sábado, 28 de julio de 2018

¡Andy García canta! (Mamma mia! Una y otra vez)

Cuando tienes una secuela que supone un negocio prácticamente asegurado llueven los productores ejecutivos, empezando por los compositores de las canciones (Benny Andersson y Björn Ulvaeus caldean el ambiente con esta secuela con vistas al anunciado/esperado revival planetario de ABBA). O sea que dinero no va a faltar, y con él mejoras la inversión en vestuario, se afinan aún más las localizaciones, se reúne al reparto original casi al completo más un par de incorporaciones de renombre, añades los consabidos cameos de Björn y Benny... y ya tienes un estreno veraniego para todos los públicos que priorizan el entretenimiento y (sobre todo los fans de la música de ABBA) revivir el buen rollo cuidadosamente improvisado que exhibió su exitosa predecesora: Mamma mia! (2008).

¿Que han olvidado entre semejante despliegue de medios? Un guión que contenga un mínimo de anécdota interesante y, lo que habría sido el mínimo exigible, ya que el gancho la música del cuartero sueco: una buena selección de canciones de ABBA para encajar y coreografiar con humor y actores no especialmente dotados para el baile (sin duda el secreto del éxito de la película de 2008). No estoy pidiendo que las letras encajen con el nivel de ajuste de la primera (al fin y al cabo estamos hablando de un musical que ya llevaba años en los escenarios), pero sí un mejor conocimiento del repertorio discográfico y un mayor nivel de exigencia en esta tarea. Apenas destaca el acierto de One of us y When I kissed the teacher (bien insertadas en la historia), el apunte de buen rollo de Why did it have to be me? (no completa) y el desperdicio de mi favorita: The name of the game, que no llegó a entrar en la primera película (aunque se incluyó en la banda sonora) y que ahora pasa completamente desapercibida.



Lo más decepcionante es que apenas haya unos pocos números musicales bien trabajados (al fin y al cabo es lo que se espera de este género, al menos desde Cabaret (1972) de Bob Fosse), sino apenas una introducción a la melodía como fondo de una coreografía incipiente, una especie de interpretación a medio camino que se diluye en los diálogos sin llegar a convertirse en un número musical como Dios manda. Todo un mundo de posibilidades dilapidadas, todo fiado al efecto de ver a Cher en pantalla, es más, de sobrevivir al hecho de ver a Andy García cantar y moverse (que no bailar) con los acordes de Fernando.



¿El resultado? Un filme que ni divierte ni entretiene, un taquillazo que aburre desde el minuto quince, una extensión artificial de una historia que --dado el talento y el presupuesto disponibles-- merecía algo más de esfuerzo creativo. En su lugar, Mamma mia! Una y otra vez (2018) nos ofrece una secuencia de escenas sin gracia y de drama tontorrón y previsible al estilo de Vacaciones en el mar (1977-1987). Ni siquiera convencerá a los que descubrieron la música de ABBA con la primera parte. Un estreno veraniego a evitar sin lugar a dudas.


jueves, 12 de julio de 2018

Demasiado lastre televisivo (Formentera Lady)

Se nota --y mucho-- el medio en el que ha velado las armas Pau Durà, que debuta en la dirección con Formentera Lady (2018) tras una dilatada experiencia como actor: series de televisión durante los primeros dosmiles, cuando se consolidaba un formato y, por extensión, una narrativa muy concreta, forjada en los noventa. 7 vidas (1999-2006), Plats bruts (1999-2002), Ventdelplà (2005-2010), Crematorio (2011), El príncipe (2014-2016) o Merlí (2015-2018). Y precisamente ahora que --gracias a las plataformas digitales-- a las series no les falta financiación ni visibilidad, Pau Durà se lanza de cabeza al producto audiovisual por excelencia: el largometraje de ficción.

