martes, 7 de agosto de 2018

Un filme de madurez a la contra (La librería)

Siento una profunda admiración hacia Isabel Coixet: no es solamente una convergencia generacional y de orígenes en cuanto a gustos y puntos de vista (que la hay), sino también su precisión como articulista, capaz de analizar el mundo contemporáneo, incluido el más cercano y abrasador; su capacidad de observación, de almacenar anécdotas, ideas, recuerdos y divagaciones, ordenarlo todo y, cuando alguien se lo pide, exponerlo razonadamente por escrito o en una entrevista. Da igual que se trate de los cimientos de sus películas o de la más rabiosa actualidad política, ella revela con sus respuestas unas convicciones, un sentido común y, sobre todo, una perspectiva progresista de las cosas muy cercana a la mía. Y luego está la Isabel Coixet que habla de literatura, que es la que más admiro con diferencia: disfruto cuando habla de su amor por los libros, cuando añade una opinión o comentario crítico-lúdico a cada título y/o autor/a que cita, consiguiendo que desee leerlos de inmediato, que envidie la de lectura que acumula esta mujer. No es sólo que sea una lectora empedernida y amante de la literatura, sino que es una persona que --al menos a mí-- contagia el placer de la lectura. Y por supuesto están sus películas, que son su medio de expresión favorito, que revelan sus gustos, sus contradicciones, sus manías... su pensamiento.

En su filmografía hay de todo: experimentos arriesgados --Ayer no termina nunca (2013), Nadie quiere la noche (2015)--, errores --A los que aman (1998), Elegy (2008), Mapa de los sonidos de Tokio (2009), Mi otro yo (2013)--, rarezas --Aprendiendo a conducir (2014)-- y obras de gran calidad: Cosas que nunca te dije (1996), Mi vida sin mi (2003), La vida secreta de las palabras (2005). Quizá el auténtico hilo rojo que atraviesa todas estas obras es la presencia de primeros actores y actrices internacionales, entre los que Coixet se siente como pez en el agua y obtiene de ellos meritorias interpretaciones.



Si no conociera tantos títulos de la filmografía de Isabel Coixet diría que con La librería (2017) ha alcanzado una cierta madurez narrativa y estilística, capaz de adaptarse y destacar en función de las necesidades de la historia. Pero lo conozco demasiado y sé que el cine de esta mujer no se deja encasillar así como así, ni es reducible a una línea temática principal al estilo clásico de la teoría de autor. Aun así, el tono, el ritmo, la fotografía, la ambientación en esta película está perfectamente elaborado y puesto al servicio del argumento; y más teniendo en cuenta que esta vez el libro adaptado es una recomendación/ruego de Patricia Clarkson --una de las actrices protagonistas-- que le parecía un libro delicado y perfecto para Coixet.

La librería retrata a la perfección el ambiente de la Gran Bretaña recién salida de la Segunda Guerra Mundial: el ambiente pacato, cotilla y gazmoño de los pueblos pequeños --algo así como el equivalente británico de Calabuch (1956)--, y para ello cuenta con un buen reparto de actores autóctonos (además de Patricia Clarkson, Emily Mortimer y Bill Nighy). La delicadeza de los encuadres, la priorización de los rostros y las reacciones de los actores, el retrato del día a día de la mediocridad en una comunidad excesivamente conservadora y poco cultivada donde todo son apariencias... La directora se mete en la piel de los realizadores británicos para contar una historia que habla de «la ingenuidad, el no medir hasta qué punto te enfrentas a gente tan malvada en la vida. La pasión por los libros, que es uno de mis refugios. En todo esto me reconozco muy bien» (Coixet dixit).

También es un filme narrado en femenino, a contracorriente de la ética mayoritaria contemporánea: el valor de la lectura, de la reflexión... Y con una moraleja de regusto inevitablemente amargo: cultivarse con la lectura, el humanismo, la sensibilidad, la generosidad, sirven de poco a la hora de protegerse de los golpes de la vida, especialmente de los que propinan los analfabetos, los cafres, los insensibles, los egoístas y, sobre todo, los poderosos. El único consuelo que nos queda --el mismo que parece compartir Coixet con su esperanzado epílogo-- es que todo ese derroche de lectura y ternura sirvan para modificar a otra persona, para determinar su vida para bien, para hacerla más feliz. Estoy convencido de que la cultura nos hace más atractivos, nos reconcilia con nosotros mismos y nos ayuda a envejecer. No estoy hablando de un deseo o de una intuición, es más bien un convencimiento íntimo y firme del que saldré sin duda beneficiado.


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