miércoles, 12 de octubre de 2016

Inercias de cierta juventud lectora (Los exiliados románticos)

Poco a poco Jonás Trueba --hijo de Fernando Trueba-- va encontrando su lugar en el cine, desmarcándose de los directores de la generación de su padre que suspiraban por un buen guión, financiación adecuada y éxito internacional (y mientras llegaba cualquiera de las tres cosas, o todas a la vez, rodaban cualquier otro guión sin arriesgar demasiado, a la espera de un Big One sobrevenido). Una diferencia abisal se abre entre estos directores viejunos y Jonás Trueba (por temas, por tecnología, por referencias), pero hay algo que --inesperadamente-- los mantiene en contacto: haber crecido en esa militancia progre e izquierdosa de Madrid, hoy en franco retroceso y en peligro de extinción por agotamiento y desaparición de sus señas de identidad culturales.

Jonás Trueba hace un cine protagonizado por jóvenes de su generación que parecen moverse todavía entre los ejes que caracterizaron la bohemia de sus padres: conversaciones culturetas y utopizantes en sobremesas o en baretos, personajes inadaptados de buscan compañeros/as de viaje con los que experimentar momentos trascendentes, o al menos divertidos y únicos. Queda bien claro cuando uno lee las entrevistas que concede. Un cine que, además, recupera las citas literarias para la gran pantalla y los argumentos transversalmente autobiográficos, un poco al estilo de la ya lejana caméra-stylo de Alexandre Astruc. Y no como homenaje ni falso descubrimiento, sino porque el péndulo del estilo nos ha levado de regreso a estos recursos; quizá una forma de revalorizar lo que, en su primera juventud, fueron excentricidades cinéfilas, obsesiones que ya sólo recuerdan las exnovias.



Para la gente de mi generación ochentera, Los exiliados románticos (2015) es todo esto: un reciclado de diversos tics argumentales, recursos y personajes ya vistos en títulos hoy superados, pero presentados sin complejos ni a modo de referencias intertextuales ni cosas de esas, sino al servicio de una narración limpia que deja entrever un estilo personal. El verano, un viaje por carretera, reencuentros con antiguos amores, inesperadas tertulias políticas y literarias... Un argumento sencillo en el que las escenas esbozan un drama o un gag que no acaban de concretarse, diálogos naturales, improvisados, reiterativos, serpenteantes, sugerentes... Fragmentos de vidas posibles al natural, para que el espectador se haga su propia composición del relato. Para la generación que no ha conocido todo eso seguramente la película les parecerá nueva, rompedora incluso, y les sorprenderá agradablemente, y con razón.

Los exiliados románticos es un mediometraje de 51 minutos que explica una historia mínima que finaliza cuando la anécdota se ha agotado, como en un relato breve. Nada de extenderla artificialmente con secundarios o escenas de relleno: mínima presentación de personajes, encadenamiento de momentos entre divertidos y extraños, apuntes de alguna que otra catarsis dramática y ya está. Cuando todo este material ha ardido la cámara abandona a sus personajes para que sigan su viaje, sin tratar de cerrar algunas tramas que hemos visto esbozadas. No todo tiene que ser obvio, ni todas las historias acabar al estilo clásico; han bastado tres escenas para que el título haya quedado perfectamente justificado.

En cuanto al estilo, la película contiene una buena mezcla de lentitud expositiva, largos planos secuencia en los momentos centrales del argumento, la cámara que se demora en el encuadre aunque los personajes han salido de plano hace rato (como si quisiera dar la impresión de que está allí para algo más que para dejarse ver a los protagonistas), uso de canciones para marcar una cierta estructura interna... Recursos del cine indie de toda la vida que siguen demostrando su eficacia; aunque me harán falta más películas para corroborar si forman parte del estilo de Jonás Trueba o son elecciones adaptadas al tono de la película.

La película toma prestado el mismo título del inclasificable libro del historiador E. H. Carr --publicado en 1933-- sobre el exilio europeo de unos cuantos ilustres opositores rusos al régimen zarista que, a fuerza de esperar un revolución en su país, se convirtieron en una especie de románticos europeizados de nuevo cuño, inasequibles al desaliento. Eso cuando no se dejaron embaucar por ideologías ajenas con la esperanza de acelerar sus anhelos. Jonás Trueba ha compuesto su película como una especie de apéndice a este texto, como demostrando que esos exilios románticos no surgen únicamente de las decepciones políticas, sino también --y sobre todo-- de las amorosas, especialmente las que se forjan más allá de las fronteras del idioma. Late en Trueba Jr. la fascinación por el encuentro fugaz, la exposición ilusa de proyectos vitales, el enriquecimiento --contradictorio, parcial, puramente anímico-- a base de intercambios sociales (y sexuales cuando se puede) con toda clase de personas. Ya va siendo hora de que alguien acepte el reto de escribir una tesis sobre la influencia de la generación Erasmus en el cine contemporáneo...





lunes, 3 de octubre de 2016

Percutante apoteosis del videojuego cinematográfico (Hardcore Henry)

