viernes, 27 de diciembre de 2019

Los motivos ocultos (O que arde)

Oliver Laxe, parisino de padres gallegos, parece haber tomado bien la medida al ecosistema paranoico-crítico que lleva años atrincherado en el Festival de Cannes (y que, dicho sea de paso, amenaza con convertirse en reserva para cierta especie de cronistas cinematográficos), donde le han premiado todos sus largometrajes. O que arde (2019) demuestra por tercera vez que Laxe domina a la perfección una variante del estilo (más estético que narrativo) que encumbró en su momento a Kaurismäki --El hombre sin pasado (2002), Le Havre (2011)--, a Kiarostami con El sabor de las cerezas (1997) o incluso a Lunguin con la efímera Taxi blues (1990). Filmes todos ellos donde se prioriza una mirada amarga y/o desencantada sobre la decadencia del mundo contemporáneo y en los que se abre paso una reivindicación humanística de ciertos valores en retroceso que --de forma inexplicable para mí-- más de doce y más de veinticuatro confunden con la sensibilidad, la ternura, la piedad o la delicadeza (y que, casi de forma automática, designan como un recurso personal y meritorio de su director, que de esta manera queda vindicado como un notario crítico que avala con exquisita pulcritud el declive social en el que estamos inmersos). Son filmes que funcionan como relato ejemplar, con un punto de vista alternativo, cierta experimentación formal y un indisimulado gusto por el detalle; el único inconveniente es que requieren una gran predisposición por parte del espectador, un esfuerzo que no todo el mundo está dispuesto a hacer.

O que arde explica una historia mínima, apenas desarrollada, a base de momentos definitorios (a veces por una simple frase del diálogo, por un encuadre o una mirada) que sugieren algunos sobreentendidos críticos, los cuales probablemente sean la auténtica motivación de la historia. Aun así, Laxe sucumbe a la tentación de arrancar la película con una escena convencional, con una planificación directa y sencilla, en las antípodas de las que vendrán después, facilitando al espectador la información que necesitará para comprender los silencios, las elipsis y los sobreentendidos que marcarán la historia. Es como si desconfiara de la propia capacidad del guión para revelar convenientemente y a tiempo las claves dramáticas que lo sostienen; y sin embargo, estoy persuadido de que, sin esa escena inicial, se mantendría en vilo al espectador, enganchado a un relato en el que se omiten deliberadamente las motivaciones de los personajes (porque lo normal es que se declaren al final). Otra cosa es que eso no suceda, quizá para no quebrar ese aura rousseauniana del mundo rural gallego que el relato consigue evocar con gran cuidado.



El guión sugiere claramente una imagen mítica del mundo tradicional gallego, amenazado desde múltiples frentes, un repositorio cultural de autenticidades casi perdidas donde son precisamente sus misántropos protagonistas los últimos representantes vivos, depositarios de una sabiduría echada a perder por el progreso, la técnica o la degradación de los valores. Son esas personas de motivos no declarados las únicas que aún parecen conectar con ese mundo en desaparición; y aunque ya no practican los oficios tradicionales ni se guían por los hábitos de esa cultura ancestral, son capaces de hacer ver al espectador qué es lo que está acabando con él: los incendios, desde luego, pero también el turismo rural o la talas industriales. El conjunto resultante exhibe una peligrosa equidistancia, como si a la misma altura que los pirómanos hubiera que colocar otras iniciativas que, sobre el papel, sí son capaces de ser sostenibles. Son indicios que Laxe deja caer aquí y allá, dejándolos sin desarrollar, sin preocuparse de sincronizarlos con la trama principal; representaciones simbólicas que aparecen y desaparecen (una manera sutil de establecer su naturaleza fugaz: cada vez es más difícil detectarlos, comprenderlos y/o encontrarlos), estableciendo de paso una pauta para la narración (lo importante son los detalles al margen, no la historia principal). Es en ese juego de sugerencias y reminiscencias no mencionadas donde Laxe se hace fuerte y se reivindica como cineasta delicado, sutil, perspicaz... exigente.



martes, 10 de diciembre de 2019

El síndrome Scarlett Johansson (Historia de un matrimonio)

Antes de comenzar dos anécdotas que --además de la propia película-- forman parte del contexto desde el que escribo esta crónica:

1. Hace tiempo, un antiguo compañero del trabajo, solía decir que, con el tiempo suficiente (quizá menos del que pensamos), aunque viviéramos con Scarlett Johansson en su mejor momento físico, dejaríamos de mirarla, incluso si deambulara en tanga por la casa. Nuestra reacción, llegado el momento, sería pedirle que se apartara al pasar delante del televisor. La situación me hizo gracia y acabamos refiriéndonos a ella como el síndrome Scarlett Johansson. Seguramente la sicología ha descrito mucho mejor que yo este estado de sentimientos, y con palabras mucho más técnicas además, pero la descripción de mi colega me parece que tiene una ventaja práctica inapelable: provoca un animado debate en cualquier clase de tertulia obrera y/o no especializada.

2. El mismo día que iba a ver la película de Baumbach, por la mañana, me encontré con otro amigo, con el que hacía tiempo que no coincidía, y lo primero que me confesó es que estaba en una fase muy inicial de su divorcio (la más dolorosa precisamente, cuando crees que tu vida se deshace en pedazos y nunca podrás reconstruirla; y más aún cuando hay hijos pequeños por medio). Una triste noticia sin duda, y por eso le ofrecí mi ayuda y mi apoyo en lo que quisiera; sin embargo, con la mejor intención, y sabiendo por experiencia directa en qué punto se encontraba su vida en ese momento (y ante el previsible recorrido que le esperaba en los siguientes dos años), no pude contenerme y le expuse mi teoría sobre el divorcio en Occidente: resulta que, por una inexplicable disfunción de nuestra sociedad, la crianza de los hijos resulta mucho más sencilla estando divorciados que conviviendo en pareja, por la simple razón de que el reparto de tareas, gastos y responsabilidades está explícitamente pactado (a veces con jueces por medio). Lo sé, es absurdo, ridículo, no tendría que ser así, y aunque no es una verdad universal es increíble la de veces que se cumple esta paradoja. En cambio, en convivencia, todo está mezclado, implícito, el trabajo y las obligaciones autoimpuestas apenas dejan opción para distanciarse, descansar, repartir... Le auguré que, al cabo de unos meses (si todo iba como debía) estaría encantado de llevar una vida tan ordenada: esperaría los fines de semana con sus hijos con toda la ilusión de un buen padre y, a su vez, se desfasaría como siempre deseó estando casado cuando no los tuviera. Se rió ante mi ocurrencia, pero le profeticé que llegaría un día en que se acordaría de nuestra conversación.

Así que esa misma noche voy a ver Historia de un matrimonio (2019) con las expectativas muy altas: no sólo por tratarse del nuevo filme de mi admirado guionista/director, sino porque espero encontrar una refutación --aunque sea ficcional-- al famoso síndrome que me he inventado y, de paso, confirmar la lunática teoría que le solté a mi amigo recién divorciado.

La película se presenta como una exposición cartesiana y, a la vez, dramáticamente intensa, de un divorcio que, de entrada, ambos cónyuges plantean como civilizado y cuidadoso (hay un hijo por medio), pero que acaba convirtiéndose en un tornado de emociones imprevistas y contradictorias en las que no falta el llanto, la ira, el humor, lo raro, la ironía o la ternura... Todo tan entremezclado como los sentimientos de ambos protagonistas (Johansson y Driver). Aun así, el punto de vista narrativo de la historia está más cerca del lado masculino (probablemente por los elementos autobiográficos que ha añadido Baumbach al guión), y quizá por eso, a pesar de que ambos intérpretes están de premio, a Driver se le ve más diversificado en recursos, más matizado, mientras que Johansson exhibe menos registros (aunque está brillante en todos ellos). Lo cierto es que en la gran mayoría de situaciones que presenta el filme, hombres y a mujeres podrían verse identificados de una u otra manera.



El arranque de la película es brillante: cada cual alabando sinceramente las cualidades del otro, describiendo el amor mutuo desde el que inician el camino hacia una separación civilizada, un objetivo que, debido a sentimientos y detalles que es difícil concretar en palabras, acaba malográndose. Baumbach, un consumado maestro en urdir escenas que ilustran a la perfección estados de ánimo y comportamientos humanos, despliega un enredo dramático en el que parecía inevitable no caer (los dos desean una separación de buen rollo, acorde con su percepción de personas cultas y equilibradas). Pero los intereses personales y vitales acaban pudriendo el proceso hasta convertirlo en un trance humillante y doloroso para ambos. Y todo para acabar en una especie de limbo donde el sentido común, la responsabilidad parental y una extraña ternura que fluye directamente de aquel lejano reconocimiento de bondades con el que arrancaba la película. ¿Que se podían haber ahorrado tanto dolor? Creo que no, como no se lo podrá ahorrar mi amigo.

Historia de un matrimonio es una película atractiva, intensa, sincera; pero también --no lo olvidemos-- una ficción cuidadosamente dramatizada y dosificada (como las interpretaciones de Johansson y Driver, que se disfrutan gracias a largas y meritorias tomas sin corte), y aunque el resultado no es un filme demoledor ni redondo, sí que contiene una buena disección de un tránsito tan común como desgarrador para los adultos. Esta vez Baumbach ha permitido que el drama personal forme parte de sus adorables historias neoyorquinas, repletas de sutil sarcasmo, humor indie, diálogos culturetas y desencanto en dosis precisas; exactamente la clase de distracción que encaja con nuestra idea de la existencia. Y no es que esta película le haya quedado mal, pero el resultado está más cerca de Kramer contra Kramer (1979) que de la brillantísima Frances Ha (2012).

