martes, 21 de enero de 2020

Brutal(mente), descompensada (Érase una vez en Hollywood)

Tarantino sigue atrapado en su propio discurso de dilación de la violencia, pero gracias a los inteligentes guiones que escribe esto no representa un problema para seguir disfrutando de sus películas. El electrocardiograma narrativo de Érase una vez en Hollywood (2019) revela claramente dos picos de tensión, ambos igualmente magistrales (cada uno de resolución opuesta), pero desperdigados en dos horas y cuarenta minutos de metraje --en el que hay de todo y sin apenas dosificación-- ciertamente saben a poco. Los fans del director esperamos su aparición como el recurso estrella que mejor define su cine, porque son los que nos encandilan sin remedio; pero Tarantino se empeña de diferirlos, en improvisar situaciones que nos hacen creer que ya ha llegado pero no es así... El caso es que tanta espera y tanto metraje acaban por devaluar la experiencia de una historia que sin duda acaba atrapando al espectador con su ingenio. Érase una vez en Hollywood es un filme con el eje magnético claramente desplazado hacia el final, haciendo que el conjunto quede descompensado, deslavazado.

Para empezar, el MacGuffin que sostiene toda la historia es francamente brillante, una artimaña que desmonta todas las anticipaciones del espectador. No doy más detalles para no incurrir en delito de spoiler. En el desarrollo de la historia es cuando aparecen los síntomas de atrofia narrativa: cuarenta minutos largos para presentar a los dos protagonistas o la recreación excesivamente larga las historias secundarias que tratan de distraer el objetivo real (nunca revelado) de la trama. Sin embargo, las interpretaciones de la pareja protagonista (especialmente Pitt, componiendo un personaje complejo, más allá del típico canallita tarantinesco) o algunos flashbacks, realmente divertidos unos, demasiado autorreferenciales otros, hacen más animada la espera.



Algunos expertos dicen (y yo estoy empezando a creerlo también) que Tarantino no puede rodar un plano sin que haya también un homenaje o una referencia cinéfila de cualquier clase. En esta ocasión le ha tocado al spaguetti western, una elección acorde con el tono evocador de la película (repleta de elementos, iconos y paisajes que hacer valer la inversión del diseño de producción), en el que destacan sobre todo la ciudad de Los Angeles y el género cinematográfico que iluminó la juventud del cineasta (con Clint Eastwood como icono, igual que Indiana Jones supuso para mi generación). La recreación de los rodajes de la época abruma, incluso en ocasiones cansa; tanto o más que la profusión de elementos formales y técnicos de Kill Bill vol. 1 y Kill Bill vol. 2 (2003). Llega un punto en que el espectador desconecta de tanto homenaje y tanta cita que sólo los expertos saben reconocer.

Construida sobre un brillante engaño en el que todos los detalles que parecían nimios y gratuitos cobran un sentido, creo que Érase una vez en Hollywood se podría haber despachado en un hora y media intensa, logrando el mismo efecto en el espectador y sin tener que renunciar a dejar caer sus obsesiones formales e intertextuales. Un filme exactamente a la misma altura, en aciertos y defectos, que Los odiosos ocho (2015).


sábado, 18 de enero de 2020

La quiniela de los Oscar 2020 de Sesión discontinua

Este año los Oscar vienen como a mí me gustan, como hacía muchos años que no me gustaban. Y además he visto muchas de las nominadas antes de saber si iban a ser candidatas (¡bien por mí!). He disfrutado de algunas favoritas, pero también de candidatas que satisfarán a diferentes públicos, sectores de la industria y de la crítica y, especialmente (lo que más ilusión me hace), categorías cruzadas que pueden dar lugar a situaciones inéditas/curiosas en la historia de la ceremonia. Todos y todas ganan con esta edición de los Oscar 2020, con independencia de que al final gane(n) nuestra(s) favorita(s) o no. De forma muy resumida ahí van algunos datos a tener en cuenta antes de que quedes retratado en el formulario de votación (un clásico de este blog en enero):

1. Mi adorada Scarlett Johansson compite a la vez en actriz principal y secundaria. No es la primera vez que sucede, pero me encanta que mi fetiche cinematográfico vivo forme parte de esa élite.

