miércoles, 27 de junio de 2018

Crónicas de la incomunicación (The Meyerowitz stories (New and selected))

Noah Baumbach continua matizando y ahodando en uno de sus dos temas favoritos: uno se centra en las experiencias de socialización de estudiantes universitarias primerizas en un mundo semiadulto y/o inmaduro donde no están sus padres, en busca de su propio espacio por primera vez en su vida; el otro --el que llena The Meyerowitz stories (New and selected) (2017)-- son las tensas relaciones intergeneracionales en las familias, repletas de malentendidos, recuerdos que se suponen definitorios y/o traumáticos y, por supuesto, situaciones grotescas y ridículas, cargadas de ese inimitable humor marca de la casa. Si el desarrollo del primer tema lo componen (de momento) Frances Ha (2012), Mientras seamos jóvenes (2014) y Mistress America (2015); el segundo continúa la serie de variantes --en tono pedante y convulsión dramática descendientes-- propuesta por Una historia de Brooklyn (2005), Margot y la boda (2007) y Greenberg (2010). Me parece tan obvio este esquema que no he tenido más remedio que ponerme insoportablemente autoral.

Pero es que es así: Baumbach no sale apenas de su hábitat neoyorquino y de unos tipos humanos muy concretos: familias de clase media acomodada, residentes en cualquier distrito menos en Manhattan, en las que la querencia a teorizarlo todo y un cierto exhibicionismo culturetas caracterizan --para bien, o para mal casi siempre-- la vida de la mayoría de sus componentes. Para este cineasta, el egocentrismo creativo y/o el impulso artístico fallido permiten aflorar en las familias unas curiosas distorsiones en los vínculos afectivos que son una materia prima excelente para componer sus dramas urbanitas contemporáneos.



Esta vez se trata de Harold (Dustin Hoffman), un anciano escultor no consagrado por obra y trayectoria cuya vida ha acabado por determinar el carácter y los logros de sus hijos: no sólo porque no se ha ocupado de ellos durante su infancia y ha delegado esa labor en las cuatro mujeres con las que se ha casado y procreado, sino por la presión --irresponsable, inconsciente-- que les ha transmitido para que buscaran y destacaran en su propia vena artística. Sus hijos --Danny (Adam Sandler), Jean (Elizabeth Marvel) y Matthew (Ben Stiller)-- han crecido bajo la presión de tener que acertar y estar a la altura de su padre; pero también de la duda, del miedo a no ser lo suficientemente buenos o del remordimiento por no haber sido buenos hijos. Y es que Harold está convencido de que la sensibilidad artística hará mejores personas a sus hijos, con independencia de sus defectos, de que tengan un buen trabajo o no, de que encuentren el amor o no; es más, si no se expresan como artistas no tendrán una buena vida y nadie les respetará, su padre el primero. Esta idea planea sobre la mayoría de los filmes de Baumbach, y se nota que le gusta dejarla caer sobre esas familias en las que conviven tres generaciones y así poner en marcha sus historias. Su especialidad son los retratos rápida y bien caracterizados de personas inseguras, inestables y raras. Desde siempre, el cine de este neoyorquino culto se mueve como pez en el agua entre estos tres ejes, mezclando drama, humor y filosofía barata. Y por si esta sólida versión reciclada y actualizada de Tennessee Williams no fuera suficiente, dispone de un amplio catálogo de recursos menores tanto o más eficaces: conversaciones cortocircuitadas, dificultades en la comunicación, incomprensión, ritmo trepidante, situaciones risibles y ridículas...

La película desarrolla todo esto en un estilo más pausado respecto al que nos tiene acostumbrados su director, aunque con los brillantes diálogos de siempre y sus --escasos creo yo-- chispazos de sentido del humor. A diferencia de Margot y la boda el argumento es bastante más cotidiano y cercano, y la resolución igual de natural; y por eso, aunque anticipable, el final resulta coherente con lo visto hasta entonces. Es la vida: no hay milagros ni señales ni momentos de película, sino más bien paciencia, resignación (nuestros padres no van a cambiar), íntimo orgullo (por haber educado bien a los hijos) y esperanza (de conectar finalmente con la persona que amamos en secreto desde hace décadas).

