jueves, 24 de octubre de 2019

El que tuvo... tira al monte (Día de lluvia en Nueva York)

Desde la floja y sosa Irrational man (2015) que no regresaba a Allen, y veo que su cine, contra viento y marea, no ha cambiado en lo fundamental. Sí que ha perdido algo de sarcasmo, casi toda la carga crítica respecto a los acontecimientos de su tiempo y absolutamente todos los elementos característicos de su humor (los judíos, la cultura, las relaciones). Pero es indudable que sigue dominando el arte de hacer películas. Ya no le quedan perfectas, ni sus guiones se notan tan trabajados como antes (los de los noventa quedan ya como la cima de su aportación artística), más bien acomodados a ciertos recursos narrativos de probada eficacia (y seguramente a infinidad de imprevistos de la producción, del reparto, del presupuesto...), pero siguen divirtiendo a pesar de los clichés.

Los protagonistas de Allen se definen por unos rasgos que conocemos bien: puntos de vista desencantados, dominio ingenioso de la filosofía y de las citas culturales, incapacidad para expresar sus sentimientos; pero también --y esto es lo más contradictorio e inconfundible de los personajes de Allen-- una querencia casi sthendaliana por lugares que destilan romanticismo y nostalgia (bares, hoteles, barrios, tiendas, tradiciones, rincones de Central Park...). Esta fascinación por el antiguo Nueva York (ligado sin duda a su infancia) es probablemente el ingrediente que engancha al público que no conoce sus grandes títulos o se siente atraído por algún intérprete del reparto. Cinéfilos y recién llegados coinciden precisamente en eso: en mitificar y disfrutar con escenas cuya localización amplifica el significado del diálogo o de la situación. Nueva York le debe a este hombre mucho más de lo que admite; y aunque su vida sentimental no es desde luego ejemplar, no se puede dejar de admitir que hay momentos en su filmografía que han marcado una época y un estilo. Y si no que se lo digan a la serie que Amazon Prime acaba de estrenar: Modern Love (2019).



En esta etapa de senectud, el cine de Allen ha ganando en velocidad y concreción, y Día de lluvia en Nueva York (2019) es un buen ejemplo: rápida presentación de los protagonistas (los secundarios son totalmente funcionales y se esbozan raudos a partir de su aspecto, profesión y cuatro líneas de diálogo), establecimiento de plazos y objetivos para la historia, humor blanco sin apenas ironía, recursos y situaciones de vodevil clásicos... Ingredientes transbordados casi sin modificación del cine clásico de Hollywood. En este filme, la vena romántica que Allen siempre se ha apañado para dosificar con inteligencia, luce aquí sin complejos y en todo su esplendor en un esquema casi calcado al de Midnight in Paris (2011), solo que sustituyendo la capital francesa por Nueva York.

Quizá, y sobre todo después de los problemas que tiene Allen para rodar en su país, este sea en verdad el último que el artista/cronista cinematográfico de Nueva York le dedica a su objeto de inspiración. Si es así, Día de lluvia en Nueva York es lo que tiene que ser: un homenaje a los lugares que adora y que se apaña para mostrar tal como él los ve y siente en los momentos cruciales de la película. ¿Guiño comercial a la audiencia? Desde luego. ¿Sincera y entretenida? También.


sábado, 5 de octubre de 2019

Más allá de la literatura y la realidad incrementadas (El hombre que mató a Don Quijote)

No sé si el partir de un buen original literario ha tenido algo que ver, pero esta vez, gracias a El hombre que mató a Don Quijote (2018), hemos conseguido disfrutar del mejor Terry Gilliam en años. Nada que ver con la dispersión sin sustancia de El imaginario del doctor Parnassus (2009) o la crítica de un presente que el cineasta siente como ajeno de Teorema Zero (2013).

Concebido el guión en 1998, el rodaje del filme que finalmente el público ha podido ver en la pantalla no se pudo completar hasta 2017: desafecciones y enfermedades de actores --Johnny Depp y John Hurt respectivamente--, enfermedades sobrevenidas de productores, dificultades extremas de financiación (una clase de obstáculo al que, por desgracia, Gilliam ya está acostumbrado)... Con el paso de los años, el proyecto acumuló una increíble aura de malditismo, hasta el punto de que se estrenó un documental sobre el primero de sus tres fallidos rodajes. Posmodernismo en estado puro. Son anécdotas que encajan a la perfección con la desmesura que siempre ha caracterizado a Terry Gilliam (además de su tesón, imaginación y creatividad, por supuesto); pero también motivo de admiración por parte de sus fans incondicionales. Los paralelismos con Orson Welles son numerosos y seguro que la comparación no le desagrada al ex-Monthy Python: su admiración mutua por la obra de Cervantes, así como el rescate financiero y artísico para un proyecto exuberante que finalmente el cine español aceptó producir en uno de sus característicos rasgos quijotescos. El hombre que mató a Don Quijote costó 16 millones de dólares y recaudó 2,3 millones. No hace falta añadir nada más.... Es como si la figura de Don Quijote se desplegara en una inefable ironía hasta caracterizar todo un sector industrial y artístico con decisiones y gestos que, en este caso concreto (y en el de Welles también), le honran por su valentía.