2. Lo mismo le pasa a Honeyland, el documental macedonio que se ha colado en película extranjera y en documental, signo de que su contenido no deja indiferente a quienes se atreven con una propuesta semejante.

3. La categoría de actor secundario (¡secundario!) está repleta de pesos pesadísimos de la industria, lo cual incrementará el valor el premio que, sin lugar a dudas (lo digo ya, por adelantado), recibirá Brad Pitt con todo merecimiento. No es sólo un premio a su interpretación, es el único homenaje posible que puede recibir este hombre en este momento de su carrera. Si todo va como yo creo, la ovación será antológica, el momento estelar de la gala...

4. El premio a la mejor película incluye toda clase de estereotipos fílmicos para todos los públicos: desde el producto impecable y emotivo --1917, que creo que se llevará la mayoría de premios mediáticos sin convencer a la mayoría--; la película signo-de-los-tiempos que no acaba de reventar --Érase una vez... en Hollywood-- y que dejará a Tarantino a las puertas del necesario reconocimiento gremial; el filme irreverente e inclasificable que debería encandilar a todos pero no lo hará --Jojo rabbit--; la película gamberra que distorsiona todas las estadísticas debido a su incontestable éxito popular --Joker, consagración de su director en compensación por el filme por el que debieron bañarle de premios hace años: Resacón en las Vegas-- y el fenómeno cinematográfico del año: Parásitos, que se conformará con el premio a la película extranjera --pasando por encima de Dolor y gloria; la misma mala suerte que tuvo Mujeres al borde de un ataque de nervios con Pelle el conquistador-- y no logrará ninguna de las demás categorías que se merece por ser coreana. Aun así, espero y deseo que las Mujercitas de Greta Gerwig se lleve el Oscar a mejor película. Eso sería la perfección.

5. También existe la posibilidad de que se produzca un Mejor imposible --premio al actor y a la actriz principales por el mismo filme-- con Historia de un matrimonio: sobre ella ya lo he dicho todo, y en cuanto a él me parece un actor todo terreno labrándose una reputación difícil de superar.

6. Para terminar, hay un montón más de títulos que optan a premios por ser lo que fueron, no por lo que son, pero los Oscar no serían lo que son sin ellos: Star Wars: El ascenso de Skywalker, El Rey León, Toy story 4 o Le Mans’66. Con todo, la ironía definitiva sería que El irlandés se llevara algún que otro premio técnico. Scorsese redondearía su palmarés más allá de lo previsible, pero sus rendidos fans quedarían entre defraudados y perplejos...

Y poco más, como la quiniela de los Oscar de Sesión discontinua ya es un clásico me ahorro toda explicación. Vota, juega, diviértete y vuelve al sitio del cine para comprobar tus resultados:




sábado, 11 de enero de 2020

Afilada, pulcra, directa, excelente (El oficial y el espía)

A sus 86 años, Roman Polanski no exhibe ni uno solo de los síntomas habituales del declive narrativo en un cineasta: selección de temas relacionados con la defensa de valores en recesión (los suyos propios), uso de recursos que reportaron fama y éxito en el pasado, demora expositiva e interpretativa, tendencia a irse por los cerros de Úbeda... Ni uno solo. Polanski es un cineasta en plenitud al margen de polémicas y críticas, una plenitud que supera con creces a la que se supone que debería haber demostrado en lo que debería haber sido su madurez biofilmográfica. El Polanski de ahora, en cambio, hace tiempo que ha comprendido que es mejor que su cine hable por él.

