miércoles, 15 de agosto de 2018

El realismo, cuanto más real, más miserable (Hazme reír)

Tengo que escribir sobre Judd Apatow, porque ya he visto casi todas las películas que ha dirigido y, cuando le ha tocado el turno a Hazme reír (2009), he comprendido que su fórmula no es solamente una aplicación que se instala para potenciar la experiencia de un género del que conocemos y anticipamos la mayoría de sus recursos, no lo es porque en eso radica buena parte de su éxito y su seña de identidad como narrador. De hecho, las marcas argumentales y de estilo que distinguen su cine se detectan sin dificultad desde el primer minuto: un incremento exponencial de la dosis de incorrección política, y otro tanto en lo que se refiere a referencias sexuales, escatológicas o de simple mal gusto, expuestas sin tapujos ni filtros en diálogos e imágenes. También sobresale una perspectiva nueva sobre los arquetipos protagonistas de la comedia romántica más comercial: sus personajes muestran las miserias que suelen quedar fuera en los registros más acaramelados (sexualidad imperfecta, malas relaciones familiares, estilos de vida poco saludables), expuestas con un ritmo lento pero repleto de ironía que suele estallar en gags bien trabajados, no siempre hilarantes, pero sí originales, incómodos, diferentes.

La película es otra vuelta de tuerca al agridulce homenaje al club de la comedia que hizo Woody Allen en Broadway Danny Rose (1984), pero superponiendo a la nostalgia y a la camaradería gremial las injerencias y los imprevistos de la vida. Es un ambiente que Apatow y los principales intérpretes conocen a la perfección porque han velado sus armas en él: el esfuerzo de los novatos por alcanzar la fama a cualquier precio --perfectamente encarnado por Jason Schwartzman y Jonah Hill--, la sensación de final de ciclo (artístico y vital) de los que ya la han logrado, los súbitos avisos de un cuerpo que enferma... Pero por encima de todo esto sobresale la tremenda decepción de estos cómicos al descubrir que, cuando las circunstancias se imponen, les resulta imposible sustituir al personaje público sobre el que han construido su popularidad por el ser humano que ha vivido agazapado a su sombra. Eso es lo que descubre George Simmons (Adam Sandler), un cómico consagrado que, de un día para otro, debe hacer frente a una rara enfermedad terminal. La película de Apatow narra la cadena de reacciones a cual más tragicómica que se extiende a partir de ese momento, marcada por un comportamiento inmaduro, errático, negacionista y muy divertido en sus consecuencias. Pero no todo es humor y situaciones grotescas: el punto de llegada de la historia está más cerca de la realidad que muchos supuestos dramas testimoniales «basados en hechos reales».



El cine de Apatow siempre me ha parecido sincero, pero con Hazme reír se ha metido de frente contra la corriente en un tema delicado, quizá con el objetivo --no del todo declarado ni consciente-- de demostrar de una vez su madurez como cineasta. Su objetivo no ha sido componer un drama de superación, sino más bien provocar un descarrilamiento de trenes a cámara lenta: el trabajo de los cómicos profesionales como Simmons es hacer reír a la gente, mostrarse siempre alegres e ingeniosos, aunque sea la última maldita cosa que le apetezca hacer; es lo único que espera de ellos la gente, el único registro que les admitimos. Súbitas embestidas de sinceridad o tristeza están prohibidas, debe ofrecerse un punto de vista permanentemente irónico y sarcástico de la vida. Apatow contrapone en esta película, de la forma más cruda y cotidiana, la imposibilidad de conciliar el deseo de mostrar la verdadera personalidad y la necesidad de mantener un perfil público marcado por el humor. ¿Qué puede salir de este antagonismo irreconciliable? ¿Están los cómicos preparados para enfrentarse a algo así? La respuesta de Apatow --autor también del guión-- no sorprende por su final, sino por la miserable sinceridad con la que está narrado todo el itinerario moral y social de Simmons.


domingo, 12 de agosto de 2018

Lección de empoderamiento femenino (Los increíbles 2)

