viernes, 21 de agosto de 2020

Esa pulsión intensa y fugaz que nos sincroniza como especie (Depeche Mode: Spirits in the forest)


Los momentos finales de la gira de 2017 de Depeche Mode han merecido un documental a la altura de la trayectoria de este grupo incombustible
(en activo desde 1981). Y por ese motivo han confiado su dirección al holandés Anton Corbijn, un viejo conocido de la banda que ha contribuido a incrementar su leyenda gracias a unos cuantos videoclips (concretamente desde 1986, cuando dirigió el de A question of time). El documental se titula Depeche Mode: Spirits in the forest (2019), y ha sido liberado en las plataformas viejunas tras exhibirse hace un año en 2.400 salas de cine del planeta. Desde el primer visionado quedé hipnotizado, no sólo por la posibilidad de deleitarme ante una nueva interpretación de sus grandes éxitos ante sus rendidos fans (las imágenes corresponden a los dos conciertos de final de gira en Berlín, la capital mundial Depeche Mode, del 23 y 25 de julio de 2018), sino por el formato elegido: las canciones se intercalan con vivencias y reflexiones muy personales de seis fans de todo el mundo (Perpiñán, Bogotá, Bucarest, Los Angeles, Berlín, Ulan Bator), y que incluyen amnesia sobrevenida, lejanía forzosa de los hijos, florecimiento de la identidad sexual, descubrimiento de otro mundo más allá de los límites impuestos por el totalitarismo, lucidez y apoyo durante una descomposición familiar y, la más conmovedora para mí --porque se acerca bastante a mi forma de disfrutar de su música--: crecer como persona al lado de ellos, balizar mi vida con el lanzamiento de sus álbumes, (re)descubrir canciones a toro pasado, comprender finalmente sus letras, añadirles significados íntimos... Después de haber visto varias veces el documental no puedo evitar escribir esta crónica para dar rienda suelta a mis emociones.

Para empezar, Corbijn consigue ese inefable equilibro argumental entre lo universal y lo personal que sólo los británicos saben presentar sin resultar sonrojantes, moralizantes ni excesivamente sensibleros, un tono muy parecido al que logró perturbarme en Roger Waters The Wall (2014). Lo consigue por un simple recurso estándar de montaje, rodeando cada canción --casi siempre un fragmento, excepto en los grandes temas al final-- de un relato, de una revelación bien escogida y presentada. El resultado es una nueva prueba definitiva de cómo la música modifica las vidas humanas de forma impensada, tremenda, convirtiéndolas en algo diferente por el simple hecho de haberlas escuchado. Cada fragmento de vida compartido se ve potenciado por el extracto de los momentos cenitales de la canción que acaban de mencionar; y de paso es un sencillo y efectivo método para extraer --gracias a las imágenes y a la espectacular escenografía del directo-- una épica casi nueva a algunos de esos acordes miles de veces escuchados.



Es lógico que a los fans les dé igual, pero visto desde fuera, hay que admitir que el fenómeno Depeche Mode lleva congelado unos cuantos años. Sus álbumes más recientes no despiertan demasiado interés, pero sirven de excusa para poner en marcha su principal activo: una nueva gira que permitirá volver a verlos en directo. El segundo es que su dilatada carrera --repleta de éxitos incontestables durante al menos dos décadas-- les ha permitido convertirse en un fenómeno generacional (los hijos/as de sus fans han acabado accediendo a su propia versión de Depeche Mode, tal como se encarga de mostrar el documental). Sin embargo, como en todo fenómeno de tan largo recorrido, acaban surgiendo ciertos tics de grupo pastoso que conoce y exhibe una y otra vez aquello que anhela su público. No es algo sorprendente ni malo, simplemente es normal; sucede en todos los ámbitos (literatura, cine...); la incógnita es saber, en cada gira, cómo han logrado hacerlo divertido sin dejar de ser espectacular y que parezca nuevo (aunque no lo sea).

A pesar de lo que me gusta su música, Dave Gahan no es mi artista favorito sobre el escenario (aunque le reconozco tanto o más carisma que a Freddie Mercury), pero admito que sus patochadas y sus movimientos torpes encajan a la perfección con el nuevo prestigio y el significado que han adquirido sus letras y lo que espera su público. Quien en realidad me fascina es --como siempre-- el autor de prácticamente todas las canciones: Martin Gore, su presencia estática sobre el escenario, su rostro impenetrable, aportando su voz cuando el directo lo requiere, recordando a todos los que lo sepan que nada de todo eso sería posible sin su inspiración y su talento (paso por alto el inexplicado ninguneo del tercer miembro del grupo: Andrew Fletcher). Sus canciones fueron auténticos llenapistas en nuestra juventud, así que hoy, cuando vamos a verles con nuestros descendientes, la experiencia debe incrementar su significado, básicamente porque ya no bailamos como entonces...

