miércoles, 21 de diciembre de 2016

Saga (¡por fin!) para adultos (Rogue One: una historia de Star Wars)

Después de cuatro entregas en las que el infantilismo ridículo, un encorsetamiento autoimpuesto que bascula entre el deseo de agradar a los fans y la necesidad de aportar algo nuevo y entretenido, la saga Star Wars ha encontrado ¡por fin! la manera de incorporar la iconografía de los primeros títulos (los mismos que permanecen con el prestigio intacto para los fans que hemos envejecido con ella) y un argumento adulto al cien por cien. Nada de ñoñerías, romanticismo prácticamente ausente (apenas unos planos que, como concesión menor, estamos dispuestos a aceptar) y nada de bichos que pretenden ser simpáticos. Todo lo ocupa la acción, la espectacularidad visual y un guión repleto de dilemas que se debaten entre la coherencia ética y la fidelidad a los genes.

Dirigida por Gareth Edwards --un director sin apenas experiencia en el oficio-- y coestrita por Chris Weitz (especializado en cine infantil y adolescente) y Tony Gilroy (autor de unos cuantos buenos guiones de intriga adulta), Rogue One: una historia de Star Wars (2016) recupera el gusto por la aventura sin complejos con el ojo puesto en el fan veterano, no en el recién llegado; pero también en el experto, ese que disfruta cotejando los diferentes títulos de la saga para encontrar detalles curiosos, incoherencias y personajes que entran y salen por entre las diferentes historia de la serie. Incluso me atrevo a decir que quienes vean por primera vez un título de Star Wars no necesitarán tanto background para quedar encantados con el espectáculo cinematográfico que ofrece.

Una vez que logra sacudirse el lastre de la responsabilidad de engrandecer una saga que encandila a medio mundo con la etiqueta de spin-off (en realidad precuela pura y dura), la aventura se (re)abre paso hasta el primer plano del argumento. No hay necesidad de calzar nuevos personajes que aporten un supuesto toque cómico y que en realidad resultan cargantes e insoportables; por fin ha llegado el tipo de película que esperábamos los adolescentes de asistimos en su momento al estreno de la primera película. Con Rogue One: una historia de Star Wars hemos tenido la oportunidad de recuperar los viejos uniformes del imperio, los entrañables AT-AT con su aspecto de paquidermos de El imperio contraataca (1981) y los ligeros bípedos AT-ST de El retorno del Jedi, todo con el punto retro imprescindible para disparar nuestra nostalgia. Y por supuesto el argumento: una misión desesperada llevada a cabo por protagonistas desencantados, sin el brillo de los héroes (como requiere el género a estas alturas de siglo) que actúan forzados por las circunstancias, un poco como nos ha pasado a nosotros con algunas cosas en la vida.



Si a eso le añadimos unas bien dosificadas apariciones --excepto el gobernador Moff Tarkin (Peter Cushing) recreado digitalmente por imperativo de la coherencia narrativa-- de algunos personajes de anteriores trilogías, la sensación de continuidad con el pasado se potencia: la senadora Mon Mothma, aunque interpretada por otra actriz más joven; Jefe Rojo y Jefe Oro, los comandantes de las flotas de cazas rebeldes en la primera película (también recreados digitalmente) y una selección de nuestros favoritos de todos los tiempos (Darth Vader, Leia, R2D2, C-3PO...). Confieso que salí del cine como si hubiera dormido con una percha en la boca. El único protagonista no humano esta vez es un robot: un K-2SO capturado al Imperio y tuneado por los rebeldes que a la mayoría de expertos les recuerda al sádico robot interrogador EV-9D9 de El retorno del Jedi (1983), pero a mí sus largos brazos me sugieren a los ruinosos ingenios mecánicos que custodiaban la desierta ciudad aérea de Lapunta en El castillo del cielo (1986) de Miyazaki, no lo puedo evitar.

Además, la película ha sabido renovar diversos elementos de la ambientación: al catálogo de paisajes ya vistos (desiertos y megaciudades básicamente) se añaden localizaciones costeras (todo un combate galáctico tiene lugar en una playa tropical, algo inédito en la saga), los soldados de asalto imperiales de color negro (un acierto visual), o la destrucción del último vestigio arquitectónico de los Jedi. Y en cuanto a los acontecimientos que narra, como en toda precuela, Rogue One: una historia de Star Wars no se conforma con recrear una historia que se menciona brevísimamente en la presentación de la película de 1977, sino que enlaza todos y cada uno de sus detalles importantes con el comienzo de aquélla. Cuando acaba la película, ya no es solamente la nostalgia, sino que experimentamos una extraña sensación: es como si al añadir los minutos previos al comienzo de la primera escena de La guerra de las galaxias (1977) todo tuviera otro sentido. El asalto a la nave de Leia ya no es un simple incidente diplomático basado en conjeturas legales, sino el final de una huida desesperada.