Disney se ha lanzado en estos últimos años a explotar el filón de las secuelas, incluyendo aquellos títulos que en su momento parecían sagrados, obras únicas e irrepetibles. Pero el tiempo todo lo muda y ahí están las secuelas de Toy story (1995), cuya continuación sólo se hizo esperar cuatro años y de la que pronto veremos la cuarta entrega de la saga; Cars (2006), cuya segunda parte se hizo esperar cinco años y el año pasado estrenó una tercera; incluso alcanzó a la delicada y rompedora Buscando a Nemo (2003), aunque ese doble valor hizo que su aura sagrada tardara diciséis años en desvanecerse con Buscando a Dory (2016). Apenas un año escaso más ha durado el aura de Los increíbles (2004), uno de mis títulos favoritos de los que me tocó ir a ver con mi hija. Ni siquiera descarto que caiga una continuación de una obra tan redonda e inclasificable como Wall·E. Batallón de limpieza (2008), cuya inviolabilidad dura ya una década... No lo descartemos tan rápidamente.

El propio Brad Bird se ha encargado del guión de esta segunda parte --Los increíbles 2 (2018)-- y, consciente de los elementos que hicieron triunfar a la primera, apuesta por ellos introduciendo apenas una sutil pero valiosa modificación: si en el primer argumento todo giraba en torno a la crisis masculina --un padre con un trabajo mediocre que no puede ser un héroe ni para su familia ni para la sociedad--, en esta de ahora es la esposa quien toma las riendas. Pero no para cumplir un deseo íntimo no satisfecho, sino para sacar a la familia del bache económico y emocional que amenaza su estabilidad (el matiz daría para sutiles y reveladores análisis, pero eso queda para los expertos). Este desplazamiento de género es sin duda una de las consecuencias visibles del movimiento Me Too que ahora mismo inunda Hollywood. Veremos si toda esta visibilidad en pantalla es capaz no sólo de calar para bien en las jóvenes audiencias a la que se dirige, sino de modificar el statu quo de la industria: dobles raseros económicos, machismo cotidiano en los rodajes y en fiestas... pero también tanto relumbrón y derroche en vestidos y ceremonias... Esto también queda pendiente para debatir otro día.



Lo importante es que ahora la superheroína es la líder de la familia, y no porque Mr. Increíble no esté disponible, sino porque así lo ha decidido la familia (y las encuestas de la televisión). La cosa es que esta vez la aventura intercambia los papeles en una primera parte entretenida: ella salvando el mundo y él convirtiéndose en otra clase de superhéroe cotidiano, al que también hay que reivindicar. Así, los gags domésticos alternan con escenas de acción trepidante, por momentos incluso mareantes debido a la rapidez de los movimientos (como la persecución del monorrail). Es un nuevo enfoque que abre nuevas posibilidades (incluso para una tercera parte), aunque el gran final no se salga de los cánones más clásicos del género: evitar in extremis una catástrofe en la que los niños-héroes juegan un papel importante, tomando la iniciativa y demostrando su madurez y fuertes vínculos con sus padres (a los que literalmente rescatan). El mundo sigue siendo el que es porque las familias se mantienen unidas.

En definitiva, una secuela por encima del nivel medio que viene exhibiendo Disney en su estrategia de alargar la rentabilidad de sus éxitos de hace una década. Un filme entretenido que, gracias a la solidez de sus personajes y su original planteamiento, no necesita introducir grandes cambios para seguir haciendo disfrutar a adultos y menores.


martes, 7 de agosto de 2018

Un filme de madurez a la contra (La librería)