La novena puerta (1999), la anodina adaptación de El Club Dumas (1993) de Pérez-Reverte ha sido su último desacierto conocido; desde entonces encadena El pianista de Roman Polanski (2002), El escritor (2010), Un dios salvaje (2011) y La Venus de las pieles (2013). A cada guión sabe darle el tono y el estilo que mejor le encaja, y a todos ellos les otorga esa contundencia, esa eficacia narrativa que disfrutamos --sin adornos ni florituras-- y que repele toda autocomplacencia, cualquier tentación de recrearse el recursos técnicos o artísticos. Es necesario contar una historia, el espectador se merece todo el respeto y tiene absoluta prioridad: nada de engaños ni de adornos que diluyan una crítica incómoda o a contracorriente, ni dramatismo efectista para lucimiento del reparto o de su propio trabajo como director. Es curioso: Polanski y Allen representan vidas paralelas por las reacciones encontradas que despiertan sus respectivas personalidades públicas; en cambio, son totalmente lo opuesto en cuanto a vigor cinematográfico y creativo en general.

El oficial y el espía (2019) se atreve nada menos que con el caso Dreyfus, un acontecimiento que las generaciones actuales --sin más información que la que facilita la película-- no dejarán de considerar la historia como otro escándalo político, solo que ambientado a finales del siglo XIX; el típico filme con revolcón judicial y mediático que, por el camino, refuerza unos valores y hace una crítica política de alcance limitado. La diferencia es que el caso Dreyfus es el primer escándalo de la historia contemporánea al que tuvo que enfrentarse Occidente, concretamente Francia. No es solamente que en el centro de la controversia estuviera la cúpula militar del ejército francés, también el antisemitismo que crecía en las sociedades europeas de los años previos a la Primera Guerra Mundial, y sobre todo el baño de realidad que supuso para la opinión pública la evidencia de unas instituciones supuestamente intachables que manipulan, mienten y arruinan vidas sin pruebas. Gracias a las televisiones y a Twitter, estamos demasiado acostumbrados a la corrupción y al escándalo, porque ambos son materia prima informativa de primer orden. Sin embargo, para cualquiera al que le suene mínimamente el caso Dreyfus, la elección de Polanski añadirá algo de reto o de audacia: atreverse no sólo con El Escándalo (doble E mayúscula) por excelencia, sino hacerlo con dinero francés, interpelando directamente a la audiencia de su país de acogida. Pero hay más: el cineasta declarará lo que quiera en las entrevistas, pero es es inevitable que ese mismo espectador informado extrapole a El oficial y el espía una lectura paralela acerca de la autopercepción que tiene Polanski de su perfil público, dejando más que claro que hoy recibe el mismo trato injusto y degradante que Dreyfus en su momento.

Sobre la película: el primer acierto es renunciar a insertar la historia en el marco ideológico y social de la actualidad, destacando ciertos principios de progreso que pudieran hacer que la audiencia establezca correlaciones con el presente (el más evidente: no tratar a toda costa que los personajes femeninos tengan un protagonismo que no tuvieron. Por desgracia las mujeres en 1894 pintaban más bien poco en la sociedad francesa; pues en la película también). Otro acierto: poner en primer plano la coherencia y la obstinación de unos actos a contracorriente guiados por valores universales y una voluntad inquebrantable de transparencia y honradez, un clásico que atrapa a cualquier público. Se trata de recursos habituales de esa ficción --reivindicativa, pedagógica, intencional-- que añade una apariencia de objetividad documental a la voz ideológica que trata de imponer su punto de vista al relato sin declararlo abiertamente. Al contrario, en El oficial y el espía los personajes dan vida a lo que sabemos hoy de aquel asunto vergonzoso para el ejército que fue el caso Dreyfus. No es objetivo ni es la última verdad, pero la narración no enfatiza los típicos detalles poco conocidos o no investigados con la intención de que sean los asideros éticos en los que quede atrapado el espectador (personajes que mueren sin que se sepan las causas, líneas de investigación no desarrolladas, imprevistos dramatizados... el género histórico-político está repleto de argucias como estas...).