No acabo de entender a esa crítica que ha despreciado el filme por insustancial, o por no ser épico. ¿Y quién necesita la épica a estas alturas? ¿Acaso es imprescindible? En algo sí hemos salido ganando como espectadores: ahora ya no la necesitamos en estado puro, nos basta una simple referencia para saber que en el fondo hay buenos y malos. Y aunque nos hemos hecho mayores, de vez en cuando queremos comprobar que no todo a nuestro alrededor ha cambiado, y que aún queda un territorio intacto --el de la adolescencia-- que no cambiará de bando ni nos defraudará.




martes, 13 de diciembre de 2016

La doble fascinación del cine sin relato (Resemblance)

Directora, productora, videoartista, bloguera, gestora cultural... María Rogel es una todo terreno del activismo creativo, y uno de sus hábitats preferidos es la periferia del hecho cinematográfico, en todas sus vertientes. Su proyecto Be so Melo(dramatic) (2013) llevó a cabo un curioso experimento que acumulaba versiones de gestos, objetos y/o reacciones basados en fragmentos de películas, interpretados por voluntarios que enviaban su propia filmación del instante requerido. Ahora estrena Resemblance (2016), un mediometraje que ahonda en la extraña fascinación que provoca la recreación para la pantalla de instantes que sólo existen para la pantalla, paradójicamente inspirados en fragmentos de otras películas (rodadas a veces en el mismo lugar o de forma parecida). En el caso de Rogel su inspiración parte de otro mediometraje: La jetée (1962) de Chris Marker, un título crucial de la edad de oro del documental moderno que tomó prestados algunos recursos formales de Vertigo (1958) de Alfred Hitchcock; e inspiró a su vez a Darío Argento para rodar Rojo oscuro (1975), a Terry Gilliam Doce monos (1995)... y a María Rogel Resemblance.

La memoria contextual, las múltiples interpretaciones que hacemos de las cosas a partir de nuestra historia personal (no esa que ven los demás y podrían llegar a resumir llegado el caso, sino esa otra que permanece oculta en nuestro pensamiento, concretamente en el hipocampo según la película); pensamientos que, precisamente porque no han sido revelados a nadie, no existen. Su presencia dentro de nuestro cerebro no es una realidad ontológica al uso, sino una especie de borrador, de magma primigenio, de fotografía borrosa, de imagen mental aún por encuadrar en nuestro cerebro... Algo que sin duda pertenece al estadio prelingüístico y que cuando, finalmente, nos atrevemos a formular o a fijar con palabras en voz alta, ya no nos pertenece; es otra cosa, porque ha salido fuera de nosotros y existe en otras personas. Son las cosas que me sugiere Resemblance: escenas e imágenes que parecen sacadas de contexto ex profeso, tomadas al azar de otras existencias. El orden, la duración y la frecuencia de lo que aparece en pantalla son el principal instrumento del espectador para organizar esas significaciones (la reacción instintiva tampoco está descartada); para su directora quizá sea la fijación visual de pensamientos antiguos, largamente madurados.

En la película los saltos entre escenas no están motivados por un patrón narrativo, sino siguiendo un criterio intertextual o artístico: una palabra del diálogo, un objeto, sugieren un desplazamiento del campo semántico: de la palabra volar en pantalla se pasa a la imagen de un avión; un mismo objeto (una postal) evoca dos situaciones posibles que giran a su alrededor; acciones que se conciben simultáneas (aunque se muestran secuencialmente por imperativo del medio) juguetean con la noción de causa, consecuencia y duración. Nada debería ser casual en Resemblance, basta con encontrar un sutil nexo para que una cosa suceda a la otra.

Lo que fascina a Rogel en Resemblance es la posibilidad de existencia del cine como categoría mental: no es sólo el fetichismo de rodar en antiguas localizaciones de películas, es el hecho mismo de saber que, como en ese mismo espacio euclidiano existió una vez un fragmento de cine, bastará con colocar allí a personas que saben que allí se rodó una escena de una película y filmar a ver qué pasa. La situación, la cámara (incluso su ausencia) son suficientes para provocar una reacción imprevista, algo nuevo que, de alguna endiablada manera, habrá sido provocado por la imagen mental de un filme del pasado. Esa especie de «filme mental» acaba predeterminando nuestra percepción, la interpretación misma, y por descontado la significación posterior que otorgará el espectador. Yo creo que eso es lo que fascina a Rogel: la interacción entre cine y conciencia.

La definición de recurso está contenida en la de relato, por lo que, estrictamente hablando, no puede existir un filme que sea únicamente un recurso formal; sin embargo la existencia del cine no narrativo es una evidencia incuestionable. Aun así, esa existencia --también en un filme como Resemblance-- pasa por recurrir a un patrón formal que es casi una constante: fingir o dar a entender que la secuencia de imágenes que ocupa la pantalla y consume tiempo de visionado no es un relato. Aparentamos filmar aquello que no sucederá, y mostramos a cambio lo que podría haber sido. Quizá sea esta la mejor forma de presentar la fascinación de algo que no es ni realidad, ni ficción, ni esbozo... Lo que vemos no existe como relato, sino como una especie de incoherencia lógica que equivale a un relato sin serlo. Esa me parece que es la segunda gran fascinación que impulsa el trabajo de Rogel.