Puede que en realidad accedamos a la verdadera madurez cuando sobrevivimos sicológica y sentimentalmente a un divorcio, a cualquier clase de alienación de afectos sobrevenida y/o forzosa. Una madurez que se caracteriza porque al fin disponemos de una vida anterior sobre la que teorizar y bromear, con la tranquilidad de que está cerrada, acabada y alejándose más cada día que pasa. A partir de ese momento te ganas el derecho a comenzar algunas frases con toda clase de prestigiosas muletillas: «Mi ex decía...», «Estuve allí con mi ex, pero siempre he querido volver con alguien que sí me gustara», «Con mi ex hacíamos eso, pero ahora me he dado cuenta de que...» y otras lindezas por el estilo. Un divorcio es la frontera entre nuestro yo del presente y esa otra persona del pasado que, con el paso de los días, parece cada vez más rara e irreal. Quizá superponer las relaciones en capas, ocultando la anterior con la siguiente, sea la única forma que hemos encontrado de superar ciertos traumas, errores e inconsistencias: si no acaba bien, consideramos aquel tiempo parte de otra vida; sin embargo, cuando logramos que perdure, nunca alcanzamos la misma lucidez distante que permite reconocer sus méritos...



jueves, 28 de noviembre de 2019

Inclasificable, admirable (Parásitos)

Parece mentira que después de dirigir y escribir una película tan deslavazada e insustancial como Snowpiercer: Rompenieves (2013), en la que el argumento flojea y --lo que es aún peor-- también lo hacen ciertos usos básicos de recursos como el suspense, la misma persona sea capaz de firmar una película tan sólida, compleja e increíble como Parásitos (2019). En el primer caso estamos hablando de un guión basado en una novela gráfica, en el segundo de una historia escrita junto con un guionista debutante que sólo había trabajado --literalmente-- como director de segunda unidad y asistente de director: Jin Won Han. La cosa es que entre ambos se han parido una fábula del mundo globalizado en el que estamos a punto de convertirnos que da para muchos y buenos debates.

Corea del Sur, con su combinación puntera de desarrollo económico y tecnológico por un lado, y de lastre tradicionalista y conservador por otro (y también su cine más arriesgado, por supuesto), se ha convertido en un laboratorio de la sociedad ultrapolarizada hacia la que parece que nos encaminamos. No me refiero a la ficción anticipatoria sobre del futuro hecha de increíbles aciertos parciales y repleta de inmensas exageraciones al estilo Blade Runner (1982), sino a las perplejidades miserables y probables que provocarán el egoísmo y la desesperación humanas (ricos y pobres, conectados y descontectados, ingenuos y espabilados... cada grupo exhibe, respectivamente, el primero y el segundo atributo de cada alternativa). En Europa y EE UU ya atisbamos los estragos de determinadas políticas y la reiteración en errores fundamentales (austeridad obsesiva, racismo distractivo, explotación de la ignorancia ajena). No es sólo que la tecnología nos convierta en gilipollas, es que la desigualdad que inocula la tecnología en el sistema capitalista deriva a veces en situaciones y actitudes como las que presenta el filme de Bong Joon Ho.



Parásitos es una auténtica fábula --alegoría, metáfora, parábola-- sobre las consecuencias de aplicar el principio de extrema supervivencia en sociedades globalizadas donde los ricos lo tienen todo y los pobres apenas nada. Todo vale para procurarse ingresos. Pero ojo, no estamos ante un filme moralizante ni aleccionador, el típico cuento de explotadores y explotados, sino ante una disección repleta de matices sobre las miserias que guían nuestros actos. Por eso, a mitad de película, cuando parece que la historia se quedará atascada en la típica comedia gamberra protagonizada por pillos y ultrapillos, se produce una vuelta de tuerca al más puro estilo clásico que devuelve la historia al relato dislocante donde cada personaje se muestra imperfecta y demoledoramente humano. Y es que siempre habrá alguien que sufra más que tú, algo que te obligará a encarar tu egoísmo, tus contradicciones y tu ética (esa que, estás convencido, te redime de todos tus delitos). Este es el auténtico centro de gravedad de Parásitos, una tremenda herida abierta por Bong Joon Ho con un guión de hierro forjado.

Es más, el último tercio de película no afloja e intenta llevar todas las líneas de acción hasta el límite; tan al límite que el clímax se parece muy mucho a un filme del primer Tarantino. Aunque luego el final elabora un engaño tan increíble que más de uno nos lo tragamos sin rechistar; para que el último plano nos devuelva a la tristísima realidad que el argumento ha evitado abandonar durante todo el tiempo. Me está bien empleado, pero admito que es el broche magistral a una historia con un poso amago difícilmente impugnable. Parásitos es una película que huye de perplejidades pedantes, tiempos muertos o experimentos narrativos; sólo cine directo y desorientador del bueno.



martes, 19 de noviembre de 2019

El impecable Scorsese gansteril (El irlandés)

Pues claro que El irlandés (2019) es la mejor película de gánsters de Scorsese desde Uno de los nuestros (1990), lo es porque no había vuelto ha utilizar ese mismo esquema --con algunas pequeñas variaciones, es cierto-- para contar una historia como esta. La expectación levantada por la campaña de mercadotecnia de Netflix, la sensación de público privilegiado al poder verla antes en sala (un buen efecto colateral que reivindica este canal), el convencimiento de hallarnos ante un filme de un cineasta consagrado, la sensación de final de ciclo (vital y creativo) tanto para el director como para los actores protagonistas... Todo se conjura para hacer el El irlandés el estreno que productores y público esperan, y también --claro que sí-- una firme candidata a los Oscar gracias a la misma distribución combinada que Netflix se sacó de la manga para Roma (2018) y que augura una futura pauta de estreno para determinados títulos «estelares».

Poca cosa se puede añadir ya sobre el El irlandés que no suene a réquiem, a compendio de una filmografía, a exhibición de actores en lo mejor de su declive: de Niro, Pacino, Pesci y Keitel se mueven en su elemento (el de sus mejores años) en el océano de la ficción gansteril que ha cimentado la fama de Scorsese. Es evidente que el director les permite lucirse y demorarse en sus réplicas, brillar gracias a su propia técnica interpretativa en momentos estelares e indudablemente pactados. Scorsese, por su parte, tira de lo eficaz conocido, de ese estilo narrativo que él solo se ha inventado a partir de una sólida herencia clásica y grandes dosis de ingenio propio, y que se ha convertido en un modelo a aspirar/imitar cuando se trata de acción y de tensión. No falta de nada: la voz en off de un narrador omnipresente, el gran flashback que resume el auge y caída de un testigo privilegiado de un tiempo (finalizado en el momento de contarlo), breves y fugaces digresiones para presentar un personaje que aparece de pronto (un recurso que acelera la narración y que ya es, indudablemente, una seña de identidad del estilo cinematográfico contemporáneo), la ausencia total de prolegómenos y elipsis para presentar la violencia (siempre directa y fugaz, como si no hubiese tenido lugar, inundando de crueldad la pantalla durante unos segundos), la banda sonora (omnipresente en segundo plano excepto cuando el estilo directo debe tomar las riendas del relato). Todo se consume con deleite, sin respirar, dejando fluir la historia, a la velocidad de crucero a la que nos tiene acostumbrados este hombre.



En definitiva, nada que objetar a esta obra de madurez experta y sin fisuras; excepto quizá la grieta que se le abre en los últimos minutos del filme, un tanto fuera de sitio, marcada por una lentitud expositiva inhabitual, apenas aportando detalles en información relevante para una historia que hace rato que ya lo ha dicho todo. Con todo, El irlandés no es un guión ni una aproximación a un género completamente nueva, ni le da la vuelta a algo que su autor ha establecido en títulos anteriores; simplemente, Scorsese vuelve a rodar la película que sabe hacer a la perfección. Así que te doy las gracias, Martin, por esta nueva incursión en un tema y un formato que dominas como nadie y al que has aportado --como Coppola en su momento-- una marca genérica que tardará años en ser revisada. Y así, sin respirar, igual que se ve El irlandés, esta crítica se ha acabado...



miércoles, 13 de noviembre de 2019

Recuperar el lugar que creías buscar (Pequeñas mentiras para estar juntos)

Ya lo he escrito en este mismo blog unas cuantas veces: de pronto unos personajes traspasan su mera función en el relato y los espectadores queremos saber más de ellos. Cuando eso pasa cualquier excusa es buena para volverlos a encontrar en la pantalla, descubrir cómo les ha ido durante el tiempo en que sólo tuvimos un breve fragmento de sus existencias para imaginar y especular. Que unos seres de ficción rompan esta barrera no es habitual ni sencillo, no existe una fórmula o unos ingredientes con lo que se pueda asegurar el éxito. Es como la amistad: está influida por el azar más de lo que queremos creer o admitir. Y entonces, estrenan Pequeñas mentiras para estar juntos (2019), la segunda parte de Pequeñas mentiras sin importancia (2010) y mi ansiedad --y la de muchos otros espectadores-- se dispara. Ahí están de nuevo a todos juntos, dispuestos a hacernos pasar un buen rato, a recrear las reuniones de amigos, a vernos reflejados en ellos; pero también que sus vidas nos expliquen cómo podría ser la nuestra, facilitarnos una especie de diagnóstico generacional, una pauta, qué se yo... Nos caen bien y nos fiamos de ellos.

