viernes, 22 de enero de 2016

Ocho ilustrados garrulos (Los odiosos ocho)

El arte cinematográfico de Tarantino es deliberadamente obsceno, pero ni siquiera esta evidencia incontrovertible es capaz de eclipsar las indudables virtudes de su estilo narrativo. Sé que es un lugar común, pero es necesario recordarlo una vez más: en aquel lejano desayuno en el que se hacían lunáticos comentarios de texto a canciones de Madonna --y que abría la filmografía de este hombre-- estaban ya las claves fundamentales de lo que habría de ser su cine: diálogo, dilación, dosificación. Es lo que el público que le adora espera, es la triple evidencia ante la que debe rendirse el público que le odia, es lo que determina su estilo y hace reconocibles sus filmes: la tensión retorcida, sarcástica y ridícula mediante unos diálogos que preceden a la violencia más exagerada y gamberra. Quizá Tarantino haya querido probar otros registros, ampliar horizontes; quizá sea una tendencia natural, algo que le sale solo en cuanto se pone a escribir y dirigir... La cosa es que cuando encuentra el equibilibrio entre su estilo y el guión de turno (lo cual no siempre es posible) le salen filmes casi perfectos, inclasificables, percutantes.

Los odiosos ocho (2015) disecciona una anécdota tan mínima, tan mínima, que parece mentira que su desarrollo dramático alcance para casi tres horas --salvo alguna pequeña licencia o concesión (la perfección no existe)-- sin desfallecer, manteniendo la tensión, el humor y el maravilloso arte del diálogo que Tarantino domina a la perfección. Es un filme que cumple a rajatable las tres claves de su cine (Diálogo, Dilación, Dosificación), una especie de Doce hombres sin piedad pasados de vueltas protagonizada por ocho cafres insufribles y repulsivos que, sin embargo, exhiben un increíble talento para la oratoria. No entiendo a qué ha venido rodarla en 70mm para apenas siete minutos de exteriores, pero bueno, es una elección estética y tiene presupuesto a disposición, así que ahí está... ¿Y sabes qué? Que le voy a pedir a Ennio Morricone que me haga la banda sonora, porque me encantan los westerns sesenteros a los que él les puso música. La diferencia con aquellos entrañables filmes es que estos personajes están exagerados a la enésima potencia respecto a los Eastwood, van Cleef, Volonté y compañía. Para empezar, éstos eran más bien parcos en palabras, mientras que los de Tarantino hablan por los codos y se expresan con una cadencia calculada y perfecta, sabiendo el efecto que provocarán sus palabras, revelando poco a poco la información que dará un vuelco total a la historia. Son forajidos que apenas saben leer y sin embargo, contra toda evidencia, son capaces de sostener una conversación que no desentonaría en cualquier obra de Shakespeare.



No merece la pena entrar en los detalles de la historia, baste decir que con cuatro elementos --literalmente-- pone en marcha y desarrolla una situación claustrofóbica que no defrauda en el desenlace, con la ventaja de que los estallidos violentos marca de la casa están bien repartidos, y además sin repetir ni insistir siempre en los mismos aspectos visuales/repulsivos (cada escena tiene sus obscenidades características). No todo lo fía Tarantino al impacto final, sino que va quebrando nuestras expectativas respecto a cada uno de los personajes y al sentido final del relato.

En esta ocasión Tarantino ha encontrado una historia que evita el desparrame argumental y haga perder eficacia al conjunto, que es lo que sucedió con Grindhouse: Death proof (2007), Malditos bastardos (2009) y Django desencadenado (2012), donde el habitual exceso de metraje demoraba los excesos hasta aburrir. Esta vez la obscenidad puntúa con brillantez unos diálogos que estudiarán todos los aspirantes a guionista. Puro Tarantino.




domingo, 10 de enero de 2016

Carísimo y espectacular ejercicio de nostalgia (Star Wars VII. El despertar de la fuerza)