La cosa es que El hombre que mató a Don Quijote exhibe un buen guión y está bien filmado. Es cierto que hace falta conocer el original literario, al menos sus episodios más populares, para apreciar determinados giros y superposiciones de significado. Con este requisito y un mínimo interés por los desafíos formales de la adaptación cinematográfica, el público puede entrar sin dificultades en el inteligente juego de espejos que propone Gilliam. En eso el cineasta no se aparta del canon de las adaptaciones contemporáneas de textos clásicos: recurso a la ironía, lo posmoderno, intercalación de planos de significación que combinan pasado y presente, continuidad y contraste... Suena a tópico, pero Gilliam y su guionista Tony Grisoni han conseguido empotrar con total coherencia el significado central de los episodios cervantinos en un presente que no se saca de la manga ninguna concesión artística, rara, exagerada o pedante. La película recrea capítulos bien conocidos, como el de los molinos de viento, la penitencia en Sierra Morena y --especialmente meritorio-- el de los Duques aragoneses y el caballo de madera Clavileño, inteligentemente trasplantado a una lujosa y decadente fiesta en la que todos los excesos cervantinos y gilliamescos no chirrían en absoluto, respetando al completo la vigencia universal de la novela (no puedo creer que haya escrito esto después de dejar pasar estos detalles --para desesperación de mi profesor de literatura y padre-- en mis trabajos de bachillerato).



Al igual que en la novela, en la película es Sancho quien sobrelleva el peso de los acontecimientos, quien se revela como el ser ficticio más cercano a la humanidad inventada, el más contradictorio, el que realiza un itinerario moral y sentimental más amplio y revelador. Un itinerario que en ambos textos comienza en el sentido práctico más egoísta y materialista y alcanza al final el más puro idealismo sin contrapartida. El hombre que mató a Don Quijote demuestra que el esquema de la novela cervantina proyecta una sombra muy, muy alargada, y su influencia se deja ver sin disimulo en numerosos relatos de ficción y medios narrativos.

Y todo esto sin que Gilliam tenga que renunciar o modificar su estilo habitual, al contrario, esta vez sus escenas delirantes repletas de gente rara y/o disfrazada --mostrada en su típico montaje acelerado-- no parecen un autohomenaje, sino una actualización congruente con la exageración circense de las bromas de los Duques a la pareja protagonista. Es más, en ningún momento de la película Gilliam pierde de vista la verosimilitud del relato principal, algo que le honra para quien conocemos su vaivenes y sus excesos: un joven cineasta (interpretado por Adam Driver), en plena crisis durante el rodaje de un filme sobre el Quijote, se ve envuelto en una serie de situaciones grotescas por culpa del antiguo actor con el que trabajó diez años antes, también en una película experimental sobre el mismo personaje. En ningún momento el argumento se deja llevar por lo onírico o lo absurdo, y si lo hace está perfectamente justificado desde el punto de vista narrativo. Destaco especialmente la fortuita «liberación» del caballero por parte del protagonista, una escena de innegables reminiscencias prometeicas...

Hasta que el guión alcanza el momento que describe el título y que nunca se atrevió a escribir Cervantes, un episodio que si bien no figura en el libro no hubiera parecido insólito ni fuera de lugar, puesto que el sentido final y la evolución del personaje de Sancho (de todos los Sanchos de este mundo) no se ven afectadas. Quizá este es el detalle que mejor define y revaloriza a la película: un desenlace chocante, más propio de nuestros tiempos que de los de Cervantes y que aun así --una vez más-- acabará situando a Sancho en el mismo disparadero que a su mentor.

Es curioso comprobar, gracias al filme de Gilliam, que hoy día sólo los sueños desbocados y el lujo más indecente y exagerado son capaces de recrear el drama de Don Quijote en un mundo que no comprende ni le admite tal como es. Ahora me doy cuenta de que no hay exageración en Cervantes, más bien un agudísimo conocimiento del ser humano y de la sociedad que se ha fabricado. Una sociedad en la que los idealistas lo tienen jodido, aunque es poco probable que acaben extinguiéndose porque siempre habrá quien les sustituya de la forma más imprevista y dolorosa...