En España, este mismo género no habría resistido la tentación de tomar partido y hasta de ridiculizar a los militares, destacando lo absurdo de su ideología conservadora, enquistada en la jerarquía de mando. En el otro extremo, están esos retratos «modernos» del mundo policial/militar --comprometido con la democracia, respetuoso con las leyes, progresista, humano-- y que tanto juego está dando en toda clase de series protagonizadas por miembros de fuerzas y cuerpos de seguridad. No sabemos hacer otra cosa, como si no hubiera un inmenso territorio para la ficción entre ambos esperpentos. Polanski, en cambio, muestra al ejército francés como lo que era entonces: una institución potentísima, un pilar del Estado que todavía no había quedado en ridículo ni a merced del escarnio público. El filme los retrata con verosimilitud, sin añadir detalles contemporáneos que ayuden a decantar el punto de vista de la narración. El oficial y el espía se sitúa en las antípodas del cine histórico de mala calidad, el que pretende aleccionar, reivindicar y convertirse en un libro de texto, una guía audiovisual del pasado para quienes toman la ficción de la pantalla como el producto de una monografía histórica avalada por expertos. La verdad es que lo que se cuenta. Punto.

Y por último el legendario artículo de Émile Zola que presta su título al filme, la auténtica piedra angular a seis columnas sobre la que hoy descansa el periodismo combativo y reformista --el único aspecto de este asunto que hoy puede enorgullecer a Francia-- que aún se estudia en todas las facultades de Occidente. J'acusse...! es la prueba material de que la prensa puede jugar un papel clave en una sociedad libre y abierta, interpelando directamente al presidente de la República, denunciando y argumentando en contra de una verdad manipulada, revelando tramas ocultas a la opinión pública, sin importar las muy altas implicaciones que tenga para el Estado. Hoy día se escriben decenas de artículos así --en otro tono, claro-- al año, y no acaban con su autor en la cárcel, claro; pero el texto de Zola, por ser el primero, supuso una debacle, un anatema, un apocalipsis, el fin de una era... Si algo nos enseña la historia, es que, por muy enormes dimensiones que haya adquirido un fraude de Estado, detrás de él hay personas (funcionarios, gobernantes, militares, políticos...) y si, llegado el caso, es necesario que caigan, pues se contribuye a ello. Que la gente se indigne y vocee como si se acabara el (su) mundo, da igual, ya llegarán otras a sustituirlas, a hacerse cargo de lo que queda y tratar de restaurarlo. Y si no funciona pues vendrán otras... Así que tengamos perspectiva, informémonos y quitemos el IVA a los riesgos que implica liquidar gobiernos y Estados corruptos... De hecho, nunca son lo suficientemente grandes como para no merecer que los salven, al contrario que los bancos aquellos en 2008...

Con El oficial y el espía Francia ha tenido la valentía de acercarse sin dobleces ni memeces a un pasado que aún abrasa si se lo agita lo suficiente, un pasado cuyos rescoldos vuelven a prender por Europa. Polanski ha sabido mirar de frente a ese pasado y extraer, gracias a su película, lo único que se podía hacer: recrearlo en la pantalla sin importar las consecuencias.



martes, 7 de enero de 2020

Mujeres. Mujer. Greta (Mujercitas)

Creo que la mejor síntesis de la novela de L. M. Alcott es el comentario de texto para tarados que hacen Joey, Chandler y Ross en un episodio [T3E13] de Friends (1994-2004). A pesar de lo absurdo del diálogo, creo que destaca precisamente uno de los aspectos cruciales de la novela: más allá de la confusión de nombres y sexos entre Jo y Laurie, la relación de ambos personajes es la columna vertebral del relato, los personajes más rompedores y resistentes al encasillamiento en la mojigatería patriarcal imperante en su época; y sobre todo la más cercana y humana, un paradigma literario del amor imperfecto que marca a sus protagonistas. Lo demuestra el hecho de que este ha sido el epicentro dramático de todas las adaptaciones que se han hecho en el cine (dos mudas, en 1917 y 1918; y cuatro sonoras: 1933, 1949, 1994 y 2018). En este sentido, las Mujercitas (2019) de Greta Gerwig no son una excepción a esta tendencia. Signo de que por mucho que cambien los marcos mentales los valores narrativos mantienen su vigencia en el tiempo.