Lo de carísimo es relativo, porque toda la inversión del filme ha sido (y será durante mucho tiempo) sobradamente compensada en beneficios. No es solamente el dinero bien gastado, sino la eficacia de que hace gala Disney --en estos tiempos digitales de hackeos, robos y fallos de seguridad-- para crear durante meses suficientes expectativas sobre el estreno de El despertar de la fuerza (2015) e impedir la más mínima filtración de imágenes antes de tiempo, incluso para imponer plazos y formas de difusión a los periodistas y críticos que pudieron ver el filme antes que el resto de mortales. Una auténtica dictadura de la información al servicio de una grandiosa operación de mercadotecnia planetaria. ¿Que semejante despliegue de vigilancia y de distribución dosificada están a la altura de los objetivos e ingresos esperados? Probablemente sí. ¿Que semejante actitud vacía al filme de todo interés en su contenido y lo convierte en una mera atracción de parque temático en la que el tiempo de espera previo da más de sí que el viaje? Pues también.

Lo de espectacular es aún más relativo, ya que la tecnología digital ha alcanzado suficiente madurez como para convertirse en un requisito que el espectador --debido a su eficacia y vistosidad--da por supuesto. La incompetencia técnica en materia de efectos anula o infravalora cualquier otro posible mérito de un filme que aspire a triunfar en la cartelera mundial (incluido el guión, las interpretaciones o el estilo mismo). La espectacularidad no es un imperativo que se exija a todas las películas que se estrenan, pero sí a las que aspiran a lograr recaudaciones multimillonarias; por eso, cuando los efectos visuales están al alcance de cualquier gran presupuesto, entran en juego los guionistas y los diseñadores artísticos, obligados a encontrar la manera de distinguirse de la competencia. En El despertar de la fuerza --como todo el mundo espera-- abundan los momentos en los que se fia todo a la efectividad de la imagen y de la acción (batallas estelares, bichos de toda clase, paisajes y ambientes completamente recreados); sin embargo, entre tanta abundancia, no constato un gran despliegue de originalidad. Apenas dos hallazgos, ambos relacionados con las ruinas de crucero imperial varado en la arena del desierto (sin duda un muy buen acierto visual convenientemente explotado por el argumento): el primero la presentación del personaje de Rey en su trabajo de chatarrera que se juega la vida en el interior de esa meganave para recoger dispositivos que luego venderá por una miseria --no pude evitar relacionarlo con el comienzo de Nausicäa del valle del viento (1984) de Miyazaki-- y que contiene algunos planos sensorialmente espléndidos; el segundo la batalla aérea con el Halcón Milenario huyendo de los cazas imperiales en el mismo escenario. Puro trabajo de diseñadores y guionistas; la competencia técnica al servicio de la creatividad, como debe ser.



Por último, la nostalgia: mezclada con la cinefilia, se convierte en un material altamente volátil, el más mínimo error puede provocar que se evapore y el espectador pierda todo interés. Con el paso de los años, Hollywood ha comprendido que las sagas cinematográfica, si tienen éxito, se convierten en una seña de identidad generacional, y por tanto algo que produce una rentable pulsión consumista en forma de estuches, versiones y merchandising de toda clase (hace décadas que Disney vive de eso). En el caso de una saga tan longeva como la de Star Wars, los fans desean revivir sus escenas favoritas, saber de sus héroes en el presente, o mejor aún: ver cómo se enfrentan con lucidez a la evidencia de un pasado que no volverá pero que los más jóvenes envidian por no haber sido testigos de tanto esplendor. Exactamente la misma situación que se plantea entre el público: los viejunos que han visto todas las películas en el momento de su estreno se pavonean de haber visto evolucionar la historia de las galaxias y de conocer todos sus recovecos y entresijos; mientras que los jóvenes que la descubren por primera vez disfrutan de la acción y de los efectos como de tantos estrenos del mismo estilo, sin hacer distingos ni ser conscientes de que El despertar de la fuerza es un caso especial y forma parte de la saga más importante que probablemente haya dado nunca el cine. Los viejunos, entonces, reaccionamos de dos posibles maneras: o nos dedicamos a hacer una --a veces cargante-- labor de apoyo narrativo durante la proyección para que el novato no se pierda ningún significado ni sobreentendido, o miramos por encima del hombro a los jovencitos incapaces de entender la profundidad de los detalles argumentales, o simplemente por no haber visto antes del episodio VII todas las demás películas de la serie (en orden cronológico, por supuesto).