Corbijn lo sabe y de ahí las entrevistas a los fans cuidadosamente elegidos: hace que se sientan importantes pidiéndoles su opinión, que compartan sus pensamientos (muy pocas veces nos lo piden), y luego intercala imágenes de ellos disfrutando del concierto. La identificación del público es inevitable al verles dejándose ir, sin importar que les vean ni que les graben. Es un recurso tremendamente sencillo y eficaz, por eso el plano del padre divorciado al borde de las lágrimas escuchando Precious nos conmueve, porque sabemos la historia que hay detrás (la ha compartido justo antes y siempre le recordará a esa época en que reconstruyó la relación con sus hijos). Y así con todas y cada una de las personas que asisten a todos los conciertos de la gira. ¿Quién sabe que infinidad de momentos y sentimientos provocan cada nota de cada canción de Depeche Mode? Podemos llegar a imaginarlo, pero conocerlos es algo que excede nuestra capacidad y nuestra existencia...

Soy muy previsible: mi canción favorita de Depeche Mode es Enjoy the silence, y normalmente es el clímax del recital, pero en Depeche Mode: Spirits in the forest Corbijn ha querido desplazar ligeramente el campo gravitacional de la emoción, centrándose en Personal Jesus (la confesión introductoria a la canción que hace la chica de Mongolia es, sencillamente, desarmante, delicada en extremo; no sólo por su sinceridad, sino por lo que da a entender que aún queda oculto, por las palabras que elige para hacerlo. A continuación, al escuchar la canción, el nivel de la emoción sube sin remedio), para culminar --como no podía ser de otra manera-- con Just can't get enough (compuesta por Vince Clarke, no por Martin Gore, en los inicios de la trayectoria del grupo y poco antes de abandonarlo. Cada vez que la interpretan Vince, esté donde esté, se lleva una pasta). Se trata del final perfecto: un exitazo incontestable que remite a los orígenes divertidos, superficiales e incontaminados de la banda cuyos acordes siguen sin pasar de moda. Sin embargo, el verdadero agujero negro que lo atrapa todo es Never let me down again.

 


Dejando de lado el hecho de que, a estas alturas, cualquier concierto de Depeche Mode es un espectáculo que funciona con la exactitud de un reloj atómico, resulta anecdótico que en el documental Never let me down again no se interprete completa, porque su fuerza reside en la perfomance de Dave, y en la habilidad del director para acentuarla con simplicidad y elegancia, liberando además la energía que desprenden unos pocos planos bien escogidos. Son tres planos separados en tiempo real por unos pocos segundos y cuya yuxtaposición me recuerda al montaje de los leones de piedra en El acorazado Potemkin (1925): 1) cuando Dave sincroniza a todo el auditorio con un simple gesto respondido en un nanosegundo (el público lo espera), 2) cuando se para a contemplar lo que ha provocado y 3) cuando el propio Dave alucina extasiado con el espectáculo --las manos entrelazadas en la cabeza-- del público reproduciendo ese simple gesto suyo. No me canso de ver esta escena; siento envidia del torpe Dave, de su poder omnímodo, por vivir y provocar esos instantes privilegiados. La situación, no obstante, también me recuerda a V de vendetta (2005): la escenografía con las masas exaltadas, dirigidas por el líder, la reacción automática a estímulos... Resulta apabullante desde un punto de vista sensorial y anímico, pero da que pensar...

Cuando te atreves a descender hasta las vidas de las personas debes ser respetuoso y cuidadoso, hacerles sentir importantes, escucharles. Si lo consigues ellos te regalarán lo que consideran más preciado: sus vivencias, sus sentimientos más íntimos. Y ahí es donde muchas veces encontraremos la música, la de Depeche Mode o la de quien sea. Una vez conseguido, las reacciones ante semejante alud de sinceridad siempre serán auténticas, irremplazables. ¿Acaso no es cierto que, al salir de un concierto salimos convencidos de que han interpretado nuestra canción favorita para nosotros, sólo para nosotros?

Aunque no seas un fan de la banda británica, vale la pena ver Depeche Mode: Spirits in the forest por su cuidada presentación y su emotividad a flor de piel.

jueves, 13 de agosto de 2020

El breve espacio en el que todo encaja (¡Que suene la música!)