Hardcore Henry (2015) del ruso (criado en Gran Bretaña) Ilya Naishuller es un filme endiabladamente hipnótico del que resulta difícil apartar la mirada, por muy repulsivo que resulte su contenido. Rodado en primera persona, encadena el punto de vista del espectador con el de su protagonista, una especie de cyborg resucitado y reconstruido a base de biónica --y con el mismo nombre de otro ilustre personaje cinematográfico, el de Henry, retrato de un asesino (1986)-- y al que esta vez los progresos en tecnología audiovisual permiten al filme llegar hasta las últimas consecuencias del planteamiento que hicieron en su día El hombre de los seis millones de dólares (1973-1978) o Robocop (1987). Se trata de una experiencia jodidamente próxima al videojuego inmersivo (cuando Henry dispara sus armas automáticas sólo nos falta el mando para sentirnos en plena partida) propia de un contexto de juego de rol en el que no hay sitio para subtramas, reflexiones, recapitulaciones, moralinas ni advertencias acerca de los usos de la tecnología como instrumento de control. En Hardcore Henry todo consiste en mantener al espectador con la boca abierta, asumiendo que ahí fuera existe una audiencia numerosa que no está para sutilezas y que espera ansiosa que todo lo llene la acción deslumbrante y sin interrupciones. La película es una coproducción ruso-estadounidense en la que cada parte aporta lo que mejor conoce: los primeros la fascinación y el conocimiento de primera mano por la violencia extrema y los otros la virguería audiovisual que hace realidad semejante despliegue pasado de rosca.

La película, aun así, consigue destacar respecto a sus predecesoras (tanto en forma como en contenido). En primer lugar, ningún actor figura en el reparto como intérprete de Henry, porque no es un personaje, sino una cámara especialmente adaptada que han llevado diferentes especialistas en cada escena. En segundo lugar, nuestros ojos son siempre los del protagonista (la pantalla es nuestro campo de visión compartido) y el filme no quiebra nunca esa regla, por muy comprometida que sea la escena (en lo técnico, no en lo argumental). Y por último, la violencia extrema, exagerada, inmotivada, gratuita, obscena, espectacular, incesante y pasada de vueltas que funciona como principal y casi único ingrediente de la historia, arrojada sin pudor ni control sobre nuestras retinas. Esta y no otra es probablemente la razón por la cual, a pesar de tanto despliegue técnico y de originalidad narrativa, el filme ha quedado fuera del estreno en cines y ha pasado directamente a los circuitos secundarios. Su historia sangrienta y el estilo hardcore al que se alude en el título también servirá de excusa a unos cuantos para rebajar o denigrar el balance crítico; ya que su convincente apuesta formal no es suficiente para dejar de lado tanta casquería...



Y es que el guión, a pesar de semejante acumulación de acción salvaje, acierta al no intentar explicar las causas de lo que sucede en la pantalla: Henry despierta de pronto en una mesa de montaje mientras finaliza su proceso de ensamblaje; la mujer que le atiende dice ser su esposa, que lo hace para mantenerle con vida. El espectador tiene la misma información que el protagonista, y aunque es lógico que ambos se pregunten si todo lo que pasa es cierto, la carrera desesperada por la supervivencia que se inicia en ese mismo instante diluye toda duda narrativa razonable. Hay que dejarse llevar, disfrutar de las escenas milimétricamente planificadas, dejarse llevar por la velocidad a la que se suceden los acontecimientos y pasar por alto la posibilidad de ampliar algunos límites de la narración audiovisual.

No puedo evitar pensar en las consecuencias que un anclaje tan ortodoxo del punto de vista podría aportar al relato cinematográfico, preguntarme hasta qué punto el director podría haber ensayado algún nuevo recurso; aunque valoro el impecable sentido del espectáculo que derrocha Hardcore Henry, renunciando a cualquier experimentación con un infraguión descaradamente estándar. El filme se conforma con presentar un fragmento de vida de su protagonista; y aunque hay saltos temporales menores (no es una película de toma continua, lo que sin duda habría restado eficacia al conjunto) todo el filme es en la práctica una sucesión continua de combates que el protagonista libra mientras huye de su perseguidor. Ni Henry ni los espectadores tenemos tiempo de preguntarnos o de comprender los motivos, saber si la esposa es realmente quien dice ser, si todo es un sueño o una pesadilla muy real... La tecnología eclipsa cualquier tentación estilística y es un acierto dado el objetivo de la película. Para quienes --como yo-- esto no es suficiente, al menos nos consuela comprobar cómo Naishuller no se ha dejado tentar por la experimentación pedante, sino que ha fabricado una historia altamente sensorial y percutante, exactamente lo que se espera de una película de acción elevada a la enésima potencia tecnológica.



Aun así, su director se permite dos frivolidades geniales: un número musical interpretado por los avatares virtuales de uno de los coprotagonistas, una original coreografía de I've got you under my skin (toda una metáfora de lo que representa Henry para quien ve la película), y los chispeantes diálogos de un soldado británico que acompaña a Henry en una de sus mayores carnicerías. Pero ahí se acaba todo; el resto consiste en hacer más atractivos los enfrentamientos a base de ubicarlos en los lugares más propicios, como la batalla en el edifico en ruinas, lo más parecido a un videojuego que yo haya visto nunca, rodada con auténtico sentido del espectáculo cinematográfico. Y por supuesto una apoteosis sangrienta y exagerada para cerrar la historia de la única manera posible...

Quizá Hardcore Henry sea lo que esperaba esa generación que hace ya bastantes años se decantó por el videojuego y dejó de interesarse por el cine, decepcionada y/o aburrida por sus limitados progresos en interactividad y espectacularidad. Ahora parece que los caminos de ambos medios vuelven a unirse gracias a los avances en tecnología digital, sobre todo las cámaras GoPro. No tengo ni idea de lo que saldrá de aquí, pero la película va a quedar como un hito formal en la historia del cine, a pesar de la mediocridad que --como sucedió en El nacimiento de una nación (1915) de D. W. Griffith-- llena su historia.