domingo, 31 de julio de 2016

Acción atrofiada. Guión en eterno retorno (Jason Bourne)

Esta vez ni caso, ni mito ni ultimátum: Jason Bourne (2016) a secas. Regreso a la pantalla del ex-agente especial de la CIA interpretado por el actor que más contundencia ha aportado al personaje creado por Robert Ludlum: Matt Damon. Dirigida por Paul Greengrass, responsable de las dos últimas entregas, parece que ha querido reactivar la serie con un nuevo ajuste de cuentas con el pasado del protagonista. La saga precedente (2002, 2004, 2007) cosechó buenas críticas y un público fiel y supuso una seria amenaza para las películas de James Bond, atrofiadas y previsibles ante la falta de competencia (desde la incorporación de Daniel Craig se han introducido temas más variados y el estilo es claramente más acelerado y violento, al estilo Bourne). Sin proponérselo, pero sí por competir en espectacularidad, entre Bond y Bourne han contribuido al aceleramiento en el montaje de escenas de acción, llegando a un punto en que apenas se intuye lo que sucede (los planos duran menos de un segundo en ocasiones), lo justo para captar la imagen; el resto del significado lo aportan los efectos de sonido. Esto en lo que se refiere a acción real; los filmes de superhéroes son otra física completamente distinta y hoy no me meteré con ella.

El guión de Jason Bourne no se sale de lo que fue eficaz en las dos primeras entregas: persecuciones percutantes en cualquier lugar del planeta monitorizadas en tiempo real desde la sala de control de la CIA, auténticas carreras contra la tecnología y la mejor baza de la saga; pero también al estilo clásico: en moto (Atenas) y en coche (Las Vegas), con un enorme derroche de medios y sentido del espectáculo cinematográfico. Pero poco más, no hay evolución de los personajes, tan sólo algunos conocidos y nuevos villanos --excelente elección de Tommy Lee Jones-- que entran y salen a medida entre persecución y persecución. La amnesia y los motivos de Bourne, así como su pasado, ya no dan más de sí como excusa; igual que le pasó a Bond, Bourne tiene que ampliar tramas y dejar atrás todo lo que tenga que ver con Treadstone, que ya cansa. Echo de menos la atractiva combinación entre la sofisticación de un agente amnésico y el punto de vista obrero --y el morbillo claro está-- que aportaba Franka Potente.



El veterano Damon ya no está para tantos excesos físicos, y tanto derroche de fuerza comienza a resultar increíble; se nota que el montaje acelerado también busca diluir esta certeza. Si al menos resultara un poco menos apático el filme en conjunto se vería beneficiado. No tiene nada que ver pero me apetece mencionarlo: Bourne me ha recordado mucho al ajeno y distante Tintín de su última aventura dibujada, Tintín y los Pícaros (1976). Al menos nos queda como consuelo la perturbadora presencia de Alicia Vikander --a la que veíamos recientemente en La chica danesa (2015)-- con su aspecto eficiente, vestida impecablemente y cuidada al detalle, con su belleza fría y distante y esos primeros planos intensísimos con que el director siempre la muestra. Es el necesario contrapunto femenino, como en películas anteriores, sólo que esta vez la relación parece quedar aplazada para una quinta entrega. ¿Se atreverán con ella?

Jason Bourne consigue captar la atención del espectador gracias al ritmo y al aceleramiento narrativo; al que le baste con eso que la vaya a ver y disfrute. El que espere nuevos matices, recuperar el espíritu de los dos primeros filmes y su original encabalgamiento argumental, que se olvide de ella y espere a pillarla en las plataformas digitales.




martes, 26 de julio de 2016

Anécdota histórica, contrarrelato político, narración eficiente (Danton)