Una conjunción demasiado forzada concurre en ¡Que suene la música! (2019) --título original Military wives-- de Peter Cattaneo: una serie televisiva previa --The choir: military wives (2011)-- que fue todo un éxito de audiencia (incluyendo la venta de la banda sonora con las canciones); un elenco de personajes que busca representar diferentes generaciones y orientaciones (que yo recuerde, un único plano da a entender que una de las esposas del coro es lesbiana, pero cuenta como corrección política); un guión sencillo, previsible y repleto de humor, drama y superación. Y, por si todo esto no fuera suficiente, asocia descaradamente su trama y su tono coral a otro título popular (testosterónico por excelencia, aunque de buen recuerdo entre las audiencias femeninas del momento) del mismo director --Full Monthy (1997)--, pero esta vez, como marcan los tiempos, destacando y valorizando las iniciativas de las mujeres en un ambiente masculino (el militar). Una receta con demasiados ingredientes transgénicos, conservantes y edulcorantes para dos simples y obvios objetivos: entretener y recaudar en estos tiempos pandémicos.

La cosa es que ¡Que suene la música! no hace un retrato irreal o sesgado del complicado entorno de las esposas de militares que ven partir a sus cónyuges a una misión peligrosa y pasan los días en la base, rodeadas de otras mujeres en la misma situación;lo que sí hace es pasar de puntillas por los momentos más duros, porque lo exige el género.;Por su parte, los dos personajes protagonistas (Kristin Scott Thomas y Sharon Horgan) son personajes fuertes, opuestos en carácter y estatus social, pero tienen en común el dolor y el miedo a la pérdida, y su relación y su interpretación sostienen todo lo demás. El público sabe perfectamente cómo funcionan estos filmes de buen rollo, qué reivindican, qué hitos las señalan y hacia dónde llevan su argumento; lo único que los puede diferenciar es la calidad de los gags y la contundencia de los personajes. Por desgracia, en ninguno de los dos ámbitos la película de Cattaneo sale muy bien parada, aunque logra disimular bastante bien sus carencias gracias a las canciones, en la que se incluye un buen puñado de éxitos ochenteros (como también al parecer marcan los tiempos).

 


En definitiva, una película para adentrarse en un ambiente tan real como escasamente conocido y cuyo tratamiento tolera con dificultad ironías, parodias o sarcasmos, y por eso ¡Que suene la música! apuesta fuerte por lo que queda: el humor amable, el drama pedagógico y la música.

domingo, 2 de agosto de 2020

Todas las películas están mal (1)

Están mal. Todas. Empezando, por ejemplo, por las que retratan central o tangencialmente culturas precapitalistas, las que exploran la posibilidad de alcanzar un contacto interpersonal al margen del origen cultural, legislaciones injustas, negacionistas o a la contra de los usos y costumbres. Están mal no solo por su más o menos inexacta reconstrucción del pasado, sino por las deixis ideológicas que hacen referencia --voluntariamente o no, inconscientemente o no-- al presente en el que se filmaron, y no al tiempo en el que se ambienta la historia. Incluso cuando ambos tiempos coinciden, se cuelan esos elementos que son fruto de un objetivo artístico, político o social del momento, no al servicio del relato. Son esos principios de progreso del pasado (o de un futuro al que el presente debería tender) que trata de destacar, rescatar o forzar un guión que ha sido ambientado en una época diferente de la que se ha escrito. Es algo inevitable, y se produce porque el marco de valores de referencia del equipo creativo y técnico y de los acontecimientos del filme no coinciden (o no se quiere que coincidan por motivos extracinematográficos), lo que sucede prácticamente el 99,9% de las veces.

Están mal todas las películas porque, al revisarlas pasado un tiempo, aunque superaran la prueba del retrato del pasado o de la verosimilitud del presente, siempre detectaremos algún aspecto que demuestre que ciertas premisas sicológicas, sociales, culturales, políticas o ideológicas son producto de marcos de referencia obsoletos, de puntos de vista superados respecto a la identidad, las relaciones o las acciones humanas. Siempre habrá detalles que evidencien una pérdida de vigencia: perspectiva de género sesgada, manipuladora o negacionista; marginación de minorías étnicas y/o culturales; desprecio o negación de identidades alternativas... No he acabado aún: también encontraremos importantes defectos funcionales en la definición de los personajes (mujeres sumisas, objetualizadas, villanos caracterizados por rasgos de identidad personal o cultural muy determinados, naturalización de jerarquías, estereotipos culturales, todos ellos supeditados a un relato en el que únicamente el/los protagonista(s) se muestran como personajes claros, directos, positivos y/o complejos). Ninguna película se libra ni se librará. También afirmo desde ahora que estarán mal las películas que hoy priorizan heroínas femeninas fuertes e independientes: con el tiempo habrá quien detecte que siguen recurriendo a una sensualidad que las objetualiza (aunque sea mucho más selectivamente), o que perpetúan una réplica del retrato masculino sin apenas modificaciones (heteronormativas, sin presencia de otras orientaciones), o de alguna cosa de la que todavía no nos hemos dado cuenta...

