viernes, 27 de diciembre de 2019

Los motivos ocultos (O que arde)

Oliver Laxe, parisino de padres gallegos, parece haber tomado bien la medida al ecosistema paranoico-crítico que lleva años atrincherado en el Festival de Cannes (y que, dicho sea de paso, amenaza con convertirse en reserva para cierta especie de cronistas cinematográficos), donde le han premiado todos sus largometrajes. O que arde (2019) demuestra por tercera vez que Laxe domina a la perfección una variante del estilo (más estético que narrativo) que encumbró en su momento a Kaurismäki --El hombre sin pasado (2002), Le Havre (2011)--, a Kiarostami con El sabor de las cerezas (1997) o incluso a Lunguin con la efímera Taxi blues (1990). Filmes todos ellos donde se prioriza una mirada amarga y/o desencantada sobre la decadencia del mundo contemporáneo y en los que se abre paso una reivindicación humanística de ciertos valores en retroceso que --de forma inexplicable para mí-- más de doce y más de veinticuatro confunden con la sensibilidad, la ternura, la piedad o la delicadeza (y que, casi de forma automática, designan como un recurso personal y meritorio de su director, que de esta manera queda vindicado como un notario crítico que avala con exquisita pulcritud el declive social en el que estamos inmersos). Son filmes que funcionan como relato ejemplar, con un punto de vista alternativo, cierta experimentación formal y un indisimulado gusto por el detalle; el único inconveniente es que requieren una gran predisposición por parte del espectador, un esfuerzo que no todo el mundo está dispuesto a hacer.

O que arde explica una historia mínima, apenas desarrollada, a base de momentos definitorios (a veces por una simple frase del diálogo, por un encuadre o una mirada) que sugieren algunos sobreentendidos críticos, los cuales probablemente sean la auténtica motivación de la historia. Aun así, Laxe sucumbe a la tentación de arrancar la película con una escena convencional, con una planificación directa y sencilla, en las antípodas de las que vendrán después, facilitando al espectador la información que necesitará para comprender los silencios, las elipsis y los sobreentendidos que marcarán la historia. Es como si desconfiara de la propia capacidad del guión para revelar convenientemente y a tiempo las claves dramáticas que lo sostienen; y sin embargo, estoy persuadido de que, sin esa escena inicial, se mantendría en vilo al espectador, enganchado a un relato en el que se omiten deliberadamente las motivaciones de los personajes (porque lo normal es que se declaren al final). Otra cosa es que eso no suceda, quizá para no quebrar ese aura rousseauniana del mundo rural gallego que el relato consigue evocar con gran cuidado.



El guión sugiere claramente una imagen mítica del mundo tradicional gallego, amenazado desde múltiples frentes, un repositorio cultural de autenticidades casi perdidas donde son precisamente sus misántropos protagonistas los últimos representantes vivos, depositarios de una sabiduría echada a perder por el progreso, la técnica o la degradación de los valores. Son esas personas de motivos no declarados las únicas que aún parecen conectar con ese mundo en desaparición; y aunque ya no practican los oficios tradicionales ni se guían por los hábitos de esa cultura ancestral, son capaces de hacer ver al espectador qué es lo que está acabando con él: los incendios, desde luego, pero también el turismo rural o la talas industriales. El conjunto resultante exhibe una peligrosa equidistancia, como si a la misma altura que los pirómanos hubiera que colocar otras iniciativas que, sobre el papel, sí son capaces de ser sostenibles. Son indicios que Laxe deja caer aquí y allá, dejándolos sin desarrollar, sin preocuparse de sincronizarlos con la trama principal; representaciones simbólicas que aparecen y desaparecen (una manera sutil de establecer su naturaleza fugaz: cada vez es más difícil detectarlos, comprenderlos y/o encontrarlos), estableciendo de paso una pauta para la narración (lo importante son los detalles al margen, no la historia principal). Es en ese juego de sugerencias y reminiscencias no mencionadas donde Laxe se hace fuerte y se reivindica como cineasta delicado, sutil, perspicaz... exigente.



martes, 10 de diciembre de 2019

El síndrome Scarlett Johansson (Historia de un matrimonio)

Antes de comenzar dos anécdotas que --además de la propia película-- forman parte del contexto desde el que escribo esta crónica:

1. Hace tiempo, un antiguo compañero del trabajo, solía decir que, con el tiempo suficiente (quizá menos del que pensamos), aunque viviéramos con Scarlett Johansson en su mejor momento físico, dejaríamos de mirarla, incluso si deambulara en tanga por la casa. Nuestra reacción, llegado el momento, sería pedirle que se apartara al pasar delante del televisor. La situación me hizo gracia y acabamos refiriéndonos a ella como el síndrome Scarlett Johansson. Seguramente la sicología ha descrito mucho mejor que yo este estado de sentimientos, y con palabras mucho más técnicas además, pero la descripción de mi colega me parece que tiene una ventaja práctica inapelable: provoca un animado debate en cualquier clase de tertulia obrera y/o no especializada.

