Esta deriva suele incluir una peligrosa convicción autoproclamada de comunidad elegida, amenazada y/o discriminada, la única legitimada y capaz de ostentar simultáneamente el poder, la moral, el ordenamiento de la sexualidad y toda clase de jerarquías, incluso de estructurar la vida de las personas. En corto y claro: es perfectamente posible hablar de fascistas judíos, exactamente los mismos que se han atrincherado --para no tener que rendir cuentas ante ninguna institución humana-- en el gobierno del estado de Israel. Gente que busca forzar el consenso sobre no sólo su relato, sino de deshacerse de todo --y de todos-- lo que haya por en medio hasta lograr su inefable propósito. Y quienes se llevan la peor parte son los palestinos. Un pueblo sin derechos a ojos de esos gobernantes, que debería marcharse (a pesar de llevar allí más tiempo) para que puedan colonizarlas los israelíes. Y el resto del mundo no es que no pueda ni deba estorbar sus planes, es que no puede ni abrir la boca para criticar porque eso nos convierte automáticamente en antisemitas. No hay manera de arrancarles de este relato, ni siquiera de lograr que lo maticen por puro cálculo práctico o humanitario. Hace más de medio siglo que es así, aunque no con tanta intensidad; pero ahora los brutales atentados de Hamás del 07/10/2024 les han convencido de que ha llegado su hora, que les asiste toda la razón y que su sueño está a punto de materializarse. Atrincherados en creencias y sentimientos sin apenas conexión con lo real. Puro y duro fanatismo.
Este es --para las audiencias convencidas de antemano-- el contexto político en el que hay que situar No other land (2024), un filme apañado de cualquier forma, montado en bruto, sin tiempo para reflexionar ni analizar críticamente el presente y el pasado. Porque el rodaje en sí mismo era una prueba de supervivencia para sus autores, les iba la vida en ello, y porque sus imágenes nos arrojan en pleno rostro la evidencia de nuestra inacción. Nos consideramos unos espectadores solidarios, con un fuerte compromiso verbal y declarativo con Palestina, sí; pero siempre desde nuestra distancia y seguridad (y en ese nuestra me incluyo, junto a todo Occidente y a unos cuantos potenciales aliados árabes). Nos compadecemos de Gaza pero no forzamos una acción de nuestros gobiernos, no nos manifestamos, no bloqueamos nada, no buscamos la expulsión de Israel de foros ni competiciones (como se hizo con Rusia nada más invadir Ucrania), y no dejamos de ver como aliados a quienes se siguen negando a intervenir o a ejercer su influencia...
No other land se basta y se sobra como crónica devastadora del deshaucio del pueblo de Masafer Yatta (Cisjordania) al más puro estilo mafioso por parte del ejército israelí: un goteo incesante de derribos de viviendas, expulsiones nunca declaradas ni admitidas oficialmente (siempre escudándose tras excusas legalistas), detenciones indiscriminadas y trato inhumano. Poco más puede ofrecer el cine sobre la ocupación israelí de Gaza; pero lo más importante es que se atreve a plantar la cámara y filmar a los enemigos. Y por si esto no fuera suficiente, hay políticos, medios y audiencias que se han molestado porque sus directores --Basel Adra y Yuval Abraham-- sean un palestino y un judío, dos amigos que se atreven a presentar su película y a exponer su punto de vista. Son grupos de interés que, en sus crónicas, se llevan las manos a la cabeza y pasan de puntillas ante la realidad incontestable y difícilmente impugnable que ofrece el filme. Y aunque la película finalice con el anuncia de una debacle inminenteeso, la gran esperanza son personas como Yuval y Basel, la encarnación de una posibilidad, de la convivencia más allá de un conflicto atrapado en una espiral de venganza y fanatismo.
Puede que filmes como No other land no consigan movilizar más allá de una solidaridad bienintencionada, pero reafirman unas convicciones que, más tarde o más temprano, cuando se abra paso la realidad de los hechos, convertirán este presente en algo marciano. Y a nosotros en zombies.
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