martes, 21 de febrero de 2017

Cuando finges interpretar que te interpretas a ti mismo (Isla bonita)

Cuando Fernando Colomo ha intentado huir de sí mismo (interpretándose a sí mismo) y de su cine habitual es cuando ha rodado su mejor película. Isla bonita (2015) es lo mejor que ha hecho con diferencia: sincera, natural, sin la presión de la risa inmediata, retratando personas reales, casi con un punto de desencanto y balance vital... Una ficción casi documental sobre el rodaje de un documental.

Colomo cultivó con tozudería --a veces a contracorriente-- un género inédito y original que empezó siendo la comedia madrileña: Tigres de papel (1977), ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste? (1979). Cuando los presupuestos aumentaron pasó a llamarse simplemente comedia: Bajarse al moro (1989), Miss Caribe (1988), La vida alegre (1987); y cuando los actores consagrados se refugiaban en sus películas apenas se le podía llamar comedia. Era una extraña vuelta al costumbrismo del cine español de los sesenta y setenta: Rosa rosae (1993), Alegre ma non troppo (1994), Al sur de Granada (2003), El próximo oriente (2006). Por el camino hubo de todo: títulos interesantes, buenos guiones, ideas atractivas, enredos varios, una visión irónica de la actualidad... Lo importante es que cuando era evidente que el género estaba atrofiado Colomo siguió profundizando en un registro que prácticamente había contribuido a levantar desde cero, tomando del cine cómico franquista lo poco que merecía la pena ser salvado e inyectando grandes dosis de enredo y humor verbal al estilo de las comedias estadounidenses más clásicas. Al final, después de una dilatada filmografía, uno no sabe si Colomo hace este cine por convencimiento o porque no le sale otra cosa cuando se pone a rodar.



En Isla bonita, si uno conoce mínimamente el cine de Colomo, se pueden detectar enseguida sus recursos habituales para contar una historia: tomar dos anécdotas mínimas (basadas en encuentros y desencuentros de pareja) y desarrollarlas de forma previsible pero sin saltarse nada: encuentro, conflicto, equívoco, reencuentro de forma no tan imprevisible... Ambientada en Menorca, el argumento se desarrolla con la misma calma que ha hecho famosa a la isla y rodada en verano (el momento más propicio para el cine de Colomo), con mínimos recursos y con actores que dan la sensación de improvisar sus interpretaciones. Esta vez la anécdota trata de dar una nueva vuelta de tuerca al tema de las relaciones: ni heterosexuales ni homosexuales, lo siguiente. Y aunque la historia principal es la que suele llenar sus películas, esta vez hay algunos chispazos de buen cine, como cuando él mismo se define a través de fragmentos de películas en las que actúa, o la manera en que deja fluir las escenas y las conversaciones sin orden ni dosificación, simplemente dejándose encadenar por el paso de los días.

Quizá Colomo no se ha atrevido a dar el paso completo e interpretar su personaje con su nombre y apellido y ha preferido recurrir al experimento narrativo/protector que usó en La línea del cielo (1984), el mejor título de su primera época, pero desde luego algunas escenas, momentos y diálogos suenan a balance artístico, a síntesis crítica y un punto desencantada. Quizá sea esa valentía, esa sinceridad calculada, lo que convierte a Isla bonita en un apreciable experimento.




sábado, 11 de febrero de 2017

Dos nuevos Lebowski para el siglo XXI (Dos buenos tipos)

Se nota --y mucho-- que Dos buenos tipos (2016) ha sido dirigida por Shane Black, un buen guionista que en su día puso en marcha la saga Arma letal (1987, 1989, 1992) o títulos tan ridículos como exitosos del estilo de El último boy scout (1991), El último gran héroe (1993) o (el último) Iron Man 3 (2013). Si todo esto debemos tomarlo como un aprendizaje necesario para llegar a la calidad de la película que nos ocupa ahora, lo doy todo por bueno; ha valido la pena pagar el peaje de tanta acción fascistoide y testosterónica para alcanzar una madurez hecha a base de humor cínico y un buen argumento policial. No creo que todo el mérito recaiga de pronto en su coguionista, Anthony Bagarozzi.

