martes, 22 de septiembre de 2020

Aprender con la ficción (Uno para todos)

Vivimos en sociedades marinadas en sentimentalismo. Y estoy persuadido de que es una consecuencia imprevista debido a la ingesta descontrolada y excesiva de ficciones que buscan a toda costa las reacciones sensoriales del público, su posicionamiento automático, una reacción primaria ante el dolor y/o la injusticia. Llevamos unos cuantos años así, lo cual ha dado tiempo para que los jugadores de este juego detecten qué relatos, qué argumentos y qué recursos resultan más efectivos --situaciones, elementos, personajes, géneros-- y obtienen respuestas más intensas del público. Todo vale: dramas de superación (si son con menores muchísimo mejor), realities, momentos perfectos o imprevistos, triunfos a contra corriente... En definitiva, vale todo aquello que demuestre su capacidad para conmover y/o extraer lágrimas fáciles y, por tanto, el favor del público. Nos hemos acostumbrado tanto a esta forma de presentación narrativa que enseguida vemos venir el tsunami de intensidad dramática igual que una manada de ñúes en plena migración; y aunque en la mayoría de ocasiones funciona, algunos necesitamos algo más elaborado que diluya tanta sensibilidad en bruto y airee un ambiente cargado de tanta sensiblería básica.

Y entonces llegan cineastas como David Ilundain que, después debutar en el largometraje con un interesante experimento de cine político --B, la película (2015)--, se enfrentan a todo ese tráfico en contra con un argumento que maneja muchas y matizadas sensaciones. Desde el primer minuto se nota que el estilo dominante de Uno para todos (2020) va a ser la contención (del reparto, de las escenas clave, de las reacciones), dejando bien claro que su objetivo es demostrar que hay margen para emocionar sin tener que arrojar al espectador toneladas de compasión, conmiseración, conmoción, afecto, piedad, ternura, dolor, tristeza, pesar, delicadeza o pasión. En este caso, nos encontramos con un argumento donde todos los personajes tienen sus contradicciones y mochilas emocionales, donde los conflictos no se plantean de forma binaria ni todas las tramas secundarias acaban perfectamente encauzadas o definidas, y sin romances que sirvan como casi único motor de la historia... En todas estas apuestas sale claramente ganadora Uno para todos. El reverso oscuro de este envite es que quizá Ilundain ha rehuido tanto la tentación fácil de los sentimientos que en los momentos culminantes esa contención de convierte en un desapego excesivo; empezando por el personaje protagonista (demasiado cerrado, sin evolución durante toda la película, sin aportar detalles al inequívoco conflicto interno que arrastra). Quizá sólo al final, cuando es inevitable recomponer el equilibro, Ilundain opta por una estrategia opuesta a la que ha marcado toda su película, asimilándose peligrosamente a esos otros relatos sentimentalistas de los que ha tratado de distinguirse a todas costa.



El resultado es un filme entretenido, interesante, detallista y bienintencionado, aunque fabricado básicamente con un único ingrediente: la cotidianidad; un filme que huye de cualquier elemento que pueda suponer un reto o una impugnación a la corrección. Ante todo, Uno para todos es un drama sencillo que no busca alimentar conciencias revolucionarias ni abrir nuevos territorios a la reflexión, sino una crónica alternativa de esas mismas pedagogías y clases medias que tienen secuestradas --casi monopolizadas-- los relatos del sentimentalismo obvio.

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