No es que la primera película pidiera a gritos una secuela, o el guión dejara entrever bien a las claras que la habría, ha sido más bien la apuesta segura por unos personajes que el público hizo suyos, identificándose en sus contradicciones y en unas cuantas situaciones mísero-domésticas. Y además mantiene el contrapunto humorístico, y temas vitales (la muerte, el egoísmo, los hijos, el amor...). En definitiva, un filme redondo que ahora Guillaume Canet --director y guionista de ambas-- se atreve a prolongar con mínimos cambios.



De entrada, el lugar donde transcurre la acción es el mismo, pero cambiando la estación del año (ahora es otoño) y la excusa argumental también (todos pasan juntos unos días de vacaciones para reencontrarse). Además, los conflictos son prolongaciones/variaciones de los que ya planteaba la primera parte: relaciones nuevas y las secuelas que han dejado las anteriores, la inmadurez que nos hace creer que aún son jóvenes, la insatisfacción permanente, la resistencia a acatar ciertos adocenamientos y rutinas, el temor a quedar sepultados bajo los peajes de la crianza de los hijos... Y por último ciertos detalles que son difíciles de captar sin haber visto la previa (sobre todo uno casi al final). Lo que sí ha cambiado es el registro del relato: ya no son los hombres y mujeres imperfectos y egoístas que acababan aceptándose y aceptando a los demás, sino arquetipos de la tragicomedia clásica: representantes de una generación que busca encontrar su sitio, casi en los estertores de la adultescencia; tener la certeza --ingenua, ilusa, imposible-- de haber encontrado el lugar que la vida les reservaba, el que imaginaron de jóvenes, el que creen haber conquistado.

Amores diferidos/anunciados, emoción incontenible por recuperar lo que se dejó escapar, balance vital, bienestar por no tener que encarar la vejez sin un amor. Todo en Pequeñas mentiras para estar juntos se conjura para tranquilizar nuestras conciencias: nuestros adorados personajes tendrán una buena vida (¿un sucedáneo de la que creemos merecer?). Canet ha querido dejar bien atado el porvenir de sus protagonistas: sus hijos no les odiarán y mantendrán el contacto, estarán rodeados de las personas que eligieron (más antes que ahora) y, en definitiva, serán felices a la reconfortante manera que establecen las reglas del género cinematográfico del que han salido. No estamos ante un filme aburrido, pero uno echa de menos la intensidad, la crítica sutil: no conmueven igual los nuevos hitos dramáticos que marcan el guión (recuperar el instinto dormido, superar traumas, descubrirse a base de momentos definitorios...) todo demasiado codificado por el género. No es una secuela redonda, pero como rendido fan de Pequeñas mentiras sin importancia estoy dispuesto a defender sus contadas virtudes.


domingo, 3 de noviembre de 2019

El milagro laico del nuevo Cándido (Lazzaro feliz)

Filme de claras resonancias religiosas que se ha paseado por festivales de todo el mundo recogiendo premios y nominaciones, Lazzaro feliz (2018) --escrita y dirigida por la italiana Alice Rohrwacher-- presenta una historia sólida, a veces desarrollada de forma errática, en ocasiones con un punto cargante, cuyos acontecimientos, sobre todo determinadas escenas, dejan al descubierto una intensa carga crítica. No en forma de alegato apasionado, ni sugerido a través de algún recurso de la narración, sino por deducción lógica del espectador. No es un filme pedante ni complicado, pero su aire de fábula autoconsciente no ayuda a lograr que parezca una historia redonda o un asunto incómodo.

«Los seres humanos son como los animales, si los liberas pasarán a ser conscientes de su condición de esclavos y los condenarás al sufrimiento. Ahora [como esclavos] también sufren, pero no lo saben». Este diálogo es la piedra angular sobre la que se sostiene toda la película; se lo suelta la marquesa a su hijo, temeroso de una rebelión de los aparceros que mantiene esclavizados en su finca. Esta mujer les que hace creer que están aislados desde que el río cortó la única vía de comunicación con el exterior (en realidad de esa inundación ya hace años y no es un obstáculo para abandonar la zona, pero así los mantiene bajo su dominio). Así, la única forma de sobrevivir que le queda a esa gente es trabajar en la plantación de tabaco de la marquesa a cambio de nada. En realidad, la afirmación de la marquesa es cierta porque sus esclavos han sido engañados y/o no han conocido la libertad, por lo que no hay que temer una rebelión que rompa con el estado de cosas que reina en la finca. Lo que explica la película es que sí hay una manera, impensable para ambas partes: la actitud de Lazzaro.

Lazzaro es un ingenuo absoluto, pero con una inclinación natural e inagotable para hacer el bien: siempre dice que sí, nunca se queja, ayuda a todos, hace lo que le mandan (aunque sea una injusticia o un abuso). La marquesa cree que esa es la clave para que la cadena de la explotación funcione: siempre hay alguien por debajo del que aprovecharse: la marquesa de los aparceros, los aparceros de Lazzaro... Pero, ¿y Lazzaro? ¿A quién explota? La marquesa cree que hace lo mismo que el resto, y ahí es donde Rohrwacher inserta su fábula, a medio camino entre la bienaventuranza catolicista y la ética política más actual.



Tras una primera parte dedicada a presentar a los personajes y el conflicto, en la segunda la narración adopta ese formato de parábola moralizante, quizá la única concesión que se permite la directora para hacer aún más obvio el significado de su película (Lazzaro exhibe el mismo poder que el personaje de la Biblia). Este paralelismo religioso arruina parte de la crítica política que destila la historia: una vez liberados de su exclavitud, sucede exactamente lo que vaticinaba la marquesa. Sin este detalle milagrero Lazzaro feliz funcionaría a la perfección como carga de profundidad contra los fundamentos de nuestra sociedad.

¿Significa eso que es preferible vivir como esclavo? En absoluto; lo que la película expresa es una idea devastadora: debemos desconfiar de la bondad en estado puro, esa que se muestra en el día a día sin pedir nada a cambio y llevando a la práctica lo que dicta la doctrina católica; porque si todos nos comportaramos igual sería imposible la existencia misma de la sociedad. Es preferible conformarse con un sucedáneo hecho de buenas intenciones e intereses egoístas no revelados/admitidos. Esa es la bondad imperfecta --compatible con la vida en sociedad-- que puede permitirse el ser humano. Una historia capaz de expresar todo esto a partir de un relato sencillo y cotidiano se merece sin duda el premio al mejor guión que recibió en Cannes.


jueves, 24 de octubre de 2019

El que tuvo... tira al monte (Día de lluvia en Nueva York)

Desde la floja y sosa Irrational man (2015) que no regresaba a Allen, y veo que su cine, contra viento y marea, no ha cambiado en lo fundamental. Sí que ha perdido algo de sarcasmo, casi toda la carga crítica respecto a los acontecimientos de su tiempo y absolutamente todos los elementos característicos de su humor (los judíos, la cultura, las relaciones). Pero es indudable que sigue dominando el arte de hacer películas. Ya no le quedan perfectas, ni sus guiones se notan tan trabajados como antes (los de los noventa quedan ya como la cima de su aportación artística), más bien acomodados a ciertos recursos narrativos de probada eficacia (y seguramente a infinidad de imprevistos de la producción, del reparto, del presupuesto...), pero siguen divirtiendo a pesar de los clichés.

Los protagonistas de Allen se definen por unos rasgos que conocemos bien: puntos de vista desencantados, dominio ingenioso de la filosofía y de las citas culturales, incapacidad para expresar sus sentimientos; pero también --y esto es lo más contradictorio e inconfundible de los personajes de Allen-- una querencia casi sthendaliana por lugares que destilan romanticismo y nostalgia (bares, hoteles, barrios, tiendas, tradiciones, rincones de Central Park...). Esta fascinación por el antiguo Nueva York (ligado sin duda a su infancia) es probablemente el ingrediente que engancha al público que no conoce sus grandes títulos o se siente atraído por algún intérprete del reparto. Cinéfilos y recién llegados coinciden precisamente en eso: en mitificar y disfrutar con escenas cuya localización amplifica el significado del diálogo o de la situación. Nueva York le debe a este hombre mucho más de lo que admite; y aunque su vida sentimental no es desde luego ejemplar, no se puede dejar de admitir que hay momentos en su filmografía que han marcado una época y un estilo. Y si no que se lo digan a la serie que Amazon Prime acaba de estrenar: Modern Love (2019).



En esta etapa de senectud, el cine de Allen ha ganando en velocidad y concreción, y Día de lluvia en Nueva York (2019) es un buen ejemplo: rápida presentación de los protagonistas (los secundarios son totalmente funcionales y se esbozan raudos a partir de su aspecto, profesión y cuatro líneas de diálogo), establecimiento de plazos y objetivos para la historia, humor blanco sin apenas ironía, recursos y situaciones de vodevil clásicos... Ingredientes transbordados casi sin modificación del cine clásico de Hollywood. En este filme, la vena romántica que Allen siempre se ha apañado para dosificar con inteligencia, luce aquí sin complejos y en todo su esplendor en un esquema casi calcado al de Midnight in Paris (2011), solo que sustituyendo la capital francesa por Nueva York.

