lunes, 19 de septiembre de 2016

Exceso de equipaje efectista (Victoria)

Sebastian Schipper es un actor de dilatada carrera --aparece en El paciente inglés (1996) y Corre Lola, corre (1998)-- que en 1999 se metió a guionista y director. Victoria (2015) es su cuarto largometraje y el que más notoriedad le ha proporcionado. Protagonizada por la catalana Laia Costa (primera no alemana en ganar un premio LOLA a la mejor actriz protagonista), la película no pasa desapercibida por su arriesgada apuesta formal: está rodada en un (aparente) único plano y narra un encuentro de madrugada entre la protagonista --una joven madrileña que trabaja hace tres meses en Berlín-- y unos jóvenes inquietantes y extraños. Un encuentro que se prolonga hasta primeras horas de la mañana del día siguiente, coincidiendo con el desenlace.

Este tipo de filmes están de moda, quizá porque el montaje acelerado ya no deslumbra tanto (todos aplican los mismos recursos con idéntica o parecida eficacia), o porque el nuevo reto es empalmar fragmentos sin que el público lo note, o porque lo que fascina es el supuesto tiempo real en el que transcurre la historia. El caso es que se trata de una tendencia que se dio a conocer (al menos para un cierto segmento de cinéfilos) con El arca rusa (2002) del ruso Alexander Sorukov (rodada con enormes dificultades técnicas mediante discos duros externos) y que se fraguó en géneros menores o en títulos de bajo presupuesto con alta voluntad de experimentación. Pero la consagración mundial de Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia) (2014) ha consolidado una tendencia ya existente con desiguales resultados: PVC-1 (2007) del griego Spiros Stathoulopoulos, La casa muda (2010) del uruguayo Gustavo Hernández, Fish & Cat (2013) del iraní Shahram Mokri (incluye escenas repetidas que rompen la unidad temporal), El triste olor de la carne (2013) del gallego Cristóbal Arteaga, Hablar (2015) de Joaquín Oristrell (rodada en cuatro planos independientes)..., hasta culminar en la atrofia al más puro estilo videojuego y la exageración violenta de Hardcore Henry (2015) del ruso Ilya Naishuller. Queda lejos la ingenuidad dramática y técnica de La soga (1948) de Alfred Hitchcock, con sus flagrantes cambios de toma; pero el deseo de mostrar una acción sin interrupción y los retos argumentales que servían de respuesta siempre han estado ahí.



El argumento de la película apuesta todo a la capacidad de sorprender y a la baza de un encuentro imprevisto que puede deparar cualquier cosa, pero como el espectador sabe que todo sucede en tiempo real al final acaba adelantando acontecimientos. Llega un momento que el que los movimientos de cámara dejan de interesar al público, que no se fija si sube o se baja de un coche, o de preguntarse cómo se ha realizado tal o cual desplazamiento; y en parte es lógico, porque eso significa que la historia se impone, pero también limita las posibilidades de desarrollo y de resolución. En el caso concreto de Victoria, todo se basa en un encuentro fortuito a partir del cual no es difícil deducir el resto; cuando parece que cada bloque temático va a acabar uno se pregunta cómo alargarán la historia. La respuesta es siempre la misma: a base de efectismos dramáticos, ya sea mediante revelaciones personales o giros imprevistos. Pero llega un momento en el que esta estrategia pierde fuerza, y en el último cuarto de película baja el nivel de impacto, quizá porque a la historia ya no le quedan cartuchos que quemar y sólo esperamos el momento en que la cámara, esta vez si, se detenga y permita alejarse a Victoria...




viernes, 2 de septiembre de 2016

Un caso clínico de éxito y de incomprensión (Fiebre del sábado noche)

Fiebre del sábado noche (1977) es probablemente uno de los casos más extremos de incomprensión por parte del público en el momento de su estreno. Sin embargo, esa misma incomprensión --generalizada, global antes de que el término se aplicara a audiencias planetarias-- no impidió que se convirtiera en un taquillazo mundial. La película fue todo un éxito, pero por cosas que sus creadores no habían previsto ni por asomo. ¿Qué es lo que sucedió para que el público enloqueciera de pronto por algo que al equipo artístico le pareció secundario y/o carente de interés a pesar de aparecer en la película? ¿Por qué de pronto todo el mundo la tomó por lo que, por lo visto, no era? ¿Quién se equivocó: los creadores o el público?

Decir que el público se equivoca es igual que lamentar que exista la gravedad que nos mantiene clavados en tierra: podemos describir el proceso, sus causas, su funcionamiento... que eso no va a evitar que siga sucediendo. En cuanto a los creadores, bastante tienen con lograr que financien sus ideas como para tener que preocuparse además por las reacciones. La cosa no va por aquí. Más bien estoy persuadido de que tuvo mucho que ver el momento sociológico de su estreno, con un estado de sensaciones muy concreto, fruto del cambio de costumbres que se estaba produciendo, con el arrinconamiento generacional de los ideales y usos del hippismo. Eran los años en que las discotecas se consolidaban como los nuevos y definitivos templos del ocio urbano y sabadero por excelencia: parecía que, por fin, la civilización occidental había conseguido institucionalizar el encuentro abierto entre sexos, rodeando a los jóvenes de un entorno --estimulantes de toda clase, música, baile, rozamientos--- que dejara en suspenso toda consideración familiar, social, económica o cultural; un ambiente que invitara a los cuerpos a querer encontrarse. Era como si por fin las hormonas y los instintos hubieran dado con un entorno artificial en el que podían liberarse sin las trabas del decoro familiar y demás lastres adquiridos. Un espacio en el que casi todo valía con tal de divertirse, destacar, ligar o enamorarse. Primera desincronía: pensar que la pista de baile podía servir en la película como un lugar simbólico donde dar salida a las frustraciones, donde el público pudiera medir la distancia entre la realidad y sus sueños. Puede que esta idea fuera la que atrajera al principio a John Badham para hacer la película, pero el público lo único que vio era a un guaperas que triunfaba con las chicas gracias al baile. Principio de realidad.

