domingo, 18 de agosto de 2019

Inapelable paisaje de injusticia con trazas de narcisismo al fondo (Marea humana (Human flow))

Es perfectamente posible y habitual que un avance sea capaz de presentar el filme que anuncia como lo que no es, incluso como mucho mejor de lo que es; al fin y al cabo, el avance es un --no reconocido-- género en sí mismo, marcado por una funcionalidad en grado extremo, lo que lo convierte automáticamente --al menos para mí-- en algo atractivo y adictivo. Lo que resulta mucho menos habitual es que el avance sea más convincente que el filme completo, que una breve y estudiada voz en off haga el equivalente a todo el trabajo de la película en muchos menos minutos. Más preocupante aún es que ese avance contenga la única declaración bien estructurada de toda la película, unas duras palabras sobre la condición del refugiado de Hanan Ashrawi, responsable de Cultura e Información en el Consejo Legislativo Palestino, una mujer que sin duda sabe bien de lo que habla. Pero claro, si no hemos visto la película no lo podemos saber; y cuando ya la hemos visto es demasiado tarde... Eso es exactamente lo que sucede con Human flow (2017) de Ai Weiwei.

Weiwei es un artista, activista, disidente y, a ratos, actor/agente político, aunque no sabría decir cuál de todas estas facetas domina su personaje público, ni tampoco la que ha dirigido Marea humana (Human flow), pero después de verla me temo que la estética gana la partida. Como proyecto político-reivindicativo, la película es ambiciosa, necesaria, valiente y éticamente casi inatacable, presentando un recorrido global a través del drama de los refugiados en los principales conflictos activos del mundo: la guerra de Siria y el inmenso éxodo hacia Jordania, Líbano, Iraq, Grecia, Italia, Turquía, Alemania, Francia...; el expolio del pueblo rohinyá en Myanmar, desperdigado a la fuerza entre Bangladesh, Malasia y Tailandia; las guerras en Somalia, Sudán y Eritrea que convierten el África subsahariana en la zona de la Tierra que más refugiados acoge, precisamente en países de lo más vulnerables económica y socialmente; el vacío de poder que supuso la retirada de EE UU de Iraq fue reemplazado por el régimen de terror del ISIS, que consiguió despoblar casi por completo los territorios conquistados brevemente, ahuyentando a la gente --especialmente kurdos-- hacia Turquía y la propia Iraq. Pero también algunos conflictos enquistados: como el de Afganistán, que se alarga ya casi cuatro décadas y que ha obligado a marchar a sus habitantes hacia Pakistán (que los envía de vuelta a su país con la escusa de la seguridad); o como el de Palestina, cuyo territorio vive bajo bloqueo egipcio e israelí desde 2007; o el de la frontera entre México y EE UU, con su incesante tráfico de personas y la nula capacidad de ambos Estados para frenarlo con alternativas equitativas para ambas partes. Y por supuesto el rescate de personas que tratan de cruzar el Mediterráneo hacia Europa, un drama que algunos políticos soberanamente estúpidos e ignorantes han contribuido a agravar con su negativa, no ya a acogerlos, sino a dejarlos desembarcar y que les puedan ofrecer una mínima ayuda humanitaria. No son delincuentes, sólo personas desesperadas: todos llevan sus móviles y los conectan nada más desembarcar para hablar con sus familias. Trabajadores, gente con estudios superiores, clase media... Es increíble que todavía haya quien se trague semejantes mentiras de la derecha.

La actitud de Europa respecto a los refugiados es infame, canalla e indigna, una postura que alimenta la insensibilidad de sus votantes y blanquea unos argumentos hipócritas y electoralistas acerca de la seguridad, la prosperidad y los beneficios que procurará a las sociedades encerrarse sobre sí mismas. No asistimos a una reacción «natural y pasajera» al rodillo económico que impone la globalización, sino ante el enquistamiento irresponsable de las sociedades desarrolladas en una ideología cortoplacista propia del conservadurismo político que costará décadas revertir.



El dato que ofrece la película es demoledor: los refugiados pasan una media de 25 años fuera de su país hasta que consiguen regresar. Son personas que reaccionan como cualquiera de nosotros en sus circunstancias: tienen miedo y huyen de la guerra, la violencia, la persecución, las dictaduras. Abandonan sus casas porque se sienten amenazados, son tratados injustamente o temen por su vida y la de su familia. El problema, y el drama que retrata Weiwei, surge inmediato: ¿dónde me acogerán? ¿Dónde podré reconstruir mi vida? Dos preguntas para las que Occidente no tiene --nunca la ha tenido-- respuestas. Mientras tanto, cada persona se busca las suyas, porque hay que comer, dormir, atender las necesidades de los hijos y de los ancianos, vigilar las pocas pertenencias que les quedan... Miserias del día a día que hay que ver bien de cerca, como se propone la película, y así poder remover conciencias; porque con informativos, documentales y toda clase de debates políticos es imposible e inútil. Estamos inmunizados.