Quizá, y sobre todo después de los problemas que tiene Allen para rodar en su país, este sea en verdad el último que el artista/cronista cinematográfico de Nueva York le dedica a su objeto de inspiración. Si es así, Día de lluvia en Nueva York es lo que tiene que ser: un homenaje a los lugares que adora y que se apaña para mostrar tal como él los ve y siente en los momentos cruciales de la película. ¿Guiño comercial a la audiencia? Desde luego. ¿Sincera y entretenida? También.


sábado, 5 de octubre de 2019

Más allá de la literatura y la realidad incrementadas (El hombre que mató a Don Quijote)

No sé si el partir de un buen original literario ha tenido algo que ver, pero esta vez, gracias a El hombre que mató a Don Quijote (2018), hemos conseguido disfrutar del mejor Terry Gilliam en años. Nada que ver con la dispersión sin sustancia de El imaginario del doctor Parnassus (2009) o la crítica de un presente que el cineasta siente como ajeno de Teorema Zero (2013).

Concebido el guión en 1998, el rodaje del filme que finalmente el público ha podido ver en la pantalla no se pudo completar hasta 2017: desafecciones y enfermedades de actores --Johnny Depp y John Hurt respectivamente--, enfermedades sobrevenidas de productores, dificultades extremas de financiación (una clase de obstáculo al que, por desgracia, Gilliam ya está acostumbrado)... Con el paso de los años, el proyecto acumuló una increíble aura de malditismo, hasta el punto de que se estrenó un documental sobre el primero de sus tres fallidos rodajes. Posmodernismo en estado puro. Son anécdotas que encajan a la perfección con la desmesura que siempre ha caracterizado a Terry Gilliam (además de su tesón, imaginación y creatividad, por supuesto); pero también motivo de admiración por parte de sus fans incondicionales. Los paralelismos con Orson Welles son numerosos y seguro que la comparación no le desagrada al ex-Monthy Python: su admiración mutua por la obra de Cervantes, así como el rescate financiero y artísico para un proyecto exuberante que finalmente el cine español aceptó producir en uno de sus característicos rasgos quijotescos. El hombre que mató a Don Quijote costó 16 millones de dólares y recaudó 2,3 millones. No hace falta añadir nada más.... Es como si la figura de Don Quijote se desplegara en una inefable ironía hasta caracterizar todo un sector industrial y artístico con decisiones y gestos que, en este caso concreto (y en el de Welles también), le honran por su valentía.

La cosa es que El hombre que mató a Don Quijote exhibe un buen guión y está bien filmado. Es cierto que hace falta conocer el original literario, al menos sus episodios más populares, para apreciar determinados giros y superposiciones de significado. Con este requisito y un mínimo interés por los desafíos formales de la adaptación cinematográfica, el público puede entrar sin dificultades en el inteligente juego de espejos que propone Gilliam. En eso el cineasta no se aparta del canon de las adaptaciones contemporáneas de textos clásicos: recurso a la ironía, lo posmoderno, intercalación de planos de significación que combinan pasado y presente, continuidad y contraste... Suena a tópico, pero Gilliam y su guionista Tony Grisoni han conseguido empotrar con total coherencia el significado central de los episodios cervantinos en un presente que no se saca de la manga ninguna concesión artística, rara, exagerada o pedante. La película recrea capítulos bien conocidos, como el de los molinos de viento, la penitencia en Sierra Morena y --especialmente meritorio-- el de los Duques aragoneses y el caballo de madera Clavileño, inteligentemente trasplantado a una lujosa y decadente fiesta en la que todos los excesos cervantinos y gilliamescos no chirrían en absoluto, respetando al completo la vigencia universal de la novela (no puedo creer que haya escrito esto después de dejar pasar estos detalles --para desesperación de mi profesor de literatura y padre-- en mis trabajos de bachillerato).



Al igual que en la novela, en la película es Sancho quien sobrelleva el peso de los acontecimientos, quien se revela como el ser ficticio más cercano a la humanidad inventada, el más contradictorio, el que realiza un itinerario moral y sentimental más amplio y revelador. Un itinerario que en ambos textos comienza en el sentido práctico más egoísta y materialista y alcanza al final el más puro idealismo sin contrapartida. El hombre que mató a Don Quijote demuestra que el esquema de la novela cervantina proyecta una sombra muy, muy alargada, y su influencia se deja ver sin disimulo en numerosos relatos de ficción y medios narrativos.

Y todo esto sin que Gilliam tenga que renunciar o modificar su estilo habitual, al contrario, esta vez sus escenas delirantes repletas de gente rara y/o disfrazada --mostrada en su típico montaje acelerado-- no parecen un autohomenaje, sino una actualización congruente con la exageración circense de las bromas de los Duques a la pareja protagonista. Es más, en ningún momento de la película Gilliam pierde de vista la verosimilitud del relato principal, algo que le honra para quien conocemos su vaivenes y sus excesos: un joven cineasta (interpretado por Adam Driver), en plena crisis durante el rodaje de un filme sobre el Quijote, se ve envuelto en una serie de situaciones grotescas por culpa del antiguo actor con el que trabajó diez años antes, también en una película experimental sobre el mismo personaje. En ningún momento el argumento se deja llevar por lo onírico o lo absurdo, y si lo hace está perfectamente justificado desde el punto de vista narrativo. Destaco especialmente la fortuita «liberación» del caballero por parte del protagonista, una escena de innegables reminiscencias prometeicas...

Hasta que el guión alcanza el momento que describe el título y que nunca se atrevió a escribir Cervantes, un episodio que si bien no figura en el libro no hubiera parecido insólito ni fuera de lugar, puesto que el sentido final y la evolución del personaje de Sancho (de todos los Sanchos de este mundo) no se ven afectadas. Quizá este es el detalle que mejor define y revaloriza a la película: un desenlace chocante, más propio de nuestros tiempos que de los de Cervantes y que aun así --una vez más-- acabará situando a Sancho en el mismo disparadero que a su mentor.

Es curioso comprobar, gracias al filme de Gilliam, que hoy día sólo los sueños desbocados y el lujo más indecente y exagerado son capaces de recrear el drama de Don Quijote en un mundo que no comprende ni le admite tal como es. Ahora me doy cuenta de que no hay exageración en Cervantes, más bien un agudísimo conocimiento del ser humano y de la sociedad que se ha fabricado. Una sociedad en la que los idealistas lo tienen jodido, aunque es poco probable que acaben extinguiéndose porque siempre habrá quien les sustituya de la forma más imprevista y dolorosa...


miércoles, 18 de septiembre de 2019

El irresistible atractivo de la impugnación generacional (Euphoria)

Tal como advierte el crítico Darren Franich (Entertainment Weekly), «el hecho de que sea fácil aceptar la visión nihilista de la adolescencia de Euphoria como miseria destilada dice más de nosotros que de los adolescentes: A algunas personas les encanta un buen susto». Después de haber visto la primera temporada creo que no va nada desencaminado: Euphoria (2019) de Sam Levinson --hijo de Barry Levinson, el director de Rain man (1988)--, una adaptación actualizada a nuestros días de una serie israelí del mismo título --emitida entre 2012 y 2013-- sobre un grupo de adolescentes de la Generación X durante los años 90, es una provocación diseñada para triunfar como producto televisivo de moda y, de paso, escanzalizar a los padres y madres de la Generación Z. Levinson ha incorporado a su versión estadounidense la variable tecnológica y la distorsión gravitatoria que ejercen las redes sociales en la adolescencia, y más cuando las consumes en un ambiente asfixiante de drogas, ingenua perversión sexual y enfermedades mentales. La polémica y, por tanto, el éxito, están servidos.

La ven los adultos esperando un diagnóstico, una guía por encima del relato que les sirva para comprender a sus rorros, y se acojonan. Algunos, sin saber aún de qué va exactamente, puede que pensaran echarle un ojo antes de ofrecer a sus hijos verla con ellos y así poder colar muchos y buenos consejos a la luz de algunas escenas y comportamientos. Creo que la inmensa mayoría cambió de opinión antes de acabar el segundo episodio. ¿Por qué? Por lo de siempre: por la cruda exhibición del sexo y el nada condescendiente retrato de ciertos comportamientos y actitudes entre --no lo olvidemos-- menores de edad, personas acerca de cuyas vidas sus padres no saben --sabemos-- una mierda.

La ven los adolescentes y quedan fascinados ante la exhibición de poder que sus protagonistas ejercen sobre el mundo adulto, la enérgica contestación de los valores familiares, un punto de vista alternativo sobre cosas y problemas, el anhelo --siempre secreto-- de un amor convencional y redentor (como los que admiraron en sus audiovisuales de infancia) que actúa como el fundamento no reconocido de su estabilidad y su existencia misma, oculto porque lo que se lleva es exhibir una sexualidad como la que imitan de las redes. Presión de grupo, necesidad enfermiza de encajar, gregarismo, intolerancia absoluta al etiquetado (especialmente en las categorías de origen viejuno), mala digestión de los reveses de la vida, inestabilidad emocional, insatisfacción permanente, déficit de atención, narcisismo... La lista es larga.

Y sin embargo esa crudeza y esa sinceridad son buenas, es precisamente su falta lo que le reprochamos a la comedia romántica: omite e idealiza el sexo, lo supedita a sentimientos que se venden como instintivos (cuando son pura conveniencia). Y lo mismo con las drogas: estamos hartos de reírnos con películas en las que los adultos hacen un consumo divertido y luego nos escandalizamos porque nuestros hijos experimentan a su manera. Como si en la juventud no hubiéramos tanteado ciertos límites...