Que la música y el baile no eran el principal activo de Fiebre del sábado noche se nota enseguida, puesto que los números coreografiados son realmente escasos y anecdóticos; es más, están poco trabajados, completamente pasados de moda, carentes de mérito artístico y resultan incluso risibles. No tienen ese punto obligado de esfuerzo físico y trabajo duro --cuidadosamente trasladado a la pantalla-- que exhibe el musical contemporáneo. Las poses travolteras de la película hoy son simples gracietas que nos gusta hacer cuando hacemos el tonto en las fiestas, un recuerdo musical que hemos legado a nuestros hijos, un lugar común, un arquetipo viejuno si se quiere. Así que la incomprensión del público no pudo venir por aquí, al menos no sólo por eso. En cambio la banda sonora sí que pudo influir definitivamente: las canciones de los Bee Gees se convirtieron durante meses en auténticos hits llenapistas que todo el mundo bailaba entusiasmado; y lo increíble es que mantienen casi intacta su fuerza después de tanto tiempo.



El guión de la película se basa en un artículo --de título marcadamente etnográfico-- de Nik Cohn aparecido en 1976 en el New York Magazine titulado Tribal Rites of the New Saturday Night (luego resultó que el testimonio personal que aportaba el autor era un fraude, pero el efecto que provocó ya no se pudo parar). El reportaje retrataba el fenómeno disco como una expresión de la subcultura de la clase obrera en la que las minorías étnicas --Nueva York está llena de ellas-- encontraban un espacio de expresión casi igualitario que eclipsaba en parte el prejuicio sociológico que arrastran. También el microcosmos social que se formaba en torno a las discotecas --concretamente la 2001 Odyssey, en Brooklyn, que sirvió de escenario a la película-- resultaba nuevo y de ahí sacaron los tipos sociales que encarnaban los protagonistas principales. Quizá los sociólogos y los antropólogos tiendan a ver todas esas sutilezas, pero los aparcamientos de las macrodiscotecas hoy día dejan poco lugar a la interpretación cultural: un ocio marcado por la falta de dinero y por el deseo de meterse de todo para desinhibirse y practicar el sexo con el mínimo esfuerzo. Ni expresión, ni subcultura ni principios de progreso ni nada parecido: puro y simple principio de realidad precaria. Es lógico que aquí se produjera la segunda y definitiva desincronía: los obreros que fueron a ver la película no se sintieron en absoluto interpelados por el retrato de su subcultura, o si lo vieron les importó un bledo. La inmensa mayoría reaccionamos encantados por el hecho de que la película se ocupara de un espacio habitualmente invisible para el cine: nuestro ocio cotidiano --aunque ligeramente maquillado por cuestiones de mercadotecnia--, nuestros ridículos dilemas y nuestras miserables prioridades de sábado a la noche. La música, la promesa de sexo o de amor, la juventud que encuentra sus propios mitos, usos y costumbres... todo se juntó para hacernos sentir protagonistas de un cambio que creíamos liderar. En España, además, la reciente muerte de Franco y la posterior recuperación de la normalidad social incrementaron aún más nuestro grado de mitificación e identificación con la película: las discotecas no provocaron ni mucho menos los cambios de aquellos años, lo que pasó es que su eclosión coincidió con el estreno de Fiebre del sábado noche y pareció que la habían hecho especialmente para nosotros...

La película tiene todos los tópicos de la época: Annette, la chica facilona con un problema de autoestima, los amigotes brutos y salidos; la letanía constante sobre cómo las mujeres tenían que ser precavidas, tomar precauciones, no entregarse enseguida por temor a ser abandonadas o despreciadas (si no lo hacías eras una pureta, si lo hacías demasiado pronto eras una guarra... no había punto intermedio). En este ambiente la discoteca es la única evasión de la realidad del barrio, Stephanie --la chica que encandila a Tony-- representa la ambición laboral que permite aspirar a algo mejor, y para eso hay que abandonar Brooklyn; insistiendo en esa idea tan estadounidense de huir de lo conocido para buscar la oportunidad de una vida mejor. Eso y un amor de película pillado por los pelos (los protagonistas están fatalmente retratados) motivarán a Tony Manero para sortear ese callejón sin salida que es su mundo. Mostrar ese camino, advertir de ciertos peligros, denunciar prejuicios étnicos y sociales, esos eran realmente los objetivos de la película. Fiebre del sábado noche es una fábula bienintencionada sobre la superación de las dificultades, sobre cómo el entorno puede actuar como un pesado lastre que impida demostrar la propia valía. Pero la música y las escenas en la discoteca eclipsaron el drama de Tony Manero...

Al año siguiente ¡Por fin, ya es viernes! (1978), con Donna Summer en el reparto, aprovechaba el tirón desplazando el desmadre y el enredo romántico-discotequero a la noche de los viernes, con la promesa del fin de semana aún intacta. Badham no cayó en la tentación de encasillarse ni de hacer una secuela, aunque ésta no tardó en llegar: Staying alive (1983), dirigida por Sylvester Stallone y --esta vez sí-- con la música y el baile en indiscutible primer plano. Badham prefirió seguir cambiando de registro en cada filme, y logró destacar ese mismo año con Juegos de guerra (1983), demostrando que lo suyo eran los temas del momento con un toque de acción y sentimentalismo supuestamente bien dosificados. Un director interesante al que el paso del tiempo ha colocado en el lugar secundario que le corresponde.