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sábado, 27 de julio de 2024

Las estructuras elementales de la mi melancolía (1) (Retorno a Brideshead)

Retorno a Brideshead (1981) es la serie que marcó mi juventud de muy diversas maneras. Cuando la vi por primera vez no podía saber que iba a contribuir indirectamente a que diera el último empujón a un cambio de rumbo vital que rondaba mi mente; también a determinar para siempre buena parte de mis preferencias estéticas, incluso a mi tendencia a explicar mi pasado como relato en mi pensamiento. Se anunció con una ambiciosa y demoledora etiqueta (era la primera vez que veía usar un piropo tan contundente para vender una serie e, ingenuamente, creí que era algo que no se hacía a la ligera): la mejor serie de la televisión de todos los tiempos. La cosa es que no le fui demasiado fiel en su estreno televisivo (tenía otras prioridades más propias de la edad), y sólo vi capítulos sueltos, así que se me escaparon la mayoría de las claves del argumento. Por suerte, hubo numerosas reposiciones que permitieron que la completara, hasta que decidí revisarla íntegramente y por estricto orden. En ese primer visionado íntegro no acabé de captar todos los significados y matices, pero pude intuir que había equivocado mi impresión parcial inicial. Por eso le dediqué nuevas y tozudas revisiones, hasta que creí abarcar todo su alcance formal y dramático. Y entonces, en una nueva reposición en horario de madrugada, a finales de los ochenta, decidí grabarla en vídeo (luego compré la serie en DVD y le pasé las cintas VHS a mi hermano). En este formato digital la he revisado cada tanto sin un plan preconcebido, movido por el triple deseo de recrearme en una belleza y una intensidad cuyos efectos conozco de sobra, recorrer una vez más el territorio donde comenzó a concretarse mi afición al cine y, de paso, revisar las escenas, personajes y diálogos que sirvieron de molde a ciertas estructuras elementales de mi sentimentalismo.

Desde un punto de vista formal, Retorno a Brideshead no deja de ser la típica serie británica: estéticamente impecable, ambiente aristocrático, personajes elegantes, cultos, calculadamente cínicos, opacos sentimentalmente e interpretados con sequedad y distancia casi irreales. Sin embargo, exhibe una narrativa que no encaja del todo en ese estilo funcional asociado a lo británico y que triunfaba --y lo sigue haciendo-- en todo el mundo, agrandando de paso el tópico de un género tremendamente popular; es más, enseguida se hacen notar las diferencias: planos secuencia para los momentos culminantes, elaborados travelling, uso del zoom para mantener el plano continuo en escenas minuciosamente coreografiadas, lentitud expositiva, detalles deliberadamente no marcados por la narración a pesar de su trascendencia para la historia, constantes saltos atrás para completar la información... Además, el argumento central --a pesar de las apariencias y el amplio lapso temporal que abarca-- es demasiado personal, poco tiene que ver con los conflictos familiares y de intereses que suelen servir de trama central a las series británicas más emblemáticas.


Aunque acabé de confirmar mi intuición primera unos años después, cuando leí la novela de Evelyn Waugh (publicada en 1945), lo cierto es que fue la escena final del primer episodio la que marcó el estado sentimental en el que desde entonces he visto la serie, en la que un gesto nimio y casi vulgar desata una tormenta de deseo en el protagonista: la fascinación/atracción que siente Charles Ryder (Jeremy Irons) por Julia (Diana Quick), la hermana de su mejor amigo de la universidad, el pastoso y ambiguo Sebastian Flyte (Anthony Andrews). De hecho, la trama principal de la serie está atravesada de arriba abajo por esta pasión nunca abiertamente declarada (sólo se desvela parcial y muy sutilmente en unos pocos momentos escogidos), funcionando como un lento asedio hasta que Charles consigue materializar, casi por azar, sobre la bocina y nunca por completo, su deseo de juventud. La crítica experta, fans, detractores y desdeñosos varios de la serie sin duda priorizarán otros elementos dramáticos bastante más convencionales: la decadencia económica de la aristocracia iniciada tras la Primera Guerra Mundial, agravada por el crack de 1929 y rematada por el estallido del segundo conflicto mundial diez años después; o más bien la maldición que arrastra la familia Flyte por pertenecer a una minoría católica en un país protestante. El propio Waugh se había convertido al catolicismo, así que sabía perfectamente de qué hablaba y a qué obstáculos incomprensibles se refería cuando retrataba los contratiempos y/o problemas de conciencia --totalmente marcianos para un protestante en 1945 y para cualquier lector/espectador posterior-- que sobrevienen a los Flyte en los momentos más inoportunos de sus vidas, impidiéndoles ser felices de una manera natural (o al menos como ellos ven que sí lo son sus iguales protestantes).


El impacto que me produjo la serie afectó a muchos y diferentes ámbitos: el primero, claramente asociado a mi circunstancia vital en 1983 (en España se emitió en La 2 entre enero y marzo de ese año), en plena terraformación; el segundo, induciendo en mí una preferencia por un determinado tratamiento formal de los momentos definitorios (tanto en el cine como en la literatura): anidar flashbacks para desordenar la narración y obtener un relato que se ajuste a la memoria del protagonista --y no necesariamente al relato cronológico o a la verdad-- y a los objetivos del autor. Es una estrategia que añade una complejidad consciente y corre el riesgo de hacer perder el hilo, pero posee la ventaja de aislar y potenciar los instantes clave. El tercer nivel está relacionado con el impacto de determinadas obras en la formación de mi gusto artístico, en la manera en que influyó en mi forma de escribir ficción (cuando lo intento). El cuarto y último (esto ya es un azar estrictamente biográfico) tiene que ver con el penoso proceso de desentenderme de la religión católica heredada de mi entorno familiar; un lastre que no fue tan sencillo dejar atrás así como así. El hecho de que la serie abordara este mismo tránsito (es uno de sus principales leitmotiv, responsable de unos cuantos giros dramáticos cruciales) cuando yo trataba de realizarlo a mi desordenada manera me pareció una señal definitiva; lo interpreté como una especie de armazón argumental que suplía mi falta de experiencia y de ideas, así que incorporé acríticamente bastantes actitudes y opiniones a mi propio y lastimoso itinerario hacia el ateísmo.