Levinson, a diferencia de la mediocre Nación salvaje (2018), donde enseguida se calaba de qué iba todo, propone en Euphoria un formato mucho más experimental y audaz: giros constantes de la cámara, manipulación del espacio, saltos hacia adelante y atrás en el tiempo, encadenamiento de movimientos de cámara más allá de una misma escena, narración acelerada... Todo al servicio de un relato que arranca con una sinceridad brutal que engancha necesariamente. La serie contiene momentos cómicos (la masterclass sobre fotopollas); un episodio que transcurre íntegramente en una única localización donde se entrecruzan todas las tramas; o los expedientes de vida de cada protagonista con los que empieza cada episodio (a pesar de que perpetúan ciertos tópicos sobre los géneros y se basan en una sicología freudiana ciertamente obsoleta). Y también algunas reflexiones a medio camino entre la insolencia y la puerilidad: compartir fotos de desnudos con tus parejas es una expresión libre de la sexualidad a pesar de que saben perfectamente que servirán para su propio linchamiento social si se filtran o la relación no acaba bien. Euphoria vende este argumento como si fuera una seña de identidad generacional, cuando en realidad es una actitud que expresa una inseguridad patológica y se desentiende de todo sentido común. ¿Acaso cerrarías la puerta de casa con llave y te largarías tan tranquilo dejándola en la cerradura? Pues eso.

Cuando se tratan temas incómodos, polémicos o se incluye una perspectiva crítica sobre la realidad que sirve de contexto al argumento, es lógico esperar que la narración proporcione ciertas claves, un posicionamiento que permita deducir cuál es el punto de vista de la instancia narradora. Aquí es donde Euphoria se desmorona a medida que avanzan los episodios, puesto que omite cualquier referencia --formal o de diálogo-- que permita al espectador situar al narrador respecto a los hechos que narra (actos, actitudes, opiniones). La primera impresión, por tanto, es de neutralidad respecto a los acontecimientos, y por eso pasa por ser una serie nihilista, por eso parece una impugnación al mundo adulto, por eso sus atormentados protagonistas parecen héroes, porque buscan un sentido, un bienestar, una calma que los demás parecen negarles.

Después, a medida que avanza la historia, uno se da cuenta de que los enredos entre personajes no son más que una siniestra vuelta de tuerca a las ridículas disputas de niño rico que examinaba Veronica Mars (2004-2007) en sus casos. Sólo hacia el último tercio, Levinson no puede evitar mostrar por deducción su posicionamiento, el mismo que con tanto esfuerzo ha omitido, a través del uso y elección de ciertos recursos técnicos (montajes cruzados, comentarios en off), dejando escapar un cierto tufillo a moralina de viejuno-que-sabe-de-lo-que-habla (Levinson tuvo sus propios problemas de adicción) acerca de las decisiones de los protagonistas. La temporada desemboca en la misma ambigüedad mediocre de cualquier serie del montón (prácticamente ninguna trama se cierra, anunciando claramente una nueva e inútil temporada), no sólo en el sentido que aporta la escena final, sino el último episodio en conjunto: un inmenso tapiz de historias en diferentes tiempos que se entrecruzan para destilar un significado abstracto y profundo. Un recurso que remite sin duda a uno de los filmes más moralizantes y pretenciosos de la historia del cine: Intolerancia (1916) de D. W. Griffith.

Euphoria, a pesar de sus reivindicaciones sobre expresión sexual, libertad y demás anhelos adolescentes, al igual que Nación salvaje, no se sale en lo básico del marco mental de la narración patriarcal, esa que hace girar los argumentos alrededor de los hombres y sus valores. Por eso las chicas protagonistas no son unas feministas que luchan por romper su entorno testosterónico, sino llevar hasta sus últimas consecuencias el principio de «sexo es poder» que reivindicaron sus madres. Todas, en un momento u otro, hacen ostentación de su capacidad para obtener sexo de los hombres (adultos y menores), y reivindicarse así ante el resto del grupo. Experimentan ese poder para demostrarse a sí mismas que son atractivas y deseables, que pueden conseguir a quien quieran (para joder a una amiga si hace falta), pero también para enmascarar un deseo romántico que al parecer todas ellas albergan en lo más profundo de su personalidad aunque no se atreven a verbalizar (la serie lo revela poco a poco en cada una de ellas). Las toneladas de ficción romántica patriarcal que han consumido durante la infancia cortocircuita de pronto con el porno ubicuo al que acceden desde el móvil y entonces todo se mezcla en un magma en el que es imposible distinguir el sentimiento del instinto hormonal.

No se vayan todavía, que aún hay más. El esquema de causas y consecuencias que presentan los diferentes expedientes de vida son sospechosamente parecidos y están repletos de tópicos sicológicos: los chicos sufren y se vuelven agresivos por culpa de padres que les presionan y les exigen el triunfo a toda costa como la máxima evidencia social de la masculinidad (eso implica tirarse o salir siempre con la buenorra de la clase). Ellas, en cambio, aparte de estar perfectas y sexys en toda ocasión, arrastran el trauma de un padre desaparecido prematuramente y/o que no ha ejercido el necesario contrapeso beneficioso en su educación (por lo visto una madre sola no lo puede aportar). En corto y claro: si el padre está ausente ellas se vuelven unas zorronas y/o guarrillas. Bastan estos dos apuntes para darse cuenta de que, tras esa fachada de modernez y de indiscutible técnica formal, sigue latiendo el mismo trasfondo patriarcal y machista de la comedia romántica, donde todo gira en torno a los hombres. Aun así, quiero destacar el retrato del personaje de Rue Bennett (interpretado por una contundente Zendaya), sin duda el mejor perfilado de toda la serie, sobre todo en relación a su adicción con las drogas, tratada con un realismo y sin un ápice del sentimentalismo lacrimógeno que añaden la mayoría de filmes. Aquí está el auténtico material de debate entre los padres e hijos que deberían ver la serie juntos, y no en el uso manipulador superficial que se hace de la sexualidad entre menores.

Terminemos quitando el IVA a la realidad de la que bebe Euphoria. ¿Verdaderamente representa la serie al mundo y a los valores mayoritarios de los adolescentes? Esto no se cumple ni siquiera en EE UU, a pesar de los incuestionables estragos que provocan entre ellos los opiáceos, los vapeadores y las redes sociales. Para nuestro entorno más inmediato tomaré prestado el diagnóstico de Andreu Navarro, un profesor barcelonés de secundaria que acaba de publicar Devaluación continua (2019): tenemos «un sistema educativo estresado por la propia sociedad de la que es espejo: hay padres ausentes porque trabajan demasiado; hay violencia; hay chicos sin comer o desayunar; hay muchos problemas mentales; y hay una generación ausente por su concentración en las redes y su identidad virtual». La ficción es altamente selectiva a la hora de escoger sus temas: la crítica a los padres, la denuncia de las desigualdades o la pobreza inducida por el sistema no interesan, tan solo se prioriza lo que tiene que ver con sexo, comportamientos al límite, juventud, belleza física, impugnación de las normas adultas y despelote. Euphoria no es una excepción: se sitúa conscientemente dentro de ese segmento tan real como minoritario de adolescentes con problemas mentales. Que la parte no eclipse al todo.


domingo, 18 de agosto de 2019

Inapelable paisaje de injusticia con trazas de narcisismo al fondo (Marea humana (Human flow))

Es perfectamente posible y habitual que un avance sea capaz de presentar el filme que anuncia como lo que no es, incluso como mucho mejor de lo que es; al fin y al cabo, el avance es un --no reconocido-- género en sí mismo, marcado por una funcionalidad en grado extremo, lo que lo convierte automáticamente --al menos para mí-- en algo atractivo y adictivo. Lo que resulta mucho menos habitual es que el avance sea más convincente que el filme completo, que una breve y estudiada voz en off haga el equivalente a todo el trabajo de la película en muchos menos minutos. Más preocupante aún es que ese avance contenga la única declaración bien estructurada de toda la película, unas duras palabras sobre la condición del refugiado de Hanan Ashrawi, responsable de Cultura e Información en el Consejo Legislativo Palestino, una mujer que sin duda sabe bien de lo que habla. Pero claro, si no hemos visto la película no lo podemos saber; y cuando ya la hemos visto es demasiado tarde... Eso es exactamente lo que sucede con Human flow (2017) de Ai Weiwei.

Weiwei es un artista, activista, disidente y, a ratos, actor/agente político, aunque no sabría decir cuál de todas estas facetas domina su personaje público, ni tampoco la que ha dirigido Marea humana (Human flow), pero después de verla me temo que la estética gana la partida. Como proyecto político-reivindicativo, la película es ambiciosa, necesaria, valiente y éticamente casi inatacable, presentando un recorrido global a través del drama de los refugiados en los principales conflictos activos del mundo: la guerra de Siria y el inmenso éxodo hacia Jordania, Líbano, Iraq, Grecia, Italia, Turquía, Alemania, Francia...; el expolio del pueblo rohinyá en Myanmar, desperdigado a la fuerza entre Bangladesh, Malasia y Tailandia; las guerras en Somalia, Sudán y Eritrea que convierten el África subsahariana en la zona de la Tierra que más refugiados acoge, precisamente en países de lo más vulnerables económica y socialmente; el vacío de poder que supuso la retirada de EE UU de Iraq fue reemplazado por el régimen de terror del ISIS, que consiguió despoblar casi por completo los territorios conquistados brevemente, ahuyentando a la gente --especialmente kurdos-- hacia Turquía y la propia Iraq. Pero también algunos conflictos enquistados: como el de Afganistán, que se alarga ya casi cuatro décadas y que ha obligado a marchar a sus habitantes hacia Pakistán (que los envía de vuelta a su país con la escusa de la seguridad); o como el de Palestina, cuyo territorio vive bajo bloqueo egipcio e israelí desde 2007; o el de la frontera entre México y EE UU, con su incesante tráfico de personas y la nula capacidad de ambos Estados para frenarlo con alternativas equitativas para ambas partes. Y por supuesto el rescate de personas que tratan de cruzar el Mediterráneo hacia Europa, un drama que algunos políticos soberanamente estúpidos e ignorantes han contribuido a agravar con su negativa, no ya a acogerlos, sino a dejarlos desembarcar y que les puedan ofrecer una mínima ayuda humanitaria. No son delincuentes, sólo personas desesperadas: todos llevan sus móviles y los conectan nada más desembarcar para hablar con sus familias. Trabajadores, gente con estudios superiores, clase media... Es increíble que todavía haya quien se trague semejantes mentiras de la derecha.