Esta séptima entrega peca de un guión demasiado calcado al esquema argumental --incluyendo localizaciones: desierto al principio, paisajes verdes después, apoteosis estelar al final-- de la película de 1977; se nota que Disney desea recuperar a los primeros fans (decepcionados o huidos tras la decepción de la segunda trilogía), y que ellos se encarguen de transmitir su fervor a la siguiente generación. Ni siquiera los enredos familiares escapan a los que deparó la primera trilogía para decepción de quienes esperábamos una diversificación de temas y situaciones. Los nostálgicos, eso sí, obtenemos una impagable serie de guiños a personajes, objetos, ambientes y artilugios de la primera trilogía; es como si Abrams quisiera borrar de golpe los negativos efectos que los tres últimos títulos, denostados con todo merecimiento por su tono infantiloide y el inefable cruce entre el videojuego galáctico y el culebrón político sin apenas interés visual (nada de midiclorianos ni monsergas por el estilo). En este ejercicio de nostalgia --el principal mérito del filme-- hay detallles para todos los niveles: desde la imaginería básica para los no iniciados hasta pormenores casi imperceptibles, excepto para los poseedores de un conocimiento avanzado en la cronología de las seis entregas anteriores.

Como aficionado de nivel padawan confieso que mi originalidad apenas llega a dos frases antológicas que un día juro que estamparé en una camiseta y que a menudo suelto en todo tipo de conversaciones: las palabras de Darth Vader cuando revela su terrible secreto a Luke (Revisa tus sentimientos) y una inusualmente profunda réplica de Qui-Gon Jinn al insoportable Jar Jar Binks (La capacidad de hablar no te convierte en un ser inteligente); incluso en ésta de ahora hay una réplica risible en el momento culminante (¡Estoy desgarrándome!). Por lo demás, Han Solo ha sido siempre mi personaje predilecto, el biquini dorado de la princesa Leia me puso a mil en su momento y mi película favorita es El imperio contraataca (1980). Nada nuevo ni sorprendente; hay personas que exhiben una sabiduría mucho más profunda del universo Star Wars, y es bueno que así sea. Sin embargo, al margen del acopio de datos y anécdotas, siento que, por edad, la saga ha crecido conmigo --vi la primera película con catorce años-- y no perdono a George Lucas que convirtiera mi Guerra de las galaxias en Una nueva esperanza para liberar el título y darle nombre a la serie.

En definitiva, El despertar de la fuerza apunta peligrosamente a una octava entrega que ahondará en los lugares comunes de la primera trilogía, aprovechando lo que una vez fue eficaz y ahora es sobradamente conocido y rentable: paternidades sobrevenidas, triángulos amorosos, estrellas de la muerte hipercostosas y tozudamente diseñadas con un absurdo talón de Aquiles, héroes fosilizados en chocolate blanco... Hasta aquí puedo escribir.



lunes, 4 de enero de 2016

Un fragmento de vida que hubiera encantado a Truffaut (Frances Ha)