Andrzej Wajda es un veteranísimo director polaco cuyo cine estuvo asociado --en los setenta y ochenta del siglo XX-- a la crítica de los regímenes comunistas europeos y a la defensa de un reformismo democrático y humanista para esos países; estas circunstancias sin duda favorecieron que sus películas tuvieran amplia difusión en Occidente y su cine fuera objeto de debate, tanto por la crítica como por la audiencia más militante. Wajda había rodado hacía dos años El hombre de hierro (1981) --sobre la fundación del sindicato Solidarność, en la que aparecía el mismísimo dirigente sindical Lech Walesa-- provocando un considerable revuelo político y, como consecuencia, el cierre de su productora polaca por orden del gobierno; de manera que cuando se estrenó Danton (1983) el mundillo cinematográfico esperaba anhelante su siguiente filme. Esta vez Wadja se cubrió bien las espaldas y coprodujo la película con Francia, lo que le garantizaba no sólo libertad creativa y difusión internacional, sino que su contenido político iba a ser minuciosamente examinado y extrapolado a la situación política en Europa del Este, concretamente en Polonia, convertida en aquellos años en la vanguardia de la disidencia contra el rodillo soviético.

El guión de Danton está basado en una obra de teatro de Stanisława Przybyszewska (escrita en 1929) y adaptada con aplomo por Jean-Claude Carrière. Si bien el original teatral se centra más bien en la figura de Robespierre, el filme se decanta más claramente por la de Danton, su principal rival, prototipo de político independiente, crítico con el poder republicano y revolucionario que él mismo contribuyó a establecer y con un discurso moderno basado en la negociación, el sentido común y la coherencia ideológica (además del enorme fervor popular había obtenido en 1792 durante el derrocamiento de la monarquía, que acabó con el rey y su familia en la guillotina). Esta claro que Wajda escoge a Danton porque representa al héroe y al mártir del pueblo, en este caso de la Revolución Francesa, y es inevitable --en el momento de su estreno y al revisarla ahora-- establecer un paralelismo con Walesa, máximo exponente de la oposición al comunismo en Polonia --llegó a presidente del país entre 1990 y 1995-- y la principal esperanza de una reforma democrática en Europa del Este (faltaban siete años para la caída del Muro de Berlín).



El filme, aun así, otorga un gran peso a la figura de Robespierre, atrapado entre la necesidad de continuar la Revolución y, a la vez, ejercer un poder dictatorial que permita seguir desmantelando el Antiguo Régimen, aunque eso suponga desvirtuar los mismos ideales revolucionarios que dicen defender. En la primera parte el abogado y escritor aparece como alguien que quiere evitar precisamente lo que ya era una realidad en París y en toda Francia: El Terror (la etapa más negra de la Revolución Francesa, marcada por la represión de Estado y la violencia indiscriminada contra cualquier clase de oposición); mientras que en la segunda emerge el déspota que prefiere huir hacia adelante antes que dar la sensación de debilidad. Es inevitable comparar a Robespierre con Stalin, sobre todo en la escena en la que posa para el pintor, cuando pide que se elimine a uno de los líderes que aparece en el cuadro porque es un traidor (como hacía Stalin con las fotografías). Y también es inevitable comparar a Danton con Trotski, la principal víctima ideológica de la Revolución Rusa --además de su teórico más brillante-- y el paradigma de la disidencia política por excelencia. Por suerte, ambos papeles están interpretados por grandes actores: Dépardieu (Danton), entonces en el apogeo de su carrera, y Wojciech Pszoniak (Robespierre), un sólido actor de cine y teatro. Ambos disfrutan de sus respectivos momentos de lucimiento mediante la palabra, en sendos discursos rodados en toma larga y en primer plano sostenido, sin apenas intercalar contraplanos, enfatizando por encima de todo la expresividad de los rostros.

Una ambientación cuidadosa y no recargada, la renuncia a las escenas de masas (una tentación a la que nunca sucumbe el cine estadounidense) y la agilidad del guión hacen que Danton conserve --a pesar de su metraje de más de dos horas-- un cierto aspecto moderno en el tratamiento de la política, sin perderse en anécdotas de libro de historia o en obvias pedagogías para el espectador no iniciado (explicando el contexto en el que se ambienta la historia o presentando a los protagonistas a través de una especie de narrador). Danton revela un esfuerzo por mantener la crónica histórica pero en clave contemporánea, permitiendo una reflexión atemporal sobre el poder y la disidencia política (sin duda temas de moda durante los ochenta).