La actitud de Europa respecto a los refugiados es infame, canalla e indigna, una postura que alimenta la insensibilidad de sus votantes y blanquea unos argumentos hipócritas y electoralistas acerca de la seguridad, la prosperidad y los beneficios que procurará a las sociedades encerrarse sobre sí mismas. No asistimos a una reacción «natural y pasajera» al rodillo económico que impone la globalización, sino ante el enquistamiento irresponsable de las sociedades desarrolladas en una ideología cortoplacista propia del conservadurismo político que costará décadas revertir.



El dato que ofrece la película es demoledor: los refugiados pasan una media de 25 años fuera de su país hasta que consiguen regresar. Son personas que reaccionan como cualquiera de nosotros en sus circunstancias: tienen miedo y huyen de la guerra, la violencia, la persecución, las dictaduras. Abandonan sus casas porque se sienten amenazados, son tratados injustamente o temen por su vida y la de su familia. El problema, y el drama que retrata Weiwei, surge inmediato: ¿dónde me acogerán? ¿Dónde podré reconstruir mi vida? Dos preguntas para las que Occidente no tiene --nunca la ha tenido-- respuestas. Mientras tanto, cada persona se busca las suyas, porque hay que comer, dormir, atender las necesidades de los hijos y de los ancianos, vigilar las pocas pertenencias que les quedan... Miserias del día a día que hay que ver bien de cerca, como se propone la película, y así poder remover conciencias; porque con informativos, documentales y toda clase de debates políticos es imposible e inútil. Estamos inmunizados.

Sin embargo, Marea humana (Human flow) no acierta de pleno en su diagnóstico crítico ni acaba de enfocar el drama de los refugiados; más bien se presenta a sí misma como una superproducción cuyo principal mérito es haber sido rodada en todo el mundo, como si la acumulación de conflictos equivaliera a un relato legítimo y definitivo para lograr su objetivo. Es su factura técnica la que mejor posibilita la identificación del espectador: fotográficamente impecable, repleta de cuidadosos planos, encuadres y espectaculares panorámicas desde dron... Un despliegue que contrasta con aislados testimonios sobre el terreno --desarmantes por su sinceridad y pobre inocencia-- que ante todo buscan avivar la indignación y la pena. Me da la impresión de que Weiwei se cree en posesión de la última palabra sobre el tema por la manera de ordenar el material, las citas literarias, los testimonios que inserta y su propia y constante presencia en pantalla (como si se subrogara en exclusiva en papel de médium, de puente entre ellos y nosotros). Pero es sobre todo la presencia casi constante del equipo de filmación en pantalla (un recurso que aumenta la distancia con el espectador, dificultando que las imágenes quiebren su barrera de autocomplacencia) y del propio Weiwei: intercambiando su pasaporte con un sirio en un gesto inane, rapándose la cabeza como uno más, consolando a personas que no pueden explicar su drama ante la cámara, autofilmándose antes de compartir un hashtag... Me parece que este es uno de los motivos que han condicionado el impacto del documental en las audiencias globales: la incapacidad de Weiwei para escapar a la maldición de nuestra ubicuidad tecno-audiovisual: mostrar y mostrarse mostrando (Godard dixit).

No basta con citas de poetas para puntuar los diferentes capítulos de la película ni enfatizar por sistema la enorme distancia entre las declaraciones literarias y la realidad. No es suficiente con el drama en bruto y sin paliativos. Como disidente y exiliado, Weiwei conoce mejor que muchos de qué va esto y su discurso debería estar más elaborado: aislar causas, señalar responsables directos, nombres de personas y países que provocan y agravan el sufrimiento irreparable que muestra el filme. Aparte de las víctimas, básicamente sólo hablan miembros de organizaciones humanitarias, colaboradores sobre el terreno, que sí, que aportan una perspectiva más analítica, pero se echa de menos las voces de los organismos oficiales, gobiernos e instituciones. Y si no están porque no le han querido recibir, que esa negativa conste en la película, como hace siempre Michael Moore. Que la ausencia de políticos y funcionarios sea escandalosa, no una omisión sin justificar. No basta con limitarse al lado humano del conflicto señor Weiwei.

En definitiva, Weiwei compone un relato sin perfilar, se conforma con la yuxtaposición de escenas, de países, de dramas grupales e individuales; queda claro que el objetivo es destacar lo humano, el sufrimiento, el desamparo, el miedo, la injusticia... Y por supuesto que conmueve, pero no lo bastante como para espolear ni servir de denuncia. La película va directa al estómago, a veces al corazón, pero muy pocas veces al cerebro. Aun así, Marea humana (Human flow) sigue siendo un viaje meritorio y necesario, una inmersión en un drama que nos hemos acostumbrado a ignorar. Más bien un reflejo semiconsciente (y un tanto narcisista) del posicionamiento de su director en el tema que por momentos llega a eclipsar aquello que desea mostrar en toda su crudeza. Es una lástima, porque Marea humana (Human flow) es otra oportunidad perdida.


jueves, 1 de agosto de 2019

Más allá de la cúpula del juego (Toy story 4)

Pues no era un final de ciclo. La secuela de Toy story 3 (2010) se ha hecho esperar, sin duda porque se trata de «La Saga» original e iniciática por excelencia para Pixar, el mejor argumento fundacional que cabría imaginar para darse a conocer al público infantil, y además se basa en un pensamiento que prácticamente todos hemos tenido alguna vez durante nuestra infancia: cuando nadie los ve, nuestros juguetes cobran vida. Esta simple premisa ha servido para levantar todo un universo de ficción que, a medida que se expande, muestra más matices y descubre horizontes.

Y también muta, porque la saga Toy story (1995, 1999, 2010) se alarga con una nueva entrega de calidad. O se cierra definitivamente (por segunda vez al parecer). La principal novedad de Toy story 4 (2019), la que la diferencia del resto, es que renuncia --por demasiado visto para quienes han crecido con Woody y compañía-- a la premisa que servía de base a todo el argumento. En las otras tres, en las ocasiones en las que los juguetes se veían obligados a permanecer inertes ante las personas de carne y hueso --aunque les fuera en ello su vida imaginaria-- estaban reservadas a los momentos estelares, a escenas de suspense en los momentos centrales de las respectivas historias. Había como una sacralidad en ellas (todo esperábamos algún guiño, un movimiento casi imperceptible en sus rostros, algo que revelara lo mucho que estaban sufriendo por dentro y no poder revelar su secreto); pero desde 1995 nunca se ha traspasado esa línea roja. En la cuarta tampoco, pero ahora este filme transcurre casi en su totalidad en ese mundo paralelo de los juguetes, y los instantes en los que deben permanecer quietos por obligación son un engorro o parte de un gag, una especie de concesión o vínculo con un mundo --el de los juguetes tradicionales/analógicos-- que poco a poco desaparece y/o queda atrás...



Esta cuarta entrega --con guión de Stephany Folsom y Andrew Stanton (que colaboraba en la historia original en todas las entregas y sólo se había ocupado del guión en la segunda parte)-- va más allá y apuesta por un universo paralelo en el que los juguetes se buscan la vida como almas libres, sin infantes a los que dedicarse, pero siempre haciendo el bien, deshaciendo entuertos e impartiendo enseñanzas por donde quiera que vayan. Y aunque no supera el nivel de la tercera mantiene, en general, un buen nivel de entretenimiento. Conclusión o reinicio, da igual, Toy story 4 ha sentado las bases de un nuevo universo de ficción en el que desarrollar otra clase de historias y ampliar la saga hasta el infinito y más allá. Woody y su reencontrada compañera Bo Peep --justificada su desaparición en las anteriores películas con un prólogo inicial marca de la casa-- abandonan ese universo que construimos de pequeños a base de imaginación y en el que todo era seguro, feliz y previsible para vivir a partir de ahora aventuras más allá de la cúpula del juego. Así que... hasta la próxima Woody.


sábado, 27 de julio de 2019

El canon de la sensibilidad ochentera (y también de la mía) (Una habitación con vistas)

Igual que me sucedió con Desayuno con diamantes (1961) y El viaje de Chihiro (2001), he necesitado bastante tiempo y unos cuantos visionados antes de decidirme a escribir sobre Una habitación con vistas (1985), la cual --lo admito-- ha marcado de alguna manera mi evolución sentimental. Cuando se estrenó, de puertas afuera, admiré y alabé sinceramente su mérito narrativo, el encanto de los personajes y algunas escenas cuidadosamente escogidas que no comprometían en lo fundamental la extensión del impacto que me había producido, sin embargo omití ciertos posicionamientos estéticos y sentimentales que me habían calado más profundamente de lo que estaba dispuesto a reconocer, los cuales, durante años, han seguido activos en el trastero de mi mente, pero sobre todo determinando algunas decisiones de la fase final de mi juventud. Esto lo digo ahora, cuando desinflo sin rubor el airgab de la cinefilia y soy capaz de enfrentar la parte cinematográfica y artística por un lado y, por otro, aislar los elementos que me tocan más adentro. Con la suficiente perspectiva, pienso que es una tentación difícilmente resistible recrear en nuestras vidas los momentos de las películas que realmente nos conmueven, entonces y ahora. Estoy persuadido de que no soy el único que lo hace...