Están mal todas las películas que trataron de visibilizar a colectivos y/o minorías, aun cuando su objetivo original fuera reinvindicarlos positivamente o denunciar su discriminación. Y también está mal el montón de películas que contribuyeron a invisibilizar estas mismas situaciones, a diluir su importancia, a defender situaciones y actitudes insostenibles. Estos títulos exhiben un marco de referencia, aunque sea en detalles menores del argumento o la historia, que está superado, equivocado o es un puro disparate. Están mal definidos los personajes: basados en tópicos, dando por buena su ignorancia o la posición que ocupan en la sociedad, sirviendo de contrapunto humorístico a base de exageraciones, deformando la identidad que se les atribuye desde fuera para justificar sus acciones y servir al propósito general del relato (el negro cachondo, el gay inconsciente con mucha pluma, los asiáticos mudos y obsesivos, los clanes de ítalo-estadounidenses o de irlandeses regidos por sus propias leyes, las personas con diversidad funcional y un sentido del humor autodestructivo, las que fueron discriminadas por una enfermedad aún no diagnosticada o desconocida...). Están mal todas las que consideran el abuso, la violación, el acoso, el maltrato o la explotación sexual de menores como etapas en el acceso a unos conocimientos amatorios superiores o como elementos intrínsecos de una pasión sexual sólo al alcance de una minoría de iniciados por encima del bien y del mal. También están mal las que atribuyen a una belleza adolescente precoz y desasosegante los padecimientos que sufren quienes han sido agraciados/as con semejante premio de la lotería genética, obviando y/o minimizando el hecho de que los verdaderos responsables son los adultos incontinentes y sin escrúpulos con los que se topan.

Está mal todo el cine romántico que objetualiza a la mujer, que la representa sumisa, anclada a determinados roles, necesitada de una relación estable para ser ella misma y, por si esto no fuera bastante, funcionalmente estereotipada respecto al argumento. Están mal las que asumen que sólo nos realizamos como personas a través de una relación romántica, heterosexual, monógama y orientada a la reproducción. Están mal las que dan por universalizados o naturalizados ciertos modelos de familia, jerarquías entre géneros, grupos de edad o asignan/asumen determinadas identidades sexuales a estereotipos. Están mal las que hacen apología de la maternidad como la meta vital más importante a la que puede aspirar una mujer, pero también las que hacen una defensa orgullosa del individualismo a ultranza, cuyas infinitas opciones son la mejor expresión de una vida libremente elegida.

Todas mal, con independencia del género, la temática, los personajes, la época o el año de producción. Mal las rodadas hace diez, cinco o dos años, las estrenadas este año, y las del año que viene también; y las de dentro de dos, cinco o diez años. Así, a bote pronto, se me ocurre que El nacimiento de una nación (1915), El gabinete del Dr. Caligari (1920), Octubre (1927), Amanecer (1927), King Kong (1933), La diligencia (1939), Casablanca (1942), Breve encuentro (1945), Las minas del rey Salomón (1950), La ventana indiscreta (1954), El hombre del brazo de oro (1955), Viridiana (1961), El milagro de Ana Sullivan (1962), Mary Poppins (1964), El graduado (1967), La naranja mecánica (1971), Alicia en las ciudades (1974), Alguien voló sobre el nido del cuco (1975), Saló o los 120 días de Sodoma (1975), La piel dura (1976), En busca del fuego (1981), Pauline en la playa (1983), Tras el corazón verde (1984), Una habitación con vistas (1985), El declive del imperio americano (1986), La lista de Schindler (1993), El banquete de boda (1993), Forrest Gump (1994), Sentido y sensibilidad (1995), Barrio (1998), El diario de Bridget Jones (2001), Expiación (2007), la saga James Bond, la saga Rocky, la de Star Wars, la de Indiana Jones, la del Sr. Anillos o la de Marvel están mal. Tooooooodas están o estarán mal.

¿Y entonces?

(continuará)