Producida por Netflix, The Meyerowitz stories (New and selected) fue uno de los títulos que provocó que la dirección del Festival de Cannes modificara sus estatutos para impedir que filmes que no se estrenen primero en salas no puedan competir por la Palma de Oro. Un grave error estratégico que sin duda pasará factura al festival, porque lo nuevo de Baumbach sigue siendo cine, da igual como nos llegue.


martes, 12 de junio de 2018

Los 401 golpes (The Florida Project)

Esta es una película que habla de lo que sucede en los alrededores del muro de dolor, silencio, rabia y vergüenza que nos impide ver a un ser humano hundiéndose en la anomia. Es una historia situada --no por casualidad-- cerca de uno de los templos contemporáneos de la felicidad por decreto: el Walt Disney World de Florida. Allí, además de por el clima, el paisaje es igual de luminoso que el reino de la fantasía infantil: apartamentos de colores vistosos, tiendas enormes de formas llamativas, espacios abiertos, amplias autopistas que lo atraviesan todo... y por supuesto los outlets de objetos Disney, una metáfora perfecta de ese otro mundo de ocasión en el que se sitúa la historia. En ese universo de segunda mano y de existencias en vía muerta es donde transcurre la inclasificable The Florida Project (2017).

Coescrita por Sean Baker y su guionista habitual Chris Bergoch, narra la historia de Mooene, una niña de seis años que pasa los días del verano deambulando con sus amigos por los alrededores del motel donde malvive con su madre, una joven en pleno proceso de derrumbe humano y social. Baker se toma su tiempo para situar los acontecimientos y presentar debidamente a los protagonistas (entre ellos Willem Dafoe, nominado al mejor actor secundario de este año por su convincente interpretación): tras una hora de bien diseñadas y definitorias escenas, una travesura infantil de los menores desencadena la quiebra de la precaria red de apoyos de la madre de Mooene y el final de sus irregulares ingresos. Aun así, tras ese incidente, la narración no acelera su ritmo, sino que mantiene el tono pausado a base de escenas breves y cotidianas; la diferencia es que a partir de ese momento se centra en una única línea argumental: el hundimiento social de Halley (la madre de Mooene), un proceso en el que arrastrará inevitablemente a su hija.



The Florida Project atrapa por la ausencia de drama previsible en beneficio de un retrato en el que la narración no se involucra ni juzga, pero también por el realismo de las interpretaciones de los niños (sus diálogos son muy naturales), por la descripción de su día a día a base de pequeñas travesuras y hurtos. Ese mundo mínimo que les dejan las madres (por dejadez o por trabajo) es lo único que tienen; sin embargo, serán los actos de esos adultos que se suponen que les cuidan los que lo irán empequeñeciendo hasta hacerlo desaparecer.

Baker compone para la película un interesante esquema narrativo que combina ficción --centrada en el ambiente de los niños-- con un punto de vista semidocumental que sirve para aportar contexto adulto y social. Con todo, el recurso más original lo compone una serie de elipsis de Mooene en la bañera, en las que, de entrada, el espectador no comprende a qué se debe esa restricción del punto de vista, cuando en realidad el director está haciendo lo mismo que la madre de la niña: evitar, obstaculizar, desviar la atención de su hija de la triste derrota que está teniendo lugar justo en la habitación de al lado. Es después, al revelarse el verdadero significado de las elipsis, cuando el espectador experimenta la misma mezcla de incomprensión y abandono que Mooene cada vez que es obligada a bañarse sin motivo ni horario.



De este desarrollo argumental no debemos esperar una redención de último minuto tan inesperada como optimista, sería una traición al relato construido con tanto esfuerzo. Es más bien al contrario: The Florida Project se ocupa de cada miserable detalle en el descenso de Halley a los infiernos, hasta el previsible instante en que le arrebaten lo que más quiere. En ese momento, cuando la película desemboca en un clímax en el que el drama previsible y lacrimógeno se va a adueñar de todo, Baker encuentra un resquicio magistral con el que recapitular el significado completo de todo lo que hemos visto y, de paso, culminar el filme con una escena antológica. Un final que amplía, matiza y actualiza el canon de los finales abiertos que estableció Truffaut en la última escena de Los cuatrocientos golpes (1959). Pero esta vez no es tanto una mezcla de liberación e incertidumbre, sino de huida triste hacia la felicidad artificial que, como poco, le debemos a la infancia, aunque sea un sucedáneo, una ficción...