(continuará)

domingo, 7 de julio de 2024

Ideas sobre la crueldad del mundo (Green border)

¿Qué sabemos de la inmigración? Si lo pensamos detenidamente, apenas nada. Escuchamos unos cuantos comentarios al vuelo en tertulias radiofónicas, monólogos de influencers con opiniones interesadas, declaraciones de políticos que luego repetimos en sobremesas de familia y amigos. Como mucho, nos asomamos fugazmente al sufrimiento de quienes se juegan la vida en travesías por tierra o por mar en informativos, documentales, reels y, por descontado, en ficciones críticas, reivindicativas y/o bienintencionadas en sentimientos, solidaridad y justicia. La migración suele ir asociada a palabras como amenaza, insostenible, inviable...; sin embargo, pocos señalan que la mayoría de los que vienen entran en los países de destino por los aeropuertos, con visados de turista que van a dejar caducar, y quienes lo intentan en patera o cruzan fronteras sin papeles son una pequeña parte del total. Es lógico que sea así, porque es la manera más peligrosa de intentarlo, y si lo hacen es por pura desesperación (nadie se juega la vida y la de sus hijos porque sí). Huyen de la guerra, de persecuciones ideológicas, sociales y culturales, y están dispuestos a aferrarse a lo que sea con tal de dejar el horror o la falta de perspectivas de sus lugares de origen. Aspiran a una vida, un trabajo y a criar a sus hijos; un mínimo que ahora no tienen. Creemos tener una idea bastante definida de lo que es la inmigración y cómo afecta a nuestras vidas...

Green border (2023) no es una ficción impugnadora e incómoda de la doble moral que imponen la política y la ideología a la inmigración; se alinea más bien --como hacía la italiana Yo capitán (2023)-- con la crónica cruda y descarnada, la inmersión directa en la experiencia de una familia que huye de Siria a través de Bielorrusia, tratando de alcanzar Suecia mientras acceden al territorio de la UE por Polonia. El primer objetivo de la película es poner rostros, nombres y existencias a lo que, para muchos, suelen ser individuos anónimos que aparecen y desaparecen de nuestras pantallas sin más contexto que el drama de un intento fracasado. Agnieszka Holland busca, ante todo, la empatía, y que de sus duras imágenes y situaciones surja un posicionamiento, el compromiso, una toma de conciencia, frente a un desastre humano tolerado y silenciado por la UE, que irónicamente se considera a sí misma una democracia abierta, plena y ejemplar.


A pesar de sus virtudes narrativas, Green border ha pasado bastante desapercibida en la cartelera y no ha despertado demasiadas conciencias críticas (normalmente convencidas de antemano); y creo que es por su tono distante, cartesiano, cotidiano hasta la desesperación, sin aprovechar las numerosas situaciones del relato para desbordar los sentimientos. En estos casos, Holland renuncia a la habitual demora técnica e interpretativa (planos compuestos y de reacción que buscan la significación y la cercanía emocional). No es un filme hecho para presentar un problema debidamente simplificado ni una historia de víctimas indefensas y elites insensibles y crueles; es más bien un informe hecho a pie de trinchera, desentendiéndose de concesiones a la estética de la ficción efectista y de esos dramas que, a pesar de tanto dolor e injusticia, en el fondo sólo intentan reconfortar al público haciéndoles creer que el hecho de ver la película basta para ser parte de la solución. Con todo, el estilo distante y contenido del filme consigue conmover cuando toca, revelar la incoherencia, la impostura, las miradas hacia otro lado y, especialmente, poner en primer plano el lado humano. Sin duda influye que en el momento del rodaje el gobierno polaco estaba en manos del ultraderechista Andrzej Duda, así que la película es, también, la reacción local ante un ambiente y una política hostiles hacia los migrantes.

Estructurada en tres líneas narrativas --grupos de personas, familias y menores que son expulsados una y otra vez de Polonia y de Bielorrusia sin miramientos; el día a día de los guardias fronterizos que se cuestionan cada vez más su papel de verdugos y la labor de las ONG sobre el terreno-- despliega la historia exclusivamente en el paso de los días y el agravamiento de la situación. Su crítica humanista y solidaria no se desplaza al terreno ideológico, excepto en la escena final, que funciona claramente a modo de prueba acusatoria y que la directora guarda como golpe de efecto definitivo. Green border lanza sus dardos contra un gobierno polaco filofascista en el poder en ese momento y contra el fariseísmo de la UE que obstaculiza y ningunea el derecho a solicitar asilo. En este drama, los polacos interpretan un papel de tontos útiles que ellos aprovechan para poner en práctica sus políticas racistas y brutales, sabiendo que sus aliados europeos no se atreverán a abrir la boca. Es una tormenta perfecta de consecuencias imprevisibles, pero también un conflicto moral que Europa sigue evitando. De momento, quienes se posicionan éticamente son las personas, que tratan de remover unas aguas cenagosas y reventar la burbuja en la que tan a gusto estamos.