Esta película supone el inicio de la colaboración entre Noah Baumbach (como director y guionista) y Greta Gerwig (actriz protagonista y guionista), un tándem que continúa dando grandes resultados en su siguiente filme: Mistress America (2015). Es como si a una forma determinada de narrar y de describir con humor las relaciones humanas, le hubiera sido concedido el privilegio de incorporar un verismo inédito a personajes y situaciones, de manera que ese punto de vista crítico y distante propio de la ironía forme parte del argumento, y no sea un mero instrumento externo de la narración que sirva para retorcer los hechos en su propio beneficio y destilar en pantalla ese desencanto vital --entre arisco y romántico-- que tan interesantes hace a determinados cineastas. El cine de Woody Allen es exactamente así: sus mejores guiones son excusas para retratar un mundo habitado por personajes que reafirman su pesimismo acerca de la naturaleza humana y el mundo, un lugar donde es necesario esforzarse para obtener algo de bondad, alegría o bienestar. Pero con Baumbach y Gerwig no, el desencanto forma parte de los acontecimientos, no es una actitud impuesta ni el punto de vista autoral, sino el resultado de decisiones y acciones de los personajes; ni siquiera tiene tanto octanaje como el de Allen, está diluido entre un montón más de matices, mezclado junto con otros ingredientes vitales (el humor, la necesidad romántica o la certeza de los propios sentimientos). Otra cosa es que Baumbach demuestre una clara predilección por los ambientes humanos donde ese desencanto forma parte del ecosistema. Frances Ha (2012) es una muy buena película que atraviesa la vida de sus protagonistas, pero no para reafirmar una idea previa de la vida y del amor también, sino por un interés --aparentemente casual-- por las cosas que les suceden o nos cuentan. Lo que no es casual es que la historia acabe desprendiendo una cierta tristeza, y de paso permita que se asome a la pantalla una realidad social poco habitual en el cine estadounidense.

Frances Ha habla de amistades femeninas y de sus secuelas, de esas amistades íntimas casi idénticas a los matrimonios, excepto en el sexo y la crianza de los hijos: Frances y Sophie son dos amigas que se conocieron en la universidad y que han seguido viviendo juntas desde que se graduaron. Tienen inquietudes artísticas y empleos --bastante más precario el de Frances-- relacionados con la creación artística; están al día en tendencias, hacen cosas entre bohemias y hipster, hablan mucho, opinan de todo y de todos, y además tienen muchos y grandes proyectos que nunca acaban de acometer. Aunque Sophie sí que toma una decisión: decide irse a vivir con otra amiga a un barrio más lujoso y prometerse con su novio. Frances --a cuyo novio hemos visto dejarla en la primera escena porque no quería irse a vivir con él-- se ve abocada no sólo al desamparo y la soledad, sino a la búsqueda desesperada de una habitación que poder pagar con su escaso sueldo. Todo este proceso está contado con la aceleración narrativa característica de Baumbach (los matices de la personalidad de Frances son claramente la aportación de Gerwig) mediante escenas breves que parecen apuntar hacia una línea argumental pero nunca acaban de definir nada: diálogos superficiales, encuentros y charlas con desconocidos que apenas dejan huella y sin embargo hablan con total sinceridad sabiendo que no serán juzgados por ello, y más y más proyectos, y más y más relaciones fugaces...

El microcosmos de la película es el mismo que Baumbach conoció en su juventud, pero esta vez --a falta de un toque más humorístico como el de Mistress America-- me ha recordado mucho a Microsiervos (1995) de Douglas Coupland, por el retrato de una juventud, a pesar de no ocuparse de la misma generación, a partir de unas señas de identidad que probablemente luego se convierten en lastre: la extraña (para mí inexplicable) anomia sexual entre jóvenes que sin embargo interactúan tanto, y casi siempre con personas con estudios superiores (algo pretenciosas, pero capaces de proporcionar un rato agradable de conversación), o la tendencia a considerar todo compromiso sentimental como una renuncia grave a la propia personalidad, incluso como un pérdida de opciones vitales. Ambos relatos exponen la paradoja de unas existencias precarias en lo laboral que sin embargo --o quizás precisamente por eso-- anhelan con fuerza unas relaciones sentimentales estables y profundas. La diferencia es la época y el contexto laboral: la informática emergente en el caso de la novela, las humanidades --en el sentido más extenso del término-- en la película. Para un europeo criado en costumbres bien diferentes y marcado por el cine de Allen, Frances Ha me parece una puesta al día juvenil e inteligente del drama moderno, urbanita y culturetas.



