miércoles, 11 de abril de 2018

Destilado de transparencia (Deseando amar)

¿Cuál es el estado de ánimo ideal para el amor? Pues justo después de que te hayan abandonado, de que te arranquen el corazón, cuando sientes que necesitas volver a rellenar ese vacío. Esa conjunción, ese estado de sentimientos es lo más cercano a la mejor predisposición anímica para el amor. O dicho de otra manera, mucho más poética: cuando estás deseando volver a enamorarte, cuando estás Deseando amar (2000) de Wong Kar-wai. Por una vez un título de estreno en España está a la altura del original, complementándolo, ampliándolo, mejorándolo si cabe.

Puede que la película vaya de eso, del deseo de un amor nuevo, pero el rótulo inicial --«ella era tímida, bajaba la cabeza para darle a él la oportunidad de acercarse; pero él no podía por falta de coraje. Ella da la vuelta y se va»-- revela quizá un objetivo implícito, mucho más amplio, sutil y difícil de trasladar a la pantalla: la timidez, el temor a mostrar los propios sentimientos, el pudor pacato que impide ir más allá de la corrección social. Yo creo que ese es el auténtico drama de Deseando amar; el flirteo sensual, el deseo que crece ante la proximidad educada... barreras que impiden que nos lancemos a fondo y dejemos pasar nuestra oportunidad de obtener un pedazo de felicidad.

Deseando amar convirtió a su director en el cineasta de moda de los primeros años del siglo XXI, gracias a su punto de vista radicalmente nuevo, implementado sobre unas bases técnicas y narrativas absolutamente simples y eficaces. El estilo de Kar-wai está en las antípodas del hieratismo interpretativo y los argumentos simbólicamente sesudos de títulos como Elisa, vida mía (1977) de Carlos Saura o Tres colores: Azul (1992) de Krzysztof Kieslowski (por poner ejemplos muy separados culturalmente y en el tiempo que sin embargo fueron ampliamente alabados por la crítica como cumbres parciales del arte cinematográfico), y que sin embargo el tiempo ha desgastado lo suficiente como para revelar su alto contenido en pedantería.



En el filme de Kar-wai la habitual experimentación narrativa (enrevesada y/o endogámica, con su canon de omisiones, conjeturas y posibilidades) no se sitúa en primer plano como seña de identidad ni como marca de distinción/ostentación, sino que se pliega a las necesidades de la anécdota argumental. Aun así, en Deseando amar también hay miradas intensas, escenas sin movimiento, largos silencios, diálogos de alto contenido literario, referencias cultas... La diferencia es que todo esto se intercala en una historia completamente cotidiana, anodina, previsible incluso. La sofisticación que podamos encontrar la aporta y la justifica la caracterización de los protagonistas, unos personajes que expresan lo que sienten sin rodeos y con quienes el espectador puede identificarse en algún que otro momento, sentimiento o reacción. A esta construcción narrativa hay que añadir el cuidado e intensísimo tratamiento estético, de una eficacia apabullante.

La película cuenta la historia de un hombre y una mujer --vecinos puerta con puerta-- en el Hong Kong de 1962 que se sienten atraídos tras la huida de sus respectivos cónyuges, que les abandonan para irse juntos. Todo esto se explica en los trece primeros minutos de película, a base de fragmentos muy breves de información, sin planificación de escenas, con un montaje veloz, con la cámara intencionadamente oculta tras objetos de la casa (dando la impresión de un punto de vista intruso, pudoroso), sin un solo plano de situación, sin una sola toma de exterior. Tras este punto de partida Kar-wai se centra en los encuentros fortuitos de los protagonistas, rodados a cámara lenta y con el tema principal de la banda sonora de fondo. Son instantes sugerentes en extremo: el encuadre, los movimientos a cámara lenta, la cadencia musical, los cheongsam que viste la actriz Maggie Cheung en cada escena (hasta 46, sin repetir ninguno), el juego de miradas... Muchas veces el erotismo y la sensualidad en el cine son producto del azar, pero en este caso la suma de factores da el resultado buscado.