Una habitación con vistas se puso de moda en todo el mundo nada más estrenarse. Lo demuestran los tres premios Oscar que ganó: guión adaptado, dirección artística y diseño de vestuario (categorías que destacan lo mejor de las producciones británicas y que aún hoy funcionan como denominación de origen de sus series y telefilmes de época). De entrada, el reparto estuvo muy bien seleccionado, empezando por una entonces desconocida Helena Bonham-Carter, que exudaba encanto --especialmente sus miradas-- en un papel que por desgracia la encasilló durante mucho tiempo, hasta que supo liberarse y demostrar sus demás cualidades interpretativas en otros papeles más incómodos e inclasificables, no solamente en los de jovencita posvictoriana. De todas maneras, si la interpretación de Bonham-Carter no hubiera sido nada del otro mundo el reparto de lujo que la acompañaba hubiera eclipsado sin problemas sus limitaciones: Judi Dench, Maggie Smith, Denholm Elliott, Julian Sands, Rupert Graves y un jovencito y perfeccionista Daniel Day-Lewis.

El segundo gran acierto de esta producción es la elección del texto que sirve de base al guión, una novela con el mismo título escrita por E. M. Forster, autor británico (muerto en 1970) cercano al influyente Círculo de Bloomsbury y no demasiado conocido hasta ese momento pero que, gracias al filme de Ivory y a la brillantísima adaptación cinematográfica que de otro texto suyo había hecho David Lean un año antes --Pasaje a la India (1984)--, se disparó la venta de sus libros y la obsesión por llevar al cine todas sus obras. Fue uno de esos raros consensos de crítica y de públicos mayoritarios, fascinados ambos por el sentido último de unos libros escritos a principios del siglo XX y que aún conservaban un notable aspecto moderno, capaces de explicar y reivindicar la sensibilidad de una generación finisecular en la que Forster era imposible que pensara cuando las compuso: la ochentera; una generación social, cultural y sentimentalmente en las antipodas de la que le inspiró. Con lo que él y la mayoría no contaban es que el siglo XX terminara igual que empezó, con una juventud ansiosa por sacudirse el lastre de una educación y una visión estrecha de las relaciones sociales, el amor y la sexualidad, oponiendo --con ingenuidad y hasta sin demasiada vehemencia-- una actitud natural y desacomplejada ante la vida, rechazando inhibiciones impuestas y dando prioridad a la infalibilidad de los sentimientos íntimos (una idea bienintencionada pero cuyas nefastas consecuencias empiezan a vislumbrarse ahora, en la generación de nuestros hijos). La cosa es que ese mismo estado de cosas de principios de siglo se volvía a dar en los ochenta, amenazando con convertirse en seña de identidad de una juventud poco comprometida políticamente pero ansiosa por diferenciarse y realizarse sentimentalmente, contribuyendo sin duda al éxito de la novela y de la película. Luego resultó que ese posicionamiento desinhibido y pretendidamente natural fue el germen de lo que en la década siguiente evolucionó y se consolidó como la subcultura indie, pero eso es otra historia...

El tercer gran acierto es que el guión respeta/mantiene un elemento ya presente en el original literario, y que funciona exactamente igual en la película: los Emerson (tanto el padre como su afásico hijo) representan una nueva actitud vital alternativa al encorsetamiento de las pasiones que recomendaban los usos y costumbres tradicionales. En 1908 --cuando se publicó la novela-- Gran Bretaña se encontraba en un momento en que la moral victoriana ya se hallaba en franco retroceso, pero aun así, en determinados ambientes biempensantes no aristocráticos, seguía siendo una pauta de conducta vigente. Contra esa moral pacata y gazmoña escribió Forster su libro, para criticar y evidenciar --con un humor suave a veces no carente de sorna-- que con esa educación y esa moral no se iba a ninguna parte en el mundo contemporáneo; si acaso era una manera segura de lograr que los hijos fueran infelices y arruinaran sus vidas al acatar imposiciones trasnochadas de sus mayores.



Setenta y seis años después del libro, la sociedad occidental se encontraba en una encrucijada muy similar: la juventud ochentera, criada en la abundancia y la seguridad de los Treinta Gloriosos, abrazaba sin complejos una actitud hedonista y desacomplejada, confiada en que la bonanza económica iba a ser algo estructural (en esa misma década, sin embargo, se sentaron las bases políticas del descalabro posterior); y su reacción natural consistía por tanto en arrinconar todo lo que tuviera que ver con las ideas, los tiempos y el mundo de los padres. En este contexto, el esquema y la crítica que planteaba la novela de Forster encajaban a la perfección en los ochenta, y los jóvenes se alineaban con Lucy y George y los obstáculos que enfrentaban para estar juntos. Su actitud (que no los signos externos del romance que protagonizan, totalmente desfasados cuando se estrenó el filme) representa el mismo deseo de una nueva moral y de vivir según lo que ellos --nosotros-- consideraban una filosofía natural de las relaciones. Y todo eso con el mérito añadido de evitar el enfrentamiento directo con los padres (nunca fuimos unos revolucionarios y para nosotros la familia es algo fundamental. Dos rasgos auténticamente distintivos del ochentero), al contrario, éstos salían reafirmados de la experiencia al constatar que sus hijos iban a ser felices y no tenían que claudicar como hicieron ellos cuando se enfrentaron a la misma encrucijada. Creo que todo este esquema --muy próximo al de la comedia romántica, y por eso se suele encajar sin más en este género-- fue una de las principales razones de su éxito y del aluvión de premios que le cayeron por todas partes.

La cosa es que el director James Ivory y el productor Ismail Merchant querían dar notoriedad a su recién fundada productora con filmes bien realizados y de interés para todo tipo de públicos. Y hay que decir que acertaron en ambas cosas, como acertaron al confiar el guión a Ruth Prawer Jhabvala, que ya había empezado a labrarse una reputación en dos interesantes trabajos previos: la sensual y original Oriente y Occidente (1983), en la que adaptaba su propia novela, y Las bostonianas (1984), donde el autor adaptado era Henry James, ambas dirigidas por el propio Ivory. Ruth también se encargó de los guiones de Regreso a Howards End (1992) --de nuevo un texto de Forster-- y Lo que queda del día (1993) --de Kazhuo Ishiguro--, provocando quizá con ello un encasillamiento aún más rígido que el de Bonham-Carter. Pero eso también es otra historia; aquí lo que importa es la naturalidad con que la historia presenta y describe a cada personaje, así como la delicadeza para exponer sus sentimientos en escenas cotidianas. Todo un ejemplo de sutileza y penetración sicológica.

Y ahora entro de lleno en los momentos estelares de la película, muchos de los cuales incorporé a mi lista de cosas que hacer cuando visitara Florencia (no lo he conseguido ninguna de las dos veces que he estado allí, pero no pienso dejar de intentarlo una tercera): la escena inicial, aparte de una modélica presentación de cada personaje, está repleta de detalles mínimos pero definitorios en extremo (como el signo de interrogación hecho por George con verduras de su plato y que apenas alcanzamos a ver, pero que marca el camino de por dónde irán los tiros; o diálogos aparentemente inocuos que revelan poderosos indicios sobre lo que piensan los personajes: "Mi madre dice que después de tocar a Beethoven estoy de mal humor"), así como el ambiente provinciano y la excitación que provoca conocer personas nuevas durante un viaje al extranjero. Los principales personajes del drama están incluidos en ese breve prólogo, y conocerlos fuera de su entorno habitual nos proporciona mucha más información de la necesaria (lo comprenderemos más adelante).



La historia de Una habitación con vistas está hecha a base de acumulación; momentos significativos que influyen en Lucy --la protagonista-- más de lo que ella misma se niega a aceptar, pero que el espectador --que hace el recorrido natural de sentimientos que debería hacer Lucy-- recoge como indicio con repercusión al final, de manera que la película nos pone de los nervios mientras asistimos a un repertorio insufrible de explicaciones erróneas, negaciones de evidencias y sumisión --forzosa o no-- a los dictados de la apariencia, la buena educación o la mojigatería (encarnadas por la tía y el prometido de Lucy). Para compensar, de tanto en tanto, el filme propone otras escenas más frívolas y que nos devuelven la esperanza en que por fin los personajes se comportarán con la naturalidad que ellos mismos niegan a sus sentimientos: cuando Freddy propone al párroco y a George, nada más conocer a éste último, ir a tomar un baño a su lugar preferido en el bosque (con desenlace imprevisto incluido); así como otros momentos perfectos que desbordan un raro encanto: el incidente en la Piazza della Signora (las postales manchadas de sangre Arno abajo es una imagen con una fuerza tremenda), el esnobismo de George gritando frases aparentemente profundas subido en un árbol del que luego cae ridículamente, o su beso improvisado con Lucy en plena campiña. Gracias a todas esas situaciones y revelaciones indirectas, la película acaba de perfilar cada carácter mostrando su comportamiento en la intimidad social y del hogar (los juegos, el sentido del humor, los chascarrillos familiares...), en momentos que rompen con lo establecido y que desvelan su bondad o la falsedad de sus posicionamientos... Hasta que, por fin, el padre de George, al que todos toman por un tonto excéntrico, se atreve a verbalizar lo que el espectador lleva casi toda la película esperando que sea dicho en voz alta: ¿por que no están juntos Lucy y George si se aman? Si alguien decide leer la novela, comprobará que todo esto ya estaba en el texto original y verificará el auténtico valor de la adaptación cinematográfica.