Rodada en blanco y negro y con un ritmo no pautado por escenas al uso, tampoco se amolda a determinados clichés dramáticos que el cine suele exigir, sino que se desparrama incontenible mediante la descripción eficaz, superficial y cotidiana del paso de los días. Incorporado a todo eso, pero sin que forme parte de la tesis del filme ni del argumento, se cuela el retrato de la precariedad que rodea a estos jóvenes que buscan desesperadamente dejar su huella en el mundo. En parte por elección propia, pero también por las condiciones económicas del momento (en realidad de los últimos 30 años), malviven en empleos mal pagados, aunque ellos --como Frances cuando acepta pasar un verano trabajando de camarera en su antigua universidad-- lo compensen con grandes dosis de resignación y estímulo personal. En esas circunstancias, comprometerse sentimentalmente --como hace Sophie-- significa abandonar definitivamente todo eso, acceder al nivel superior, el mundo de los adultos con empleo e ingresos estables (la estabilidad de los sentimientos se da por supuesta). El hecho de dilatarse tranto en ese tránsito y los importantes cambios que implica, explicarían todas esas dudas que narra el filme, la consideración de un alto precio a pagar. Incluso, como Frances, llegar a preferir a una amiga como compañera, con todas las ventajas de un matrimonio y casi ninguno de sus inconvenientes. Lo que más me fascina de Frances Ha es su habilidad para describir con tan tremenda eficacia y velocidad a estos jóvenes en continua proyección de sus vidas, pasando de un proyecto a otro sin transición y con cara de circunstancias.

Para recuperar viejas costumbres, no quiero terminar esta crónica sin contar el final, así que los que tengan pensado verla que se salten este párrafo. Es un epílogo breve, sin palabras, en que un gesto anodino resume y da sentido a todo el filme: finalmente Frances ha renunciado por realismo a su proyecto estrella y ha escogido un camino que al principio le parecía un fracaso y que sin embargo le permite demostrar su talento. Ha sido una decisión difícil y dolorosa, pero le aporta estabilidad laboral y le permite pagarse un apartamento para ella sola (todo un lujo y una declaración de principios para los de su generación). Es una mañana reluciente, Frances contempla orgullosa el espacio que llenará con sus objetos y sale a poner en el buzón la etiqueta con su nombre y apellido --Frances Hallaway-- pero se encuentra con que no cabe. No hay problema, dobla el papelito y lo vuelve a intentar. Ahora sí entra, pero sólo se ve una parte del apellido, ahora se ha convertido en "Frances Ha" porque lo dice su buzón. No es su nombre completo ni verdadero, como tampoco lleva la vida que hubiera querido; pero ha sabido adaptarse, renunciar y recortar sus expectativas --como la etiqueta-- para quedarse con un pedazo aceptable que le permita sobrevivir y ser feliz. Una última escena magistral que sirve de síntesis y de elegante metáfora cinematográfica. Bravo Frances, bravo Baumbach, por semejante lección de vida y de narración.

Y por si el homenaje fotográfico y estilístico al mismo cine personal a que aspiraba Truffaut no fuera suficiente, la película hace otro mucho menos evidente a uno de los compositores emblemáticos de la Nouvelle Vague: Georges Delerue. El filme está repleto de fragmentos de sus bandas sonoras de los sesenta y setenta y, como suele ser habitual en Baumbach, rematado con un éxito ochentero cargado de nostalgia: el Modern love de David Bowie. En esta ocasión los cimientos que sostienen el cine de Baumbach han quedado bien al descubierto. No sólo por este sentido homenaje la película le hubiera gustado a Truffaut...