Kar-wai establece muy claramente y desde el principio la pauta de la narración: escenas "informativas" que hacen avanzar la historia y dan detalles sobre los personajes, y otras "contemplativas" (los encuentros de la pareja protagonista: cenas, citas, conversaciones), siempre contrapunteadas con la banda sonora de Michael Galasso y el hallazgo genial de incluir canciones de Nat King Cole en castellano. El contraste entre la localización oriental y el ritmo latino es ciertamente original.

Todas las crónicas mencionan la preferencia de Kar-wai a rodar sin guión, a improvisar con los actores, a finalizar el montaje dos horas antes del estreno, sin embargo el filme da la impresión opuesta: planificación, pautas narrativas, una estética, un estilo... Sin embargo, creo que dos decisiones sobre la marcha de Kar-wai favorecieron a la película en conjunto y han contribuido a mantener su vigencia narrativa y su poderío visual: la primera la eliminación de las escenas en las que los protagonistas culminaban su relación (el desarrollo original de la historia al parecer era más convencional); y la segunda la supresión --a pesar de haberse rodado-- de las escenas en las que aparecían los cónyuges abandonadores (sólo se les oye hablar fuera de campo al principio). Esta supresión sexual deliberada y la imposibilidad de poner rostro a los amantes huidos contribuyen muy positivamente al extrañamiento del espectador, a incrementar su sensación de sueño (y todavía más la ausencia de exteriores y las escenas rodadas en el templo hinduísta de Angkor Wat).

En el momento de su estreno, la crítica la consideró un producto exótico, refinado y propio de la alta cultura, pero para una buena parte del público, sin dejar de reconocer sus méritos estéticos, no estaba demasiado alejada de la tradición pedante de cineastas como Kieslowski o Saura. Son las revisiones posteriores las que revelan que Deseando amar está compuesta en lo fundamental de sucesos y sentimientos cotidianos, destilados con una delicadeza y una transparencia en las antípodas de la pedantería. Esa es la buena noticia: por lo menos hay que verla dos veces, a ser posible con años de diferencia.


martes, 3 de abril de 2018

El lado más oscuro del profesorado (El profesor)

El profesor (2011) es un filme a contracorriente que aborda una realidad compleja, algo a lo que no estamos ciertamente acostumbrados en el cine narrativo. Aunque sabemos que la realidad es demasiado complicada no esperamos que el cine aspire a --o sea capaz de-- reflejarla. De las películas esperamos un planteamiento sencillo, personajes que evolucionan en una única dirección, desenlaces igual de simples y, a ser posible, con un punto de drama sentimental. Dirigida por Tony Kaye, que debutó en el largometraje de ficción con un filme igual de sorprendente y a contracorriente como American History X (1998), narra la triste experiencia del día a día de los profesores de secundaria en barrios empobrecidos. En esas escuelas, donde el entorno social y familiar se ha venido abajo por culpa de la precariedad y los recortes, se revela en toda su crudeza el drama de la impotencia de una generación que es incapaz de transmitir a la que le sucederá motivos, objetivos y/o guías para enfrentarse a la vida. Ni asideros laborales, ni culturales, ni personales, tan solo pueden verles desfilar ante ellos, ser testigos de su hundimiento anunciado. La película está ambientada en Nueva York, pero podría suceder en cualquier otro país avanzado de Occidente aquejado de populismo gubernamental.

La película empieza con una desasosegante cita de El extranjero (1942) de Albert Camus que establece sin lugar a dudas el tono de la narración y el punto de vista sobre los acontecimientos: «Jamás había sentido, a la vez, tal indiferencia de mí mismo y mi presencia en el mundo». La pronuncia Henry Barthes (interpretado por un convincente Adrien Brody) en lo que parece el anuncio de la confesión de una derrota.

Sin embargo, el desarrollo posterior no resulta tan previsible: estamos acostumbrados a que las películas reivindicativas tracen un argumento lineal y único que permita incorporar al espectador al lado crítico que defienden, y para eso hacen falta protagonistas con los que identificarse. Para exponer los argumentos se suele contextualizar el problema central, presentarlo a partir de situaciones fácilmente identificables, a veces adelantando sus consecuencias. Pero El profesor no hace nada de esto, sino que yuxtapone un buen montón de microescenas en las que vislumbramos --directa o tangencialmente-- alguna de las múltiples caras del problema, negándose a ofrecer un plano de conjunto o una trama principal. Normalmente todo esto converge en un apasionado alegato del protagonista en el último tercio de metraje que cumpla estos tres requisitos: ser sincero, propiciador de reacciones en terceras personas y resultar sentimentalmente reconfortante (ya que buena parte de los deseos que expresa se materializarán en un futuro más allá del filme que el espectador no verá).