Sin embargo, Marea humana (Human flow) no acierta de pleno en su diagnóstico crítico ni acaba de enfocar el drama de los refugiados; más bien se presenta a sí misma como una superproducción cuyo principal mérito es haber sido rodada en todo el mundo, como si la acumulación de conflictos equivaliera a un relato legítimo y definitivo para lograr su objetivo. Es su factura técnica la que mejor posibilita la identificación del espectador: fotográficamente impecable, repleta de cuidadosos planos, encuadres y espectaculares panorámicas desde dron... Un despliegue que contrasta con aislados testimonios sobre el terreno --desarmantes por su sinceridad y pobre inocencia-- que ante todo buscan avivar la indignación y la pena. Me da la impresión de que Weiwei se cree en posesión de la última palabra sobre el tema por la manera de ordenar el material, las citas literarias, los testimonios que inserta y su propia y constante presencia en pantalla (como si se subrogara en exclusiva en papel de médium, de puente entre ellos y nosotros). Pero es sobre todo la presencia casi constante del equipo de filmación en pantalla (un recurso que aumenta la distancia con el espectador, dificultando que las imágenes quiebren su barrera de autocomplacencia) y del propio Weiwei: intercambiando su pasaporte con un sirio en un gesto inane, rapándose la cabeza como uno más, consolando a personas que no pueden explicar su drama ante la cámara, autofilmándose antes de compartir un hashtag... Me parece que este es uno de los motivos que han condicionado el impacto del documental en las audiencias globales: la incapacidad de Weiwei para escapar a la maldición de nuestra ubicuidad tecno-audiovisual: mostrar y mostrarse mostrando (Godard dixit).

No basta con citas de poetas para puntuar los diferentes capítulos de la película ni enfatizar por sistema la enorme distancia entre las declaraciones literarias y la realidad. No es suficiente con el drama en bruto y sin paliativos. Como disidente y exiliado, Weiwei conoce mejor que muchos de qué va esto y su discurso debería estar más elaborado: aislar causas, señalar responsables directos, nombres de personas y países que provocan y agravan el sufrimiento irreparable que muestra el filme. Aparte de las víctimas, básicamente sólo hablan miembros de organizaciones humanitarias, colaboradores sobre el terreno, que sí, que aportan una perspectiva más analítica, pero se echa de menos las voces de los organismos oficiales, gobiernos e instituciones. Y si no están porque no le han querido recibir, que esa negativa conste en la película, como hace siempre Michael Moore. Que la ausencia de políticos y funcionarios sea escandalosa, no una omisión sin justificar. No basta con limitarse al lado humano del conflicto señor Weiwei.

En definitiva, Weiwei compone un relato sin perfilar, se conforma con la yuxtaposición de escenas, de países, de dramas grupales e individuales; queda claro que el objetivo es destacar lo humano, el sufrimiento, el desamparo, el miedo, la injusticia... Y por supuesto que conmueve, pero no lo bastante como para espolear ni servir de denuncia. La película va directa al estómago, a veces al corazón, pero muy pocas veces al cerebro. Aun así, Marea humana (Human flow) sigue siendo un viaje meritorio y necesario, una inmersión en un drama que nos hemos acostumbrado a ignorar. Más bien un reflejo semiconsciente (y un tanto narcisista) del posicionamiento de su director en el tema que por momentos llega a eclipsar aquello que desea mostrar en toda su crudeza. Es una lástima, porque Marea humana (Human flow) es otra oportunidad perdida.


jueves, 1 de agosto de 2019

Más allá de la cúpula del juego (Toy story 4)

Pues no era un final de ciclo. La secuela de Toy story 3 (2010) se ha hecho esperar, sin duda porque se trata de «La Saga» original e iniciática por excelencia para Pixar, el mejor argumento fundacional que cabría imaginar para darse a conocer al público infantil, y además se basa en un pensamiento que prácticamente todos hemos tenido alguna vez durante nuestra infancia: cuando nadie los ve, nuestros juguetes cobran vida. Esta simple premisa ha servido para levantar todo un universo de ficción que, a medida que se expande, muestra más matices y descubre horizontes.

Y también muta, porque la saga Toy story (1995, 1999, 2010) se alarga con una nueva entrega de calidad. O se cierra definitivamente (por segunda vez al parecer). La principal novedad de Toy story 4 (2019), la que la diferencia del resto, es que renuncia --por demasiado visto para quienes han crecido con Woody y compañía-- a la premisa que servía de base a todo el argumento. En las otras tres, en las ocasiones en las que los juguetes se veían obligados a permanecer inertes ante las personas de carne y hueso --aunque les fuera en ello su vida imaginaria-- estaban reservadas a los momentos estelares, a escenas de suspense en los momentos centrales de las respectivas historias. Había como una sacralidad en ellas (todo esperábamos algún guiño, un movimiento casi imperceptible en sus rostros, algo que revelara lo mucho que estaban sufriendo por dentro y no poder revelar su secreto); pero desde 1995 nunca se ha traspasado esa línea roja. En la cuarta tampoco, pero ahora este filme transcurre casi en su totalidad en ese mundo paralelo de los juguetes, y los instantes en los que deben permanecer quietos por obligación son un engorro o parte de un gag, una especie de concesión o vínculo con un mundo --el de los juguetes tradicionales/analógicos-- que poco a poco desaparece y/o queda atrás...



Esta cuarta entrega --con guión de Stephany Folsom y Andrew Stanton (que colaboraba en la historia original en todas las entregas y sólo se había ocupado del guión en la segunda parte)-- va más allá y apuesta por un universo paralelo en el que los juguetes se buscan la vida como almas libres, sin infantes a los que dedicarse, pero siempre haciendo el bien, deshaciendo entuertos e impartiendo enseñanzas por donde quiera que vayan. Y aunque no supera el nivel de la tercera mantiene, en general, un buen nivel de entretenimiento. Conclusión o reinicio, da igual, Toy story 4 ha sentado las bases de un nuevo universo de ficción en el que desarrollar otra clase de historias y ampliar la saga hasta el infinito y más allá. Woody y su reencontrada compañera Bo Peep --justificada su desaparición en las anteriores películas con un prólogo inicial marca de la casa-- abandonan ese universo que construimos de pequeños a base de imaginación y en el que todo era seguro, feliz y previsible para vivir a partir de ahora aventuras más allá de la cúpula del juego. Así que... hasta la próxima Woody.