La comparación es dolorosa pero no puedo evitar hacerla: si esta película se hubiera escrito y producido en EE UU estaríamos hablando de cine indie, de recursos narrativos novedosos, de discursos a la contra asomando a la gran pantalla, de personajes retratados en sus contradicciones; pero como está hecha en España lo que destaca por encima de cualquier otro mérito es el lastre de un modo de guionizar y de rodar importado acríticamente desde la televisión sin apenas cambios ni añadidos. Echo de menos en Formentera Lady una mayor inversión en el desarrollo argumental (hitos intermedios, objetivos, mejor definición de personajes, escenas definitorias...) y una narración más elaborada (aprovechar la localización, marcar los tiempos con un montaje más desconcertante y menos predecible...). Al menos dos aciertos del guión podrían haber destacado más si el relato contuviera una mayor carga de subjetividad narrativa, pero la inercia de mostrar sin apenas montaje, con el método de trabajo más cómodo para los actores y el director, hace difícil que luzca un prometedor trabajo de guión. El cine estadounidense tendrá sus defectos, pero al menos sabe huir de las comodidades televisivas como de la peste. Pau Durà debería optar por un tratamiento de desintoxicación televisiva para encontrar su voz y su punto de vista en el nuevo medio al que ha decidido saltar: no sólo para adoptar lo bueno y lo eficaz conocido, sino para hacer valer sus propias contribuciones.



En lugar de eso Durà aplica esa forma de contar historias aprendida en la televisión: acumular momentos dramáticos y sentidos --con un niño protagonista esto es aún más sencillo-- a base de escenas sin apenas planificación, sin tratar de encontrar un punto de vista ni asociar --por ejemplo-- recursos formales a los intérpretes. Los protagonistas son auténticos Guardar como... de los que pueblan las numerosas series de la pequeña pantalla: viejunos de pasado bohemio (con una fascinación no enfatizada pero sí mal disimulada por el director) bien interpretados, mujeres en segundo plano que aportan la sensibilidad y el lado práctico, menores que con su mera presencia ablandan a la audiencia... Pero lo más decepcionante es que el desarrollo argumental de Formentera Lady se centra en una anécdota que el cine ya ha convertido casi en un género (ajuste generacional entre abuelos/as nietos/as), por lo que el espectador puede anticipar sin problemas la mayoría de los hitos del relato, y aun así no se aprecia un intento serio por desorientar al público y/o quebrar sus expectativas. Apostar por lo seguro --el típico balanceo entre drama y humor-- habría mejorado la impresión global, pero puede más la presión del efecto y la identificación inmediatos.

En definitiva, Formentera Lady da la impresión de un guión rápido al que no ha habido tiempo de moldear debidamente, excepto en el capítulo del idioma; ahi sí se nota que Durà lo tiene claro y es valiente y consecuente: por fin una película española que no teme mezclar idiomas a todos los niveles, atreviéndose a mostrar que los grupos humanos no somos monolingües, y que las personas se las apañan muy bien para entenderse intercalando catalán, balear y castellano (y sobre todo mi respeto por los actores y actrices no catalanohablantes que se prestan a estos rodajes sin complejos ni caras raras). Y que el cine puede reflejar esa realidad sin afectar a la comunicación. Esa convicción es la que conseguirá marcar una beneficiosa diferencia para el cine español, quizá incorporándola a la narración de una forma dramáticamente natural y creativa, más allá de los apellidos vascos o catalanes...


lunes, 9 de julio de 2018

Cuentos morales mutados (Un monde sans femmes)

«Es la historia de un hombre y dos mujeres. Mientras busca a la primera encuentra a la segunda. Esta relación constituye el argumento de cada película. Al final vuelve a ver a la primera mujer. Y esta es la moral del cuento». Este tema, siguiendo las leyes del género, sufrirá cierto número de amplificaciones, de restricciones y de inversiones, aunque siga siendo fácilmente identificable». (Éric Rohmer: Seis cuentos morales, 1974)

Hasta que lei este párrafo no comprendí lo equivocada que había estado mi primera interpretación de los seis Cuentos morales (1963-1972) de Éric Rohmer, unas películas que vi por primera vez fuera de su ciclo comercial y artístico --a finales de los ochenta, en un maratoniano ciclo de la Filmoteca de Catalunya, cuando la sede estaba en la Travessera de Gràcia de Barcelona, en el que devoré de tres en tres sus películas-- y aun así consiguieron marcar mi libido y buena parte de mis preferencias cinematográficas. Resulta realmente sorprendente mi ceguera en este aspecto, puesto que volví a verlas más de una vez y no sentí que debía variar apenas su significado (en esta segunda revisión me limité a registrar algunos síntomas de la crisis masculina contemporánea y --el tiempo no perdona-- ciertas actitudes y diálogos que rozan lo ilícito y lo políticamente incorrecto).

