domingo, 14 de octubre de 2018

La tentación y la ambición (Happy end)

El tema está ahí, siempre agazapado, a disposición de quienes acepten un reto tan desmesurado: la crítica a la modernidad bien fundamentada y dramatizada en una obra de arte. Nos tienta (y mucho) poner al descubierto y/o ridiculizar nuestras inconsistencias como seres humanos, las contradicciones de la economía de consumo capitalista y, por descontado, denunciar los hilos rojos que mangonean nuestra ética social y moral. Cuando el reto lo asume un recién llegado al oficio se detectan enseguida los errores, fruto de la impaciencia; y un estilo que raza vez esquiva la grandilocuencia, la pretenciosidad: demasiados diálogos de sobremesa, citas de intelectuales y charlas sobre libros; ausencia de escenas definitorias y de personajes que encarnen cada postura en liza y, sobre todo, un estilo entre pretencioso y pomposo a base de experimentos narrativos. Cuando lo aborda un artista en plena madurez hay más posibilidades de dar con el tono y el relato adecuados, pero el éxito no está desde luego garantizado: el resultado puede ser una obra maestra como Héroe por accidente (1992) o una patochada sin pies ni cabeza con apariencia de juicio analítico y demoledor como La gran belleza (2013).

Pero cuando las ganas de poner todo de vuelta y media te pillan después de haber logrado un gran prestigio gracias a unos cuantos títulos (que han alineado a expertos y amplias audiencias) que diseccionan parcialmente algunas de las peores miserias de la humanidad, y donde una deliberada concreción a un lugar y tiempo avalan la contundencia y profundidad de su carga crítica: Funny games (1997 y 2007), La pianista (2001), La cinta blanca (2009), Amor (2012). Entonces, cuando la licencia para criticar es más conveniente y esperada que nunca, resulta que la edad y/o el propio ciclo creativo descendente te juegan una mala pasada: un punto de vista generacional que hace que se pierda la perspectiva, dispersión y acumulación de elementos que se quieren poner en la picota, fiarlo todo a las interpretaciones de actores y actrices consagrados. Esas películas-legado quieren decir demasiadas cosas en poco tiempo y la denuncia queda diluida. Sin embargo, esa misma veteranía que podría suponer un problema, cuando viene acompañada de un estilo que ha demostrado sobradamente su eficacia dramática (capaz de repeler, escandalizar o, esto ya es el colmo, provocar la reflexión en el espectador), en ese caso, aunque de ahí salga un filme incompleto, insuficiente o fragmentario, merece la pena prestarle atención y ver qué hace con la mala leche que lo puso en marcha en su día. Es esa dolorosa descompensación la que exhibe Michael Haneke --para muchos el cineasta vivo más influyente del cine mundial-- en Happy end (2017), una especie de compendio estilístico de sus mejores filmes, esta vez puesto al servicio de un deslavazado inventario de miserias contemporáneas (la sobreexposición de la intimidad en las aplicaciones sociales, los prejuicios clasistas que finjimos no tener, la frialdad y el distanciamiento en el trato con los niños y adolescentes, los intereses personales). Un filme cien por cien Haneke en el que, por desgracia, la lucidez y la transparencia no son suficientes para quebrar nuestra autocomplacencia, pero sí para dejar a la vista aciertos parciales y manifiestos desequilibrios.



Durante los primeros minutos parece que los dardos se dirigen contra el uso exhibicionista y obsceno que hacemos de los móviles, para luego dar paso a una toma fija en la que el encofrado de una obra cede y se desmorona. Nuevo giro. Ahora la cosa parece que va de desigualdades sociales y de los viejos despropósitos de la economía de mercado. Nuevo frente: el abismo de incomprensión que hemos abierto ante nuestros hijos, convertidos de pronto en desconocidos. Luego sobre cómo fingimos vivir en un mundo sin desigualdades, de parafilias y de impulsos de muerte sobrevenidos. Hanecke desparrama su mirada desapasionada sobre multitud de asuntos, focalizándolos en una misma familia: no es solo que su dinero les proteja de las miserias del mundo, sino que además no tienen ni idea de por qué actúan como lo hacen. Un punto de vista y un montaje cuidadosamente neutros (deliberadamente ausentes de juicio moral), como es habitual en el cineasta alemán, son los instrumentos en los que se sostiene la narración. Todo queda expuesto con una naturalidad postiza, con la máxima distancia que permiten los espacios donde transcurre el relato. Si acaso, en Happy end hay que destacar respecto a otros títulos la luminosidad de los espacios y la delicadeza de unos pocos movimientos de cámara.

En cuanto a las interpretaciones destaco, incluso por encima de mi admirada Isabelle Huppert, la de un Jean-Louis Trintignant atrofiado por el dolor de su enfermedad (y que ha provocado que este sea, por decisión suya, su última película), en un papel demasiado cercano a su realidad vital. Un anciano desilusionado, de vuelta de todo, que de pronto se topa con una joven adolescente que exhibe impulsos idénticos por razones que ni ella misma es capaz de verbalizar. Quizá este sea el centro de este drama asimétrico, convirtiendo todo lo demás en meros apuntes, esbozos sin continuidad, pequeños saltos en el relato que un guión más elaborado se habría tomado más tiempo para presentar. Pero parece que a Hanecke le interesa ir directo a las heridas, a describirlas como él sabe, desentendiéndose de la trabajada contundencia de los títulos que han cimentado su fama.

Al final, todo lo que queda de Happy end es un destilado puro de narración sin apenas relato, una crítica tan vasta que apenas deja rastro en cada uno de los zarpazos que intenta. Aun así, gracias señor Hanecke.




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