La película contiene trazas de clásicos como Fiebre del sábado noche (1977) --la historia está ambientada en ese año-- o Chinatown (1974), pero se centra en la figura --en este caso una pareja, a cual más inútil-- del detective privado colgado. Este personaje, gracias a la popularidad de género negro durante la etapa clásica de Hollywood, se le acabó considerando una especie de símbolo resistente de unos valores en decadencia, un ser que no compartía el estilo de vida mayoritario y que aun así sale adelante y es capaz de inocular algo de su sabiduría a las personas con las que trata. Solitario, empobrecido, con problemas de alcohol, pero astuto e íntegro; los casos que resolvían solían ser victorias amargas, incluyendo una pérdida sentimental (de la que acabarían por recuperarse). Ya en los sesenta y setenta, cuando el género había entrado en decadencia, los homenajes y revisionismos al género negro ahondaron --a veces sin ser del todo conscientes-- en la carga filosófica de esta figura detectivesca, una especie de testigo de una modernidad que les dejaba fuera, de último refugio de la integridad, la independencia y la justicia. El detective privado en el cine se ha asimilado con un héroe que resuelve casos y de paso hace un juicio crítico y/o moral a su tiempo, un referente para la masculinidad del siglo XX. Tal es su importancia que el personaje ha trascendido la época histórica que le vio nacer: desde el desubicado e imposible Marlowe (Elliot Gould) en el Los Angeles de los setenta --Un largo adiós (1973)-- pasando por el afásico e intratable Harper (Paul Newman) de Harper, investigador privado (1966), el simpático e imprevisible Rockford (James Garner) de Los casos de Rockford (1974–1980), el ultramoderno Lemmy Caution (Eddie Constantine) de Alphaville (1965), hasta culminar en el todavía mítico --hasta que se estrene la secuela este 2017-- Deckard (Harrison Ford) de Blade Runner (1982). Ese punto de inadaptación rebelde del detective privado ha ido evolucionando hasta desembocar en el inútil impresentable, involuntariamente divertido y sin embargo entrañable de personajes como El Nota (Jeff Bridges) en El gran Lebowski (1998) o en la pareja protagonista de Dos buenos tipos: Jackson Healy (Russell Crowe) y Holland March (Ryan Gosling).



Se trata de un homenaje contundente, irónico, políticamente incorrecto y muy divertido encajado en un guión de hierro forjado; no es un argumento inédito (los buddy films son habituales desde los ochenta, y dentro de éste los buddy cop conforman todo un subgénero), pero la trama detectivesca es muy sólida, y el contrapunto de Holly, la hija adolescente e imprevisible de Holland, proporciona los mejores instantes de la película. Los personajes están bien definidos, retorcidos hasta el límite mismo de la parodia ridícula, y la cadena de pistas y situaciones se va resolviendo de forma imprevisible y divertida. Todo para culminar en un gran final con acción y humor. Un humor testosterónico que es inevitable asociar al de los hermanos Coen.

Por otro lado, admito que esta película me ha obligado a modificar mi opinión sobre Ryan Gosling, al que ya le reconocía una versatilidad incuestionable (no le teme ni siquiera al musical) pero no una filmografía de calidad. A partir de ahora sólo diré que Drive (2012) es su peor película. En cambio a Russell Crowe --que sigue sin gustarme nada-- me conformo con tenerle un nuevo respeto: no sé si ha optado por interpretar su papel con su aspecto actual (entrado en carnes y envejecido), renunciando a su imagen de buenorro, o todo forma parte de su concienzuda y profesional preparación para el personaje. En cualquier caso admiro su falta de complejos para arriesgar tanto por un buen guión.