Una habitación con vistas sigue influyendo en la valoración que, aún hoy, hago de algunas situaciones sentimentales. No por eso es un gran filme, sino por la vigencia de los dilemas que trata. Como también he comprendido con la edad que cada generación se los planteará casi en los mismos términos. Una habitación con vistas son un libro y una película que ilustran --cada cual según sus medios y en su contexto-- cómo la clase media hace su propia revolución incruenta a base de pequeñas escaramuzas domésticas. Me pregunto si las generaciones que me sucederán sabrán aplicar a sus objetivos esa misma capacidad, si no lo están haciendo ya...


martes, 16 de julio de 2019

Futuros plausibles poco trabajados (High life)

En la filmografía de la veterana Claire Denis apenas destaco Una mujer en África (2009), y si tuviera que destacar otra cosa diría que la amistad/complicidad que la une a Juliette Binoche, cuya presencia en sus películas sin duda acrecienta el interés de ese público fiel a la actriz y a frecuentar todavía las salas de cine. Sin embargo, hay que decir que Denis tiene fama de cineasta seria, reflexiva, con tendencia --al menos en el filme que ahora me ocupa-- a construir argumentos que funcionen como advertencias alegóricas sobre nuestro futuro como especie, y que se concretan en escenas y situaciones imprevisibles con importante acumulación de significados, igual que las cebollas.

Firmemente anclada en el género de anticipación distópica, High life (2018) apenas puede exhibir como mérito principal a su dúo protagonista --la propia Binoche y Robert Pattinson, un gancho respectivo para ochenteros y millenials-- y el esbozo de idea que lo pone en marcha. El resto está sorprendentemente descuidado. Y sin embargo, la premisa que pone en marcha el argumento no está mal: en un futuro plausible los delincuentes y criminales condenados a muerte tienen la posibilidad de conmutar sus sentencias colaborando en una misión interestelar para investigar los efectos de los agujeros negros sobre nuestra biología. Para quienes ya no tienen nada que perder, esta oferta supone un resquicio de esperanza: aunque la misión esté abocada al fracaso les permite soñar con rehacer su vida en algún otro lugar del universo.



Es en el momento de guionizar y dramatizar la historia cuando se observan los defectos: el principal y más importante, la manera de ofrecer las claves del relato al espectador (desorden y descuido en la dosificación de la información, fragmentos inconexos que prescinden de un mínimo nexo entre causa y consecuencia... Da la sensación de que Denis lo fía todo a la información previa del programa de mano y los avances, porque desde luego ella se desentiende de todo lo que no sean las escenas clave). También está la escenificación del conflicto (guardianes y reclusos están mezclados y sin seguridad de por medio), las motivaciones de los protagonistas (confundiendo constantemente los previsibles deseos personales con los objetivos generales de la misión); incluso las escenas en gravedad cero --ya sé que no son fundamentales para la historia-- son francamente mejorables desde el punto de vista técnico. Y como el tema central no da para llenar la historia, se añaden tramas secundarias que no llevan a ninguna parte (la extraña inmersión en el agujero negro, por ejemplo). La directora parece tener en mente ciertos momentos y rasgos de estilo de ilustres predecesores --Solaris (1972), Ghost in the shell (1995) o Moon (2009)-- como si al usarlos como inspiración estuviera garantizado el resultado en su película.

High life encaja a la perfección en ese cine introspectivo que busca recrearse en unas pocas escenas perfectas, las que mejor plantean las paradojas y las inquietudes que desea compartir, las que probablemente estuvieron en la idea que dio origen al guión, permitiéndoles de paso juguetear un poco con los límites de la narración; y sí, lo consigue, pero a costa de desentenderse de todo lo demás. Se desentiende incluso del trabajo artístico y técnico imprescindible para justificar y arrastrar al espectador hasta ese supuesto centro de significación que tanto le preocupa transmitir. Y si además el género en el que se apoya todo esto es la ciencia ficción distópica los hilos rojos de la manipulación se descubren el doble de rápido que en el cine comercial, restando credibilidad a los posibles logros parciales. Lo lamento por Denis y sus protagonistas consagrados, pero High life es un filme fallido.


miércoles, 3 de julio de 2019

Adolescentes en pie de guerra (Nación salvaje)

EE UU tiene un serio problema con la belleza femenina adolescente; está claro después de haber visto el reguero de filmes cada vez más "auténticos" y "sin censura" que les dedican. Se nota que el público anhela saber más acerca de esas pandillas de chicas de las que no tenemos ni idea qué hacen y qué piensan pero aun así estamos convencidos de que bordean peligrosamente los límites de la corrección, exhibiendo su sexualidad sin el lastre (por edad y falta de inhibiciones) de los tabúes adultos. El público --los hombres-- las desea en la oscuridad de sus comedores en la madrugada, frente a la fría luz azul de sus pantallas táctiles, en la desolación de unos matrimonios fracasados y aburridos. Quieren tocarlas, verlas desnudas en sus habitaciones, espiarlas para ver lo que hacen cuando están a solas... El problema es que ese deseo no se puede formular en voz alta porque contiene un alto voltaje no sólo de incorrección política, sino directamente de ilicitud, así que una buena manera de desviar toda esa energía sexual es envolverla en películas moralizantes sobre la falta de control de las adolescentes; en argumentos más o menos transgresores, divertidos, inteligentes y apocalípticos --en su mayoría exagerados-- y que acaban destilando un tufo apestoso a conservadurismo rancio: Kids (1995), Thirteen (2003), Spring breakers (2012)... Puede que el género suela acertar (aunque sea parcialmente) el diagnóstico, que aísle causas con certeza, pero al final siempre es el deseo el combustible que hace avanzar la narración y el detonante que hace saltar todo por los aires.

Nación salvaje (2018) de Sam Levison explora con crudeza los cortocircuitos que el uso, el abuso y la distorsión que vuelcan sin control los adolescentes en las redes sociales provoca en el mundo adulto, un magma letal que pudre todo lo que toca. El correlato implícito de esta idea --del filme en conjunto, de todo el género-- es que los padres y los profesores estamos acabados, no entendemos a las generaciones que suben detrás y hacemos lo imposible para impedir que se desmadren, pero también para evitar que nos desborden y cuestionen nuestros valores. El problema es que las adolescentes nos ponen como motos y provoca que nuestros planes se vayan a la mierda. En este sentido, Nación salvaje es una película acelerada, que yuxtapone escándalos sin apreciar consecuencias o implicaciones para el desarrollo del argumento: revelaciones ilícitas, situaciones contundentes, chicas comentando los acontecimientos desde esa perspectiva distorsionada que algunos podrían confundir con revolucionaria. La película apenas aporta un matiz intelectual (un paralelismo que es difícil que pase desapercibido), pero, paradójicamente, es el elemento que delimita el marco mental desde el que lo analizará y juzgará el espectador: la historia se sitúa en la ciudad de Salem, famosa por la quema de brujas que tuvo lugar en 1692 y aún más por la obra de teatro que Arthur Miller estrenó en 1953. Queda claro el paralelismo que intenta Levinson pero, visto el desarrollo del último tercio de película, resulta que la cosa va más bien de apocalipsis adolescente en plan subversión violenta (adolescentes contra adultos, chicas que se toman la revancha contra los chicos), la impugnación de una generación supuestamente no corrompida por una educación carca que trata de arrebatarles su poder, someterlas y relegarlas al lugar que la sociedad patriarcal reserva a chicas como ellas. A mí, en cambio, me parece la historia de unas adolescentes de buen ver cuyo único delito es despertar pasiones no buscadas ni deseadas a las que de pronto se les va la olla y acaban proporcionando al pueblo un bonito espectáculo de violencia que la mayoría interpreta como toque de atención, denuncia, rebelión, qué sé yo... cuando en realidad no es más que un puro espectáculo de raíz fetichista.



Con todo, Nación salvaje deja caer algunos detalles interesantes: la envidiable capacidad para la autocrítica del cine estadounidense; un plano casi clavado y con idéntico significado de claro homenaje a Thirteen; el odio que esas mismas chicas despiertan en quienes las adoran... Cuando los hombres comprenden que están fuera de su alcance (por edad, posición, propósitos) surge entonces un furibundo deseo de venganza, de provocarles un auténtico linchamiento social (a estos adultos incompletos les mueve la misma lógica básica y exagerada que a las adolescentes a las que tratan de injuriar). Y poco más: el resto lo llena ese orgullo de pertenencia a un cliché que apenas ha variado en el desarrollo de este género, da igual que sea dirigido por hombres o por mujeres. Mismos conflictos, casi las mismas reacciones, sensualidad y sexualidad omnipresentes y en cuidadoso segundo plano, ausencia de arrepentimiento por combatir en el mismo territorio --y con las mismas armas-- que los hombres en este mundo lamentable de miradas masculinas. La película es una enorme excusa en forma de denuncia para recrearse en la sexualidad adolescente.

En corto y claro: un final estrogénico que se recrea en la venganza armada de unas adolescentes vejadas (exactamente lo que no pudieron hacer las brujas quemadas en el siglo XVII); la fascinación sensual de ver a adolescentes sexys empuñando un arma, humillando a los chicos/adultos de la misma manera que ellos a ellas... Una pura y simple vendetta que invierte las relaciones de poder y de sexo sin aportar algo de cordura a una situación que las redes sociales han convertido en enfermiza y preocupante. Padres, profesores, adolescentes: nadie sabe salir del lío en el que todos juntos nos hemos metido.