2. El mismo día que iba a ver la película de Baumbach, por la mañana, me encontré con otro amigo, con el que hacía tiempo que no coincidía, y lo primero que me confesó es que estaba en una fase muy inicial de su divorcio (la más dolorosa precisamente, cuando crees que tu vida se deshace en pedazos y nunca podrás reconstruirla; y más aún cuando hay hijos pequeños por medio). Una triste noticia sin duda, y por eso le ofrecí mi ayuda y mi apoyo en lo que quisiera; sin embargo, con la mejor intención, y sabiendo por experiencia directa en qué punto se encontraba su vida en ese momento (y ante el previsible recorrido que le esperaba en los siguientes dos años), no pude contenerme y le expuse mi teoría sobre el divorcio en Occidente: resulta que, por una inexplicable disfunción de nuestra sociedad, la crianza de los hijos resulta mucho más sencilla estando divorciados que conviviendo en pareja, por la simple razón de que el reparto de tareas, gastos y responsabilidades está explícitamente pactado (a veces con jueces por medio). Lo sé, es absurdo, ridículo, no tendría que ser así, y aunque no es una verdad universal es increíble la de veces que se cumple esta paradoja. En cambio, en convivencia, todo está mezclado, implícito, el trabajo y las obligaciones autoimpuestas apenas dejan opción para distanciarse, descansar, repartir... Le auguré que, al cabo de unos meses (si todo iba como debía) estaría encantado de llevar una vida tan ordenada: esperaría los fines de semana con sus hijos con toda la ilusión de un buen padre y, a su vez, se desfasaría como siempre deseó estando casado cuando no los tuviera. Se rió ante mi ocurrencia, pero le profeticé que llegaría un día en que se acordaría de nuestra conversación.

Así que esa misma noche voy a ver Historia de un matrimonio (2019) con las expectativas muy altas: no sólo por tratarse del nuevo filme de mi admirado guionista/director, sino porque espero encontrar una refutación --aunque sea ficcional-- al famoso síndrome que me he inventado y, de paso, confirmar la lunática teoría que le solté a mi amigo recién divorciado.

La película se presenta como una exposición cartesiana y, a la vez, dramáticamente intensa, de un divorcio que, de entrada, ambos cónyuges plantean como civilizado y cuidadoso (hay un hijo por medio), pero que acaba convirtiéndose en un tornado de emociones imprevistas y contradictorias en las que no falta el llanto, la ira, el humor, lo raro, la ironía o la ternura... Todo tan entremezclado como los sentimientos de ambos protagonistas (Johansson y Driver). Aun así, el punto de vista narrativo de la historia está más cerca del lado masculino (probablemente por los elementos autobiográficos que ha añadido Baumbach al guión), y quizá por eso, a pesar de que ambos intérpretes están de premio, a Driver se le ve más diversificado en recursos, más matizado, mientras que Johansson exhibe menos registros (aunque está brillante en todos ellos). Lo cierto es que en la gran mayoría de situaciones que presenta el filme, hombres y a mujeres podrían verse identificados de una u otra manera.



El arranque de la película es brillante: cada cual alabando sinceramente las cualidades del otro, describiendo el amor mutuo desde el que inician el camino hacia una separación civilizada, un objetivo que, debido a sentimientos y detalles que es difícil concretar en palabras, acaba malográndose. Baumbach, un consumado maestro en urdir escenas que ilustran a la perfección estados de ánimo y comportamientos humanos, despliega un enredo dramático en el que parecía inevitable no caer (los dos desean una separación de buen rollo, acorde con su percepción de personas cultas y equilibradas). Pero los intereses personales y vitales acaban pudriendo el proceso hasta convertirlo en un trance humillante y doloroso para ambos. Y todo para acabar en una especie de limbo donde el sentido común, la responsabilidad parental y una extraña ternura que fluye directamente de aquel lejano reconocimiento de bondades con el que arrancaba la película. ¿Que se podían haber ahorrado tanto dolor? Creo que no, como no se lo podrá ahorrar mi amigo.

Historia de un matrimonio es una película atractiva, intensa, sincera; pero también --no lo olvidemos-- una ficción cuidadosamente dramatizada y dosificada (como las interpretaciones de Johansson y Driver, que se disfrutan gracias a largas y meritorias tomas sin corte), y aunque el resultado no es un filme demoledor ni redondo, sí que contiene una buena disección de un tránsito tan común como desgarrador para los adultos. Esta vez Baumbach ha permitido que el drama personal forme parte de sus adorables historias neoyorquinas, repletas de sutil sarcasmo, humor indie, diálogos culturetas y desencanto en dosis precisas; exactamente la clase de distracción que encaja con nuestra idea de la existencia. Y no es que esta película le haya quedado mal, pero el resultado está más cerca de Kramer contra Kramer (1979) que de la brillantísima Frances Ha (2012).

Puede que en realidad accedamos a la verdadera madurez cuando sobrevivimos sicológica y sentimentalmente a un divorcio, a cualquier clase de alienación de afectos sobrevenida y/o forzosa. Una madurez que se caracteriza porque al fin disponemos de una vida anterior sobre la que teorizar y bromear, con la tranquilidad de que está cerrada, acabada y alejándose más cada día que pasa. A partir de ese momento te ganas el derecho a comenzar algunas frases con toda clase de prestigiosas muletillas: «Mi ex decía...», «Estuve allí con mi ex, pero siempre he querido volver con alguien que sí me gustara», «Con mi ex hacíamos eso, pero ahora me he dado cuenta de que...» y otras lindezas por el estilo. Un divorcio es la frontera entre nuestro yo del presente y esa otra persona del pasado que, con el paso de los días, parece cada vez más rara e irreal. Quizá superponer las relaciones en capas, ocultando la anterior con la siguiente, sea la única forma que hemos encontrado de superar ciertos traumas, errores e inconsistencias: si no acaba bien, consideramos aquel tiempo parte de otra vida; sin embargo, cuando logramos que perdure, nunca alcanzamos la misma lucidez distante que permite reconocer sus méritos...