Quizá la única concesión al efectismo de toda la película --un guiño a la audiencia, que sin duda lo espera, y que hoy día se habría rodado de una manera más cruda y directa aprovechando el retoque digital-- es la escena final, en la que Danton y sus compañeros son guillotinados: por el tratamiento estilístico (sonido ambiente atenuado, punto de vista distanciado y, sobre todo, por la banda sonora) me recuerda mucho a los primeros minutos --entre surreales y fascinantes-- de El planeta de los simios (1968). En cualquier caso, el efecto final no resulta chocante ni excepcional respecto al resto del filme.

En definitiva, el Danton de Wajda mantiene su vigencia en cuanto a contenido histórico y su valor como contrarrelato político, aún hoy claramente reconocible (incluso se podrían encajar figuras de la política actual en sus dos protagonistas); pero también revela el buen oficio de su director como narrador al servicio de una buena adaptación y de una historia capaz de suscitar debates posteriores.




jueves, 7 de julio de 2016

Sigue esperando... (Buscando a Dory)

Normalmente las secuelas de un gran éxito infantil se confían a equipos de creativos y técnicos en consolidación, y se suelen producir orientándolas a una ventana secundaria (televisión, canales de pago...). Por eso me extrañó cuando comprobé que el propio Andrew Stanton ha coestrito y codirigido Buscando a Dory (2016), la continuación de Buscando a Nemo (2003). Para empezar, el título: no se lo han currado lo más mínimo; remite sin originalidad a su predecesora, pero centrada esta vez en uno de su personajes más recordados: Dory, la simpática pez cirujano con una memoria... de pez.

Buscando a Nemo supuso la consagración de Pixar como referencia en animación infantil: tanto la crítica como el público la adoraron de inmediato gracias a innumerables detalles, por su estilo actual y su actitud valiente a la hora de abordar situaciones poco habituales en el cine para los más pequeños (la muerte, la discapacidad, la sobreprotección paterna). Y todo ello sin descuidar la diversión para adultos y menores. El paquete completo, vaya. Pero Pixar, que parecía que con este filme acababa con la hegemonía creativa y económica de Disney, declaraba su intención de no entrar en la estrategia fácil de las secuelas y sin embargo acabó sucumbiendo como la que más. Al principio dejaba de lado las películas intocables --la propia Buscando a Nemo, Los increíbles (2004)-- aunque ambas tienen ya secuelas estrenadas o confirmadas respectivamente, para finalmente desdecirse y anunciar a bombo y platillo que no habrá más secuelas (o las mínimas) para centrarse en películas originales.



Buscando a Dory es una sucesión de imprevistos y contratiempos del trío protagonista, encadenados sin respiro y resueltos de forma divertida y, a veces ingeniosa; posee un desarrollo de guión muy concentrado en el tiempo (apenas unas horas ocupan la mayor parte del filme) y un ritmo muy vivo, para evitar que hasta los más pequeños se desenganchen por el camino. Está claro que la aceleración narrativa es una estrategia ganadora en el cine infantil --previene o aleja el fantasma del aburrimiento-- pero también a veces sirve para enmascarar o disimular el recurso a determinados tópicos (personajes excesivamente planos, recargar el drama o el desamparo de la Dory bebé). Stanton esta vez no estaba en estado de gracia, y aunque se nota su mano en muchos aspectos, la película no logra remontar el vuelo en ningún momento (excepto en el gag final, francamente divertido y original). Y además debo añadir que el personaje de Marlin --el padre de Nemo-- me parece que está desaprovechado como contrapunto humorístico a la alocada protagonista femenina.

¡Qué lejos quedan mis tiempos de rendido admirador de Pixar! Se nota que era padre reciente y estaba mucho más sensibilizado en estos temas que ahora. Eso sí, aquellos títulos de hace una década --incluso de los noventa, cuando la trilogía Toy story (1995, 1999, 2010) reinaba sin rival-- siguen gustándome como el primer día, y no puedo dejar de reconocer mi admiración por ellos. Pero es justo reconocer que el modelo Pixar exhibe síntomas de agotamiento: no es que Buscando a Dory sea una película comercial para niños como otras tantas, pero le falta ese plus que, como en el caso de Buscando a Nemo, o WALL·E. Batallón de limpieza (2008), las adelantaba a su público. El nuevo filme de Stanton se disfruta, no empaña los méritos de su predecesora, pero no entusiasma.