sábado, 20 de agosto de 2016

Arqueología nostálgica del estilo de vida ochentero (Buscando a Susan desesperadamente)

En los ochenta, de pronto, parecia que Susan Seidelman sería la elegida como la gran alternativa femenina al punto de vista testostéronico y dominante del cine comercial de Hollywood. Más adelante, su irregular filmografía --con un prolongado parón de largometrajes entre 1992 y 2005-- confirmó que su mérito consistía en ser una directora especializada por vocación en comedias; eso sí, manteniendo a la mujer como centro de sus argumentos, como en A por ellas (2013), su largometraje más reciente hasta la fecha. Lo cierto es que, a pesar de los años transcurridos y de tanto vaivén estilístico, su segundo largometraje sigue manteniendo buena parte de su frescura. Todavía hoy Buscando a Susan desesperadamente (1985) puede aspirar a encajar dentro de esa categoría tan selecta que denominamos «pequeña joya cinematográfica». En mi caso, además, debo reconocer un cierto componente generacional que añade como mínimo medio punto más mi valoración global. No soy a ser del todo objetivo, lo advierto.

Primero los valores que tienen que ver menos con el entusiasmo: un guión original (aunque previsible en cuanto a esquema), bien escrito, ágil y con ritmo, que aprovecha para colar un retrato suavemente crítico y divertido de algunos tópicos y arquetipos del momento (los ochenta). Entonces eso último no suponía un gran mérito, ya que era el ambiente que lo llenaba todo y estaba de moda; lo que aguanta es el enredo principal y algunos gags bien construidos. Vista con los ojos de mi generación y del público que la descubre por primera vez, el filme resulta entretenido por su arquelogía del recuerdo y la nostalgia de ropas, peinados cardados, modernillos que viven el momento y yuppies que se creen modernos pero en realidad son unos aburridos.



Eran los años del espejismo del crecimiento económico (en realidad era una burbuja financiera pero nadie se atrevía a llamarla así aún), de la ruptura definitiva con los politizados setenta, de la incorporación de inofensivos elementos del punk más tardío al mercado de consumo (combinaciones de prendas imposibles, peinados de colores y accesorios de toda clase), de la obsesión por lo light... Y también del moderneo alrededor de los clubes nocturnos, del pop ochentero (Madonna, entonces una estrella del pop en consolidación planetaria, coprotagoniza la película, acapara el trailer e interpreta la canción más conocida de la banda sonora. Una gran operación de mercadotecnia que logró que incluso gente que no se sentía atraída por este género de filmes fuera a verla). Aquellos años destilaban una cierta sensación de que lo guay --palabro hoy proscrito y asociado al viejunismo-- era improvisar, destacar a base de poses y extremismos de cualquier clase, buscarse la vida y conocer gente enrollada y (esto ya lo añade la película para acabar de edulcorar el panorama) dejarse llevar por la sinceridad y los sentimientos. De lo contrario no sería una comedia para todos los públicos.

Toda la eficacia de la película se basa en un inverosímil aunque probable intercambio de vidas entre Roberta --adorable, atractiva y morbosilla Rosanna Arquette, luego evaporada para el cine--, un ama de casa que autogestiona su propia sexualidad por incapacidad y sosería de su pastoso marido, y Susan, una petarda que se mete en toda clase de líos pero derrocha vitalidad y buen rollo. La complicación de la trama está bien desarrollada, con dosis de humor --hoy ingenuo, entonces molón--, sin permitir al espectador adelantar demasiado los acontecimientos. Hay situaciones cómicas que aguantan el paso del tiempo, otras están claramente superadas, pero lo importante es que revelan el dominio narrativo de Seidelman, con un innegable toque clásico, incluido ese grand finale cabaretero en el que todas las historias coinciden en un único espacio.

Y ahora la fascinación irracional que aporta mi militancia ochentera: por esos modernillos tiradetes, culturalmente inquietos a los que no les importa vivir en pisos decrépitos, por ese retrato de la degradada Nueva York de entonces, con esos barrios en ruinas donde pululan toda clase de seres extraños y peligrosos. Por la misma clase de advertencia implícita y autocomplaciente que exhibían comedias similares --Jo, ¡qué noche! (1985), Algo salvaje (1986) o Casada con todos (1988)-- por aquellos años: mejor quedarse en el mundo aburrido, limpio, tecnológico, formal y mal pagado del capitalismo que perderse en el estilo de vida de esos jóvenes que presumen de vida desacomplejada y sin problemas cuando en realidad son unos colgaos que te pueden buscar un problema grave (como le pasa a Roberta). Da igual que las chicas resulten atractivas con sus conjuntos sexys, que parezcan fáciles y sepan procurarte un buen orgasmo; al final será un desastre porque no llevan una vida ordenada, escuchan a grupos raros, toman drogas y no tienen comodidades en casa. Ese es el verdadero talón de Aquiles de la comedia alocada y aparentemente transgresora de los años ochenta: el tufo conservador que desprenden esos idilios entre pijitas aburridas y pardillos majos a la última que, a base de petardeo nocturno y música pop, descubren que se enamoran con los mismos acaramelados síntomas que sus desfasados padres hippies.