así-- no exhibe causas ni consecuencias, no permite al espectador anticipar acontecimientos de la historia, sino que hay que dejarse llevar, aceptar el hecho de que, de pronto, se produzca giro argumental que convierta la película en algo muy diferente, a veces un simple recurso de género que permita reconducir una historia aparentemente sin pies ni cabeza. Eso lo comprendí cuando ya había visto unos cuantos filmes de Miyazaki; aquella tarde de verano simplemente reaccioné como estaba previsto: me quedé clavado y absorto en la butaca. Todo lo llenaba un mundo fantástico dibujado con un increíble nivel de detalle que atrapaba la mirada y no la soltaba. Salí del cine en estado de shock, con los sentidos incrementados, experimentando una fuerte necesidad de recrear y explicarme a mí mismo lo que acababa de ver.



Lo siguiente ya no forma parte del mito, sino de mi costumbre: supe quién era Miyazaki, me hice con una copia de toda su filmografía y la devoré en una semana. Con cada nuevo título buscaba experimentar la misma sensación que la otra tarde en el cine, pero comprendí que no había ninguna obra maestra absoluta, pero sí muchos aciertos parciales, intuiciones geniales, momentos que desarrolló en filmes más maduros; también encontré regularidades y fijaciones que comparto (siempre heroínas como protagonistas): la hipnótica escena inicial de Nausicäa, del valle del viento (1984) --claramente inspiradora de otra muy concreta de Star Wars VII. El despertar de la fuerza (2015)-- o la escena final de El castillo en el cielo (1986), donde durante algunos instantes tuve la misma sensación de pérdida y extrañeza que Chihiro cuando anochece en la ciudad fantasma.

Tendría que esperar a su siguiente filme para comprobar que estaba ante un director en pleno apogeo artístico y quedar de nuevo abrumado. La crítica que escribí después de ver El castillo ambulante (2004) --la segunda película en la que Miyazaki vuelve a rozar la perfección-- es un texto híbrido y extraño: se nota que estaba en plena fase de alineamiento con el universo Miyazaki, pero todavía no había llegado a convertirme en un rendido fan. Es cierto que no alcancé el mismo nivel de fascinación que aquella tarde de verano de 2001, pero con los sucesivos visionados (muchos) he ido reencontrando esa inefable atmósfera de momento irrepetible y casi real en sus escenas: la increíble recreación visual del sueño de Sophie, cuando descubre el secreto del poder de Howl, o la escena de la limpieza y el posterior desayuno en el castillo. Pero sobre todo el final, con el castillo destrozado y reducido a la mínima expresión, llevando consigo los restos de sus protagonistas, y esa forma incluso conscientemente irreal de resolver todas las historias.

Regreso a Chihiro que me estoy desviando. No escribiría este texto si no pudiera incluir mi relación de momentos favoritos de la película: cuando anochece --los padres de Chihiro convertidos inexplicablemente en cerdos-- y entonces la banda sonora convierte las imágenes en algo casi real (como el sueño de El castillo ambulante pero en pesadilla); los adorables carboncillos que trabajan en las calderas; descubrir de pronto un día por qué el kaonashi (sin cara) no devora a Chihiro pero sí a todos los que se le plantan delante; el instante tremendamente nostálgico en el amanecer del primer día de Chihiro/Sen en la casa de baños: el mar infinito, la calma triste, y un tren que atraviesa ese paisaje imposible... Y por supuesto mi momento cenital absoluto y definitivo, no sólo por las imágenes y su increíble virguería técnica (Miyazaki recrea el movimiento del tren, los reflejos en el cristal, el paso de las luces, todo...), sino por lo que supone respecto a la historia: Chihiro ha dejado de ser una niña indecisa y es, por fin, dueña de su destino; los personajes que la acompañan ya no le dan miedo, ahora dependen de ella, y su única compañera en la casa de baños es ahora su amiga incondicional. El tren atravesando la superficie del agua, los paisajes infinitos desde la ventanilla, el silencio de las sombras que son los demás viajeros, la banda sonora de Joe Hisaishi..., todo emana una paz interior a la que siempre regreso por necesidad o placer. Lo he visto cientos de veces, y siempre me fascinan todos los detalles, siempre consigue que alcance el estado de ánimo esperado; se ha convertido ya en una extensión de mi carácter. A este fragmento privilegiado luego le añadí el de mi hija: cuando Chihiro, volando sobre su amigo el dragón, le susurra al oído su verdadero nombre --Kojaku-- y consigue romper el hechizo de la bruja Yubaba, y su amigo se desmenuza literalmente en el aire. No es solo la perfección del dibujo, el hecho mismo de disolverse, sino la razón que justifica semejante alarde visual. Se está convirtiendo en lo que siempre había sido: agua en un río. Bravo Maria.

Años después, ya convertido en un experto en la obra de Miyazaki, orgulloso al comprobar cuántos cineastas de todos los estilos se inspiran en sus películas y en sus hallazgos visuales, fui a París a ver una exposición en la que se explicaba con ejemplos y dibujos su método de trabajo. Allí pude comprobar cómo la maravillosa complejidad técnica y la obsesión por el detalle de sus películas revelan un rigor y una autoexigencia únicas. No es solamente que al ver sus filmes podamos quedar fascinados por la naturalidad o la fluidez con la que están resueltos determinados movimientos, sino que, gracias a la exposición, comprendes que detrás de veinte segundos de metraje que pasan sin respirar hay meses de trabajo. Los últimos filmes de Miyazaki se consumen en apenas dos horas, pero exigieron cuatro años de trabajo cada uno.

El viaje de Chihiro es una de mis películas fetiche, el mundo fantástico que exhibe y recrea es algo más que un entretenimiento, es un mundo que he acabado por incorporar a mi pensamiento, parte de mí mismo. Incluso, con el tiempo, me sirve de criterio de selección social: en cuanto conozco algún otro rendido fan de la película lo dejo caer de inmediato en mi carpeta de personas a tener en cuenta. No me ha ido mal.