jueves, 1 de diciembre de 2016

Mefistófeles posmoderno o la incapacidad genética del ser humano para adaptarse a su circunstancia (Mientras seamos jóvenes)

«Cuando hayamos aliviado lo mejor posible las servidumbres inútiles y evitado las desgracias innecesarias, siempre tendremos, para mantener tensas las virtudes heroicas del hombre, la larga serie de males verdaderos, la muerte, la vejez, las enfermedades incurables, el amor no correspondido, la amistad rechazada o vendida, la mediocridad de una vida menos vasta que nuestros proyectos y más opaca que nuestros ensueños». Marguerite Yourcenar (Memorias de Adriano, 1951)

En esta ocasión Noah Baumbach ha rozado la perfección. Mientras seamos jóvenes (2014) es una película que cumple el estándar de calidad más exigente que hay: expresa una idea del mundo y una idea del cine. La del mundo que presenta ya ha sido desmenuzada en infinidad de ocasiones --Woody Allen suele ser aquí la referencia más detectable e influyente del cine contemporáneo-- y la del cine no es precisamente nueva, y menos en la filmografía de Baumbach: explicar las cosas a una velocidad considerable, sin atender a la capacidad del espectador para digerir semejante torrente de detalles y alusiones que contiene. Un estilo en el que prácticamente cada plano es una idea (más bien, en su caso, donde cada frase del diálogo es una idea) y que además parece que se construye en el mismo momento en que aparece ante nuestros ojos con una naturalidad y facilidad pasmosas, cuando en realidad es justo lo contrario. Lo que hace de Mientras seamos jóvenes una obra maestra casi perfecta es la combinación de ambos elementos: un tema universal del cine contemporáneo y un estilo narrativo singular y difícil de encontrar. Baumbach ha logrado una película que te atrapa en el mismo instante en que comprendes el significado de la ingeniosa trampa/paradoja que esconden sus tres primeros planos.

Mientras seamos jóvenes explora por enésima vez el universo de esas parejas que de pronto un día --al ver cómo otras dan el paso antes que ellas-- se plantean uno de los dilemas preferidos de la ficción moderna: o apostar fuerte por la libertad que les proporciona su estabilidad emocional, económica y sus estudios superiores, o perderse sin saber cómo en el berenjenal de criar hijos. Cornelia (perturbadora Naomi Watts) y Josh (Ben Stiller) sienten que se alejan de sus mejores amigos --felices padres recientes-- al comprobar cómo su vida rebosa novedades y retos. De pronto temen que la suya esté vaciándose de sentido y se preguntan si no deberían llenarla con lo eficaz conocido (aunque eso suponga una pérdida). Para acabar de complicarlo todo, conocen a una joven y atractiva pareja de hipsters que les recuerdan quienes fueron hace diez años: dos personas llenas de ideas y de inagotable deseo sexual. Con Darby y Jamie al lado sienten que su dilema no existe, y que pueden retrasar/sortear la madurez por el sencillo método de adoptar las modas, usos y costumbres de una generación más joven: fabricando sus propios muebles, repetir ante una audiencia nueva las mismas opiniones sobre cine y literatura (añadiendo esta vez un toque condescendiente y revisionista), bailar hip-hop, apuntarse a eméticos ayahuascas...



Baumbach, como ya nos tiene acostumbrados, explica todo esto con una rapidez pasmosa: encadenando escenas sin respiro, no dejando que la cámara se demore en un encuadre sin acción, impidiendo que el espectador se relaje con algo previsible. A medida que pasan los minutos, cuando te acostumbras a estar atento más tiempo de lo normal, pendiente de lo que sucede y de los detalles, identificas las dos tramas principales: la crisis de edad de Cornelia y Josh y la figura mefistofélica de Jamie (Adam Driver). Al principio parecen argumentos paralelos o complementarios, pero Baumbach los hace converger de repente y sin aviso en una breve e inesperada trama detectivesca que culmina en una divertidísima escena en medio de un evento público que pone a todos y a casi todo en su sitio. A continuación --tras haber ajustado cuentas con el mundo-- Josh y Cornelia cierran su crisis particular en mi escena favorita de la película: un breve momento de lucidez, ligeramente humorístico y con el punto justo de poesía y ternura. Ambos aceptan la edad que tienen, el trozo de vida que han recorrido juntos, las opciones que les quedan, la necesidad de soltar el lastre de la trascendencia... lo cual les sitúa, otra vez, en el mismo disparadero del dilema que provocó su crisis. La diferencia es que ahora sí saben lo que quieren.

El filme se cierra con una escena magistral que emplea la misma táctica de manipulación que los tres primeros planos del comienzo, pero esta vez aprovechando algunos recursos de estilo habituales del cine comercial a los que solemos anteponer el significado nada más detectarlos, sin esperar a tener más información. La diferencia es que ahora, cuando comprendemos que nos han engañado una vez más, resulta que son los protagonistas quienes comprenden que han sido víctimas de su propio engaño. Un final marca de la casa --como el de Frances Ha (2012)-- en el que echar el resto de la emotividad y un poco más de juego narrativo.