Siento una profunda admiración hacia Isabel Coixet: no es solamente una convergencia generacional y de orígenes en cuanto a gustos y puntos de vista (que la hay), sino también su precisión como articulista, capaz de analizar el mundo contemporáneo, incluido el más cercano y abrasador; su capacidad de observación, de almacenar anécdotas, ideas, recuerdos y divagaciones, ordenarlo todo y, cuando alguien se lo pide, exponerlo razonadamente por escrito o en una entrevista. Da igual que se trate de los cimientos de sus películas o de la más rabiosa actualidad política, ella revela con sus respuestas unas convicciones, un sentido común y, sobre todo, una perspectiva progresista de las cosas muy cercana a la mía. Y luego está la Isabel Coixet que habla de literatura, que es la que más admiro con diferencia: disfruto cuando habla de su amor por los libros, cuando añade una opinión o comentario crítico-lúdico a cada título y/o autor/a que cita, consiguiendo que desee leerlos de inmediato, que envidie la de lectura que acumula esta mujer. No es sólo que sea una lectora empedernida y amante de la literatura, sino que es una persona que --al menos a mí-- contagia el placer de la lectura. Y por supuesto están sus películas, que son su medio de expresión favorito, que revelan sus gustos, sus contradicciones, sus manías... su pensamiento.

En su filmografía hay de todo: experimentos arriesgados --Ayer no termina nunca (2013), Nadie quiere la noche (2015)--, errores --A los que aman (1998), Elegy (2008), Mapa de los sonidos de Tokio (2009), Mi otro yo (2013)--, rarezas --Aprendiendo a conducir (2014)-- y obras de gran calidad: Cosas que nunca te dije (1996), Mi vida sin mi (2003), La vida secreta de las palabras (2005). Quizá el auténtico hilo rojo que atraviesa todas estas obras es la presencia de primeros actores y actrices internacionales, entre los que Coixet se siente como pez en el agua y obtiene de ellos meritorias interpretaciones.



Si no conociera tantos títulos de la filmografía de Isabel Coixet diría que con La librería (2017) ha alcanzado una cierta madurez narrativa y estilística, capaz de adaptarse y destacar en función de las necesidades de la historia. Pero lo conozco demasiado y sé que el cine de esta mujer no se deja encasillar así como así, ni es reducible a una línea temática principal al estilo clásico de la teoría de autor. Aun así, el tono, el ritmo, la fotografía, la ambientación en esta película está perfectamente elaborado y puesto al servicio del argumento; y más teniendo en cuenta que esta vez el libro adaptado es una recomendación/ruego de Patricia Clarkson --una de las actrices protagonistas-- que le parecía un libro delicado y perfecto para Coixet.

La librería retrata a la perfección el ambiente de la Gran Bretaña recién salida de la Segunda Guerra Mundial: el ambiente pacato, cotilla y gazmoño de los pueblos pequeños --algo así como el equivalente británico de Calabuch (1956)--, y para ello cuenta con un buen reparto de actores autóctonos (además de Patricia Clarkson, Emily Mortimer y Bill Nighy). La delicadeza de los encuadres, la priorización de los rostros y las reacciones de los actores, el retrato del día a día de la mediocridad en una comunidad excesivamente conservadora y poco cultivada donde todo son apariencias... La directora se mete en la piel de los realizadores británicos para contar una historia que habla de «la ingenuidad, el no medir hasta qué punto te enfrentas a gente tan malvada en la vida. La pasión por los libros, que es uno de mis refugios. En todo esto me reconozco muy bien» (Coixet dixit).

También es un filme narrado en femenino, a contracorriente de la ética mayoritaria contemporánea: el valor de la lectura, de la reflexión... Y con una moraleja de regusto inevitablemente amargo: cultivarse con la lectura, el humanismo, la sensibilidad, la generosidad, sirven de poco a la hora de protegerse de los golpes de la vida, especialmente de los que propinan los analfabetos, los cafres, los insensibles, los egoístas y, sobre todo, los poderosos. El único consuelo que nos queda --el mismo que parece compartir Coixet con su esperanzado epílogo-- es que todo ese derroche de lectura y ternura sirvan para modificar a otra persona, para determinar su vida para bien, para hacerla más feliz. Estoy convencido de que la cultura nos hace más atractivos, nos reconcilia con nosotros mismos y nos ayuda a envejecer. No estoy hablando de un deseo o de una intuición, es más bien un convencimiento íntimo y firme del que saldré sin duda beneficiado.