Cuando era niño, cada Navidad comenzaba a ver la versión de 1949 --dirigida por Mervyn LeRoy-- que ponían en los programas especiales de la televisión; pero no había manera, nunca la veía entera. Me hartaba de tanta cháchara doméstica a la que no le encontraba sentido. Además, igual que a Joey, me desconcertaba la extraña inversión de sexos y nombres de Jo y Laurie, que me parecían intercambiados adrede por un motivo que se me escapaba... Pero aunque nunca la terminé, supe que Beth moría, porque me lo contaron mis hermanas (que sí la veían entera casi cada año), y ese detalle me parecía suficiente como para encasillar la película en la carpeta de dramas convencionales. Y aunque no era exactamente así, lo cierto es que las diferentes versiones fílmicas han priorizado claramente el inevitable aspecto melodramático del libro, de manera que cuando conseguí completar las de 1949 y 1994 me reafirmé en mi fragmentaria impresión juvenil. Aún tenía que llegar la adaptación de Gerwig, mucho más empeñada que el resto en destacar los indudables indicios de progreso en el pasado que tiene la novela (para empezar, dotando a Jo de rasgos de carácter hasta entonces casi exclusivamente masculinos). La directora ha querido recrear en pantalla aquellas situaciones que más ha admirado en sus numerosas relecturas de la novela, incluso tomándose algunas libertades formales al más puro estilo fan fiction. El momento más patente es la manera que tiene Gerwig de mostrar que el final feliz que la novela reserva para Jo fue una imposición del editor, de manera que recrea la escena tal como se supone que le obligaron a escribirla (incluso con comentarios narrativos, como si fueran de la autora para la edición de coleccionista), pero antes también el propio personaje de Jo expresa lo que le gustaría que fuera su vida: una tranquila soledad sin hombres y dedicada a la literatura.

Mujercitas exhibe un brillante ejercicio de adaptación y de dirección de actrices; es más, sin perder de vista su objetivo reivindicativo, no renuncia a recrear el drama decimonónico que la mayoría del público conoce (la historia de amor entre Jo y Laurie, la enfermedad de Beth (Eliza Scanlen) o los problemas para casarse de Meg, interpretada por Emma Watson), añadiendo una frescura a las localizaciones, los diálogos y al desarrollo de personajes y situaciones clave que resulta más cercana al estilo del drama actual, más convincente para el público --joven sobre todo-- que desconoce la novela o cualquier versión cinematográfica anterior. Es en esos momentos definitorios donde Gerwig vuelve a demostrar --como en títulos anteriores-- su capacidad de observación, la intuición para calar brevemente y sin apenas diálogo a los personajes (en mi caso, el que acabó de desarmarme fue la mirada entre Jo y su madre cuando aquélla debe aceptar que Laurie se ha casado con su hermana y que le ha perdido para siempre). Puede que fuera mi estado de sentimientos aquel día, pero admito que me pasé casi toda la segunda parte de la película tragando saliva para evitar que las lágrimas se desbordaran por otro lado...



En definitiva, una adaptación hecha con sensibilidad y sentido del ritmo cinematográfico, con una protagonista --Saoirse Ronan-- que confirma su gran conexión con Gerwig en un momento igual de importante para su carrera como lo fue para Katharine Hepburn la versión que dirigió George Cukor en 1933. Un filme para conmoverse y disfrutar y, en caso de convivir con generaciones más jóvenes, usarlo para reforzar vínculos y hacer pedagogía. A ver si esta vez la Academia se atreve a coronarla de premios como se merece...