Tony Kaye sustituye el alegato apasionado --que el público espera casi como un trámite obligatorio-- por otro recurso con una función opuesta: intercala fragmentos del discurso de Henry con el que da comienzo la película. Son breves comentarios llenos de rabia y desilusión acerca de su labor educadora y la casi nula posibilidad de influir para bien en otros seres humanos. Estos fragmentos chocan frontalmente con la significación de las escenas en las que vemos a Henry luchando por sacar adelante a su abuelo (interno y desahuciado en una residencia) y a Erica (una prostituta menor de edad a la que acoge en casa y trata de ayudar de una forma nada convencional). Con semejante contraste de interpretaciones es difícil que el espectador encuentre un hilo conductor, una esperanza, una solución... Henry no es un héroe optimista, ni ejemplifica una lucha basada en convicciones personales, sino que se limita a sortear como puede, en función de su estado de ánimo, el océano de dramas que le asaltan desde todos los lados. Y para completar el panorama está el resto del claustro del instituto: una variada galería con la que comparar las diferentes reacciones de un profesorado quemado por la impotencia, reacciones estrechamente relacionadas con su carácter y trayectoria vital. Lo que sí deja bien clara la película --y creo que ese es su principal objetivo-- es que los profesores están inmersos en un problema que les desborda, y que cualquier gesto o logro en la buena dirección se perderá como lágrimas en la lluvia. En este sentido, El profesor, a pesar de un breve escena ciertamente afectuosa casi al final, es un filme crudo y bastante desesperanzador. Consecuente con su punto de vista y su planteamiento a contracorriente, Kaye no presenta una posible vía de solución (hacerlo resultaría irreal o ingenuo), ni tampoco muestra a Henry reconciliado consigo mismo (eso sí podría hacerlo, pero eclipsaría el tema central), sino que se detiene en la enunciación y en la exposición de motivos (excepto una apasionada toma de partido a favor de la lectura en una escena crucial).



Lo que de paso retrata muy bien la película es a los adolescentes que son víctimas directas del empobrecimiento de este comienzo de siglo: atascados en un entorno urbano degradado, bombardeados a mensajes contradictorios desde toda clase de plataformas, malinfluenciados y maltratados por sus padres (que sólo desean liberarse de su responsabilidad económica y pedagógica) y sin una idea clara de la realidad que les aguarda. Aunque el auténtico drama es que, ante este panorama tan duro, nadie les ha enseñado a sobreponerse a las decepciones. Son chicos y chicas que se comportan como han visto en infinidad de series y películas, pero que cuando les preguntan acerca de su plan de futuro responden con una seguridad tan ingenua como irreal: están convencidos de que accederán a empleos estables y bien pagados, incluso a la fama, y todo ello sin cultura ni estudios, sin necesidad siquiera de terminar los obligatorios, sin apenas leer y/o sin entender lo poco que leen, exhibiendo una preocupante falta de autocontrol, disciplina y empatía con el prójimo. Este diagnóstico es lo que desespera a Henry, a los profesores y al espectador que finalmente entra en el esquema propuesto por la película: la enorme distancia que separa sus sueños de la realidad. Y si alguno de esos jóvenes llegara a darse cuenta de eso más adelante, aún les quedaría otro obstáculo por superar: reparar los daños producidos por el batacazo, sin que haya cerca padres ni profesores. En esos momentos, sin resiliencia ni fortaleza interior, el azar de una reacción podría llegar a suponer la diferencia entre la vida y la muerte...

Tony Kaye ha logrado con el El profesor repetir con éxito la fórmula de American History X: introducir matices, revelar contradicciones y componer personajes poliédricos. No es fácil encajar todo esto en una ficción cinematográfica, pero la vida y las personas somos todo eso y más...