Quizá di por sentado que, por encima de su propio objetivo como filmes, había un propósito implícito que solamente yo era capaz de captar y que consistía en recrear en la pantalla algunos de mis anhelos juveniles: veraneos solitarios, encuentros fortuitos con chicas interesantes, conversaciones sobre todo lo divino y lo profundo, suave flirteo, confusión de bienestares (el social y el sentimental)... Sea como fuere el hecho es que, durante décadas, fui incapaz de extraer la verdadera clave temática de seis películas que se presentaban explícitamente como variaciones sobre un mismo tema, y yo no supe ver nada más allá de la manifestación cinematográfica de una personalidad a la que entonces aspiraba en secreto: enamorarme conversando con jovencitas lánguidas, soñadoras y sensuales, auténticas culturetas a la contra de los usos y costumbres mayoritarios, sofisticadas --pedantes también-- debatiendo en playas y bares sobre moral, filosofía, ética y modales en franco retroceso... Sin indicios de ironía, sarcasmo ni frivolidad, pero dejando asomar de pronto --y eso es lo que las hacía más perturbadoras-- zonas oscuras en su personalidad (una creencia, un dolor, un desengaño). Era tan poderosa la encarnación de mi pauta de relación femenina que era imposible atender a las señales que anunciaban el desastre...



Toda esta declaración de ignorancia viene a cuento porque he visto Un monde sans femmes (2011) de Guillaume Brac y he sentido el mismo doble latigazo: topar de repente con una interesante mutación moderna del estilo rohmeriano; pero también encarar de nuevo la misma sensación de que se me está escapando algo, y que soy yo, nuevamente, quien antepone mi estado de sentimientos actual a las motivaciones y significados del filme.

Se trata de un mediometraje que presenta muchas similitudes con los relatos rohmerianos: ambiente estival, encuentros fortuitos, personajes que buscan reconstruirse durante las vacaciones, cortocircuito de deseos no sincronizados... Una madre y su hija alquilan un apartamento en la costa normanda: la madre (Patricia) es extrovertida y busca un rollito de verano a la antigua (por este orden: playa, salidas, discoteca, alcohol moderado, sexo sin compromiso), mientras que su hija --Juliette, una perturbadora Constance Rousseau-- se mantiene en un segundo y censurador segundo plano. Patricia traba amistad con Sylvain, su casero, un buen hombre por los cuatro costados, pero con un aspecto nada sensual y luego, justo cuando Sylvain está a punto de lanzarse, con Gilles, un policía local, el típico seductor (rudo y tosco pero más lanzado y de buen ver) que sin duda encaja mejor con el prototipo de rollo veraniego que tiene en mente Patricia.

El título de la película hace referencia al ambiente de esas poblaciones en las que viven hombres como Sylvain y Gilles: excepto en los meses estivales, apenas hay mujeres, y los hombres se las apañan para sobrevivir como pueden y, quizás, esperan florecer en verano (todo esto es mera especulación, porque la película sólo muestra la anécdota mínima de la competición entre ambos hombres por Patricia). La esperanza de encontrar un amor, la estabilidad, o simplemente pasar un rato agradable mientras nuestra apariencia aún sirva de gancho. Pero también está la actitud de Juliette: rechaza a los jóvenes de su edad, censura la actitud alocada de su madre y sólo parece sentirse a gusto en la soledad de sus lecturas. La película de Brac también plantea la curiosa inversión de roles de las generaciones en liza: la nuestra se niega a renunciar a los tópicos de la juventud ochentera/noventera, mientras que la de nuestros hijos ensaya nuevas fórmulas, vistos los fracasos de la de sus progenitores. O puede que --una vez más-- haga esta lectura porque sigo bajo el influjo de mi estado de sentimientos...

Admito que es posible que esta segunda interpretación sea involuntaria, que surja inevitable en los espectadores de mi generación, que somos juez, parte y problema en este asunto (los paralelismos con Rohmer que incorporo --biográficos o por simple bagaje cinematográfico-- contribuyen bastante), pero lo cierto es que Brac ha conseguido un filme sensible y para contarlo se ha tomado exactamente el tiempo que necesita, ajeno totalmente a las duraciones estandarizadas que suele imponer el mercado. Me recuerda bastante a Los exiliados románticos (2015) de Jonás Trueba y a La isla bonita (2015) de Fernando Colomo: duración, anécdota estival, perspectiva estilística, análisis generacional... Sin duda, dar la espalda a toda clase de convenciones es saludable para los cineastas en particular (en cualquier momento de su carrera) y para los espectadores inquietos en general (en cualquier momento de nuestras vidas).